martes, 31 de enero de 2017

La Secta de los Tanlentos

    Jamás había visto beber tanto a Pepe. Creo que tenía que ver con el hecho de que en su nuevo convenio colectivo le habían quitado un moscoso al año y estaba consternado. Se encontraba en la fase de la exaltación de la amistad y había colocado su brazo izquierdo alrededor de mi espalda con el fin de atraerme hacia sí y poder gritarme al oído mientras me llenaba la cara de escupitajos. A su vez yo trataba de recordar dónde le había conocido, siendo tan diferentes. Me reconocí incapaz de visualizar nuestro primer encuentro, aunque por otro lado ya no recordaba la vida sin él. Y el caso es que tenía la extraña sensación de que siempre había estado pero nunca había estado. Era funcionario en algún lugar, en una oficina en la que se llevaban a cabo asuntos difusos, brumosos, poco definidos, pero que en su boca parecían agotadores. Un lugar en el que siempre había conflictos inveterados, agrias disputas y quejas fundadísimas. Pero la verdad es que nadie sabíamos dónde estaba ni qué se hacía por allí.
    Te voy a contar un secreto, amigo del alma, dijo. Una sabiduría transmitida de generación en generación a unos pocos elegidos. Hoy es el Día de los Trabajadores y celebramos una reunión muy especial. 
    ¿A qué te refieres Pepe? Contesté de forma mecánica, utilizando ese tono mezcla de paciencia, condescendencia y cariño que se reserva a los borrachos, tal y como se hace con los niños pequeños, en parte para darle pie a decir algo que nos haga reír, en parte para dejar de escuchar si se sumerge en la enésima ralladura mental.
    Y fue entonces cuando me habló de la Secta de los Tanlentos, una especie de grupo masónico que se reunía en secreto y que compartían la fórmula de la verdadera felicidad. Me explicó que en día tan señalado como hoy un miembro podía incorporar al selecto club a una persona de absoluta confianza y que por fin había llegado su turno, que había esperado con impaciencia, deseoso de compartir su secreto conmigo y ayudarme a transformar mi vida y comprender la realidad tal y como es. Yo no le hice ni caso y me dejé arrastrar pensando en el daño que hace el alcohol a las pocas neuronas que de por sí tenemos. Pensé que me llevaba a alguna fiesta a casa de un amigo cuando, para mi sorpresa, me encontré plantado frente a la puerta del ayuntamiento a las tres de la mañana. Pepe dio un único golpe seco a la madera y me explicó, acompañado de un guiño, que esa era su llamada secreta. 
   De repente fui consciente del frío que hacía y del profundo silencio que nos rodeaba. Y de que si Pepe hacía alguna locura, la cámara que nos enfocaba lo registraría. No te preocupes, las controlamos todas nosotros, me dijo con la boca apoyada sobre su hombro, mientras una voz gutural, apagada, respondía con un gruñido al otro lado de la puerta. Por primera vez sentí miedo y comprendí que algo extraño pasaba. Pepe apoyó su mejilla izquierda sobre la madera de la puerta y susurró: laborare gilipollum est.
    La contraseña surtió su efecto y la puerta se abrió. Yo no salía de mi asombro mientras cruzaba el umbral y me encontraba frente a frente con un hombre fofo y calvo que se movía muy despacio pese a que aún no era un anciano.
    Caminamos en penumbra los tres por el recibidor amplio. Luis, el celador, dijo Pepe sobre el eco de nuestros pasos. El caso es que la cara de aquel tipo me sonaba pero no sabía de qué. Recorrimos juntos un oscuro y largo pasillo. Ninguno de los tres hablaba y me invadieron oscuros pensamientos. Me imaginé descuartizado cual virginal ofrenda al oráculo de Delfos, arrojado a una sima de lava ardiente por un grupo de fanáticos religiosos, no sin antes haber sido privado de mi corazón aún latente por los crispados dedos de un mago poseído, como en Indiana Jones o, en un fugaz ataque de optimismo, envuelto en una espiral de sexo y riquezas como le ocurre a Tom Cruise en Eyes Wide Shut. Una fina línea de luz fulgurante creaba un amplio rectángulo al final del pasillo, enmarcando lo que supuse que era una puerta. Nos alcanzó un leve murmullo que fue en aumento hasta convertirse en una algarabía. Pude ver de nuevo la cara de Pepe, bañada en sudor, y dominada por un extraño brillo en sus ojos que jamás había visto, mientras daba pequeños sorbos al vaso de whisky recalentado que se había llevado del bar.
    El celador nos abrió la puerta y nos cedió el paso. Me temblaban las piernas y a punto estuve de salir corriendo. Un fugaz vistazo al pozo negro a mi espalda hizo que descartara tan descabellada idea y me pegué a los omoplatos de Pepe en un acto instintivo. El celador me miró con osquedad mientras apoyaba su mano en mi hombro y me presionaba con firmeza, conminándone a pasar.
   Lo que allí encontré me dejó de piedra. Cientos de personas charlaban y bailaban en una enorme sala de reuniones, o se arremolinaban en torno a mesas repletas de comida y bebida, servidas en vasos y platos de plástico blanco. Nada de orgías desenfrenadas ni sacerdotes asesinos. Tan solo un montón de gente pasando un rato agradable, como en cualquier otro lugar del país. Pepe saludaba efusivo a todos mientras me presentaba a gente cuyas manos estrechaba y cuyos nombres desfilaban ante mí como un torrente que no deja huella. Muchas de sus caras me eran conocidas pero me resultaba imposible situarlas, algo parecido a lo que me ocurría con los orígenes de mi amistad con Pepe. Casi todos ellos estaban gordos y tenían las manos muy finas, cual señorita de alta sociedad, aunque vestían ropa que se veía antigua, que no vieja. Lucían muchos de ellos gafas pasadas de moda y relojes y bolsos que se veían imitaciones de mercadillo. Muchos varones lucían barba poblada. Entre las mujeres predominaba el pelo corto cardado y enlacado. Todos comían y bebían con fruición, casi con glotonería, como si en cualquier momento todo aquello fuera a desaparecer. Me recordó al asesino bullir de una marabunta de termitas.
    Pasado un tiempo que se me hizo eterno, Pepe me llevó a un aparte y puso una copa en mi mano. Bueno, pues ya conoces mi secreto. La Secta de los Tanlentos. Mira, es muy sencillo. ¿Ves ese de ahí? Se buscó un socio gilipollas y no ha dado palo en su vida. Ya sabes, chantaje emocional con el tema de la amistad y todo eso. Le va de perlas. ¿Ese otro? Jefe de sección. Lo único de lo que tiene que preocuparse es de hacerle la vida imposible al improbable subalterno que demuestre algo de talento para ocupar su puesto. Por lo demás, un Pachá. ¿Aquella? Madre de tres hijos, esposa de un imbécil currante, jefa de dos cuidadoras y una empleada de hogar. Vidorra. Aquel grupito, liberados sindicales. Aquí son una especie de aristocracia,¿sabes? Aquellos son celadores, como el que nos ha abierto. Menudos hachas negociando convenios y luego, a vivir que son dos días. Por supuesto, te encontrarás a todos los políticos del ayuntamiento. Qué gracia me hace verles hacer el paripé en la tele, como si se odiaran. Te cruzarás con mucho funcionario de ventanilla. Aquel grupo tan reducido y selecto son Los Manteneitors, una especie de superhéroes. Ya ves que son los más apuestos y juveniles. Convencieron a sus esposas de que estudian inasequibles al desaliento o cuidan abnegados de sus hijos mientras ellas salen a doblar la espalda. Al principio creía que eran un mito, pero no, estos seres legendarios son reales. Los estirados de las esquinas son los que han heredado negocios familiares, y los que comen como náufragos son los que viven de estirar subsidios o de inventarse bajas. Van un poco más apretados pero también lo consiguen. Algunos se traen a los hijos para que vayan aprendiendo, están allí al fondo, en otra sala. Mira macho, es muy sencillo. La parábola de los talentos, ¿lo pillas? De ahí viene todos nuestros males, ¿no crees? Esa gran mentira que nos repiten, sí, esa que dice que si te esfuerzas y estudias y trabajas te irá bien, y todo eso. Bueno, pues nosotros somos el criado que guardó el talento bajo tierra y se lo devolvió intacto a su señor. Lo que no explica el cuentecillo es que mientras el señor estuvo fuera y los demás sirvientes se esforzaban, nosotros pasamos la vida tocándonos los cojones. ¿No es genial? Además, ahora, con eso de que Dios no existe, nadie nos va a expulsar a las tinieblas. Nosotros rellenamos todos esos huecos que deja la sociedad en sus engranajes. Nos adherimos a los rodamientos como la herrumbre y nos dejamos llevar por la inercia de las piezas. ¿Lo entiendes? Y nunca, nunca, pasa nada. Si alguien trata de pasar el paño, hacemos piña. Nos damos de baja, hacemos huelgas o explotamos aún más a nuestros empleados, subalternos, socios, maridos. Resistencia pasiva-agresiva. La gente se cansa en seguida y nos deja en paz. ¿A que es genial? Tan simple... Tan fácil.
   Aquel discurso, aquella visión, aquella transmisión de un conocimiento tan profundo y a su vez tan sencillo de la realidad me deslumbró. Me abrió las puertas de una nueva relación con el mundo. Pepe me iluminó. Pasé a formar parte de un ejército en la sombra. Por fin comprendí de qué conocía a toda aquella gente: eran personas asiduas a mi consulta en el centro de salud. Mi firma en sus bajas por depresión, ansiedad, accidente simulado, contracturas, gastroenteritis o moving eran el salvoconducto hacia su paraíso personal, mi rúbrica les abría las puertas de una práctica secreta transmitida de padres a hijos desde el advenimiento de la revolución industrial: laborare gilipollum est.
    Desde aquel día he consagrado mi existencia a tan elevado conocimiento. Ya no trabajo. Engordé treinta kilos y me bebo una botella de whisky al día. Conseguí la incapacidad permanente gracias a la firma de un médico miembro de la secta. Lo que más me gusta es pasar el día en el sofá, viendo la tele o jugando a la consola. Mi mujer me dejó y me echó de casa, donde vive con mi mejor amigo. Mis hijos no me hablan. Lo que para otros sería un suplicio para mí es una bendición. Así he conseguido que me dejen en paz. Ya no tengo que preocuparme por ninguno de ellos. Una temporada me dio por pintar pero se me pasó en seguida. Quejarme se me da genial, soy el azote de cualquiera que me venda algo, pretenda que me esfuerce o me atienda alguna dolencia. Siempre le echo la culpa de todo a los demás. Me saco una buena pasta en denuncias gracias a un abogado que se las sabe todas. En definitiva, soy feliz. La errumbre de los engranajes. 
   Los domingos por la tarde me siento solo, inútil, un parásito. Una persona vacía y egoísta. Alguien superficial, un enfermo mental, un inadaptado. A veces, incluso malvado. Me siento un mierda, un desecho, un despojo sin ilusión, alguien que le entregó la belleza de nuestra corta vida al diablo, que olvidó que somos un deslumbrante, efímero e improbable fulgor en la infinita noche del espacio y del tiempo, que intercambió su bondad y su generosidad, su amor y su alegría, por el sucio regalo de la desidia. Entonces me posee un deseo irrefrenable de saltar por la ventana. En la Secta de los Tanlentos te aleccionan para que, llegado este ineludible momento, te acurruques aún más en el sofá y repitas el mantra: laborare gilipollum est, laborare gilipollum est, laborare gilipollum est. Consigo, con gran esfuerzo, alargar el brazo hasta asir mi teléfono y, con mano temblorosa, marcar el número de Pepe. Siempre le pillo sin nada que hacer. Viene a casa, nos doblamos a whiskies, y se me pasa.


No hay comentarios:

Publicar un comentario