jueves, 25 de julio de 2013

Jidajuhe, levanta la cabeza

    Jidajuhe levanta la cabeza. Entorna los ojos y atisba el horizonte. Le ha parecido sentir algo, una leve reverberación en el aire, pero no ve nada. Sostiene la mirada por un tiempo y desiste. Atrae hacia sí a su pequeña. La abraza con su brazo izquierdo,  tatuado y desnudo, mientras apoya su otra mano en el muslo de su niño, acariciando su piel morena. Frente a él, su mujer, también sentada en el suelo, le sonríe. Una sombra fugaz desluce el brillo en sus ojos rasgados. Su negra melena flota en la suave brisa del atardecer. Llovió por la mañana y ahora la hierba está perfumada y fresca. Le hace cosquillas en las piernas cada vez que se mueve. Han encendido un fuego para preparar la cena. Se levanta y apoya su mano curtida sobre el poderoso cuello del ciervo, todavía caliente. Observa su pupila, fija y vidriosa, y sus astas, el árbol de la vida para su pueblo. Con la otra mano arranca la flecha de la carne del animal. Un tirón seco. Un río rojo brota de la herida y mancha la tierra. El viento le trae un hilo de olor a polvo y a suciedad humana. Historias de sufrimiento contadas por hermanos lejanos asoman en sus pensamientos. Pero también le trae la suave música de las hojas del roble y la voz de su pequeña, que le reclama. Vuelve junto al fuego. Quiere contar a sus hijos un recuerdo de su padre. Quiere hablarles de amor, de respeto, de tradición, de comunión con la naturaleza,  de armonía con los dioses...
En las suaves lomas, miles de mariposas blancas levantan el vuelo en milagroso renacer. Detrás, en el valle, avanza la caravana. Una energía humana capaz de navegar el océano infinito, vencer a los desiertos y cruzar cordilleras heladas. Un hálito ciego de posesión gobierna las almas de los hombres que la forman. Ellos no ven la pradera y sus mariposas, el soplo de vida que transforma la polilla en tan bello ser.


    Loarruve levanta la cabeza. Entorna los ojos y atisba el horizonte. Le ha parecido sentir algo, una leve fluctuación en las aguas, pero no ve nada. Fija la vista en la línea que separa el mar del cielo, pero desiste. Se acuclilla de nuevo junto a su pequeño. Le golpea con su hombro desnudo en un gesto amistoso y el niño sonríe. Se gira y puede ver a su mujer y a su hija, descalzas, en el comienzo de la playa. Levantan su mano y les saludan. Detrás de ellas, las infinitas selvas que alfombran la tierra. Las palmeras se inclinan con la fuerza del viento, en rítmico vaivén. Al caer la noche habrá luna llena y bailarán imitando su elástica danza. Se le heriza el pelo de la piel al ver en el cielo una nube negra, solitaria. El pez agita su aleta con la energía de la vida mientras lo sujeta fuerte por el cuerpo, contra la arena, para que no resbale. Su piel de plata luce en decenas de brillantes escamas. Sujeta con los dedos el anzuelo de madera tallada y lo desprende del paladar del pescado. Un hilo de sangre brota de la boca y tiñe la playa. El viento le trae un denso olor mohoso y de putrefacción humana. Pero también le trae la suave música de las olas rompiendo y la voz de su hija, que le reclama. Coge la mano del niño y se reunen todos. Por el sendero, entre lo umbrío del follaje, quiere contar a sus hijos un recuerdo de sus padres. Quiere hablarles de la alegría, de saber compartir, de la serenidad, de la confianza en los dioses, del amor...
    Entre las olas, un grupo de ballenas blancas migra desde las heladas aguas del norte al calor del trópico, en milagroso renacer. Lejos, tras la línea del horizonte, las carabelas avanzan. Una energía humana capaz de navegar el océano infinito, vencer a los desiertos y cruzar cordilleras heladas. El demonio dorado de la avaricia gobierna las almas de los hombres que las gobiernan. Ellos no ven la danza de la selva y las olas, ni el renacer de la vida en el viaje de la ballena blanca.


    Roberto levanta la cabeza. Entorna los ojos y rompe a llorar. Sentado en el parque, solo. En su mano izquierda sujeta una litrona. El aire apesta concentrado, saturado de humos. Hace semanas que no se ducha y el sol de verano destila un sudor nauseabundo de su propia piel, que es incapaz ya de oler. Perdió su trabajo y se arrugó hasta ser un trapo viejo. Dejó de pagar la hipoteca y le quitaron la casa. Eso fue después de beber y beber, y gritar a sus hijos, y humillar a su mujer. Y de compadecerse y odiar al mundo. Después de que ella pidiera el divorcio y se mudara al chalé de la sierra, con sus hijos. Insultó a sus amigos y hermanos y se quedó solo. Siente un golpecito en lo alto de la cabeza. Se toca el pelo grasiento y nota una sustancia untuosa. Una cagada de paloma. No siente nada en absoluto. Bebe un trago largo de cerveza y saca un periódico de la basura, junto al banco. En la contraportada descubre la sección de Cuentos de Verano. Hoy proponen una antigua leyenda india llena de esperanza: Jidajuhe, levanta la cabeza.

martes, 23 de julio de 2013

El doctor Donaire y su estruendoso grito de silencio

   Encontrar la personalidad en el perderla.
   Fernando Pessoa

    Abro los ojos sobresaltado por el estruendoso grito de una ambulancia. Mi cuerpo se ha agitado con violencia al escucharla dentro de mi sueño. Soñaba que era un hombre atrapado en una ciudad asediada por la guerra, cuya familia se encuentra muy lejos. Al escuchar la potente sirena antiaérea sé que voy a morir y que nunca podré decirles cuanto los quiero. Soy incapaz de recordar ningún otro sueño anterior a este.
    Mi corazón late con fuerza mientras escucho cómo la ambulancia se aleja, tumbado en la cama. Esto me ocurre por no ponerme los tapones. Detesto vivir junto a un hospital. Esas sirenas me impiden dormir y me recuerdan la presencia de la vejez, la enfermedad y la muerte. Las persianas están bajadas. Por una ranura sin cerrar penetra la tenue luz de un amanecer de domingo en Madrid. Mi mujer duerme serena junto a mí; ella sí se puso los tapones. Permanezco un rato tumbado en la cama, boca arriba, tratando de relajarme, pero sé que es una batalla perdida: no consigo volver a dormirme. El estruendoso ruido de cientos de pensamientos asedian mi mente. Decido levantarme de la cama. El suelo está frío bajo mis pies y se me eriza el pelo de las piernas. Salgo de la habitación sin hacer ruido. Por el ventanal del salón puedo ver la calle desierta y los perfiles de los edificios recibiendo los primeros rayos de sol. El cielo está limpio hoy. Será un bonito día de invierno. Mis hijos también duermen al otro lado de la casa, lejos del estruendoso ruido de la ciudad. El aire de la estancia es gélido a estas horas. El suelo de madera cruje bajo mis pasos. En la cocina, preparo café en mi vieja cafetera italiana. Escojo un tazón grande y negro. Mitad café y mitad leche, con edulcorante. Detesto el mal café, pero tampoco me gusta el bueno. Espero de esa taza que sea un estruendoso grito para mis dormidas neuronas y mi todavía aplastado cuerpo. Soy incapaz de recordar nada en absoluto, mi mente está en blanco.
    Vuelvo al salón y me tumbo en el sofá, junto al ventanal. Tapo mis piernas con una fina manta de avión. La luz de las farolas aún encendidas pierde su sentido. No hay nadie a quien iluminar, y si lo hubiera, ya lo está haciendo el sol. Enciendo mi tableta y comienzo a trastear en la red: periódicos, redes sociales, correo electrónico... Encuentro un blog de literatura y entro en él. La primera entrada llama poderosamente mi atención. Me río solo al leer su ridículo nombre: "El doctor Donaire y su estruendoso grito de silencio". Qué chorrada. Ha sido escrito esta madrugada por un tal Dandi del Congo. Vaya nombres estúpidos que se ponen estos escritorzuelos para llamar la atención. La verdad es que conmigo lo ha conseguido y continúo leyendo. Es un texto corto. Si es malo no me va a robar mucho tiempo. Trata de un hombre que se despierta sobresaltado por la sirena de una ambulancia. De su sueño y sus preocupaciones. De como va al salón de su casa y observa el amanecer. De su café y de cómo le gusta. Explica su vuelta al salón y cómo enciende su tableta y trastea por internet, encontrando un blog de nombre estúpido y una entrada de ridículo título. Y de cómo no puede evitar leerlo. Y se da cuenta de que el texto de la entrada es infinito y que él siempre estará allí leyendo. Y comprende que es a la vez autor, personaje y lector de un relato eterno. Que no tiene sueños, recuerdos ni vida más allá de ese texto, que sólo allí posee existencia real. Detiene un momento su lectura y grita muy fuerte, pero de su garganta no sale el sonido. Tampoco nadie le escucha gritar. Y continúa leyendo.

domingo, 21 de julio de 2013

Vicente Ferrer y el trocito de madera

                                                                       I



         La cadencia de la lluvia era constante y formada por gotitas minúsculas que producían un sonido relajante al golpear contra el suelo. Le gustaba incluso más el golpeteo contra su propio chubasquero azul, el único trozo de cielo que habían visto en varios días y que la convertía en Campanilla cada vez que sujetaba la “varita mágica” y desplegaba su dulce sonrisa, que se encontraba aún más en sus ojos que en su boca.
    El olor a humedad la encandilaba y siempre la transportaba a su infancia, rodeada de animales y campo. Se sentía muy feliz aquella tarde...Caminando a través de densos bosques nepalíes, que rezuman aguas cristalinas, durante horas, luchando contra las sanguijuelas, afrontando el camino con vigor e ilusión. Rebosante de ideales a sus veintinueve años, plena de energía,  que regala a sus dos compañeros de viaje. 
    Judit se detiene a descansar un poco y a beber agua. Apoya su mano izquierda sobre la corteza de un árbol que se había inclinado para observar sus ojos color miel. Ella acaricia con sus dedos la vieja piel y siente la rugosidad en sus yemas, casi puede oírla. El árbol se estremece al sentir su tacto y deja caer un trocito de corteza. Judit lo recoge, lo guarda bajo su capa y sonríe.
  El alma de un príncipe de Bhaktapur recorre su savia, confinada allí por haber abandonado su palacio y entregar su vida a los pobres y los enfermos, frustrando los planes que su padre tenía para él como gran conquistador. Los monjes de palacio convocaron a los espíritus del bosque para que encerraran su alma dentro de esa vieja madera y allí se encuentra recluida, sufriendo por no poder expresar su verdadero ser.  



                                                                                II


 - ¡Judit, paaasa mujer! Ven aquí, junto a mi. Te he echado mucho de menos...             ¿dónde has estado tanto tiempo?                                      Toda esta gente debería saber quién eres...Esta chica es algo...algo especial, ¿no os parece?
  Varios padrinos rodean a Vicente mientras les firma alguno de sus libros y disfrutan de su compañía y buen humor.
- ¡Pero Vicente, no me hagas pasar tanta vergüenza, hombre!¡No seas malo! –responde Judit mientras se acerca a Vicente y se sienta junto a él.
- Mirad qué ojos...¡la providencia la ha traído hasta mí! Yo ya no soy nada sin ella.- le cuenta a sus invitados mientras coge a Judit de la mano con cariño.
- ¡No digas esas cosas Vicente, que no son verdad! Acabo de llegar de Nepal y he venido corriendo a verte...
- ¡Aaah, sí!, Nepal, Nepal...¿has estado allí para trabajar por los pobres, o has ido de turista?         Me enfadáis cuando me contáis estas cosas...
- ¡Pero no se enfade, Vicente, que además le he traído un regalito! Es precioso precioso...
- A ver, a ver...¡ja, ja, ja! ¿qué es eso tan precioso que me has traído de aquellas...lejanas montañas?
- Pues lo tengo por aquí, Vicente...¡tachán!¡Siiiiií! Es un maravilloso trozo de madera rescatado de las profundas selvas de las montañas de Nepal...¿ Te gusta Vicente?
- Pues claro que sí mujer...pero si me lo has traído desde tan lejos será que tiene algo especial, ¿no?
- Tiene mucho de especial porque te lo he traído yo, ¿no Vicente? Está llenita llenita de energía, ¡hombre!
- Pues entonces lo llevaré siempre conmigo...¿No es encantadora esta chica?- dijo Vicente dirigiéndose a sus entregados admiradores, mientras se guardaba el trocito de madera en el bolsillo de su pantalón y miraba a Judit de cerca y con una amplia sonrisa.



                                                                                 III



         Judit camina por el paseo de tierra que une el departamento de arquitectura con su casita, casi al final del mismo. El sol, a punto de marcharse a dormir, se encuentra arropado ya por las nubes, coloreando el cielo de una miscelánea de violetas, rosas, naranjas y azules. Lo que más le gusta de este momento del día es la suave brisa que sopla por unos minutos, haciéndola flotar el pelo y acariciándole la piel. Respira hondo, se relaja y deja la mente en blanco mientras pasea despacio. Las hojas de los shunkeshula se agitan con el aire y hacen ruido, expresando su temor por perder su color rojo, sabedores de que el viento quiere llevárselo a su amante.
    De repente, un gatito cruza el paseo de lado a lado unos metros por delante de Judit, desapareciendo raudo detrás de las casitas.
   “¡Era igual que mi raspita!”- piensa Judit.- “igualita, igualita. Pero la verdad es que no puede ser, últimamente la veo en todas partes, estoy un poco obsesionada. Será que la echo mucho de menos, no sé. Ay madre, cómo estoy...”
  Trata de olvidar el asunto y continúa caminando. Mete la llave en la cerradura y se dispone a abrir cuando...
- ¡Judit!¡Judit!¡Espera, no entres!- Mariana  se detiene un momento frente a ella y trata de recuperar el aliento unos segundos. – Es Vicente...
- ¿Vicente?¿le pasa algo? Dime, dime...
- La verdad es que sÍ, se encuentra muy mal...¡dice que se muere! Y...
- ¿Qué? Dime...¿Qué?
- Pues que lo único que pide una y otra vez...¡es verte a ti!



                                                                                    IV



         Vicente se encuentra postrado en la cama, rodeado de toda su familia. Su cuerpecillo parece una arruga más de las sábanas. Todos toman té y conversan en voz baja. La habitación huele a incienso y a masala. Unas cuantas velas iluminan la estancia, haciendo que las sombras cobren vida y bailen.
   Judit se acerca al borde de la cama muy asustada. Siente miedo de que le pueda ocurrir algo a Vicente. Y además no comprende qué papel le depara esta situación, ella no debería estar allí.
- Hola Vicente, ¿cómo estás?- susurra.
- ¡Hooombre!         Ja, ja, ja...mi querida Judit, has venido. Esta chica es mi inspiración... – dice Vicente mirando a toda su familia.- Tengo que hablar con ella de un par de cosillas, necesito que salgáis todos fuera.
- Bueno, nos salimos, pero no te esfuerces demasiado.- responde su esposa Anne mientras anima a todos a salir.
La noticia de la enfermedad de Vicente ha corrido como la pólvora y cientos de personas se arremolinan preocupados y espectantes frente su casa. Anne se detiene frente a ellos y observa sus caras. Los conoce a todos. Podría hablar de cada familia y cada vida durante días. No en vano, llevan allí cincuenta años luchando codo con codo junto a los dalits, los desheredados, los pobres de entre los pobres, los intocables. Juntos han sido capaces de mejorar la vida de millones de personas, con el apoyo incondicional de los ciudadanos españoles. El vínculo entre esas dos sociedades tan dispares, la de Anantapur y la española, es indestructible. ¿O no?. Vicente es sin duda ese poderoso lazo, piensa. Es fuerte y luchador, pero también es mayor y con achaques. Un escalofrío le recorre la espalda. Tiene miedo.
  

                                                                         V 


- Vicente, ¿cómo te encuentras?.- pregunta temblorosa Judit, sentada junto a la cama.
- Ahora mejor.- responde Vicente cogiendo su mano.- Te he hecho llamar para contarte un secreto...
- ¿Un secreto? Con todo respeto, no creo que sea el mejor momento para tus bromas, Vicente. Ahora lo que tienes que hacer es descansar y recuperarte.
- Sí, lo sé. Mi secreto tiene que ver con eso.          Escucha... ¿Te acuerdas del trocito de madera que me trajiste de los bosques del Nepal?. Vas a creer que me he vuelto loco pero tú llevas aquí casi un año y me conoces bien. Sabes que no creo en tonterias, sólo en la providencia de Dios y en la acción de los hombres.          Bueno, el caso es que anoche la maderita se iluminó, sí, una luz intensa fulguró en la habitación. Un hombre joven surgió de la nada, elegante como un príncipe. Y es que lo era. Era un antiguo príncipe nepalí, me dijo, castigado por los brujos de su palacio por haber dedicado su vida a los más pobres. Me explicó que su alma había estado encerrada en ese viejo tronco hasta que tú llegaste para liberarla. Me contó que eres un lazo de unión entre él y yo. Que tengo que seguir luchando contra la pobreza. Que la unión de nuestras energías liberaba su alma y fortalecía la mía. Llevo cincuenta años luchando y esta pelea aún no ha acabado...Anda, ayúdame a levantarme y salgamos ahí fuera.
         Vicente camina decidido hacia la puerta de su casa. Detrás de ella, su mujer, sus hijos y una multitud que abarrota todo el campus, rezan. A Shiva, Ganesha, a Alá. A Dios y a Buda. Todos piden a los dioses que el Padre Blanco se quede con ellos un poquito más. Judit camina detrás de Vicente, con el trocito de madera en la mano, apretándolo fuerte. Ella ha hablado con la Madre Teresa. Y piensa que la Fe y el Amor pueden con todo. También la fe de este gran hombre en la capacidad de los seres humanos para amar al prójimo y luchar por una vida mejor. Judit, como tantos otros miles, quedará marcada por la huella de Vicente, su propio Príncipe Nepalí.

viernes, 19 de julio de 2013

El ambidiestro

    Soy un hombre zurdo. A los zurdos, desde fuera, se nos ve raros. Parece que somos gente patosa y que nos cuesta hacer las cosas, pero la verdad es que yo siempre me he apañado de maravilla con todo. Somos pocos y cuando alguien se da cuenta, hace algún comentario. Entre zurdos, existe la sensación de pertenecer a una pequeña comunidad secreta. Ah, eres zurdo, yo también...Hay reconocimiento y complicidad entre zurdos, como si perteneciéramos a un club selecto que conoce misterios de la mente vedados al resto de los mortales. Yo sólo sé que agradezco que de un tiempo a esta parte las latas de conserva lleven abrefácil.
    Cuando me enseñaron a escribir en la escuela, trataron de que lo hiciera con la derecha. Mis padres atajaron pronto este amago de anular mi natural tendencia y aprendí a escribir con la mano izquierda. Mis bonitos cuadernos de caligrafía. Una letra tan linda, tan correcta y limpia. Nunca he sido de esos que giran la muñeca por encima de la línea de escritura y la mano adquiere una deformeforma de pato. Siempre he preferido girar la hoja de papel hasta prácticamente tumbarla y escribir desde abajo hacia arriba, casi vertical. Claro, así se me han ido achinando los ojos con los años. También soy la única persona que conozco, y mira que conozco por lo menos a dos ó tres, que firma en sentido contrario, aunque no sé si al contrario del sentido, ó con un sentido contrariado, ó con un contrario muy sentido ó sintrario y consentido...Y, además, mi firma siempre se sale de esos pequeños recuadros a los que debemos ceñirnos en los documentos. Si escribo con estilográfica, emborrono toda la hoja. Cuando era niño, me regalaban con frecuencia plumas. Son objetos que se regalaban los adultos, unos a otros, creando una gran cadena, hasta que el último eslabón era un jovencito como yo. Qué bien sienta coger una y apoyar la punta de bola sobre la hoja de papel. Pero el zurdo se ve privado del bello discurrir de este instrumento. Al utilizar lápiz, la letra y el papel adquieren un sospechoso tono grisáceo. Debido a ello, tus textos resultan también sospechosos y el lateral de tu mano y tu meñique se ennegre-zen. Para librar de toda duda de veracidad a lo que escribía, de chaval, apprrrretaba mucho. Y por ello tengo duro el corazón, digo, una dureza en el dedo corazón. Y también un callo en el dedo.
    Comer conmigo puede ser una desgracia, por norma capitán(por general). Pero si además has de hacerlo junto a mí, nuestros codos se van a hacer muy amigos. Nosotros, no. Ninguno de los dos va a comer a gusto por mucha gracia que nos haga; aga, agá. Ahora todo esto de ser zocatto importa muy pocco: escribimos presionando con las yemas de los dedos el teclado de un ordenador. O de una tableta. O de un teléfono móvil. En este último caso, nos hemos vuelto todos zurdos. Se nos ve raros desde fuera cuando escribimos, y más aún cuando otro lee lo que hemos escrito.
    Yo, además de zurdo, soy géminis. No sé qué significa ser géminis, pero lo soy. La gente dice que tenemos doble personalidad, etiqueta que me irrita mucho por limitante. Dos personalidades son muy pocas; siempre me he esforzado en tratar de desarrollar unas cuantas más. Eso sí, casi todas vacías de contenido, excepto una donde lo meto todo. Tengo una marca de nacimiento como géminis: Dos-dedos-de           los pies geminados, compartiendo una sola raíz. Lo géminis es por tanto para mí un camino de dos direcciones. El desdoblamiento y la raíz. los senderos y el origen. Las opciones y el arraigo. Lo importante es que el punto central sea elástico para que no se rompa.
    Todas estas cosas no han tenido en mi vida la más mínima importancia hasta hace bien poco. Un extraño hecho me ha acá-hecido. Una auxiliar de la clínica afirma a menudo que se fija mucho en las manos de las personas porque dicen mucho de ellas. Yo nunca he oído hablar a mis manos y siempre he intentado decir lo menos posible de mí, eso sí, siempre por la boca. Tampoco sé si decir mucho es algo intrín-seca-mente bueno. Mi compañera tiene las manos muy cuidadas. Las hidrata a menudo, se pinta las uñas y se las arregla, gesticulando con feminidad. Mis manos están secas, mis uñas son cortas y rodeadas de padastros y pieles muertas. Así que, suponiendo que mi compañera no iba a echar piedras contra su propio tejado, deduje que sus lucidas manos decían muchas cosas buenas de ella y las mías todo lo contrario. Y como ando yo últimamente muy dado a pasar por el aro y dejarme llevar con docilidad por algunas opiniones de los demás, sin ninguna resistencia, crítica o criba, decidí acudir a que me hicieran la manicura, a ver si conseguía engañar a la gente que oye hablar a las manos, como hace mi compañera.
    Acudí a perpetrar tamaña fechoría a un centro de estética. Entré y enseguida una trabajadora, una bella mujer de pelo rizado y azabache. recogido en lo alto de la cabeza, me miró a los ojos durante mucho tiempo. De hecho, llevaba mirándome muchos años antes de haberla conocido. Su olor me hizo pensar que ya nunca más sería capaz de separarme de ella. Cogió mis manos y sentí un mareo que me aceleró el corazón. Te voy a sacar el grafito de la mano izquierda, dijo. Te voy a separar los dedos del pie derecho. Sentí mucho miedo, pero algunos mechones de pelo le caían sobre los hombros, tenía una piel tersa con lunares y le brillaban los ojos, así que me distraje y me dejé hacer la manicura. Conseguí escapar del dulce embrujo de los sentidos y salir de allí con dificultad.
    Las manos arregladas siempre me ha parecido algo muy poco masculino. No me sentí nada contento de cómo hablaban de mí mis manos. Cuando llegué a mi casa la mujer me seguía mirando, como siempre. Ya no era yo el mismo. El mareo se me había metido en las manos. Las sumergí en un barreño repleto de polvos de talco y me las lijé hasta el enrojecimiento, tratando con desesperación de recuperar su rudeza. Lo conseguí a duras penas, pero mis manos continuaron mareadas. Sentí cómo el mareo se me subía a la cabeza y algo estable y correcto se desconectaba en mi lóbulo frontal(noté con extrema claridad que fue justo allí) y otro algo conectaba, enraizaba, por primera vez, en algún olvidado rincón de mis infrautilizadas circunvoluciones del cortex, como si alguna de esas múltiples personalidades vacías que yo apreciaba tanto se pusiera a funcionar.
    Me dirigí a mi despacho y rebusqué entre mis recuerdos de infancia; allí estaba: una de mis antiguas estilográficas sin usar. Me senté delante de una hoja en blanco, la saqué de su estuche y comencé a escribir. No cargué cartucho de tinta y la empuñé con la mano derecha, y todo me pareció lo más normal del mundo. Escribí:
    "En el lado derecho de mi chaqueta está el bolsillo de las bellotas, pero últimamente lo llevo repleto de polvos mágicos, finos, dorados y brillantes, que no pienso contaros de dónde he sacado.. Me dedico a poner un puñadito a escondidas en la comida de la gente que quiero. De esta forma ellos sueñan lo mismo que yo, sueñan lo que yo sueño. Tumbado en mi cama, a oscuras y en silencio, repaso mi menú mental de sueños y escojo uno. Hoy soñaremos todos con un gran tren de juguete lleno de muñecos, con infinidad de flores asomando por las ventanas, que recorre con lentitud una verde llanura. El tren tiene cara y sonríe."
    Mi mano derecha se detuvo. Sentí un placer instintivo, adorando lo escrito pero a la vez abominando ciertos trazos de cursilería. Y continuó escribiendo sin control:
    "Extensa llanura ibérica repleta de rudos hombres que beben botellas de güisqui de un litro y todavía fuman en los bares, ávidos de bellas mujeres, tras largas jornadas de trabajo hiriendo la tierra, a merced de los caprichos del sol y la lluvia, en espera de una recompensa que ilumine la obscura senda del futuro de sus genes, aislados y recelosos del arrollador discurrir de los pueblos de este mundo, mientras gozan de la ténue luz y el fresco aire del amanecer que ha acompañado a muchas de sus generaciones."
    Me encuentro desconcertado ante tan extraños hechos- la pluma sin tinta que escribe, el ser yo capaz de escribir con la diestra - y tan enigmáticas palabras. Desconozco de qué remoto lugar de mi cerebro han emergido. Quizá esté muy cansado y confuso. Es tarde. Abro la ventana y asomo la cabeza; ya nadie lo hace en la ciudad. Respiro el aire fresco de la noche de primavera. La luna, muy próxima a nuestro planeta hoy, reina grande sobre los tejados y acaricia con su suave luz mi entendimiento y quizá confunde mi realidad. Me tumbo en la cama, me arropo y sueño, sueño, sueño...
     El sueño del pozo
   Camino sobre tierra mojada. Frente a mí, una gran vasija romana y detrás de ella, un pozo. Sólo levanta dos hileras de ladrillos del suelo, sobre las que apoya una tabla de madera. Chirría una puerta a merced del viento. Me asomo a las aguas del pozo, oscilantes y oscuras y veo mi cara antigua, la de un niño, reflejada. Me aparto y siento frío. Vuelvo a mirar y ahora veo la cara de mi hija y después, la de mi hijo, cuando eran niños. Sonríen y ahora son mis padres, que soy yo. me arrodillo y clavo mis uñas en la tierra. Arranco una profunda raíz y la lanzo al pozo. Siento el calor del sol y el viento ya no está...
    El sueño de las escaleras mecánicas
   Sólo veo los ojos de mi mujer y mis hijos. Se alejan con lentitud y ya veo también sus caras y ya al poco toda su figura. Se alejan de mí, quietos y con tristeza en la mirada, sobre una cinta transportadora, como la de los aeropuertos. Yo tengo los pies anclados en el suelo, son parte del forjado y el cemento los cubre. Me arrancan mi ser y se me desgarran los músculos y la piel. Ya no soy...
    Despierto con el sabor de los sueños en mi cabeza, arrastrando sus nebulosas imágenes, con finos hilos, hacia la realidad. Abro mis ojos y veo la luz de la luna entrar por los pequeños huecos de las persianas. Nunca recuerdo mis sueños pero hoy los retengo con claridad...

                                                                           II

    Una compañera ha dejado hoy su trabajo. Es joven y bella. Muy arreglada, a la moda, llama la atención. El equipo se ha dejado la piel durante siete meses en enseñarla e integrarla en la actividad diaria. Grandes esfuerzos se han hecho. Marcha hablando mal de las compañeras y con mal disimulado disgusto hacia los jefes y pidiendo un despido, un favor para cobrar el paro. Siento muchas cosas negativas hacia este comportamiento, que se resumen en el terrible espanto que me produce relacionarme con jóvenes que sienten apasionadamente su egoísmo y que destruyen su entorno, repleto de gente generosa, centrando todo lo que ocurre en su inseguro yo...seres pusilánimes, huecos, con orgullo cobardes, inertes e insípidos, la nada en su bella carcasa de ropas y objetos, de mirada fría que representa una obra de teatro, la vida, con inercia, leyendo su papel con desgana y metálica voz, tan lejos...
    Cuando camino ó conduzco por la ciudad tras salir del trabajo, me encuentro con seres humanos que visten bien y conducen coches caros. propietarios también de semblantes serios, adustos, sin mirada y sin sonrisa, aislados, preocupados, inseguros, indefensos, mentes esclavas con síndrome de Estocolmo. Y me veo luchando por no ser uno de ellos, decidido a abandonar mi persistente presencia en mi propio futuro, sin prisas pero con determinación, y a desgajar de mi ser partes partes de mi pasado que amenazan con destruirme. Entregarme de nuevo, como hace años, al precioso momento presente, anclar mi conciencia en la luz, el fresco viento y los infinitos detalles, vacua la mente y llena de paz, vagando por los verdes valles y las montañas nevadas...
    Una tarde a la semana, al salir del trabajo, voy a cortarme el pelo. Es esa hora del día en la que todo es más real y nítido, la luz es cálida y la gente está en la calle. Me siento vivo y relajado. La primera vez fui sin motivo buscando, como en tantos otros sitios, un motivo para ir. Entro en la peluquería y la vuelvo a ver. Nunca me canso. Una gran emoción me llena. Ella se mueve ágil y concentrada, fluente. Nuestras miradas se cruzan y sus ojos sonríen. Otra sonrisa escapa por las comisuras de sus labios apretados. Tomo asiento en su puesto. Me rodea y se situa detrás de mí. Me siento muy vivo teniéndola tan cerca. Me da la sensación de que ella también quiere estar junto a mí un segundo más, para siempre. Hacemos por estar un poco más cerca que todo el mundo, lo cual crea minúsculos momentos infinitos. Me coloca un babero desechable posando sus manos de largos dedos sobre mi pecho con movimientos lentos y suaves. Su voz está llena de matices. Dulce, pero con cuerpo, rellena, cálida, alegre y sólida, que a veces te abraza y otras te contiene, como la música de una sinfonía con todos sus movimientos y bellas notas correteando por el pentagrama, que derrite mis oídos y funde mi cerebro...Su piel es morena y joven. Viste una camiseta negra de tirantes que deja a la vista los hombros y el cuello más bellos. Su pelo es muy negro y rizado, con volúmen, recogido en una coleta que da pequeños saltos. Le nace muy cerca de las sienes y eso me encanta, no sé por qué. Algún pequeño mechón se le escapa por delante de la oreja. Su mirada es intensa, incluso poderosa, y otras veces contenida, tratando de detener una explosión de brillos de alegría casi infantil, porque no es el momento ni el lugar. Sus labios, más el inferior, son carnosos y su sonrisa es deslumbrante. Cuando se relaja y se ríe, con todo el cuerpo, se detiene el mundo. Llena el aire con una fragancia propia, presente, olor de su cuerpo con un toque de perfume, que no agrede sino que atrae tu nariz hasta desear recorrer toda su piel. Mantiene el misterio de algo oculto, algo secreto para ti y también una gran emoción contenida y quizá prohibida.
    Hoy he sido su último cliente y he esperado a que cerrara la peluquería. Hemos charlado un rato en la calle, frente a la peluquería, de cosas sin importancia. Tiene que hacer unas compras. La he acompañado en otra ocasión y me gustó demasiado así que decido no hacerlo esta vez. Le ofrezco acercarse a tomar algo al bar de tapas del que soy parroquiano, cuando termine. Es esta sin duda mi perdición. Una puerta abierta. Emociones en espera. La veo marchar resuelta por la acera, fumando. Entro en Los Cosos. Ambiente taurino sin clientes. Siempre han respetado mi gusto por ese momento cotidiano, solitario y abstraído, brindado a un hombre como yo, tan dicharachero, simpático y jovial con los pacientes durante la jornada laboral, y a su vez tan necesitado y apasionado por la soledad y el recogimiento que permite al hombre inquieto encontrarse con sus pensamientos y, algunas pocas veces, con su corazón. La espero ansioso y emocionado como un chiquillo durante horas que se me hacen minutos. Por fin, me doy cuenta de que no va a venir y me marcho a casa con unas cervezas de más.
    Don´t wanna close my eyes, don´t wanna fall asleep ´cos I miss u baby and I don´t wanna miss a thing. ´cos even when I dream of u, the sweetest dream will never do, I still miss u baby and I don´t wanna miss a thing...Suena Aerosmith en mi cabeza mientras paseo de vuelta a casa.

                                                                              III

Arde el aire denso del comienzo del verano, incluso ya en las cálidas luces del atardecer, en la ciudad, esta ciudad arrodillada, como muchas otras veces, viviendo su particular resaca. Sudo y devoro un perrito picante en un viejo bar frente a la clínica mientras pienso, como tantos hombres antes que yo, en lo efímero de nuestra existencia, mientras veo pasar familias de camino a casa con lo justo para llegar a fin de mes, en ese difícil equilibrio entre los placeres propios y los de la gente que quieres, entre la satisfacción presente y la futura, en esa lucha interior del ser humano por vivir el momento actual a la vez que sembramos para disfrutar de los tiempos futuros y que siempre, tomemos la opción que tomemos,  el discurrir del tiempo nos hará perder tarde ó temprano.
    Vuelvo a la consulta para atender a la última paciente del día. Es una primera visita que no quiso dejar nombre ni teléfono, lo cual me fastidia mucho, porque es altamente probable que no aparezca. Saludo a mi auxiliar, la que oye hablar a las manos. Me dice que la paciente ya ha llegado y ha rellenado el formulario. Se encuentra esperándome en el gabinete. Paso a mi despacho, me pongo la bata y me dirijo a atenderla. Cuando entro en la sala, el corazón me da un vuelco: es ella. Sentada en el sillón dental con las piernas cruzadas y mirándome con un brillo pícaro en los ojos, feliz de haberme sorprendido y notarme tan descolocado.
    Ahora nuestros papeles han cambiado y soy yo el que se acerca por detrás de ella. Su bella melena azabache se desparrama por los lados del cabezal mientras presiono el botón para que el sillón se recline. Veo sus morenas manos de largos dedos apoyadas sobre sus muslos. Respira profundo y lento. Huele a sí misma, sin perfumes. Me mareo de nuevo al tocar su cara para que se coloque centrada.
    Me pide que le haga una carilla en un incisivo central que tiene levemente oscurecido. Le respondo que, muy a mi pesar, eso no va a ser posible, ya que soy ortodoncista y no estoy capacitado para realizar dicha intervención con la perfección que ella merece. Se gira un poco y me mira fijamente a los ojos. Prueba a hacerlo con la mano derecha, dice. Al principio no la entiendo bien, pero enseguida caigo. Ella, los mareos, mis extraños escritos con una pluma sin carga y con mi diestra... Me da miedo y me fascina y seduce al mismo tiempo. Sin más tardar, saco la caja de composites estéticos y el instrumental específico y esculpo la obra de arte más bella que se halla realizado en boca humana, utilizando mi mano derecha. No sé cómo lo he hecho. He estado sumido en un intenso trance creativo. Mi auxiliar me mira asombrada.
    La bella mujer se incorpora del sillón y observa su nueva sonrisa en el espejo de mano. Es incapaz de distinguir la carilla de sus blancos dientes y me pide que le diga cómo lo he hecho. Siento un escalofrío al ser consciente de que ella ya lo sabe, pero respondo: "Preferiría no hacerlo". "Ah, eres Baterbly, el escribiente", sonríe su voz. "¿Cómo?". "Sí, Baterbly, de Melville", responde divertida mientras se recoge un tirabuzón de pelo rizado tras la oreja. "¿Conoces esa novela?...Ahora me doy cuenta de que me encantaría conocer tu nombre,¿cómo te llamas?".-pregunto fascinado. "Depende. Tengo un nombre por el día y otro durante la noche...¿cuál prefieres?. Elige". "Preferiría no hacerlo", respondo de nuevo. "No voy a dejarte seguir siendo Baterbly, dentista. Tienes que elegir con el fuego de tu corazón. Por el día me llamo Constance y por la noche soy Milady."
    Miro a esta bella mujer que me embruja la mente y los sentidos. Que me emociona y me apasiona. Que me da miedo y me atrae por igual. A su espalda, cuelga de la pared el sable que perteneció a mi padre y que luce en la recepción de la consulta en su memoria y como muestra de hombría. Me acerco hasta él y sin pensarlo dos veces, desenvaino su acero con mi mano derecha tirando con fuerza de la empuñadura. Brilla el filo y relucen las piedras de la cazoleta mientras sonrío con confianza y la miro. "Elijo a Milady, sin duda". "Puede que te haga sufrir, joven D´Artagnan", responde. "¿Y no es eso sentir, Milady?Salgamos a la noche y sintamos." Nunca más volverán a saber de mí en la clínica dental.

martes, 16 de julio de 2013

Semilla

A Gonzalo Crooke Llop y Roberto García Plaza

    Caminan ya sin hablar, la pendiente es fuerte. Sólo se escucha el sonido de su respiración entrecortada y sus pisadas sobre la tierra seca del camino. El aire es frío y produce la sensación de limpiarle al respirarlo. Huele a bosques y a libertad. Se acercan al final del horizonte y su ilusión por ver lo que hay más allá crece a cada paso que da. Un poquito más...otro paso...arriba, el último esfuerzo...¡sí!
    Un escalofrío de emoción le sube por el cuerpo y le sale por los ojos en un brillo de ilusión. Ante ellos tienen uno de los lugares más bellos que Nuño haya visto jamás. Enormes montañas cubiertas de nieve señorean al otro lado del valle. Los vientos que azotan las cumbres hacen surgir un polvo mágico que desaparece dentro de los intensos azules celestes. La luz del sol broncea la nieve y dibuja tonos dorados sobre la blancura. Las sombras y los perfiles rocosos, negros y azulados, le dan fuerza y volumen a aquellos montes. El aire es tan limpio que todo es muy real e intenso. Más abajo, frondosos bosques de pinos perfilan el valle. En algunas zonas el verde se vuelve casi negro; en otras la nieve espolvorea las copas de los árboles. Las ráfagas de viento hacen hablar a las hojas, arrancándoles una ovación ante tanta belleza, y los espíritus que habitan la foresta - y los que vinieron a habitar las cumbres - susurran canciones que se escuchan con el alma.
    El corazón de Nuño late con fuerza y se siente pleno de vida y felicidad. Coge las manos de sus padres y les abraza con gratitud y emoción. Tiene siete años y es la primera vez que ve un lugar así. Se siente tan bien que ha decidido que continuará viniendo a ver estas montañas para siempre.

domingo, 14 de julio de 2013

Doc, relax, walk with me

   Hace mucho, mucho tiempo...que no necesito despertador. Ya se ocupa el señor Arroyo, el panadero del pueblo, de despertarme.Todas las mañanas, igual da que sea martes o domingo, agarra la aldaba cromada y la golpea sin tino contra la madera de encina de mi puerta. Son las ocho y él ya ha hecho todo el pan del día. Se toma un descanso y de camino a la cafetería me baja una hogaza con pasas, esponjosa y humeante. Siempre me destruye algún sueño y se lo agradezco,  pues son los únicos que consigo recordar un rato.  
-¡Señor doctor, señor doctor!¡su pan, recién hecho!
    Me hace gracia que no utilice mi nombre y sí esa doble titulación desde hace tantos años. El retintín es evidente. Se lo disculpo porque le sirve para desahogar sus complejos y hacer ver a gritos a los vecinos su rebeldía al servilismo. Y, qué narices, es gracioso, trabajador y un buen hombre. Me cae bien.
  Me levanto de la cama y pongo el pie sobre El libro del desasosiego, de Pessoa. Buena forma de empezar el día,  me digo. Pisoteando el desasosiego. El señor Arroyo ya se ha metido en mi casa y contempla con un mohín mi incipiente barriga.
-¡Esto es por culpa de su pan, señor Arroyo! Además, si esperara fuera como todo el mundo, no tendría por qué verme así..Gracias, señor Arroyo...Que tenga un buen día.
   Riego las plantas del patio interior, me ducho canturreando y bebo mi pócima de Asterix, café tan negro como un abismo. Siento la tentación de salir desnudo a la calle y ver qué pasa, pero desisto tras imaginar a varias ancianas infartadas en plena acera y a mí mismo tapando mis partes con un trapo tras las rejas de la comandancia de la guardia viril, digo civil.
El calor es ya denso y seco a estas horas de la mañana. Giro la esquina por el callejón empedrado que enmarca el lateral de mi casa. Es umbrío y estrecho, recorrido siempre por una refrescante corriente de aire. Además, acorto de camino hacia la clínica. Paseo calles de casonas de piedra, encaladas de blanco, de dos plantas, con ventanas y puertas sencillas. Disimulan, no hacen alarde. Esconden hogares acogedores repletos de tesoros, la mayor parte de ellos inmateriales. Mis pasos reverberan en el silencio de la mañana. No circulan coches. Alguna anciana de lento caminar me dedica un buenosdíasdoctor, sin levantar la vista, al que correspondo con un buenosdíaseñoratal y un asentimiento.
   Al abrir la puerta de la clínica encuentro una jovial laboriosidad. Las chicas, vestidas con sus uniformes blancos de cuello lila, revolotean de acá para allá, preparando el consultorio para atender a los pacientes. Tina parlotea sobre su gato mientras teclea el ordenador. Andrea pasea esforzada su embarazo mientras prepara su gabinete. Ruth comenta su enésimo viaje de fin de semana con la escoba en la mano y Mar maldice a su prometido un mes antes de casarse, gestualizando amenazadora con un bisturí.
   El Dr. Sánchez-Salado, es decir, Jesús -Chus para los amigos, dice siempre-, entra en la clínica tras de mí con cara de haber visto al mismísimo belcebú. Nos cuenta que la pasada noche, mientras charlaba con su mujer al fresco, fue agredido por un grupo de gamberros que vaciaron contra ellos una escopeta de perdigones, con la fortuna de no acertar ni con uno sólo. Su mujer quedó pálida como teta de monja y sollozando y haciendo hipitos y él reconoce que mojó los calzoncillos. Llamó a la guardia civil, que pasó unas horas ojeando los caminos, sin suerte. Pero él sabe quién son. Los hermanos Torralba, esos hijos de mala madre. Sólos les dejan, los padres de viaje bañados en turismo alcohólico, gastando el dineral que le dejaron a deber por los implantes de ella. Bien estará comiendo y bebiendo la Ramona con las prótesis que le hizo y no le pagó. Ahora, salta a la vista que la denuncia se les ha atragantado, y que de aquellos polvos vienen estos lodos. Pero si creen que van a timar y amedrentar a un Sánchez-Salado, van listos. Listos. Chus entra al despacho a cambiarse. Nos partimos todos de risa y a su vuelta el recochineo es monumental. "A mí no me hace ninguna gracia", dice con una sonrisa calléndose por el labio.
   Entro a mi gabinete y Ruth me pasa al primer paciente. Joy camina tranquilo y seguro de sí hacia mí y estrecha mi mano con fuerza, torciéndomela hacia abajo. Viste pantalón corto caqui y camiseta negra de tirantes. Calza chanclas de playa y lleva una pulsera que reza catholic en la mano izquierda. Hombre negro de Nigeria, tengo la fortuna de que acuda a verme todos los años, ya que casi con seguridad soy el único dentista que habla inglés en toda la Siberia. Sospecho que es un mafioso, con sus fajos de billetes y sus ademanes. Me mira con sus ojos inyectados en sangre y se deja caer en el sillón. Siempre me hace recordar la escena de Los intocables de Elliot Ness en la que el barbero corta a Al Capone mientras le afeita. Tengo miedo. Joy me explica que quiere que le quite dos muelas que están completamente sanas. Frente a otro paciente me habría negado con rotundidad, pero a él le hago una leve advertencia. Sin escucharme, responde como el que está acostumbrado a que le obedezcan, como si jugara a tener paciencia conmigo:
- Doc, relax...walk with me.
    En ese preciso momento sé que no puedo negarme. Le imagino cortándome las piernas con un machete largo, sus dos muelas no extraídas a cambio de mis dos miembros seccionados. Me veo como a Tom Cruise en Nacido el 4 de Julio, en mi silla de ruedas, lamentando el resto de mi vida no haber accedido a los sencillos deseos de Joy.
Me pide que trabaje softly. Le respondo que sí, que como en la canción, killing me softly. Me traiciona el subconsciente. Tras recibir su condescendiente enhorabuena por mi trabajo y pagar como siempre con el fajo, marcha contento con sus dos muelas en un bote para dios sabe qué, y yo decido no pitorrearme nunca más de Chus y sus desgracias. Ruth nos cuenta que antes de pasar al gabinete, Joy le ha dicho que iba al baño agitando sus manos cerradas una tras la otra frente a la entrepierna y bromea imaginando su atributo y lo que haría con él. Yo también pienso en su machete, pero de otro modo.
   Aflojo tensión asustando al técnico que arregla los sillones, Rufino, con un conejito de peluche que alguien dejó olvidado y le pregunto que si para que la turbina entre bien es mejor el aceite o la vaselina. Comienza a darnos una respuesta técnica hasta que nos ve a todos muertos de risa.
El siguiente paciente es Juan Carlos, uno de los pocos topógrafos con trabajo de la comarca. Viene nervioso de un juicio. Cuenta que uno -de Madrid tenía que ser- se acercó a verles trabajar una mañana en una obra de canalización del regadío, hallá por Herrera del Duque. Les preguntó qué hacían y él contestó con recochineo- le había picado una abeja y estaba reconcentrado- que grabando una serie para la tele. El otro, que de él no se ríe ningún palurdo y claro, le tuvieron que dar de ostias. No les dejó otra opción. Y no va el atontao, por no decir otra cosa delante de usted, doctor, y se presenta en el juicio vestido de karateka y gritando a quien quiera oir que él es inocente, hasta que el juez le interrumpe y le recuerda que es él quien acusa por la paliza recibida. Y bien recibida y merecida, debió pensar el juez, porque la cosa quedó en nada. Se ríe.
    Y es que por aquí, no entendemos casi nada, ni queremos entender. La gente anda medio loca y no sabe bien ni quién es ni cómo hay que ser, hoy en día. Eso que llaman identidad por ahí. Pues por estos lares lo tenemos muy claro.Termino mi jornada a las dos y me tomo una caña con tapa, y voy comido, con el médico y el cura. Tras la siesta, marcho para la finca. Estoy relajado y camino conmigo mismo, por el sendero que lleva a la casa de campo, junto al establo. Me recuesto en la tumbona, con una copa de Tentudía, una torta de Casar y un plato de ibérico de bellota. Y el pan con pasas del señor Arroyo. Respiro hondo, mientras veo pasar las grullas. Miro la dehesa, frente a mí. Detrás la sierra y sobre ella, el Castillo de la Puebla, lejos, señoreando. El cielo es muy azul justo antes de caer la tarde y el aire es limpio y las cosas se ven nítidas. De vez en cuando pasa una nube y me tapa el sol. Pero enseguida el viento se la lleva y vuelve la luz. Y sonrío.


viernes, 12 de julio de 2013

El pantano de Siberia

Sabemos que va a venir, pero no sabemos cuándo.

La carretera discurre entre colinas cubiertas por densas sábanas de pino y desciende con suavidad hasta el valle. Han dejado atrás el pueblo, en la falda del monte, y a sus pies, los vivos verdes de los campos de arroz. Un camino asciende suave hasta la cima dejando a la izquierda, tras unas primeras rampas rodeadas de jaras, Las Tres Cruces. Pequeñas islas deshabitadas por la imaginación de los niños emergen de las mansas aguas del pantano. El calor es aún denso y seco al caer la tarde en la Siberia. "I used to be somebody but now I am somebody else".- canta Jeff Bridges desde la radio, desgranando el sufrimiento de un alma country bañada en alcohol y melancolía. Los niños ríen y hacen juegos de palabras con sus abuelos. Raúl puede ver por el espejo retrovisor la cara de su mujer. Seria, ausente, triste. Sus miradas no se cruzan.
Circulan sobre la misma compuerta del pantano para cruzar a la otra orilla. Los niños gritan de alegría al avistar un barquito de vela blanca, mientras meriendan. Aparcan el coche y bajan caminando por la vereda, felices, con sus toallas al hombro. Los eucaliptos rodean la terraza cubierta del pequeño bar. Hay poca gente en las mesas. El dueño se encuentra detrás de la barra, sin camiseta. Sonríe y saluda con la mano al verles llegar. Enrique, el abuelo, escoge siempre la misma mesa, centrada, junto al comienzo de la playa. Una pendiente de cemento desciende suave hasta la orilla. Los niños, alborotados, se ponen sus bañadores y sus manguitos, gritando de alegría, desbordando ilusión por los ojos. Dentro del agua, la plataforma alargada desde la que la gente salta se ha desplazado. Raúl y Enrique se meten en el agua y la enderezan y afianzan frente a la espectante mirada de los niños. Los demás bañistas también les observan, tranquilos, desde sus toallas, o con los pies mojados, en la orilla, charlando y riendo, jugando con el agua. Daniela sube a la plataforma y corretea a todo lo largo, para detenerse abruptamente en el borde y, cerrando fuerte los puños, dejarse caer al agua con una sonrisa en los ojos. Nada como un perrito hasta que su papá la abraza, rodeados por el placentero sonido del agua al ser removida por sus cuerpos. Ella se coloca los puñitos en la cara y le dice que son telas de araña que tapan los ojos, mientras se engancha con sus piernas a la cintura de Raúl. Observan la luna llena, ascendiendo en el cielo del atardecer frente a ellos, sobre las montañas. Daniela le dice que la luna está hecha de queso y agua y Raúl ríe y se siente feliz. Adora la poética imaginación de su pequeña niña. Ella se gira hacia su madre y su abuela, mientras grita que el lago está lleno de coca-cola, el trampolín es una cuchara y la playa es un plato. Elisa, su madre, se acerca a la orilla y se sienta a observarles. Su belleza destaca en la pequeña playa. Aunque de su cara emergen oscuras sombras. Mujer inteligente,  bondadosa y serena, tiene demasiado que perdonar y una terrible herida que curar. Pero sus hijos sí le arrancan una sonrisa. Pedro, el pequeño, le agarra una oreja mientras balbucea unas palabras.

Una nube...

    Juegan junto a la plataforma todo el largo atardecer. Niños de todas las edades saltan y gritan, empujándose al agua o haciendo locas piruetas. Raúl sube a Daniela a hombros y saltan de esa guisa. Otras veces coge las manitas de Pedro y le guía en su saltito al pantano. Elisa les observa y ríe, junto a la orilla. A veces, desvía la mirada, perdida en la lejanía. Los abuelos toman una cerveza en la terraza. Algunos vecinos del pueblo se acercan a saludarles junto al agua, con sus niños. Charlan apacibles, sonriendo, contando anécdotas o preguntando por familia y amigos. Se juntan todos en la mesa metálica de la terraza y comen tortilla de patata y morcilla con pan. Beben cañas y limonadas, en bañador, relajados, atendiendo a los niños mientras comen y riendo sus ocurrencias. Trinidad,  la abuela, habla de una amiga, que perdió la memoria de súbito, una tarde, paseando por Mérida, la Capital de los Recuerdos. No era capaz de reconocer a su familia, que la acompañaba. La diabetes, daba la cara tras lustros de silente presencia.

Otra nube...

    Una amiga que Daniela ha hecho en el agua se sienta con ellos a cenar. Su madre estudia en la mesa contigua, toda la tarde, mientras el abuelo se ocupa de ella. Todos tienen el pelo mojado y los niños dan vueltas alrededor de la mesa, en bañador. De vez en cuando alguien les mete un trozo de tortilla en la boca. Ellos juegan y ríen. Elisa y Raúl se miran poco y se hablan poco. Él ha cambiado tras caer en el abismo, pero la arrastró y la ha arrasado el alma. Lo sabe y sufre por ello. Intenta hablar con una sólida transformación de su vida, porque ya no hay nada que decir. Es mejor no decir nada. Los niños gritan al sol. Gigante naranja vivo, le observan todos hasta que su último perfil desaparece tras el monte.

Una nube más...

    Suben por la trocha, de vuelta al coche. Lo encuentran circundado por guardia civiles y sus vehículos. Algunos de ellos bajan por otro camino, que desciende por la ladera hasta otra pequeña playa. Alguien les cuenta que un muchacho de diecinueve años acaba de perder la vida, ahogado, en las apacibles aguas del pantano. Las mismas aguas mansas que han acariciado sus cuerpos y les han llenado de vida. Jovén, fuerte, viril, despreocupado, simplemente, ya no está. Su familia y amigos le imaginan todavía disfrutando de la tarde de verano. Pero él ya no está.
Recorren la carretera de vuelta al pueblo. La brisa fresca entra por las ventanas y huele a pino. "It is funny like falling feels like flying for a little while". Canta Jeff. Los niños duermen reventados en sus sillitas y Elisa mira por la ventana, lejos, muy lejos. Los abuelos siguen sintiéndose jóvenes y llenos de vida.
A la mañana siguiente, temprano, Raúl y Elisa salen de la casa en silencio. Ella monta  a Perla, blanca yegua extremeña. Él camina a su lado. Suben hacia la parte alta del pueblo, por calles desiertas de paredes encaladas. Pasan delante de la iglesia y toman el camino, entre las jaras. Tras subir dos pequeñas rampas, se echan a la izquierda, a un claro del bosque. Allí están Las Tres Cruces, sobre unas rocas. La enfermedad, la vejez y la muerte. Lo único seguro, dijo Buda. Elisa se apea del caballo y ambos trepan las rocas. Se sientan entre las cruces y miran el pueblo desde lo alto. Más allá está el valle y por detrás, el pantano. En una de esas casas del casco viejo, los abuelos están despiertos, tumbados en la cama, pensando ó escuchando la radio. Y los hijos duermen en sus camitas, ocupados en habitar de sueños las pequeñas islas del pantano.

jueves, 11 de julio de 2013

Purgatorio

Se sentó sobre una piedra. Se quitó las sandalias y las dejó a un lado. Metió los pies en el agua. Abrió la cesta. Sacó una cajita, de la que extrajo un cebo. Un cuentecito que se agitaba. Lo colocó en la punta de la caña. Soltó carrete y esperó. Al poco, sintió pequeños tirones. Recogió carrete. Había picado su primer escritor.
-¿Quién eres?
- Soy el fantasma de Juan Rulfo.
Ernest hizo un gesto de desaprobación y volvió a soltar carrete. El escritor quedó de nuevo bajo el agua. Se soltó del anzuelo y se dejó llevar por la corriente.
Volvió por la trocha que lleva a su casa. Cenó con su mujer en silencio y se acostó. Esperó a que ella se durmiera. Entonces se levantó y bajó a la armería. Sacó de su bolsillo una llave que había ocultado a todos y abrió el armario. Cogió una escopeta y cargó una única bala. La giró, se metió el cañón en la boca y apretó el gatillo.
...
Susurros y veladas voces, murmullos que huelen a vetusto abandono. Almas errantes penando no se sabe qué, desubicadas, entretejidas con el viento, en la noche oscura. Humos de seres que emergen de la bruma un momento, y al siguiente ya ni son.
Siente un respirar pausado, el calor de un cuerpo vivo. Dentro de una caja, a oscuras. Pero no siente miedo, sino una dulce melancolía.
-¿Quién eres?
-Soy el fantasma de Juan Rulfo.
Ernest abre los ojos pero no ve, todo esta oscuro. No tiene dónde ir ni qué explorar, no puede ni moverse. Nada que beber ni comer, nada con que entretener sus manos. Y piensa que ahora sí que va a saber lo que es la desesperación.

miércoles, 10 de julio de 2013

El Dandi del Congo

    Fue en Madrid, en una tarde de primavera, cuando sienten placer los sentidos y por un rato se puede respirar hondo. Fue en el bulevar de la calle Ibiza, junto a la casa donde nació Plácido Domingo. Cuatro amigos comiendo un menú castellano en un clásico restaurante del barrio. Uno de ellos soy yo. Un hombre desasosegado y perdido, que empieza a comprender que se ha asomado al abismo de la locura, atado con una áspera soga a todos los que quiere, porque llevaba una vida gobernada por el miedo. 
    Roberto es triatleta porque es padre de tres hijos. Como no tiene suficiente, en su tiempo libre se dedica al triatlón. Pedro hace como que trabaja porque le pagan muy poco y se dedica al deporte, al bricolaje y a la lectura. Raúl es un león de los juzgados y me ha sacado de más de una. Es él quien nos cuenta que ha sido invitado a una boda en la cual los novios se tirarán en paracaídas para acudir al banquete. Me cuesta prestarle atención porque me da la impresión de que un hombre, sentado detrás de Raúl y dándonos la espalda, nos está escuchando. Gira levemente la cabeza para oir mejor lo que decimos. Traje oscuro, barba ligera y un perfil común. Nos explica Raúl que a esta boda además hay que ir disfrazado. Una de las opciones es disfrazarse de Dandi del Congo. Jamás habíamos escuchado semejante expresión y le pedimos explicaciones. En ese momento, cuando todos mis amigos miran el teléfono móvil buscando fotos de coloridos sapeurs, el hombre de traje oscuro se levanta de su mesa, se acerca ladeado hacia mí y me susurra de paso: "No te librarás tan fácilmente de mí". Empuja la puerta de la sala y desaparece en un suspiro. Todo el mundo sigue a lo suyo, actuando como si nada hubiera ocurrido.
    El Dandi del Congo es un hombre que decide vestir de forma elegante, cara, llamativa y original en medio de la más absoluta miseria. Suele llevar bastón y un puro apagado. Viaja a París al menos una vez en la vida y muestra una conducta alegre, intachable y caballeresca. Combina vivos colores, corbatas de seda, pañuelos estampados, elegantes sombreros y la gente les llama para animar fiestas y reuniones. Las imágenes que vemos en internet me impactan por novedosas, originales y transgresoras. Nuestra comida transcurre con alegría masculina de amigos que se sacan el jugo al máximo ya que se ven mucho menos de lo que les gustaría.
    Vuelvo a casa paseando por el bulevar mientras cae la tarde. Una brisa fresca arranca música de las hojas de los árboles. Continúo pensando en los Dandis del Congo. Deciden dejar de ser quienes eran, conquistando una nueva identidad. Deciden obviar la dura realidad de su vida y su entorno y ser otros. Y ese ser otros termina por transformar dicha realidad.
    Cuando abro el portal de mi casa, el hombre de traje oscuro cae sobre mí con brusquedad. Me mira espantado mientras un elegante zapato se despega de su culo grasiento. Se zafa y huye despavorido calle abajo. Frente a mí, un hombre negro con traje rojo a rayas y bombín a juego, corbata y pañuelo rosas de seda y bastón con empuñadura de marfil, se enciende un puro y me sonríe. "Sé que lleva mucho tiempo rondándote y decidí venir a echarte una mano. Ve a un buen sastre, hazte un traje nuevo y sé el otro que ya fuiste hace un tiempo. Y transforma tu mundo". Me dio un toque cariñoso con la punta de su bastón en el hombro y salió. Le vi marchar con paso elegante y pausado, fumando su puro, calle arriba.
    Me quedé sólo en la penumbra de mi portal, observando el brillo del polvo en el aire, tocado por los rayos del atardecer, sin saber qué decir, hipnotizado, con la mente en blanco. A la mañana siguiente dejé mi trabajo y volví a dedicar mi vida a la lectura y a hacer el ridículo escribiendo. También dejé de escuchar a los que me hablan de política ó de dinero y ya no tengo miedo al futuro. Veo la vida color de rosa, literal, e intento dar y conseguir alegría y cariño.




martes, 9 de julio de 2013

Pavor

Abrió la puerta de su dormitorio temblando, bañado en sudor y con los ojos saltándosele de las órbitas.
- Papá, ¿estás bien?
- No hija. He soñado con ventanas abiertas al asfalto rojo y con coches que se saltan los semáforos.
Moja su mejilla con la humedad de sus ojos, arrodillado, mientras la abraza.

San Fermines

Un día,  después de la vida, Hemingway y Carver entran en una sala de bruma y espejos. Sus reflejos se solazan en una florida perorata trufada de gestualidad femenina.