miércoles, 4 de octubre de 2017

La Fortaleza

    El doctor sentía transcurrir los días, cada uno igual que el anterior, como una especie de cadena perpetua. Vivía su periplo por el mundo bajo la condena de la consciencia, al igual que en su lejana juventud había disfrutado del transcurrir del tiempo bajo el paraguas de la inconsciencia. Leía envuelto en un silencio denso, profundo, y era de esas personas capaces de valorar este extraordinario hecho con deleite. Disfrutaba arrellanado en su butaca mientras daba ocasionales caladas a una vieja pipa de ébano de cuyo interior emergía lento un humo claro, cargado de un olor especiado y varonil. Apartó el libro y lo depositó sobre la mesilla, abierto contra la superficie de madera. Dio un par de caladas más a su pipa mientras miraba hacia un lugar indefinido, con aire pensativo, aunque en el fondo tan sólo estuviera dejando divagar la mente, como si ésta fuera una barca a la deriva, perdida en el mar de las cosas superfluas. Abandonó su pipa en el cenicero, un fuego controlado que se apaga solo. Se levantó despacio, en un ademán que era mezcla de pequeños achaques y de un deseo voluntario –más decidido que natural– de desenvolverse lento, con cierta parsimonia, como estirando los actos para que ocuparan más el tiempo denso y abotargado de unas jornadas parecidas a las muñecas rusas, todas iguales, y cada una la cárcel de la anterior. Se aproximó a la ventana, toda ella madera carcomida y vidrio fino, una presencia testimonial por cuyas fallas se colaban el frío y el aullido del viento, y la abrió de par en par, con el deseo autómata de ventilar la estancia y dejar salir el humo de su pipa, esencia que arropa y mata despacio, cuya presencia anhelaba y disfrutaba y con cuya ausencia se sentía momentáneamente liberado.
    El doctor permaneció frente a la ventana, observando el exterior. Desde su modesta habitación –un privilegio – podía ver el patio interior cuadrado y de suelo adoquinado, ahora desierto, y los altos muros de piedra negra que lo conformaban. Las almenas, moles oscuras separadas por ranuras estrechas, impedían una visión del entorno, excepto en su cara este, donde los espacios entre ellas eran algo mayores, con el fin de permitir la vigilancia. Un par de soldados hacían una ronda inútil y obligada, los usos y costumbres propios de quien está entrenado para imaginar enemigos en todo momento, adversarios cuya existencia se había convertido en mito con el transcurrir de los años. El doctor hizo crujir el suelo de madera bajo sus botas militares y abrió la puerta con extraña concentración, plenamente consciente de cada movimiento de su cuerpo. La mano firme que abraza el pomo dorado y gastado, la sensación de la garra que se amolda a la perfección a la forma y tamaño ideal de su presa, el giro leve y medido de la muñeca, el pestillo que obedece y se introduce en la madera, la puerta que gira sobre su batiente ligera, sin peso, y cuyo extremo pasa muy cerca de la punta del pie derecho, colocado a la distancia exacta para que no golpee, gesto tantas veces realizado, el aire fresco que se siente en la cara pero también en las muñecas, se cuela por la manga hasta donde permite la tela, que no es mucho, y por fin, el hombre que sale al exterior y mira de nuevo hacia un lugar indeterminado con expresión evocativa, aunque realmente no esté pensando en nada concreto, el barco del yo aún mecido por el mar del tiempo vacío y del pasado olvidado, sueltas las amarras, inmerso en una travesía infinita y anodina sin final atisbado ni conocido, a la espera de cruzar la brecha antigua de la tierra plana, esa por la cual cae el mar en infinita cascada al vacío y con él nuestro barco, que puede que prosiga su viaje, puede que caiga y caiga en el vacío negro y silente, en la ausencia de aire pero también de los sentidos, puede que desaparezca ese yo que lo gobierna y el barco siga cayendo sin que nadie esté allí para presenciarlo y que, en cierto modo, no exista aquello que este pasando.
    Amanece y el doctor, en un gesto instintivo, inspira con fuerza el aire fresco del alba mientras un escalofrío recorre su espalda y le hace sentir, a pesar de todo, vivo. Camina hacia las almenas del este, bordeando el patio desde la altura, con gesto natural. Nada militar en cualquier caso, tampoco triste, ni decidido, ni altivo ni humillado, ni enérgico ni dejado, ni libre ni subyugado ni dubitativo ni indiferente ni débil ni tampoco arrogante. Tan sólo es un hombre que camina y no nos ofrece ninguna pista al hacerlo, no nos dice nada acerca de quién es con su porte, aunque puede que eso lo diga todo. Alcanza por fin el muro del este y se detiene frente al espacio entre dos almenas. El sol despunta sobre un horizonte yermo y rectilíneo, no calienta a pesar de ser puro fuego rojo y naranja y amarillo. Todavía no deslumbra, aún estando enfrente, y el doctor puede observar con nitidez la infinita llanura que se extiende hasta donde se pierde la vista. Un desierto sin dunas, ni piedras, ni plantas ni seres vivos. Un desierto sin color y sin alma, un espacio tan vacío que ningún hombre es capaz de mirar por mucho tiempo, un adversario fiero y sin vida que amedrenta al más bravo y le hace bajar la mirada, preso del pánico que precede a la proximidad de la locura. El doctor también aparta los ojos, tiembla su alma bajo un pánico indefinido y latente que crece poco a poco y provoca un nudo en la garganta y que tiene que ver con el vacío y la soledad, con el abismo y la ausencia de sentido de la existencia. Es insoportable saberlo y la mente lo aparta de inmediato y huye despavorida hacia la protección del bosque de lo banal y lo cotidiano. Así, el doctor se aproxima al muro bajo, entre las almenas, y asoma la cabeza. La muralla de piedra negra, pulida y brillante, cae hasta fundirse con la roca de la que está hecha, construida sobre una montaña de final abrupto, casi como si el enorme cuchillo de un dios coloso asomado entre las nubes la hubiera cortado en un único gesto perfecto y se hubiera llevado la porción ausente a la boca, dejando en su lugar el vacío escalofriante que se extendía ante sus ojos cansados. El doctor sintió vértigo, asomado desde tamaña altura, pero por alguna extraña razón sentía aún más miedo mirando hacia el cielo en aquella posición y circunstancia, gesto que aún así no pudo evitar hacer, por unos instantes, poseído por una extraña e inevitable atracción hacia aquello que más nos desespera. Se retiró en un acto reflejo hasta su posición erguida, la espalda recta y las manos detrás de ella, una agarrando con suavidad la muñeca de la otra. Después no pudo evitar mirar a ambos lados en busca de los ojos indiscretos que ven lo que no se desea que otros vean, el miedo irracional o la debilidad furtiva y latente, el instinto de supervivencia mundano, ese que tácitamente está prohibido en los ambientes de armas, y la búsqueda de esos ojos también fue huidiza, delatando el deseo de no cruzarse con ellos si es que existieran, de mirar de cara a la vergüenza que experimenta el que ha quedado expuesto al juicio negativo del otro, ese otro que quizá no juzgue porque comparta pesadillas y vacíos innombrables, ese otro que se vería retratado en el gesto del doctor y que habría visto pero hubiera fingido que no habría visto, mientras desviaba la mirada hacia el horizonte y se obligaba a pensar en riquezas inalcanzables o en diosas idealizadas que tan sólo existen en la imaginación de los hombres solitarios y abandonados a su suerte.
    El doctor recuperó su habitual mirada ausente y pensó en la frontera. Una línea imaginaria pero muy real que partía la tierra durante cientos de kilómetros en dirección norte-sur. Allá lejos, arriba, conformada por montañas de unos tres mil metros, a ambos lados. Después, el cauce del río Rar. Por fin, el desierto frente al que se encontraba. Más al sur, la cordillera que comenzaba alrededor de su atalaya y que disminuía en altura de forma progresiva hasta alcanzar el mar. Era tan antigua que nadie sabía cuando surgió, y tan sólo las leyendas hablaban de ella. Dieciocho años confinado en la Fortaleza, protegiendo una frontera que se asomaba al vacío, frente a un enemigo jamás divisado. Todo el territorio colindante, perteneciente al adversario, se encontraba despoblado hasta donde alcanzaba la vista. Su generación jamás había visto un Latacan. La población, tan dada a los rumores y las fantasías estrambóticas, los imaginaba como monstruos deformes o como héroes mitológicos. Otros aseguraban que todo era un invento del gobierno para mantenerlos sojuzgados y bajo un permanente estado de excepción. Los más risueños y despreocupados decían que no entendían el nombre de aquel pueblo, los Latacan, porque ni daban la lata ni atacaban jamás. El doctor había dilapidado su madurez defendiendo una frontera que los separaba de la nada. Sus años de familia y colegio, sus días en la Facultad de Medicina, su especialización en antropología legal y forense, le parecían la vida de otro, un resumen de momentos clave que alguien te cuenta acerca de un conocido largamente desaparecido y encontrado por casualidad en una cafetería o en una fiesta. Su vida comenzaba con su entrada en el ejército, auspiciado por un padre militar. Nació el día en el que, tras abandonar la academia, recibió orden de trasladarse a la Fortaleza. Se veía a sí mismo abandonando la ciudad y dirigiéndose hacia las montañas del este, sin saber muy bien dónde se encontraba su destino final. Recordaba la impresión que le produjo el camino que serpenteaba por los valles secos y que ascendía poco a poco hacía mesetas en altura y hacia otras cuencas, rodeado de colinas y después de montañas y por fin de picos afilados y oscuros, de amenazantes escarpaduras y barrancos insondables. Recordaba a aquel capitán al que se unió en la parte final del trayecto como a un fantasma, incapaz de vislumbrar su rostro o rememorar sus palabras, y comenzaba a valorar seriamente la posibilidad de que hubiera sido un producto de su imaginación, o quizá una proyección mental de sí mismo hacia el pasado, ya que se había encontrado en esa situación –unirse en el camino al atemorizado deambular de un joven soldado– en las escasas ocasiones en las que disfrutaba de un permiso de fin de semana para bajar a la ciudad. Allí, en la urbe, ya no había cabida para un hombre como él. La sociedad burguesa, superficial y despreocupada despreciaba a los que la hacían posible, a esos que desgranaban sus días iguales en permanente estado de alerta y tensión, a esos que por causa de ello sufrían enfermedades como el estrés, la ansiedad o la depresión, y cuyos problemas se negaban a escuchar. Tampoco la situación del doctor era mejor entre sus compañeros de armas, donde era visto como un intruso civil, debido a su condición de médico sin nadie a quien curar, un ciudadano acomodado que juega a los soldaditos sin exponerse y que aún así se permite criticar lo que desconoce desde el sentido común y la racionalidad. El doctor estaba solo en el mundo pero, en el fondo, quién no lo está. Aunque ni siquiera disfrutaba de la ilusión de la compañía con la que los demás se arropan.
    Y el caso es que en la Fortaleza, y en toda la frontera, sabían que sí existía algún tipo de amenaza. Débil, imprecisa, pero al fin y al cabo, real. Todos los que defendían las lindes del país habían visto aparecer algún proyectil desde más allá del horizonte e impactar sobre la superficie desolada frente a las murallas. Todos habían observado extrañas luces en el cielo, que parecían disfrutar de voluntad propia o de la de otros. Aparecían, al amanecer, objetos plagados de sensores –depositados en la llanura por seres que imaginaban silenciosos y sombríos, etéreos–, retirados por algún pelotón que abandonaba la Fortaleza y realizaba una pequeña incursión en terreno enemigo a tal efecto. No era extraño –tampoco común– el día en que llovían octavillas del cielo, precedidas de un sonido ronco, bien conocido, que va in crescendo y después se difumina hasta desaparecer, acompañado por el traqueteo de las baterías antiaéreas. Papeluchos plagados de insultos o conminaciones a la rendición, o propaganda falsaria contra nuestros dirigentes, o rumores sobre derrotas o hambrunas o terribles plagas en remotos lugares de nuestra tierra.
    Todos estos asuntos rondaban por la cabeza del doctor, día y noche, como si esas ideas fueran un poderoso imán que todo lo atraen y que obligan a ese todo a fundirse con él y ser parte del propio imán, y que se hacían más patentes e insoportables cuando se asomaba al muro, cada mañana, desde hacía dieciocho años. Decidió que ya tenía suficiente por esta vez y giró sobre sus pasos, con la idea de regresar a la habitación y proseguir su lectura. Sin nadie a quien atender, sin herida que curar, sin soldado al que tratar de salvar, pasaba los días releyendo sus libros de medicina y antropología o disfrutando de las pocas novelas que adquiría en sus infrecuentes visitas a la ciudad. Sin embargo, pudo ver cómo un soldado se interponía entre su persona y su tan ansiado refugio y caminaba con paso firme hacia él con un papel en la mano.

– Doctor, un comunicado urgente para usted. He de asegurarme de que lo lee y me da instrucciones, en su caso –dijo el soldado en un tono firme y mecánico mientras le entregaba el documento y adoptaba una posición de espera imperante.

    Hacía tiempo que nadie utilizaba su rango de capitán para dirigirse a él, en una clara muestra de desprecio que no había hecho el más mínimo intento de frenar, como si les dijera con ello que, efectivamente, él tampoco se consideraba enteramente uno de los suyos y que, de pertenecer a un grupo, se decantaba orgulloso por el de la ciencia y el conocimiento. Tomó el sobre en sus manos, lacrado y con el sello de alto secreto estampado en el anverso, lo abrió, desplegó el documento y lo leyó con avidez. Lo que allí había escrito le provocó una mezcla de miedo y de ilusión, un cóctel de sentimientos encontrados, como cuando se sabe que uno va a encontrarse con una antigua novia con la que no se acabó bien, a la espera, tras tantos años, de su perdón y su cariño, o de su animadversión y su rencor enquistado. Levantó, tras unos segundos eternos de cavilación acelerada, la vista hacia el soldado y le miró a los ojos, mientras emitía la esperada orden:

– Preparen el quirófano inmediatamente. Movilicen a las enfermeras. Nos envían un herido.
– ¿Cómo dice, doc…capitán? ¿Un herido?¿Qué ha ocurrido?
– Ya lo ha oído. No estoy autorizado a contarle nada más. Obedezca la orden de inmediato. Puede llegar en cualquier momento.
– Sí, señor.–respondió el bisoño soldado –una mueca de espanto infantil dibujada en su rostro– mientras se cuadraba, marcaba el saludo militar y se dirigía sin más dilación a dar cumplimiento de las órdenes recibidas.

    Acudieron a la mente del doctor los mitos y leyendas sobre terribles carnicerías y millones de muertos de un pasado remoto. Las guerras irracionales y sanguinarias entre hermanos; los Zanis, los Niosbos, los Rocatas, los Durandas, los Rudunbis, los Sulunames; Nekoranos, Naceriamos, Risios… historias envueltas en bruma que se contaban al calor del fuego, asediados por las sombras de la vigilia helada. Se hablaba de tribus y pueblos y naciones legendarias, ejércitos de iletrados estúpidos manipulados por líderes inhumanos y podridos por el odio y la ignorancia, lanzados contra sus hermanos, otros seres humanos, para matar, descuartizar y violar o para ser descuartizados, muertos o violados, en una espiral de odio que siempre terminaba en la aniquilación total y absoluta de todas las partes, todas sus banderas, himnos, tradiciones, idiomas y genes perdidos en la noche de los tiempos, como así ha sido siempre y siempre será. Estos cuentos de terror, que circulaban en ambos bandos, eran los que, por fortuna, mantenían la situación enquistada, circunscrita a pequeños gestos, que recordaban a los ridículos movimientos que hacen dos hombres cobardes cuando no se quieren pegar pero se han visto obligados a hacerlo.
    El doctor regresó por fin a su habitación, poseído todo él por su yo más profesional. Lo primero que hizo, en un gesto casi inconsciente, y que habría de repetir después en el quirófano, fue lavarse las manos. No lo hace el médico como Poncio Pilato, acto que simboliza la cobardía y la pasividad, sino, muy al contrario, desinfecta sus manos como el primer paso de la acción emprendida, de la valentía que reside en poner su conocimiento y habilidad al servicio de la ciencia y la humanidad, concretados en el esfuerzo por salvar una vida. Después se detuvo frente a sus libros de medicina, como si deseara que emanara de ellos todo el saber que atesoraban, casi como si fueran un objeto de culto al que se suplica que no te abandone, tras tantos años de inactividad, conjurando de este modo un asomo de inseguridad. Sonrió levemente y por fin abandonó la estancia, esta vez sí, con paso firme y gesto seguro. Recorrió los pasillos y las escaleras que llevaban hasta el quirófano y todo el que se cruzó con él supo que se encontraba ante un médico y un capitán.



    El doctor tenía ante sí a un soldado uniformado reglamentariamente. Su cara estaba sucia, impregnada de pegotes de arena en algunas partes, con rasguños y erosiones en otras. Su mirada era firme, incluso agresiva, retadora. La sostenía a cualquiera que enfrentara, tras unas gafas de pasta negra de diseño. Lucía, eso sí, un corte de pelo elaborado, impropio de un militar. Una raya muy marcada, vaciada, dividía el cráneo en dos partes: una lateral, cortada a cepillo, y otra en lo alto y hasta el otro lado, cubierta de pelo algo más largo, teñido de un blanco casi fluorescente, peinado con escrúpulo y sostenido por algún tipo de sustancia que lo mantenía fijo, a pesar de los envites que parecía haber sufrido. De su cuerpo emanaban efluvios de miedo y odio, una mezcla que para un hombre como el doctor, apestaba a catástrofe. Sus manos permanecían esposadas por delante del tronco, embadurnadas en una repugnante y conocida mezcla de mugre y sudor, apretadas una contra la otra y entrelazados los dedos, creando un circuito cerrado de tensión y agresividad mal disimulada y contenida por obligación. En contra de la norma, sus pies no portaban grilletes, y es que en realidad no hacían falta: una herida terrible asomaba entre los jirones de su pernera teñida de sangre, lo cual le obligaba a caminar cojo y con un rictus de profundo dolor cuando lo hacía, impidiéndole cualquier deseo de huida o rebelión. Venía al quirófano custodiado por dos soldados de las fuerzas especiales, que formaban parte del grupo que le había trasladado hasta la Fortaleza. Le empujaron con firmeza, sin violencia, hasta la camilla, y le ayudaron a tumbarse.
    El doctor, ataviado con su pijama verde claro y provisto de gorro, mascarilla y guantes estériles, se situó frente a la extremidad del soldado y la observó. Solicitó unas tijeras y recortó la pernera a la altura de la parte alta del muslo para despejar el campo. La enfermera, diligente, limpió y desinfectó la pierna entera, antes de cubrirla con paños estériles y enmarcar la herida. El doctor aplicó un gel de anestesia en sus bordes y, tras un minuto, procedió a inyectar el anestésico local. Aún sabiendo la respuesta, preguntó:

– ¿Quién te ha hecho esto? – preguntó sin mirar al soldado, sus ojos y su atención puestos en el acto quirúrgico.

– Una hiena.

    La mordedura había arrancado parte de la musculatura de la pierna, la piel por supuesto, y dejaba a la vista la superficie del hueso, en el cual se podía observar una marca producida sin duda por un colmillo, cuando la enfermera aspiraba la sangre. Dio orden de que se le administrara la vacuna contra la rabia y así se hizo. El paciente se resistió, al tiempo que profería gritos y amenazas en un idioma extraño pero claramente inteligible. La enfermera miró al doctor sin comprender.

– No se preocupe. Probablemente se haya golpeado la cabeza y le haya afectado al habla. Prosiga.– la tranquilizó.

    El doctor desbridó la herida, la desinfectó y la cosió mientras los soldados de las fuerzas especiales sujetaban al prisionero, por medio de unas bandas para tal efecto, a la camilla. El soldado herido dejó de resistirse y, una vez dada por concluida la intervención, cayó exhausto y se durmió. El doctor dio las gracias a sus enfermeras y les concedió permiso para recoger, limpiar y marcharse. Los dos Especiales se retiraron hasta la única y lejana puerta –el quirófano era espacioso– , no sin antes colocar grilletes, ahora sí, en los pies del preso, sin quitarle las bandas que lo fusionaban con la camilla.
    El doctor tomó asiento junto al ventanal, muy cerca del herido. Desde allí podía ver con claridad, a través del cristal, la nada entre las almenas, pasado, presente y futuro de su inexplicable existencia. ¿Su futuro? Quizá su porvenir, y el de todos, estuviera tumbado tras de sí, sobre aquella camilla. Le observó mientras dormía. Su piel cetrina, enfermiza, amarillenta, delataba desnutrición. Las pústulas y escaraciones, ausencia de higiene. Sus músculos eran flácidos, impropios de un soldado en forma y, al levantarle el faldón de la camisa, pudo comprobar cómo se marcaban sus costillas a través de la piel. Entonces, el soldado herido recuperó la consciencia, muy despacio, los ojos entreabiertos, la lengua que recorre la boca seca y chasquea, la tez brillante y sudorosa. El doctor se aproximó a él, hizo desplazarse la silla sobre sus ruedas con un leve golpe de cadera y apoyó su mano contra el borde de la camilla para detener el movimiento. Aproximó su cara a la del soldado y le preguntó:

– ¿Se encuentra usted bien?¿Necesita algo?
– Agua… – masculló el soldado.

    El doctor se acercó a la pila, tomó un vaso metálico, abrió el grifo y permitió que el líquido lo rellenara hasta el borde. Después lo aproximó a la boca del preso, quien dio buena cuenta de él sin disimular su ansia.

– ¿Mejor?

    El soldado herido y ya curado respondió con un gesto afirmativo de la cabeza. Apoyó de nuevo su nuca sobre la camilla y permaneció con la mirada fija en el doctor. Éste no pudo o no supo o no quiso contenerse más. Acercó su cara de nuevo al prisionero, al espía disfrazado, al intruso precario y tan débil que había sido considerado carroña por las hienas, y le preguntó:

– ¿Cómo están las cosas en vuestro país? ¿Están todos tan desnutridos y enfermos como tú? Dime, soldado, ¿a qué os dedicáis?

    El soldado apretó los dientes, crepitaron las cúspides fracturándose en su boca, latieron sus maseteros. Sus ojos se abrieron de forma desmesurada, fijos, inyectados en sangre. Tensó todo su cuerpo y se desbocó su corazón. Levantó la cabeza hasta donde le permitían sus ataduras y le espetó:

– A odiaros.

    El doctor le miró espantado y comprendió. Se levantó y, abatido, se dirigió a su habitación, como un autómata, sin ser consciente de su rango ni de las personas con las que se cruzaba ni de los objetos, ni de nada en absoluto. Abrió la puerta, cruzó el umbral y no cerró. Se sentó en su butaca, prendió la pipa y retomó el libro que había dejado abierto, boca abajo, contra la madera de la mesilla. Antes de comenzar a leer, sintió nostalgia por sus dieciocho años de aburrimiento. Los percibió, por primera vez, como tiempos felices que habían tocado a su fin. Las historias sobre los pueblos antiguos se agitaron en su cabeza y se expandieron en escenas atávicas de odio y destrucción. Después, por fin, continuó leyendo. Y se esforzó por prestar más atención que nunca.


domingo, 1 de octubre de 2017

La sonrisa de la hiena

    Podría estar ocurriendo que nuestra sociedad se hubiera vuelto tan infantil o púver o estúpida que sonreír se estuviera convirtiendo en una cuestión moral. Podría estar sucediendo que comenzáramos el siglo desorientados y nos ofrecieran, a modo de asidero –más bien de espejismo–, el talante, y que, comprobada su vacuidad – o nuestra insaciabilidad o nuestra falta de conformismo o nuestra total ausencia de verdadero talante –, nos propusieran, como segundo plato y a modo de trágala, la sonrisa. Mira que es bonito sonreír, y hasta reír y carcajear, llorar de risa, doblarse en espasmos ante una ocurrencia genial, un buen chiste o un amigo con chispa. Pero desde que la sonrisa se ha convertido en un arma arrojadiza, y casi en una imposición, se le van quitando a uno las ganas de dibujarla en sus labios. Al igual que ocurre con la palabra amor, la sonrisa, de tanto utilizarla, se nos gasta y pierde todo su valor. Uno comienza a sentirse bajo la tiranía de la sonrisa, y basta que un prócer desee imponerme algo para que me niegue a obedecerle –las órdenes modernas son subliminales, puede que mucho más impositivas que las directas–. Desde lo público se anima a los compañeros o a la gente a hacer las cosas “con una sonrisa”, como si el mero hecho de sonreír tuviera valor en sí mismo. La sonrisa va unida a una palabra, pensamiento, acción o actitud que la desencadena de forma natural. Pero ahora, en una nueva vuelta de tuerca de la tiranía de los pensamientos únicos –van habiendo un par por lo menos, pero siguen siendo únicos por su exclusiva capacidad para lo imbécil y borreguil y por su voluntad excluyente–, se nos impele a sonreír como un instrumento social que divide a las masas entre los que sonríen y los que no. Y claro, la vida se nos llena de sonrisas apestosas, falsas, forzadas. Personas que cometen una ilegalidad y sonríen. Que asesinan y sonríen. Que sonríen cuando están siendo vencidos, como si creyeran que nos pueden hacer dudar así de su estrepitosa derrota, o como queriéndonos crear las sensación de que son muy listos y de que las cosas no terminan ahí. Se anima también a sonreír en las empresas, espacios pitirifláuticos donde los haya, todo sonrisas y positividad, alegría, amor y fraternidad. Sonríe en la convivencia decepcionante el monstruo larvado. Sonríe el vendedor de humo que nos cruje a comisiones. Sonríe al Universo con la mente el orador o el meditabundo. Sonríen las masas mientras dividen el mundo y actúan como robots o clones o zombis o marionetas que otros ladrones bastardos sonrientes manipulan. Sonrían, amigos. Traten de agredir con su alegría impostada. Lancen contra los ojos de los demás su podrida dentadura y sus labios descoloridos y prosigan haciendo el ridículo y mostrándonos su vacío. La sonrisa se ha devaluado tanto que se ha convertido en una señal de alerta. Cuidado si nos sonríen, porque las probabilidades de que nos quieran engañar, manipular o agredir aumentan de manera exponencial. Así que hay que andar vigilante y precavido frente a la sonrisa. La de la amante sibilina, la del amigo sutil y traicionero, la del vendedor avaricioso, la del político ególatra.
    La Razón, la inteligencia y el conocimiento, las más excelsas capacidades del ser humano, han sido las poderosas armas que la Humanidad ha utilizado para ir arrinconando la enfermedad, la ignorancia y la injusticia. La alegría es la salsa que las sazona. Vamos, con gran esfuerzo y algunos retrocesos, abandonando nuestras vísceras, que es donde residen de verdad la mayoría de las emociones. Pero han alcanzado el trono del mundo nuevas fuerzas que introducen su zarpa en esas tripas y las remueven, y gritan día y noche las mismas frases, apisonadoras monocordes, para impedirnos pensar. Todas dicen más o menos lo mismo. Siente, no pienses, sonríe y compra. Siente, no pienses, sonríe, y obedece. Siente, no pienses, sonríe, y firma aquí. Siente, no pienses, sonríe, y vótame… Lo serio es malo, lo largo es malo, lo intelectual es malo, el esfuerzo es malo, los valores son malos, la ley es mala. Túmbalo todo con tu sonrisa. Sonríe y cambiarás el mundo, que se postrará a tus pies. Arco iris, unicornios, hierba fluorescente, aguas caribeñas, paz, amor, amistad y fraternidad eternas. Sonríe.
    Sonríe la hiena, esa especie de perro gigante que recuerda a un muerto viviente que acaba de abandonar su tumba. Su cabeza es grande en relación al resto del cuerpo. Poderoso su cuello, temibles sus colmillos. Espera, serena tan sólo en apariencia, a que otros ataquen y luchen y venzan, o corran y se agoten y sucumban. Se aproxima a animales heridos y desechados por los grandes carnívoros en busca de una presa mejor, o a los restos de un festín, en natural puja con los buitres. Sonríe cuando camina despacio con la cabeza gacha, mientras otras hienas se aproximan y conforman un grupo sonriente que huele a muerte y a putrefacción. Ríe la hiena y su voz parece humana y el que la escucha sabe por qué dan tanto miedo los payasos. Aunque es posible que le hayamos robado su risa a las hienas. Hunde su hocico en la carroña y revuelve las vísceras y su hedor se pega a su cara y toda esa sangre caliente le cubre el resto hasta los ojos. Sonríe satisfecha mientras se alimenta de los despojos que otros no valoraron. Cada vez son más, y sonríen, lo hacen siempre.