martes, 7 de marzo de 2017

La ciudad de las estrellas

    Mis días se han visto reducidos, espero que de forma transitoria, a ser dominados por un inmenso vacío mental a causa de este espantoso catarro. Noches interminables de estornudos cataclísmicos y dolor de cabeza, de desvelos e ibuprofeno. Días de cara hinchada, goteo nasal y lacrimeo espontáneo, como si me encontrara poseído por una profunda pena, pero también de lecturas bajo el cálido sol de la mañana, tumbado en la cama sin hacer, envuelto en sucesiones, suicidios y asesinatos, conquistas y fundaciones, afán constructivo en pos de una efímera gloria, ya sea en el Imperio Romano o en el Antiguo Egipto, o mecido por la prosa poética de la Velocidad de los jardines de un joven Tizón.
   A veces deambulan por mi mente pequeñas historias pero luego desaparecen, poco a poco, como un tren antiguo se esfuma entre las nieblas de la mañana con destino a la estación del olvido. Como la de esa anciana solitaria que acaba de perder a su marido, corredor de bolsa y lector empedernido, que dejó un diario que ella teme ojear y un telescopio que no apunta hacia el cielo, acompañado de una frase de despedida: La ciudad está plagada de estrellas, búscalas cuando yo ya no esté. Esa anciana sin hijos que toma por fin una noche el telescopio y lo dirige hacia el turbio cielo de Madrid y no encuentra absolutamente nada. Una mujer que abre el diario de su marido y se encuentra con un hombre sensible que la amaba tanto. Y cuando retoma el telescopio, que mira hacia el edificio de enfrente, tal y como su marido lo dejó – ¿qué misteriosa fuerza lo ha devuelto a su posición original? –, descubre la existencia de dos bellas criaturas que viven con sus padres en un piso cualquiera de una ciudad cualquiera, y que son felices. Les siente, les acompaña, despacio, un ratito cada tarde, después de la telenovela. Se sumerge en la mágica vida de una niña de ocho años, que canta frente al karaoke de la consola, o baila libre y expresiva. Que practica sus gestos de gimnasia rítmica, o toca el piano a cuatro manos con su madre en una tarde corta y apagada de finales de enero. Que merienda o hace los deberes en posturas imposibles. O la de su hermano, un precioso niño de cinco años, casi seis - cuenta los días que faltan para su cumpleaños desde hace meses -, que juega al fútbol todas las tardes con su padre en el salón, con una pelota de goma de pentágonos blancos y negros, justo antes de la cena. Puede ver por su telescopio cómo se emboba viendo dibujos animados o los partidos de fútbol de su equipo, mientras una baba cae poco a poco desde su boca, que ella imagina que huele tan bien. Ese niño que puede pasar dos horas con un trozo de manzana en la mano, dándole mordiscos diminutos, mientras la fruta se oxida y se tiñe de marrón. Un bebé grande al que le encanta que le acaricien los pies mientras está tumbado en el sofá. Unos niños que se cepillan los dientes mientras hacen cualquier otra cosa y a los que les encanta jugar y dar saltos en la cama de sus padres y retrasar la hora de irse a dormir en un interminable juego de cosquillas y volteretas. Cada día puede ver la anciana solitaria cómo Ane estudia sus lecciones a trompicones o hace los deberes mientras David lee cuentos ilustrados con dibujos enormes o aprende a atarse los cordones de sus flamantes botas de tacos, que lleva siempre puestas. A veces les ve salir del portal con una pelota en la mano, o empujando sus bicicletas, el fin de semana. O pertrechados con sus macutos, dispuestos a caminar por la sierra en una fría mañana de domingo. Les ve marchar al colegio, y disfruta espiando cómo se despiden de su madre en la puerta, con un beso, mientras su padre les coge de las manitas, y se los imagina caminando hasta la puerta de clase.
    Luego ella se queda a solas con su marido, que emana de las páginas de esos cuadernos de alambre de muelle del colegio, y descubre a un hombre que siente, y que piensa, y que ama, que la ama, más allá de las cotizaciones y los dividendos en los que para ella parecía haberse convertido. Después se acerca de nuevo al telescopio y acompaña al papá de los niños, en mañanas solitarias; puede verle frente a su portátil, devanándose los sesos ante una página en blanco mientras fuma uno tras otro cigarro y presiona las letras del teclado como un pianista desbocado que mira la partitura de sus notas, un cuaderno de escritor cubierto por una letra azul de médico, y que las transforma en un texto vivo en un arrebato de inspiración.
    No sabe que él escribe la historia de una anciana que se queda viuda y que lee los diarios de su marido ausente y cumple su voluntad de buscar las estrellas que la ciudad oculta tras su espantosa sinfonía de ruido, sí, tras el estruendo de los motores de los autobuses, tras las ambulancias que escalan la calle y destruyen la paz de los vivos con su sirena en lucha con la muerte; detrás, sí, del bullicio de los atascos que la separan del edificio de enfrente, o de los camiones de basura que la despiertan cada madrugada. Cumple el deseo de que indague en pos de esas estrellas difuminadas por el aire contaminado de una plaza bulliciosa, de ese ambiente sucio que la obliga a vivir con la respiración contenida, temerosa de que lo que está inhalando sea el veneno que la entregará de nuevo a los brazos de su marido, allá en la otra vida. Tan temprano no, cariño, ten paciencia y espérame un poco más, dame algo de tiempo para encontrar la senda que tú marcaste. Escribe ese hombre de letras sobre una mujer que ha comprendido, que ha encontrado el camino hacia las estrellas, y que un día se decide a bajar al parque en el que estas juegan, y que se anima a decirles cosas bonitas como una ancianita más que se dedica a dar de comer a las palomas. Una mujer mayor y solitaria que les pregunta sus nombres y les hace bromas que ellos no entienden e incluso ignoran. Una señora que tiene una vida, y sentimientos, y que un día los pone sobre las manos de ese padre que parece perdido entre tanta celulosa por cubrir de signos. Le entrega el diario de su marido - un préstamo - para que se sumerja en los vaivenes que han acunado su soledad, que han mecido su pérdida, los devaneos de un hombre encarcelado en los números que decidió vivir su libertad dentro de los renglones cuadriculados de un cuaderno de colegio. Ella no sabe que aquel hombre escribe todo eso mientras le apunta con su telescopio, pero lo que sí sabe es que su marido tenía toda la razón: la ciudad está plagada de estrellas.
   Estas son tan solo pequeñas historias que uno imagina mientras está enfermo, tumbado en la cama, entreveradas con los libros que se leen mientras no se puede escribir, y que nunca se escribirán. Otra más de las innumerables ideas que compone la imaginación para secreto deleite de sí misma, cuyo misterioso fin ignoramos, aún sospechando que algo nos quisimos decir a nosotros mismos, pero se esfumó, devorada por las historias que otros sí escribieron.

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