lunes, 31 de julio de 2017

Éter



AIRE

    El tren transita lento sobre sus raíles. Por la ventana desfila suave un paisaje que se me antoja bello. Hace tiempo que nos hemos librado de la ciudad y nos acompañan escenas de campo y labranza, idealizadas desde el asiento y el aire acondicionado. Jugueteo con un aureus de Marco Aurelio, una moneda falsa fabricada en China. Baila entre mis dedos en un desesperado intento por hacerla desaparecer. Brilla como el oro auténtico mientras salta de un nudillo a otro y se me escapa en el último momento. Suspiro mientras mi mirada se entretiene con las imágenes de un país siempre en ruinas, siempre de fiesta. Observo por fin el interior del vagón, ocupado por una docena de personas. La mayoría miran en silencio la pantalla de su teléfono móvil. Otras conversan, si se puede llamar así, a gritos. Nada nuevo.
    Mi repulsa por el género humano se va creando huecos cada vez más grandes y eso debería preocuparme. Pero no me preocupa. No puedo evitar imaginar los cuerpos arrellanados en los asientos, ocultos tras los consabidos trucos visuales de la ropa. Puedo ver las piernas delgadas y peludas, sin fuerza. Los culos enormes y las fajas de grasa. Los brazos enclenques y los hombros redondos o huesudos, débiles y feos en cualquier caso. Las arrugas y los pliegues. Las cicatrices y las manchas de la piel, que es demasiado blanca, sin vida. Veo el pelo aceitoso y la calvicie. Veo lo que hay bajo el maquillaje. Veo las bocas podridas y las uñas sucias. Las vísceras gastadas y enfermas. Los fluídos corporales, su hedor. Veo la vida sedentaria, acomodada y opulenta que degrada la especie. Veo la vejez, la presente y la latente, veo la descomposición y el olvido. Leo las mentes obsesivas, y las simples, las que están dominadas por la envidia, o por el ego, o por la codicia. Puedo sentir la ignorancia y la frialdad. La soberbia que nace de ellas. Lo superficial y lo ambiguo. Lo mundano. El dominio del placer sobre la razón, en sus más diversas formas, tan simples o tan complejas. Escucho conversaciones que despellejan a los ausentes con la alegría dominante de la juventud agresiva. Qué poco conscientes somos de lo corta e intrascendente que es nuestra vida y la de los demás. Se canta a las virtudes desde tiempo inmemorial, por ausentes. Es una llamada. Un deseo desesperado. Un clamor del género humano por librarse de sí mismo. Somos un cúmulo de capas de ropa, maquillaje, objetos y palabras que tratan de ocultar nuestra lenta muerte y nuestro vacío. La condena de la consciencia. No sabemos qué hacer con ella. Es terrible. Quizá por ello cada homo elige algo con lo que entretenerse hasta la muerte. Cualquier cuento o mentira nos vale. El amor romántico, la religión o la política, la codicia, la venganza, la bondad, el altruismo, el miedo… Atemoriza no saber, en el fondo, qué hacer con esta maldita consciencia. La vida se hace larga, muy larga, sin mentiras. Somos todos unos narradores geniales. Y nuestro mejor público. Esa voz que cuenta cada historia personal, ¿de quién será? Ese batiburrillo insufrible e inútil que llamamos, de forma tan atrevida, pensamiento, ¿quién o qué es? Se apagará, junto con nosotros, cuando nos convirtamos en una sombra, primero, y después, en nada.
    Sigo jugueteando con el aureus. No consigo hacerlo desaparecer. Decido, por fin, levantarme y depositarlo sobre mi asiento. Abro la parte alta de la ventana y saco la mano que lo sostenía. Puedo sentir el aire veloz entre mis dedos, tocarlo con mis yemas. Veo ahora cómo las lineas de mis huellas se despegan y se desmenuzan en el aire hasta que desaparecen. Lo mismo les ocurre a mis dedos, y después a mi mano entera. Voy asomando el brazo, y después el hombro, la cabeza, y el resto del cuerpo, que se fue, desapareció, y con él, también, el pensamiento. Diluido en el aire.


FUEGO

    Una cocina cualquiera. Personas alrededor de una mesa, frente a sus platos llenos de comida, sus vasos de agua y vino, sus cubiertos, sus servilletas. Una conversación plana, insulsa, repleta de lugares comunes, de formalismos, de frases mecánicas, encadenadas a sus correspondientes pensamientos simples, como casi todas las conversaciones. Vacío. Ojos nublados. El cuerpo pesa. No hay energía. Después, como un resorte, los cerebros sin estímulo se aburren. Faltos de imaginación, inventan lo de siempre. Una discusión estúpida. Lo más ridículo e intrascendente. Tan sólo es una escusa. Gritos. Lloros. Aspavientos. Palabras airadas. Insultos. Drama. Ya está. Ya están entretenidos.
    Me levanto de la mesa. Nadie hace caso. Arrastro los pies. Los gritos aumentan pero yo los oigo lejos. Abro la puerta que da al jardín. Salgo al exterior. Siento el calor del sol, que hoy está hecho de fuego y hiere. Pero a alguien le sirve. Puedo verlo. El viejo árbol. Me siento con la espalda apoyada contra su tronco, de cara al sol. Puedo notar su corteza rugosa a través de mi camiseta. También siento el fuego. Sudo. No quiero que me queme. Sé lo que tengo que hacer. Subo mis brazos, giro las muñecas y apoyo mis palmas y mis dedos sobre la corteza del árbol. Poco a poco, me fundo. Me convierto en madera. El árbol me va tragando. Desaparecen los brazos, la espalda, mi cabeza… Ya no quema el sol. Ya vuelve a ser el fuego de la vida. Ya soy el árbol.


TIERRA

    Caminamos junto al yacimiento arqueológico. Un grupo nutrido. Mucha gente baja, gorda, calva y mal vestida. Lo de siempre. La ignorancia dibujada en sus caras. La inercia del turista les ha traído hasta aquí. Lo importante es la comilona y el vino. Y la cerveza. Cualquier rollo sirve, como éste.
    Ella habla de los orígenes de nuestra especie. El de la tierra, cinco mil cuatrocientos millones de años. El del homo, dos millones y medio. El sapiens, unos cien mil años. Para este viaje no hacían falta tantas alforjas. Hemos tocado techo. El final de la subida ha sido meteórico. La caída también ha comenzado a serlo. Nos volvemos imbéciles de nuevo a una velocidad pasmosa. Nuestras habilidades se esfuman día a día, minuto a minuto, al mismo ritmo que entregamos la relación física y mental con el mundo a las máquinas y al cerebro virtual colectivo. Ese que nos esquilma a través de sus terminales. Ha sido bonito estar por aquí hasta hace bien pocos años. En un momento álgido de la sinfonía.
    Puedo ver la tierra escavada. Los estratos, sus miles y miles de años. Los andamios que los enjaulan, los arqueólogos, sus herramientas. Salto la valla. Ha sido fácil. Esto todavía puedo hacerlo. Nadie se ha dado cuenta. Sé que en la parte baja de la cueva han encontrado a nuestro ancestro. Bajo hasta allí en silencio, procurando no tirar nada, no hacer ruido, no molestar, no llamar la atención. He llegado. Observo la tierra roja de la pared. Cojo una espátula y rasco alrededor de un objeto pequeño. Paso el pincel. Un diente. Me emociono. Lo dejo sobre el suelo de madera del andamio. Apoyo mis uñas, las manos en gesto de garra, sobre la tierra. Como si fuera a escarbar. Estoy hecho de minerales. Mis dedos se funden con la tierra. Desaparecen, despacio, mis manos. Las muñecas, los codos, los hombros, la cara… Yo soy la tierra. Sin cuerpo y sin mente. Sólo tierra.


AGUA

    Partimos desde el valle. Buscamos el origen. Subimos la pendiente. Primero, las vacas pacen en prados fluorescentes. Los caballos vuelan en grupo sobre la tierra, crines y pezuñas de piel brillante. Después, las cabras mordisquean las paredes verticales, colgadas de su estupor. El oso humillado se esconde en los restos del bosque moribundo. Monos deprimidos tras el cristal del zoo, indios alcohólicos en la reserva. Los ratones muertos cruzan el camino. Y las hormigas. Seguimos el curso del río, hacia arriba. Se asoma tímido entre la foresta. Cada vez se deja ver más. Ahora ya fluye sobre praderas altas. Luego, entre los canchales. Emana el agua de la roca. El nacimiento. Pero nosotros sabemos que no es así. Seguimos subiendo. El camino sobrevuela el abismo y los confines del mundo. Alcanzamos praderas secretas desde las que se tocan las estrellas. Podemos sentir el agua horadando la roca milenaria. Fluye por las entrañas de la tierra. Antes de eso, llovió. No sabemos volar. El origen no existe. El círculo es cerrado pero no nos permite seguir.
    Regresamos. ¿Quizá en el otro extremo? Bajamos siempre juntos. Qué alegría, vuestra compañía. Sois mi pasado, mi presente y mi futuro. Y mi única eternidad. Volvemos junto al río. Escuchamos su murmullo, en silencio, quietos. Exploramos la cascada y sus aguas cristalinas. Una laguna que es un paraíso. Regresamos junto a ti, la vida, cada vez más ancha y caudalosa. Entramos en ti. Con canoas de colores que patinan sobre tu lámina brillante y límpida. Reflejos plateados de una magia atávica, piedras nítidas, mosaico hiperrealista. La vida nada en tu seno con forma de pez o vuela en mariposas pintadas de añil. Nos dejamos llevar por tu corriente. Somos felices juntos. Cuánta belleza y cuánta paz. Eres alegre porque nosotros también lo somos. Eres silencio de pájaros, eres la serenidad de tu verdad eterna. Te entregas al mar. Lo nutres. Lo haces más grande y un poco dulce. Por un rato al menos. En un pequeño lugar del mundo, sin importancia.
    Allí dejamos las canoas, en la playa. Corremos por la arena pulida y brillante. Refleja el cielo y las nubes, y nuestra efímera belleza. Nuestras huellas laten hasta que las borre la marea. Muy pronto. Corremos y estamos vivos, y todo es aire salado y olas que rompen suaves en nuestros oídos. Y vuestra risa, vuestra alegría. Cuánto os quiero. Sois una eternidad fugaz, a cada instante. El mar os acaricia los pies y estalláis en mil colores. Ya no hay quien os pare. Las olas son el trampolín de vuestra luz. Os teñís de azul turquesa, de verde jaspeado, de espuma nacarada. Sois todo risa y ensueño. Me voy con vosotros. Hemos llegado al otro extremo. En busca del origen. Ese que no existe. Sois vosotros el agua de vida y yo la bebo.

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