En
el fondo de una caja antigua lo único que hay es ruido. La nuestra
lleva abierta mucho tiempo y su ruido nos ha convertido en sordos.
Incluso en la noche más oscura murmulla detrás una especie de mar
que no es tal, con sus picos como de rabieta o de actor cómico
imitando el sonido de una ambulancia, o una especie de tronar
levemente musicado que me hace pensar en el sonido de los pedos de un
hombre gordo y refinado. Dos toques rápidos y cortos, la misma nota
algo metálica: ese hombre tiene, además, forma de tuba. Y brilla y
es dorado. Flotan sonidos extraños, como si se aproximara un ovni
que corta el aire de un modo especial, o como si tal vez estuviera
hecho de un material desconocido que consigue transformar el oxígeno
en un instrumento inquietante, también él muy parco en notas. Tan
sólo son necesarias una o dos para poner a cualquiera los pelos de
punta. Deben estar pensadas para dar miedo, escritas en la partitura
para dar miedo, y tocadas para dar miedo. Una nota o dos bastan.
Reverbera un temblor casi imperceptible, siempre en nuestras vidas, y
que, como tal y durante lo cotidiano, no existe. Pero ahora toma
protagonismo, esa especie de melodía deslabazada, como de cabos
sueltos, de vetusta madera que se queja con el vaivén de las olas.
Siempre me ha hecho sentir como si mi casa fuera un barco a la deriva
sobre un mar en calma. Inquietante, y quizá engañoso. O la pura y
simple verdad cantada por el temblor de una persiana recogida en el
interior de su caja, mecida por la suave brisa del amanecer, que se
cuela por las juntas.
Y uno sabe entonces, por cómo suena de nuevo, que el mundo no
presagia nada bueno. Quizá tampoco nada malo. Tan sólo ese suave
runrún de siempre, inquietante como digo, vacío, descorazonador.
Esa llama que está siempre a punto de apagarse. Esa sensación que
produce la sonrisa que vende alegría pero que en realidad es un muro
frente a la intimidad. Sí, lo veo con claridad. El mundo, una
jornada más, presagia indiferencia. Así que no se me debiliten,
señoras y señores. Comienza el espectáculo. No se me vengan abajo,
amigos. No les de por pensar o sentir demasiado. No. Por favor, no
sean tímidos, incorpórense a la fiesta, a esta gran, magnífica y
reluciente rueda de la indiferencia. Deberíamos dedicarnos, para ir
entrando en calor, a cuidar de nosotros mismos para así, después,
poder cuidar bien de los demás. Es el nuevo código retorcido del egoísmo. Pero funciona. Cuela. Uno suelta una frase así por ahí y
la gente se la piensa. Ésta sí que se la piensan. Es más corta que
un tuit. Y además su contenido les conviene. Sí, claro, es
evidente, para poder cuidar de los demás yo tengo que estar bien.
Así que hala, a la tarea. Y ya entonces es un no parar. Y además
hay material a mansalva. Ideas y sentimientos también. Palabras
escritas. Incluso andamios filosóficos completos. Todo lo que
necesites para entregarte al cuidado de ti mismo con el único y
noble fin de, después, poder de esta forma cuidar bien de los demás.
Este enfoque tan evidente se lo ha perdido mucha gente durante
nuestro periplo por la tierra. Que se lo digan, por ejemplo, a la
Madre Teresa de Calcuta. Tenía la piel hecha un asco. Y menuda
chepa. Y vete tú a saber lo que había bajo el hábito. Esta señora
se perdió muchas cosas que le habrían ayudado a cuidar mejor de los
demás. Además, la pobre no sabía irradiar rayos cósmicos de
ayuda, bondad y transformación. Pobrecita. No sabía. Pero ahora hay
gente que sí. No precisan hacer absolutamente nada para ser buenos.
Simplemente lo son. Es lo que pone en los libros y revistas que leen.
Yo he visto a las palabras cobrar vida, corretear por el papel,
saltar al oído de una top model, y colarse por ahí dentro.
Dicen que esas ideas se instalan como un virus, en sótanos
profundos, abisales, y que se quedan para siempre. A partir de entonces
se entregan a la noble tarea de cuidarse, cuidarse y cuidarse
mientras irradian rayos cósmicos de bondad a todo el Universo, así,
como algo muy repartido y etéreo, el Universo. Y venga a irradiar.
Todo el día irradiando. A veces se sientan a irradiar
específicamente. Creo que, cuando lo hacen, también se están
cuidando la mayor parte del tiempo. Pero un ratito sí que irradian
rayos cósmicos, un regalo para todos nosotros. Alguna vez me ha dado
algo de miedo pensar que quizá estas ondas también aumentaran el
riesgo de padecer tumores. No creo. Con toda esa bondad y amor del
que van cargadas. Luego suele hacer falta alguien que haga cosas, que
afronte problemas y los resuelva. Por aquí, en el mundo real. Y que
sostenga el asunto, claro. Con esa cosa vil, repulsiva y plebeya. Eso
que ni siquiera se menciona por, por, por… no sé, por depravado,
no, quizá por mundano, por sucio. Cuando se utiliza tanto es de mala
educación, qué digo, inmoral, ni tan siquiera mencionarlo. Ahora
que estoy solo, ahora que nadie me escucha, lo voy a hacer. Voy a
pronunciar esa palabra. Di...di...ah, no puedo. A ver en inglés.
Mo...mo...mo… Imposible. Me puede el miedo a que me puedan oír.
Pronunciar semejante vulgaridad. Es que dicen que el mero acto de
nombrarlo es como invocar al diablo. Parece ser que te empiezan a
rondar cosas como la madurez, la responsabilidad, el futuro(qué
horror, pensar en el futuro, o sea, fíjate) y entonces estás
muerto. Bueno, da igual.
Sí, da igual. ¿O no? He cerrado la ventana y ya no escucho el
despertar de la ciudad. Puedo dedicarme en cuerpo y alma al sonido
del motorcillo del frigorífico. Otro de esos extraños que siempre
están ahí. Qué melodía, si se la puede llamar así (no, no se
puede)… Vale, vale. Pues que espanto de ruido. Me recuerda a una
electrocución perpetua mientras te obligan a masticar tornillos y te
colocan unas antenas en la cabeza para que emitas rayos cósmicos, de
esos sanadores, pero amplificados. Y también para captar las
tormentas. Para que te caigan todas a ti en la cabeza, vamos. Así es
exactamente como suena mi nevera. Y, no se, con eso, yo creo que ya
está dicho todo.
No, que va. Uno se toma un respiro para hacer lo que tiene que hacer,
pero después regresa junto a la nevera y el congelador. Frío el
uno, gélido el otro. Y eso me recuerda que ahora tenemos por todas
partes gente que sonríe y te obliga a sonreír, como si fuera una
cuestión moral (puede ser éste quizá un signo de puerilidad, de
infantilismo, que sonreír sea una cuestión moral. Hasta dónde será
capaz de derrumbarse el pensamiento humano), mientras reclaman
independencia, como si esta proviniera de otros y no se la
construyera uno mismo; la reclaman, sí, en base a sentimientos
difusos, etéreos, malenquistados en las lecciones de la historia que
nos negamos a escuchar. Reclaman independencia, los individuos y los
colectivos. Y, curioso, lo hacen al que paga la fiesta. Papi, no me
gusta estar contigo, yo molo mucho más que tú, ah, y necesito
gasolina para el coche que esta noche me voy de farra. Y también
necesito financiación para cuidarme para así poder cuidar del
universo y sonreír e iluminar el mundo con mi mera presencia e
irradiar esa bondad mía etérea que lo cambia todo sin que yo mueva
un músculo pero déjame en paz que me molestas y me agobias y me
impones y me recuerdas cosas trabajosas y plebeyas de las que no
quiero saber nada porque me distraen y desconcentran de mi noble
tarea irradiadora y presencial. Como dice el rap de Kaká y Benzemá: Y a cagar.
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