sábado, 13 de mayo de 2017

ANTÁRTIDA 2666

Para el Bestiario de Hotel Kafka.



     No se conoce la angustia hasta haber estado bajo una masa de hielo de dos mil metros, una fila de hombres armados enclaustrados en un angosto pasillo de paredes azul fluorescente a la luz de los frontales – excavado por potentes tuneladoras sobre escalinatas antiguas –, sudorosos bajo sus uniformes en un mundo seco de piedra hecha de agua, ojos desmesurados y fijos tras el vaho que se acumula en la máscara que les permite respirar de sus bombonas de aire, la adrenalina fluyendo hasta los dedos crispados sobre la superficie del fusil láser.
    No se conoce un corazón desbocado hasta haber hallado la primera pared de roca y encontrar sobre ella una puerta blindada que se funde con un cañón Magmax y que habla de seres que no desean ser visitados, alerta ante la llegada sabida, rumiando tu futura muerte por su mano en rincones oscuros en los que el tiempo se detuvo.
    No se conoce el espanto hasta haber sentido una garra palmípeda y peluda de tendones poderosos que estrangula tu cuello desprotegido emergiendo desde las sombras, y cuya fuerza no cesa hasta que no hundes tu Knlive en su pierna y la atraviesas con facilidad y percibes su forma plana, aplastada y fibrosa.
    No se conoce el asco, la repulsa y la náusea hasta reducir a ese ser que tiene algo de humano y se le inspecciona con detenimiento, la intención metódica y militar de conocer al enemigo. La luz de las linternas dibuja una faz que desconoce los espejos, la frente y las mejillas ausentes bajo masas de pelo sucio, del cual emergen dos orejas desmesuradas con las que parece ver, que guían sus gestos ante el más mínimo ruido, una tos, una respiración profunda, alguien que se rasca la barba. Porque se adivinan dos bultos donde debieran estar los ojos, ocultos por párpados que se han sellado, ojos que aún así sienten dolor ante las ráfagas de luz artificial que hacen que la bestia se retuerza y gima, sufra a causa del estímulo abrasador de un nervio inútil pero todavía no cribado por la selección natural, como si se mantuviera alerta ante una expectativa latente, como si la esperanza fuera el último sentimiento humano, esa señal de supervivencia que emiten los genes. La nariz grande, provista de un único orificio – adaptada para capturar el oxígeno mínimo, escondido en una atmósfera viciada –, se satura con nuevos olores intensos, lo reflejan las contracciones de su cara deforme, y esa boca disminuida y abultada, succionadora, de la que asoma compulsiva una lengua fina y larga que busca la roca, ansiosa por lamerla y conseguir alimento, minerales y agua y microbios. Y de ahí quizá provenga el cuerpo famélico, es posible que por la fuerza de la gravedad aquí tan intensa ese cuerpo sea aplanado y reptiliano, si le soltáramos se marcharía eléctrico, reptando, ayudado por unas extremidades que se han acortado y transformado a tal fin.
    No se conoce el poder de la Naturaleza que deforma la carne y los sentidos de lo poco humano que sobrevive, y que se manifiesta porque ese monstruo habla en una lengua atávica, diluida como todas en el idioma global, una lengua agresiva y feroz que perdura en imágenes ya casi olvidadas y que representa el odio y la muerte, que emana de una boca sin dientes y que no entendemos pero que sentimos cargada de resentimiento y locura.
    No se conoce el virus destructivo de las ideas hasta haber penetrado en una caverna sepultada por kilómetros de hielo y hallarla habitada por mutaciones deformes que sobreviven bajo una enorme tela roja, la esvástica que nadie ve presidiendo un mundo fétido e irreal, una colonia de seres infectos que se disponen para la batalla.
    No se conoce la maldición que encierran los sueños salvajes hasta haber encontrado a la raza aria de un Reich que ha perdurado casi mil años.


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