viernes, 31 de marzo de 2017

El Instituto Las Meninas

   Relato utilizado para un capítulo de mi primera novela: La imposición del ego, disponible en pocas semanas.
   




Cierro la puerta del coche y me encuentro frente a una cancha de baloncesto vacía, situada delante de un bloque de viviendas sociales de cinco alturas. Un fuerte olor a sardinas emana de alguno de los pisos. A su derecha, un pequeño parque infantil desierto, abrasado por el sol. No hay nadie en la calle, tampoco circula ningún coche. Tan sólo se escucha el ácido y penetrante sonido de las chicharras. A su izquierda, lo que parece ser el instituto, al comienzo de la calle Víctor II. Una valla de hierro forjado sobre murete de ladrillo lo separa de la calle. Me aproximo a mirar entre los barrotes y lo primero que encuentro es una enorme extensión de terreno abandonada, conquistada por las malas hierbas. Aprieta fuerte el calor en esta incipiente mañana de principios de verano. Camino por la acera hasta alcanzar el acceso principal, un paso amplio para permitir la entrada y salida de vehículos. A su derecha, unas letras grandes de color granate, adheridas a un muro de ladrillo, nos anuncian que nos encontramos en el Instituto Las Meninas. Nada más entrar me sorprende un edificio bajo con techo a una sola agua, de planta única, con puertas de garaje de doble hoja fabricadas en chapa metálica ondulada. Una de ellas está abierta de par en par y descubro que en vez de coches, lo que hay dentro son clases. Tres o cuatro alumnos adultos desperdigados en una masa de pupitres apelotonados escuchan con atención la diatriba de una profesora, que pasea sobre un tosco suelo de hormigón frente a una pizarra con ruedas. Me dirijo, algo desconcertado, al edificio de enfrente, de dos plantas. Una hilera de arbustos y árboles abandonados separa los vehículos de profesores y empleados de una fachada antigua e insulsa. Accedo por la puerta principal a un recibidor triste a pesar de la luz que lo invade. Tablones de anuncios de toda índole forran las viejas paredes. A mi derecha encuentro a dos mujeres sentadas tras unas mesas bajas, resolviendo las dudas de un hombre cualquiera. Las doy los buenos días y las expongo nuestra voluntad de colaborar con el centro en su proyecto educativo y por tanto, mi deseo de hablar con la persona a cargo. Me contestan que la Jefa de Estudios, Natibel Pinto, aún no ha llegado, pero que puedo escribirla al correo del instituto. Les doy las gracias y abandono el edificio. Me sobra el tiempo y camino tranquilo. Además, no me siento satisfecho. Si he venido hasta aquí es para ser capaz de superar la barrera de ser un correo más en una bandeja de entrada fastidiosamente llena. Así que decido regresar y decirle a las recepcionistas que si no va a tardar mucho la esperaré tomando un café y me acercaré dentro de un rato. En vez de ingerir más cafeína, me animo a curiosear por el otro extremo del instituto. Tras el edificio de las puertas de garaje descubro otra construcción similar en obras, en la linde con el descampado. Camino hasta el borde de una pendiente tapizada de malas hierbas, arbustos y árboles raquíticos, que desciende hasta la valla perimetral de la institución educativa. Me giro y veo llegar un coche del que desciende una mujer de mediana edad y bien vestida. Elegante y sobria. Me lanza una mirada escrutadora y entra con decisión por la puerta principal. Camino con parsimonia hacia la salida cuando la mencionada señora me aborda y me dice que ha sido informada de que la busco. Es Natibel Pinto. Estrecho su mano mientras me invita a acompañarla a su puesto de trabajo, situado en el espacio adyacente a la zona de recepción, donde continúan las dos amables señoras a las que saludo de nuevo con un leve gesto de la mano y una sonrisa de agradecimiento. Se ha formado una pequeña cola frente a lo que parece ser la secretaría. A través de sus paredes acristaladas vislumbro, afuera, unas canchas de baloncesto con porterías, al otro lado del instituto. Entramos en un despacho con dos puestos de trabajo. La estancia disfruta de mucha luz. Los muebles y estanterías son antiguos pero realizan su función. Todo está repleto de papeles y carpetas. Desgracia, de Coetzee, reposa junto al teclado. Natibel retira un producto olvidado por la señora de la limpieza y me invita a tomar asiento mientras enciende la enorme pantalla plana de su ordenador y me cuenta que la acaban de trasladar allí. Me entrega un tríptico en blanco y negro con información general sobre el instituto mientras lamenta que todavía no le han llegado los ejemplares en color. Mantenemos una larga conversación acerca de los planes de estudios en los que deseamos colaborar. Me cuenta que, debido al cambio de la ley educativa, han pasado a tener una duración de dos años en vez de uno, y que las prácticas se concentran en el último trimestre del segundo curso. Me muestra una relación de las asignaturas cursadas y el número de créditos asignados a cada una. Me proporciona algunos documentos que deberé rellenar para colaborar en el proyecto, aunque es tan sólo a modo informativo, ya que la encargada de este área deberá enviármelos por correo y yo tendré que devolverlos firmados. Me cuenta que aún se relacionan por fax con la administración autonómica. Me informa de que a partir del próximo curso, al cual nos incorporaríamos, no existe remuneración alguna para colaboraciones como la nuestra. Nuestra aportación es absolutamente altruista. A decir verdad, la remuneración anterior era lamentable, testimonial. Le respondo que no nos importa y relleno un papel con los datos del centro clínico y con los míos. Natibel me dice que ya no se ve una letra como esa y la respondo que es el diablo quien me enseñó a escribir con la izquierda, entre risas. Hablamos del Dr. Martín, un amigo que forma parte del cuadro de colaboradores. Natibel me cuenta que ha mantenido alguna conversación telefónica con él pero que no tiene el gusto de conocerle en persona. Me invita a que la acompañe y conozca las instalaciones donde desarrollan su labor formativa en el campo que nos ocupa. Caminamos hasta el último edificio, colindante con el descampado. Por el camino de baldosas pienso que las personas cuyos objetivos no son económicos resultamos difícilmente aprehensibles, nuestras motivaciones resultan escurridizas, quizá invisibles, para los demás. Satisfacen nuestro secreto deleite, nuestra personal relación con el mundo. Debido al desdoblamiento de los estudios en dos años, se han visto obligados a reformar la planta baja con el fin de crear un aula nueva para los alumnos de primer curso, donde recibirán su formación teórica. La amplia estancia se encuentra en pleno proceso de demolición, prácticamente acabado. Cascotes, paredes derruidas y hierros retorcidos reposan iluminados por la luz del sol que se derrama por los ventanales. Una escalera en penumbra nos conduce al piso superior. El instituto tiene casi cuarenta años. Nos encontramos en un largo pasillo de tonos verdes, del cual parecen emerger multitud de aulas. La primera de ellas es la que nos disponemos a visitar. Al encender la luz descubro con júbilo seis sillones Fedesa Samoa agrupados en un área de trabajo abierta. Natibel me explica con visible satisfacción que son el único centro público que dispone de semejante cantidad de puestos de prácticas. El mobiliario de almacenaje se dispone junto a las paredes, forradas con espejos. Los amplios ventanales tienen hoy las persianas bajadas. En un extremo reposan dos autoclaves, una cuba de ultrasonidos y una selladora de bolsas de esterilización. Junto a esta maquinaria un pequeño paso abierto, flanqueado en el otro extremo por dos recortadoras de modelos de escayola, nos permite acceder al aula de teoría. Cuatro filas de asientos enfrentadas de a dos para que el profesor imparta sus clases desde el centro. Detrás, una pizarra blanca. En el techo, dos proyectores. Natibel me cuenta que se han visto abocados a colocar un par debido a la disposición de los asientos en el aula. Me distrae una pegatina enorme de dos personajes de dibujos de la tele cuyo nombre desconozco. Bajando las escaleras surge la posibilidad de colaborar impartiendo alguna clase de la asignatura de gestión, debido a mi formación en dicho área, o quizá de alguna otra materia, de forma completamente desinteresada. ¿A quién se le ha ocurrido? Nos despedimos cordialmente en la puerta de acceso al recinto del instituto. Puedo decir que Doña Natibel ha sido una agradable y profesional compañía. Camino por la pista de baloncesto en dirección a mi coche, bajo el sol que derrite los bloques de viviendas sociales del barrio de San Epifanio, y sonrío. El curso que comienza en septiembre seremos uno de los centros clínicos que colabore en la formación práctica de los alumnos del instituto. Apoyado en el lateral del vehículo, enciendo un cigarrillo. Miro al descampado e imagino cómo la dignidad, la independencia y la serenidad arrancan de raíz sus malas hierbas. Inhalo el humo y lo suelto, disfrutando del momento. Pisoteo la colilla como se hace con un traidor y abandono el instituto sabiendo que, en septiembre, allí estaré.

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