sábado, 16 de septiembre de 2017

Ruido

     En el fondo de una caja antigua lo único que hay es ruido. La nuestra lleva abierta mucho tiempo y su ruido nos ha convertido en sordos. Incluso en la noche más oscura murmulla detrás una especie de mar que no es tal, con sus picos como de rabieta o de actor cómico imitando el sonido de una ambulancia, o una especie de tronar levemente musicado que me hace pensar en el sonido de los pedos de un hombre gordo y refinado. Dos toques rápidos y cortos, la misma nota algo metálica: ese hombre tiene, además, forma de tuba. Y brilla y es dorado. Flotan sonidos extraños, como si se aproximara un ovni que corta el aire de un modo especial, o como si tal vez estuviera hecho de un material desconocido que consigue transformar el oxígeno en un instrumento inquietante, también él muy parco en notas. Tan sólo son necesarias una o dos para poner a cualquiera los pelos de punta. Deben estar pensadas para dar miedo, escritas en la partitura para dar miedo, y tocadas para dar miedo. Una nota o dos bastan. Reverbera un temblor casi imperceptible, siempre en nuestras vidas, y que, como tal y durante lo cotidiano, no existe. Pero ahora toma protagonismo, esa especie de melodía deslabazada, como de cabos sueltos, de vetusta madera que se queja con el vaivén de las olas. Siempre me ha hecho sentir como si mi casa fuera un barco a la deriva sobre un mar en calma. Inquietante, y quizá engañoso. O la pura y simple verdad cantada por el temblor de una persiana recogida en el interior de su caja, mecida por la suave brisa del amanecer, que se cuela por las juntas.
    Y uno sabe entonces, por cómo suena de nuevo, que el mundo no presagia nada bueno. Quizá tampoco nada malo. Tan sólo ese suave runrún de siempre, inquietante como digo, vacío, descorazonador. Esa llama que está siempre a punto de apagarse. Esa sensación que produce la sonrisa que vende alegría pero que en realidad es un muro frente a la intimidad. Sí, lo veo con claridad. El mundo, una jornada más, presagia indiferencia. Así que no se me debiliten, señoras y señores. Comienza el espectáculo. No se me vengan abajo, amigos. No les de por pensar o sentir demasiado. No. Por favor, no sean tímidos, incorpórense a la fiesta, a esta gran, magnífica y reluciente rueda de la indiferencia. Deberíamos dedicarnos, para ir entrando en calor, a cuidar de nosotros mismos para así, después, poder cuidar bien de los demás. Es el nuevo código retorcido del egoísmo. Pero funciona. Cuela. Uno suelta una frase así por ahí y la gente se la piensa. Ésta sí que se la piensan. Es más corta que un tuit. Y además su contenido les conviene. Sí, claro, es evidente, para poder cuidar de los demás yo tengo que estar bien. Así que hala, a la tarea. Y ya entonces es un no parar. Y además hay material a mansalva. Ideas y sentimientos también. Palabras escritas. Incluso andamios filosóficos completos. Todo lo que necesites para entregarte al cuidado de ti mismo con el único y noble fin de, después, poder de esta forma cuidar bien de los demás. Este enfoque tan evidente se lo ha perdido mucha gente durante nuestro periplo por la tierra. Que se lo digan, por ejemplo, a la Madre Teresa de Calcuta. Tenía la piel hecha un asco. Y menuda chepa. Y vete tú a saber lo que había bajo el hábito. Esta señora se perdió muchas cosas que le habrían ayudado a cuidar mejor de los demás. Además, la pobre no sabía irradiar rayos cósmicos de ayuda, bondad y transformación. Pobrecita. No sabía. Pero ahora hay gente que sí. No precisan hacer absolutamente nada para ser buenos. Simplemente lo son. Es lo que pone en los libros y revistas que leen. Yo he visto a las palabras cobrar vida, corretear por el papel, saltar al oído de una top model, y colarse por ahí dentro. Dicen que esas ideas se instalan como un virus, en sótanos profundos, abisales, y que se quedan para siempre. A partir de entonces se entregan a la noble tarea de cuidarse, cuidarse y cuidarse mientras irradian rayos cósmicos de bondad a todo el Universo, así, como algo muy repartido y etéreo, el Universo. Y venga a irradiar. Todo el día irradiando. A veces se sientan a irradiar específicamente. Creo que, cuando lo hacen, también se están cuidando la mayor parte del tiempo. Pero un ratito sí que irradian rayos cósmicos, un regalo para todos nosotros. Alguna vez me ha dado algo de miedo pensar que quizá estas ondas también aumentaran el riesgo de padecer tumores. No creo. Con toda esa bondad y amor del que van cargadas. Luego suele hacer falta alguien que haga cosas, que afronte problemas y los resuelva. Por aquí, en el mundo real. Y que sostenga el asunto, claro. Con esa cosa vil, repulsiva y plebeya. Eso que ni siquiera se menciona por, por, por… no sé, por depravado, no, quizá por mundano, por sucio. Cuando se utiliza tanto es de mala educación, qué digo, inmoral, ni tan siquiera mencionarlo. Ahora que estoy solo, ahora que nadie me escucha, lo voy a hacer. Voy a pronunciar esa palabra. Di...di...ah, no puedo. A ver en inglés. Mo...mo...mo… Imposible. Me puede el miedo a que me puedan oír. Pronunciar semejante vulgaridad. Es que dicen que el mero acto de nombrarlo es como invocar al diablo. Parece ser que te empiezan a rondar cosas como la madurez, la responsabilidad, el futuro(qué horror, pensar en el futuro, o sea, fíjate) y entonces estás muerto. Bueno, da igual.
    Sí, da igual. ¿O no? He cerrado la ventana y ya no escucho el despertar de la ciudad. Puedo dedicarme en cuerpo y alma al sonido del motorcillo del frigorífico. Otro de esos extraños que siempre están ahí. Qué melodía, si se la puede llamar así (no, no se puede)… Vale, vale. Pues que espanto de ruido. Me recuerda a una electrocución perpetua mientras te obligan a masticar tornillos y te colocan unas antenas en la cabeza para que emitas rayos cósmicos, de esos sanadores, pero amplificados. Y también para captar las tormentas. Para que te caigan todas a ti en la cabeza, vamos. Así es exactamente como suena mi nevera. Y, no se, con eso, yo creo que ya está dicho todo.
    No, que va. Uno se toma un respiro para hacer lo que tiene que hacer, pero después regresa junto a la nevera y el congelador. Frío el uno, gélido el otro. Y eso me recuerda que ahora tenemos por todas partes gente que sonríe y te obliga a sonreír, como si fuera una cuestión moral (puede ser éste quizá un signo de puerilidad, de infantilismo, que sonreír sea una cuestión moral. Hasta dónde será capaz de derrumbarse el pensamiento humano), mientras reclaman independencia, como si esta proviniera de otros y no se la construyera uno mismo; la reclaman, sí, en base a sentimientos difusos, etéreos, malenquistados en las lecciones de la historia que nos negamos a escuchar. Reclaman independencia, los individuos y los colectivos. Y, curioso, lo hacen al que paga la fiesta. Papi, no me gusta estar contigo, yo molo mucho más que tú, ah, y necesito gasolina para el coche que esta noche me voy de farra. Y también necesito financiación para cuidarme para así poder cuidar del universo y sonreír e iluminar el mundo con mi mera presencia e irradiar esa bondad mía etérea que lo cambia todo sin que yo mueva un músculo pero déjame en paz que me molestas y me agobias y me impones y me recuerdas cosas trabajosas y plebeyas de las que no quiero saber nada porque me distraen y desconcentran de mi noble tarea irradiadora y presencial. Como dice el rap de Kaká y Benzemá: Y a cagar.



No hay comentarios:

Publicar un comentario