Para el Bestiario de Hotel Kafka.
No se conoce la angustia hasta haber estado bajo una masa de hielo de
dos mil metros, una fila de hombres armados enclaustrados en un
angosto pasillo de paredes azul fluorescente a la luz de los
frontales – excavado por potentes tuneladoras sobre escalinatas
antiguas –, sudorosos bajo sus uniformes en un mundo seco de piedra
hecha de agua, ojos desmesurados y fijos tras el vaho que se acumula
en la máscara que les permite respirar de sus bombonas de aire, la
adrenalina fluyendo hasta los dedos crispados sobre la superficie del
fusil láser.
No se conoce un corazón desbocado hasta haber hallado la primera
pared de roca y encontrar sobre ella una puerta blindada que se funde
con un cañón Magmax y que habla de seres que no desean ser
visitados, alerta ante la llegada sabida, rumiando tu futura muerte
por su mano en rincones oscuros en los que el tiempo se detuvo.
No se conoce el espanto hasta haber sentido una garra palmípeda y
peluda de tendones poderosos que estrangula tu cuello desprotegido
emergiendo desde las sombras, y cuya fuerza no cesa hasta que no
hundes tu Knlive en su pierna y la atraviesas con facilidad y
percibes su forma plana, aplastada y fibrosa.
No se conoce el asco, la repulsa y la náusea hasta reducir a ese ser
que tiene algo de humano y se le inspecciona con detenimiento, la
intención metódica y militar de conocer al enemigo. La luz de las
linternas dibuja una faz que desconoce los espejos, la frente y las
mejillas ausentes bajo masas de pelo sucio, del cual emergen dos
orejas desmesuradas con las que parece ver, que guían sus gestos
ante el más mínimo ruido, una tos, una respiración profunda,
alguien que se rasca la barba. Porque se adivinan dos bultos donde
debieran estar los ojos, ocultos por párpados que se han sellado,
ojos que aún así sienten dolor ante las ráfagas de luz artificial
que hacen que la bestia se retuerza y gima, sufra a causa del
estímulo abrasador de un nervio inútil pero todavía no cribado por
la selección natural, como si se mantuviera alerta ante una
expectativa latente, como si la esperanza fuera el último
sentimiento humano, esa señal de supervivencia que emiten los genes.
La nariz grande, provista de un único orificio – adaptada para
capturar el oxígeno mínimo, escondido en una atmósfera viciada –,
se satura con nuevos olores intensos, lo reflejan las contracciones
de su cara deforme, y esa boca disminuida y abultada, succionadora,
de la que asoma compulsiva una lengua fina y larga que busca la roca,
ansiosa por lamerla y conseguir alimento, minerales y agua y
microbios. Y de ahí quizá provenga el cuerpo famélico, es posible
que por la fuerza de la gravedad aquí tan intensa ese cuerpo sea
aplanado y reptiliano, si le soltáramos se marcharía eléctrico,
reptando, ayudado por unas extremidades que se han acortado y
transformado a tal fin.
No se conoce el poder de la Naturaleza que deforma la carne y los
sentidos de lo poco humano que sobrevive, y que se manifiesta porque
ese monstruo habla en una lengua atávica, diluida como todas en el
idioma global, una lengua agresiva y feroz que perdura en imágenes
ya casi olvidadas y que representa el odio y la muerte, que emana de
una boca sin dientes y que no entendemos pero que sentimos cargada de
resentimiento y locura.
No se conoce el virus destructivo de las ideas hasta haber penetrado
en una caverna sepultada por kilómetros de hielo y hallarla
habitada por mutaciones deformes que sobreviven bajo una enorme tela
roja, la esvástica que nadie ve presidiendo un mundo fétido e
irreal, una colonia de seres infectos que se disponen para la
batalla.
No se conoce la maldición que encierran los sueños salvajes hasta
haber encontrado a la raza aria de un Reich que ha perdurado casi mil
años.
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