lunes, 31 de julio de 2017

Éter



AIRE

    El tren transita lento sobre sus raíles. Por la ventana desfila suave un paisaje que se me antoja bello. Hace tiempo que nos hemos librado de la ciudad y nos acompañan escenas de campo y labranza, idealizadas desde el asiento y el aire acondicionado. Jugueteo con un aureus de Marco Aurelio, una moneda falsa fabricada en China. Baila entre mis dedos en un desesperado intento por hacerla desaparecer. Brilla como el oro auténtico mientras salta de un nudillo a otro y se me escapa en el último momento. Suspiro mientras mi mirada se entretiene con las imágenes de un país siempre en ruinas, siempre de fiesta. Observo por fin el interior del vagón, ocupado por una docena de personas. La mayoría miran en silencio la pantalla de su teléfono móvil. Otras conversan, si se puede llamar así, a gritos. Nada nuevo.
    Mi repulsa por el género humano se va creando huecos cada vez más grandes y eso debería preocuparme. Pero no me preocupa. No puedo evitar imaginar los cuerpos arrellanados en los asientos, ocultos tras los consabidos trucos visuales de la ropa. Puedo ver las piernas delgadas y peludas, sin fuerza. Los culos enormes y las fajas de grasa. Los brazos enclenques y los hombros redondos o huesudos, débiles y feos en cualquier caso. Las arrugas y los pliegues. Las cicatrices y las manchas de la piel, que es demasiado blanca, sin vida. Veo el pelo aceitoso y la calvicie. Veo lo que hay bajo el maquillaje. Veo las bocas podridas y las uñas sucias. Las vísceras gastadas y enfermas. Los fluídos corporales, su hedor. Veo la vida sedentaria, acomodada y opulenta que degrada la especie. Veo la vejez, la presente y la latente, veo la descomposición y el olvido. Leo las mentes obsesivas, y las simples, las que están dominadas por la envidia, o por el ego, o por la codicia. Puedo sentir la ignorancia y la frialdad. La soberbia que nace de ellas. Lo superficial y lo ambiguo. Lo mundano. El dominio del placer sobre la razón, en sus más diversas formas, tan simples o tan complejas. Escucho conversaciones que despellejan a los ausentes con la alegría dominante de la juventud agresiva. Qué poco conscientes somos de lo corta e intrascendente que es nuestra vida y la de los demás. Se canta a las virtudes desde tiempo inmemorial, por ausentes. Es una llamada. Un deseo desesperado. Un clamor del género humano por librarse de sí mismo. Somos un cúmulo de capas de ropa, maquillaje, objetos y palabras que tratan de ocultar nuestra lenta muerte y nuestro vacío. La condena de la consciencia. No sabemos qué hacer con ella. Es terrible. Quizá por ello cada homo elige algo con lo que entretenerse hasta la muerte. Cualquier cuento o mentira nos vale. El amor romántico, la religión o la política, la codicia, la venganza, la bondad, el altruismo, el miedo… Atemoriza no saber, en el fondo, qué hacer con esta maldita consciencia. La vida se hace larga, muy larga, sin mentiras. Somos todos unos narradores geniales. Y nuestro mejor público. Esa voz que cuenta cada historia personal, ¿de quién será? Ese batiburrillo insufrible e inútil que llamamos, de forma tan atrevida, pensamiento, ¿quién o qué es? Se apagará, junto con nosotros, cuando nos convirtamos en una sombra, primero, y después, en nada.
    Sigo jugueteando con el aureus. No consigo hacerlo desaparecer. Decido, por fin, levantarme y depositarlo sobre mi asiento. Abro la parte alta de la ventana y saco la mano que lo sostenía. Puedo sentir el aire veloz entre mis dedos, tocarlo con mis yemas. Veo ahora cómo las lineas de mis huellas se despegan y se desmenuzan en el aire hasta que desaparecen. Lo mismo les ocurre a mis dedos, y después a mi mano entera. Voy asomando el brazo, y después el hombro, la cabeza, y el resto del cuerpo, que se fue, desapareció, y con él, también, el pensamiento. Diluido en el aire.


FUEGO

    Una cocina cualquiera. Personas alrededor de una mesa, frente a sus platos llenos de comida, sus vasos de agua y vino, sus cubiertos, sus servilletas. Una conversación plana, insulsa, repleta de lugares comunes, de formalismos, de frases mecánicas, encadenadas a sus correspondientes pensamientos simples, como casi todas las conversaciones. Vacío. Ojos nublados. El cuerpo pesa. No hay energía. Después, como un resorte, los cerebros sin estímulo se aburren. Faltos de imaginación, inventan lo de siempre. Una discusión estúpida. Lo más ridículo e intrascendente. Tan sólo es una escusa. Gritos. Lloros. Aspavientos. Palabras airadas. Insultos. Drama. Ya está. Ya están entretenidos.
    Me levanto de la mesa. Nadie hace caso. Arrastro los pies. Los gritos aumentan pero yo los oigo lejos. Abro la puerta que da al jardín. Salgo al exterior. Siento el calor del sol, que hoy está hecho de fuego y hiere. Pero a alguien le sirve. Puedo verlo. El viejo árbol. Me siento con la espalda apoyada contra su tronco, de cara al sol. Puedo notar su corteza rugosa a través de mi camiseta. También siento el fuego. Sudo. No quiero que me queme. Sé lo que tengo que hacer. Subo mis brazos, giro las muñecas y apoyo mis palmas y mis dedos sobre la corteza del árbol. Poco a poco, me fundo. Me convierto en madera. El árbol me va tragando. Desaparecen los brazos, la espalda, mi cabeza… Ya no quema el sol. Ya vuelve a ser el fuego de la vida. Ya soy el árbol.


TIERRA

    Caminamos junto al yacimiento arqueológico. Un grupo nutrido. Mucha gente baja, gorda, calva y mal vestida. Lo de siempre. La ignorancia dibujada en sus caras. La inercia del turista les ha traído hasta aquí. Lo importante es la comilona y el vino. Y la cerveza. Cualquier rollo sirve, como éste.
    Ella habla de los orígenes de nuestra especie. El de la tierra, cinco mil cuatrocientos millones de años. El del homo, dos millones y medio. El sapiens, unos cien mil años. Para este viaje no hacían falta tantas alforjas. Hemos tocado techo. El final de la subida ha sido meteórico. La caída también ha comenzado a serlo. Nos volvemos imbéciles de nuevo a una velocidad pasmosa. Nuestras habilidades se esfuman día a día, minuto a minuto, al mismo ritmo que entregamos la relación física y mental con el mundo a las máquinas y al cerebro virtual colectivo. Ese que nos esquilma a través de sus terminales. Ha sido bonito estar por aquí hasta hace bien pocos años. En un momento álgido de la sinfonía.
    Puedo ver la tierra escavada. Los estratos, sus miles y miles de años. Los andamios que los enjaulan, los arqueólogos, sus herramientas. Salto la valla. Ha sido fácil. Esto todavía puedo hacerlo. Nadie se ha dado cuenta. Sé que en la parte baja de la cueva han encontrado a nuestro ancestro. Bajo hasta allí en silencio, procurando no tirar nada, no hacer ruido, no molestar, no llamar la atención. He llegado. Observo la tierra roja de la pared. Cojo una espátula y rasco alrededor de un objeto pequeño. Paso el pincel. Un diente. Me emociono. Lo dejo sobre el suelo de madera del andamio. Apoyo mis uñas, las manos en gesto de garra, sobre la tierra. Como si fuera a escarbar. Estoy hecho de minerales. Mis dedos se funden con la tierra. Desaparecen, despacio, mis manos. Las muñecas, los codos, los hombros, la cara… Yo soy la tierra. Sin cuerpo y sin mente. Sólo tierra.


AGUA

    Partimos desde el valle. Buscamos el origen. Subimos la pendiente. Primero, las vacas pacen en prados fluorescentes. Los caballos vuelan en grupo sobre la tierra, crines y pezuñas de piel brillante. Después, las cabras mordisquean las paredes verticales, colgadas de su estupor. El oso humillado se esconde en los restos del bosque moribundo. Monos deprimidos tras el cristal del zoo, indios alcohólicos en la reserva. Los ratones muertos cruzan el camino. Y las hormigas. Seguimos el curso del río, hacia arriba. Se asoma tímido entre la foresta. Cada vez se deja ver más. Ahora ya fluye sobre praderas altas. Luego, entre los canchales. Emana el agua de la roca. El nacimiento. Pero nosotros sabemos que no es así. Seguimos subiendo. El camino sobrevuela el abismo y los confines del mundo. Alcanzamos praderas secretas desde las que se tocan las estrellas. Podemos sentir el agua horadando la roca milenaria. Fluye por las entrañas de la tierra. Antes de eso, llovió. No sabemos volar. El origen no existe. El círculo es cerrado pero no nos permite seguir.
    Regresamos. ¿Quizá en el otro extremo? Bajamos siempre juntos. Qué alegría, vuestra compañía. Sois mi pasado, mi presente y mi futuro. Y mi única eternidad. Volvemos junto al río. Escuchamos su murmullo, en silencio, quietos. Exploramos la cascada y sus aguas cristalinas. Una laguna que es un paraíso. Regresamos junto a ti, la vida, cada vez más ancha y caudalosa. Entramos en ti. Con canoas de colores que patinan sobre tu lámina brillante y límpida. Reflejos plateados de una magia atávica, piedras nítidas, mosaico hiperrealista. La vida nada en tu seno con forma de pez o vuela en mariposas pintadas de añil. Nos dejamos llevar por tu corriente. Somos felices juntos. Cuánta belleza y cuánta paz. Eres alegre porque nosotros también lo somos. Eres silencio de pájaros, eres la serenidad de tu verdad eterna. Te entregas al mar. Lo nutres. Lo haces más grande y un poco dulce. Por un rato al menos. En un pequeño lugar del mundo, sin importancia.
    Allí dejamos las canoas, en la playa. Corremos por la arena pulida y brillante. Refleja el cielo y las nubes, y nuestra efímera belleza. Nuestras huellas laten hasta que las borre la marea. Muy pronto. Corremos y estamos vivos, y todo es aire salado y olas que rompen suaves en nuestros oídos. Y vuestra risa, vuestra alegría. Cuánto os quiero. Sois una eternidad fugaz, a cada instante. El mar os acaricia los pies y estalláis en mil colores. Ya no hay quien os pare. Las olas son el trampolín de vuestra luz. Os teñís de azul turquesa, de verde jaspeado, de espuma nacarada. Sois todo risa y ensueño. Me voy con vosotros. Hemos llegado al otro extremo. En busca del origen. Ese que no existe. Sois vosotros el agua de vida y yo la bebo.

domingo, 30 de julio de 2017

La inocencia. Katmandú.




 20 de julio de 2007, viernes, 8:18 a.m.

    Escribo estas primeras líneas sentado en una mesa del Burger king del aeropuerto de Bangkok. Acabo de engullir uno de los desayunos más extraños de mi vida: un menú whooper con patatas y coca-cola. Y es que después de doce horas metido en un avión tiene uno todos los apetitos descolocados. He comido a las cuatro, me han dado un sándwich a las ocho y he desayunado a las doce de la noche. Entre medias, continuo aporte de bebida que, aunque se agradece, te impide conciliar el sueño. Ha sido agradable volver a ver El velo pintado y he devorado las páginas de Brooklyn follies de Paul Auster. Ya ni recuerdo cuando fue la última vez que le dediqué tanto tiempo a la lectura y ha sido un auténtico placer. Y aquí estoy, esperando para coger el avión que me lleve a Katmandú. En tránsito. De hecho, llevo un año y medio así, en tránsito, ahora que lo pienso. Siempre de camino a algún lugar, no sé a cuál, siempre en movimiento, con agitación, casi sin descanso. La mayoría de las veces resulta estimulante y lleno de energía, pero en ocasiones me invade el agotamiento, el desasosiego, la incomprensión de esta agitada existencia que me devora. Creo que la falta de sueño favorece el surgimiento de extraños pensamientos que he de desterrar de inmediato.  No puedo más que mirar al futuro próximo lleno de ilusión. En unas pocas horas me encontraré en el lugar soñado, el Himalaya, en muy buena compañía. Será la primera vez que pise un país en el que se practica el Budismo de forma mayoritaria y estoy ansioso por ver cómo viven estas gentes, penetrar en sus templos, sentir una sociedad que sigue los preceptos del Buda. Siempre pienso que Jesús fue una guía en la adolescencia y Buda lo fue como adulto joven. Ahora, con treinta y un años y sin tiempo para la espiritualidad, ni para nada, los añoro. A ellos, a sus enseñanzas no practicadas, y a todas las personas y vivencias de las que disfruté gracias a ellos.
    Nos esperan además otras grandes maestras: las montañas. No tengo ni la más remota idea de lo que nos van a enseñar esta vez, pero siempre se aprende algo de ellas. En ocasiones la lección es muy dura y nos desagrada, pero con el tiempo le sacas su jugo a las penalidades sufridas en sus paredes. Nos espera lo desconocido. Las montañas más grandes del mundo en pleno monzón, cargados con veinte kilos de mochila. Se mezclan en mi interior la intensa emoción de la aventura y el desasosiego por las posibles penalidades que se adivinan en el horizonte. Pero siempre merece la pena, sino no estaría aquí. De hecho, según pasan los años cada vez merece más la pena sentir latir el corazón ante la vivencia futura, la exploración del mundo y del ser humano, que es al fin y al cabo encuentro desesperado con uno mismo. El individuo, que se libera del trabajo, el dinero, el futuro, las ataduras, y se enfrenta al mundo ya transformado en persona, limpio de todo, centrado en el aquí y el ahora, siendo. Con lo ojos bien abiertos y la mente concentrada en lo cotidiano, en lo inmediato, que es continuamente nuevo y nos deslumbra a cada paso, captando nuestra atención y asombrándonos. Sueño con patear los caminos que rodean el Annapurna, primer ochomil que ascendió con éxito el ser humano. Caminar por los mismos senderos donde, cincuenta años atrás, intrépidos montañeros franceses, hombres valientes a los que nada arredraba, gente noble de espíritu aventurero, aguerridos exploradores guiados por el intenso deseo de ver más lejos, de conocer un poco más, de conquistar lo nunca visto, de dejar su huella más allá de los límites, nos abrieron camino y nos impulsan a seguir sus pasos con tremenda humildad. Deseo con toda mi alma poder ver esas cumbres, sentir su enormidad, su fuerza...
    Vuelvo a la realidad al percatarme de la hora. He de abandonar mis maravillosas ensoñaciones para embarcar en el avión que me llevará al país de mis deseos. ¡Por nada del mundo me lo perdería!



    Son las dos del mediodía en Katmandú. Aún no consigo hacerme a la idea de que estoy aquí. El avión tomó tierra hace una hora en este aeropuerto desvencijado, antiguo, de ladrillo rojo, que recuerda más a un mercado o una estación de trenes que a un aeropuerto internacional. El aterrizaje nos ha ofrecido una panorámica de la ciudad y del valle de Katmandú, enmarcados por multitud de montañas al norte y al sur. Infinidad de nubes bajas se enganchan a las cimas y filtran la luz, regalándonos una visión hiperrealista de los perfiles de esta urbe. Hemos sobrevolado grandes barrios de casas de tres o cuatro alturas apelotonadas unas contra otras. Aviones abandonados de todos los tamaños, colores y antigüedad circundan la pista de aterrizaje. Mi compañero de butaca, un nepalí que pasa temporadas en California, se despide amablemente. Me ha quitado el miedo a la época de lluvias: dice que no está siempre jarreando, que sólo cabe la posibilidad de que ocurra.  La bofetada de calor al salir por la puerta del avión es digna de mención. No me esperaba esta fuerte sensación de humedad, me parece que el monzón anda suelto por aquí. Los trámites del visado quedan solventados en un abrir y cerrar de ojos y me hago con la mochila en menos que canta un gallo.¡Así da gusto! Nuestra relación con la parte jodida de los países - es decir, la maldita burocracia - comienza a las mil maravillas. Unos cinco mil millones de nepalíes me asedian a la salida del aeropuerto para ofrecerme taxi, hotel y la madre que los parió, chillando y arremolinándose en derredor, así que doy media vuelta y me refugio en el aeropuerto, que se convierte en un remanso de paz en el que esperar apaciblemente a mis intrépidas compañeras de viaje. 
    Judit y Mariana aterrizan cerca ya de las cuatro de la tarde. Me produce una enorme ilusión verlas, especialmente a Judit. Vienen con la mochila en la mano, así que directamente cogemos un taxi que nos lleva al hotel por cincuenta rupias nepalíes. Durante el trayecto, Judit me va poniendo al día de toda la gente que conocí en Anantapur. Blanca, Currás, María José, Javi, Elsa, Miriam... La verdad es que pasamos un rato muy divertido cotilleando un poquito.  El hotel se encuentra en la zona comercial de Katmandú y tiene bastante encanto. Se lo han recomendado a Judit una pareja de españoles que pasó una larga temporada en Nepal y que le han dado un montón de información que nos va a facilitar mucho la vida durante este viaje. Al traspasar la puerta penetramos en un jardín con mesas y una pequeña barra alrededor de un árbol. Lo primero que nos pide el cuerpo es darnos una buena ducha. Las habitaciones son muy modestas pero limpias. Mientras “mis chicas” bajan, me tomo un té con un empleado del hotel que tiene una pequeña agencia de viajes y que nos va haciendo algunas recomendaciones, que prosiguen ya con Mariana y Judit acompañándonos. El camarero cae perdidamente enamorado ante la dulce sonrisa de Judit y no puede parar de reírse y de tontear con ella como un crío de diez años.¡Divertidísimo! La “coordineitor” nos presenta un plan de ataque para los próximos días que suena la mar de bien: visita a Katmandú, traslado a Pokara y disfrute de los lagos, trekking de los Annapurnas y vuelta a Katmandú para visitar una ciudad cercana patrimonio de la Humanidad, Baktapur, y un par de ONGs. Estamos encantados con la propuesta y se aprueba por unanimidad. 
    Salimos a la calle a dar un paseo cuando cae la noche. Mariana se siente deslumbrada por las tiendas y todo lo que hay en ellas y al poco Judit también se va entregando al disfrute del “shopping”. Paseamos de tienda en tienda charlando y riendo, esquivando ricksaws de bicicleta y vendedores ambulantes de todo tipo de abalorios, mientras una lluvia cada vez más intensa cae sobre nosotros. Me encandilan las máscaras coloridas y de expresión amenazante que cubren la fachada de una de las tiendas. Mariana compra unos adornos y Judit se hace con unos pendientes. Un muchacho nos guía hasta el New Orleáns, un restaurante decorado con maderas y con un ambiente muy agradable. Allí echamos el resto de la noche; probamos las cervezas locales, Everest y Gorkha. Nos apretamos unos momos vegetales y un pollo al gusto local mientras nos hacemos unas risas muy sanas. Me doy cuenta de que formamos un equipo estupendo y que lo vamos a pasar en grande. A las once el cansancio del viaje puede con nosotros y nos retiramos camino del hotel. Llueve como si se fuera a terminar el mundo pero nosotros no nos enteramos. Seguimos riendo a carcajadas, e incluso el recepcionista del hotel nos pide en reiteradas ocasiones que nos vayamos a chillar a otro lado. Me da mucha pena irme a dormir, pero me alienta pensar en el maravilloso día que nos espera, deseando que sea como mínimo tan feliz como este.


21 de julio de 2007, sábado

    Hemos comenzado el día juntos con un opíparo desayuno en el jardín del hotel. Café, huevos con patatas y salchichas y como dios. Mariana ha pedido un te de masala muy rico. El camarero enamorado ha venido a hacerle la corte a Judit y nos hemos reído un montón. Sobre las diez y media salimos caminando con tranquilidad hacia Durbar Square. Nos detenemos en cada templo y plaza porque todo rezuma belleza. En la plaza nos perdemos cada uno por su lado disfrutando de cada templo, estatua y rincón. Pasado un rato Judit y yo buscamos a Mariana por todas partes, desaparecida en los vericuetos de los mandalas. Cogemos un ricsaw tirado por bicicleta, conducido por un risueño nepalí llamado Ram. El pobre hombre no puede con los tres y en diversas ocasiones nos bajamos y empujamos el ricsaw mientras la lluvia nos empapa; ¡hasta nos turnamos un rato para ir corriendo junto al ricsaw!  
    Bouddha Stupa es un lugar mágico donde los halla, encuadrada en una bella plaza peatonal, rodeada de casas de cuatro alturas y adornada por las vistas de las montañas de tupidos bosques que rodean Katmandú, donde van a engancharse los cogollos de nubes. Hacemos girar la rueda del Darma para tener suerte durante nuestro viaje por el Annapurna. Subimos a la estupa y la rodeamos en sentido horario acompañados de monjes y peregrinos. Corre una brisa fresca y suenan las campanas. Nos sentimos relajados y en armonía. Comemos en una terraza que asoma a la plaza, solos, disfrutando de las vistas, la conversación y la deliciosa comida nepalí. Arroz, verduras, salsas, patatas, pollo, todo regado con buena cerveza Ghorka. Nos acercamos a un supermercado para que Mariana le compre un cartón de leche a una mamá para su bebé. 
    Cogemos un taxi que nos lleva al barrio de Patan y su enorme plaza repleta de bellos templos. Cae la tarde y la conversación con Judit me abstrae de todo lo que nos rodea, pasan las horas hablando y recorriendo las calles como si el mundo no existiera. Nos dejamos guiar por Mariana y su nuevo amigo, un chaval muy espabilado que nos enseña varios templos perdidos por las calles del barrio. De vuelta a la plaza, tomamos otro taxi que nos lleva al hotel a ritmo de los beatles Mariana y Héctor a pleno pulmón. Duchazo y a la calle. Tratamos de comprar una botas de montaña para Mariana, pero el vendedor es un cruzado de narices y no hay manera; pero no pasa nada, shanti shanti. Nos largamos a cenar a una terracita en el tejado de un edificio que se esta rebién. Lasaña para la “coordineitor”, pizza para Mariana y unos macarrones para el nene. Hablamos de la
fundación y de Vicente, de nuestra labor, con pasión y respeto. A las once y media volvemos al hotel y al sobre, mañana a las cinco y cuarto en pie. ¡Aaaaa sobar!


22 de julio de 2007, domingo


    El despertador ha sonado a la hora prevista. A las seis hemos salido camino de la estación de autobuses. Ya ha amanecido hace rato. Nos cruzamos con niños en uniforme que van al cole en domingo. Varios autobuses esperan en línea frente a la estación. Nos suben las mochilas al techo y nos sentamos. Partimos puntualmente a las siete. Dejamos Katmandú atrás y nos sumergimos en un paisaje selvático. La carretera serpentea ladera abajo para depositarnos en un valle boscoso, tupido e impenetrable. Las colinas que nos rodean rebosan verdor. Numerosas cascadas emergen de entre el follaje en saltos imposibles. Varios puentes nos permiten salvar anchos ríos de fuerte caudal que se pierden en la espesura. Dormitamos luchando contra el traqueteo y los baches. Nuestra cabeza bambolea y damos saltos. Hacemos una parada junto a la rivera de un ancho río de fuerte caudal. Las nubes envuelven los bosques y las colinas en un halo de misterio. Engullimos un sándwich y bebemos nuestro thai apresuradamente para que nuestra tartana de bus con macarrilla incluido no nos abandone. Tras varias horas de traqueteo, nueva parada para recuperar fuerzas. A partir de aquí surgen los arrozales junto a la carretera, encharcados de abundante agua, que refleja el verde paisaje. Los agricultores hieren la tierra con sus arados tirados por bueyes. ¡Cuánto disfrutamos de estos bellos paisajes de Asia tan nuevos para nosotros! Judit entabla conversación con su “papá nepalí”, que la introduce en el maravilloso mundo de la meditación, le cuenta su vida como militar meditante retirado, le habla de su familia, del país... Más de siete horas de viaje que pasan en un suspiro de felicidad. 
    Pokhara nos recibe con un fuerte aguacero y una nube de lugareños que pugnan por atraernos a su hostal chillando a nuestro alrededor en inglés y en español. La lluvia nos cala hasta los huesos y empapa nuestros macutos. Por fin cogemos un taxi hacia un hostal recomendado, pero acabamos en otro más céntrico, propiedad del hombre que nos guía. Un lugar muy limpio y agradable, con jardín y habitaciones amplias, por cien rupias la noche (¡¡¡1.20 euros!!!). nos instalamos cómodamente y salimos en busca de un restaurante italiano cercano, protegidos de la lluvia por nuestros chubasqueros, pero metiendo las sandalias en charcos hasta los tobillos. El restaurante es excelente, con un camarero muy agradable y sonriente. Escogemos una mesa en la terraza cubierta, con vistas al lago. Nos damos el lujo de disfrutar de una buena botella de vino australiano que nos alegra la tarde y acompaña pizza, lasaña y gñocci. Judit y yo nos endulzamos la vida con una copa de helado de chocolate con menta. La conversación es una vez más apasionante y divertida. La lluvia deja paso a las nubes bajas que serpentean entre los árboles que alfombran las colinas cercanas. Somos las tres personas más felices del mundo. Elegimos los personajes vivos y muertos que nos gustaría conocer: Jesucristo, Buda, Dalai Lama, Brad Pitt, Andie Mcdowell, Bono...
    Tras apoquinar tres mil rupias muy bien empleadas salimos en busca de una botas para Mariana. Enseguida encontramos una tienda de la que ya no podemos salir. Calcetines, forros polares, gorros... Y, por supuesto, las ansiadas botas. Sesión de compras muy divertida en la que Judit vence al consumismo y consigue salir sin comprar nada. En una tienda cercana nos hacemos con un mapa de la zona de trekking de Ghorepani. Mariana mira su correo y Judit llama a casa mientras yo exploro en el mapa la maravillosa ruta de cuatro días que nos espera, con punto culminante en Poon Hill, a 3210 metros, con vistas al Dhaulagiri y al Annapurna. Deseamos con todas nuestras fuerzas que el tiempo acompañe un poco y nos permita vislumbrar estos dos ochomiles. Volvemos al hotel por caminos encharcados y preparamos los detalles del día siguiente con el dueño: nos guarda lo que queramos dejar en su propia casa. El desayuno, a las seis y media y el coche a Nayapul a las siete por novecientas rupias. No sabemos lo que nos espera ni cuánto influirá en nuestras vidas. Una cosa es cierta: La ilusión nos desborda...¡el Himalaya es nuestro!


viernes, 7 de julio de 2017

Adiós indolente, adiós desidia

    Los días más importantes de una vida, los momentos clave de verdad, suelen pasar inadvertidos, los ignoramos, camuflados como están entre las demás jornadas rutinarias. No son fechas en las que se celebre nada; nadie cumple una cantidad significativa de años, no ha venido al mundo un precioso vástago, no nos ha tocado la lotería. A veces es algo tan sencillo como librarnos de una pesada carga, de un peso muerto que nos succiona la vida poco a poco. Y tanto es así que amanece una vez más la inercia del mundo y llueve, anoche ya se cernían nubes negras como piedras de carbón que hubieran techado el cielo de Madrid en pleno mes de julio. Darío observa el cielo y sonríe. Ha decidido que en esta ocasión no va a vivir algo importante de manera inconsciente. No caerá en la rutina que deja pasar la vida con ojos nublados. Tampoco encharcará su júbilo en celebraciones alcohólicas. Esta vez, por fortuna, no hay olla a presión a punto de estallar. En su momento decidió mimetizarse con sus enemigos –esos tan cercanos, los más peligrosos, camuflados en la foresta de las emociones de juventud, parásitos de los sentimientos y los recuerdos–, adoptar sus tácticas, darles a probar la pócima con la que envenenan la vida de los que rebosan pasión y energía. Y ha resultado que no estaban preparados para eso. Tampoco lo esperaban ni lo comprenden. Ver cómo Darío abandonaba su papel principal y se convertía en un figurante más les ha generado una zozobra que les quita el sueño. Darío se ha puesto el último en la fila de la pasividad y les ha cedido el papel protagonista. Ese que él ha sostenido durante dos décadas y que a ellos les aterroriza. Pesa en el alma, requiere esfuerzo y concentración, se asume una enorme responsabilidad para con los demás, se trabaja bajo el sol y la luna, despierto o dormido o insomne. Toneladas de carbón llueven del cielo a cualquier hora y el protagonista ha de esquivarlo, o detenerlo para que no dañe a otros, o apartarlo de un manotazo. Y sólo se comprende la carga de un papel así cuando su guión cae en tus manos. Pero esas nuevas manos tiemblan, y no saben, ignoran, por desconocimiento pero también por deseo de ignorar, no quieren saber. La personalidad es difusa, un nombre escrito a lápiz difuminado por el dorso de la mano, el carácter es quebradizo, como esa capa de hielo sumamente fina sobre la que se camina y que nos protege tan poco del abismo helado y oscuro que tan bellamente oculta. El sustituto forzado siente pánico de sí mismo y de la vida real, y abandona. No llueven piedras – Darío sostiene firme el escudo desde las sombras–, pero la mera posibilidad de que caigan es suficiente para hacer temblar el pulso de un espíritu hueco. Huye el cobarde con la espalda agachada y tapándose la cabeza con las manos y los brazos, no vaya a ser que una de esas rocas negras que caen del cielo le parta el cráneo con un golpe seco y desvele el secreto: que dentro no hay más que ensoñaciones, embustes y circunloquios, un mundo ficticio paralelo que versiona la adversidad y las faltas y que camufla la desidia y sus daños entre palabras y frases contradictorias y sin sentido –sinceramente–, y que existen vidas que se asemejan a telas de araña fabricadas con la seda de las mentiras, tejidas en la certeza de que alguien se ha dejado la vida en construir debajo una red de seguridad. Pero viene un día en el que esa red ya no está, la han retirado, y la misma mano que lo ha hecho –la que la puso– también deshace la tela de araña, sin fuerza ni brutalidad ni violencia, tan sólo acarician cuatro dedos delicados, despistados, y apartan la seda y se la sacuden, mientras la araña cae al abismo y se transforma en un trapecista cuya cara seca y de afiladas sombras refleja el espanto al ver aproximarse el suelo a una velocidad pasmosa.
    Así que Darío observa el cielo turbio y le gusta. Días de un calor seco y extremo le han precedido. Días que se hacen duros, de esos en los que el clima te amarga la existencia y se suda y el cuerpo está muy caliente, como si el sol se hubiera instalado en el estómago y ardiéramos por dentro. Días en los que Darío siempre está nervioso y el mundo se le echa encima, parece que todo tuviera que ser ya, y el calor aprieta y pone de mal humor, pero hay que seguir, aunque por la noche el dormitorio se asemeje a un horno sin fuego y el aire sea denso y pese y pose su peso sobre la piel del que es incapaz de dormir. Hoy explota por fin la calima y todas esas piedras negras que se han ido acumulando en el cielo descargan su fuerza en una tormenta impropia, fuera de lugar, salvaje y liberadora, explota toda la energía en forma de agua que absorberá la tierra y será la pócima que no envenene y que sí alumbre un nuevo ciclo, una infinidad de historias y de chispas de vida. Nota Darío que el aire acompaña, sopla fresco y huele a infancia de parques y jardines hechos de columpios de ilusión, huele a veranos en el norte y a playas desiertas, huele al bosque del atardecer, cuando el viento agita las copas de los árboles y la tormenta pide permiso para inundar de vida el valle, al regresar a casa, tras haber dejado atrás la cima. Huele a paz, y a tiempo, y a silencio.
    Darío desea vivir un día tan especial de forma intensa, y piensa que la mejor forma de hacerlo es que no haya intensidad ninguna. Se ha dejado mecer por las imágenes que flotan en la mente que ya no duerme pero que aún no ha despertado. Se ha duchado con agua templada mientras escuchaba el sonido que hace al caer contra la loza blanca y brillante y se acariciaba la piel enjabonada. La verruga que ha crecido en su cuello durante estos años ha sangrado al secarse con la toalla. Ha desayunado lo de siempre –café naranja, zumo humeante y galletas partidas–, tranquilo y despreocupado, disfrutando de cada bocado y de cada sorbo. Ha atendido algunos recados sin salir del barrio, paraguas en mano, respirando hondo y caminando tranquilo, abandonado a ese estado maravilloso que es tener la mente en blanco, no por decisión propia, sino porque ésta se encuentra acunada por una modorra placentera, inconsciente y satisfecha. Siempre bebe agua en las comidas pero hoy cae del cielo generosa y a destiempo, así que ha acompañado el solomillo tierno y jugoso de la Siberia con una copa de vino Camino Soria, néctar de la uva negra y tostada que eclosiona en las orillas del Duero, elaborado por un hombre que también se cansó de las lluvias de piedras y de vivir con el alma en vilo, pendiente de que los críos que juegan a ser trapecistas no se abran la crisma. Darío duerme luego una siesta sin sueños ni pesadillas, que comienza acunada por la televisión y las risas de los niños y termina con un tango, dos horas negras y tostadas en las que ha dejado de ser él aunque siga siendo él mismo. Después se viste y se peina frente al espejo y recuerda cuando su padre le hacía una raya perfecta y le dibujaba un tupé, que dejaba su frente de niño despejada, con un peine verde y largo de púas mojadas en agua generosa, y le daba un suave beso en la mejilla que significaba que el momento mágico había terminado pero que todavía no venía la vida a destiempo. Se toca el cuello, palpa la yugular, en un gesto reflejo que busca la verruga, pero ya no está. Se acerca al espejo, se mira y entorna los ojos en su busca y no la encuentra. La raya le ha quedado muy despejada.
    Darío sale a las calles, húmedas de esperanza. Pisa el suelo con tiento, como si fuera hielo quebradizo, pero en seguida nota que es duro y firme y que debajo no hay simas ni abismos. Las nubes negras se han ido y el cielo es azul, el sol está oculto tras los perfiles de edificios eternos. La brisa fresca silba una melodía que fluye como los sueños de los niños. Huele a futuro y a musgo. Sujeta con firmeza los papeles con su mano izquierda. La derecha la lleva en el bolsillo, donde sus dedos distinguen el tacto del bolígrafo con el que piensa firmar. Junto a él baila un lápiz, de esos que escribe palabras que después emborrona el dorso de la mano, y que piensa regalarle, si es que aparece.

                                              Pereza al sol(el indolente), Benjamín Lobo

sábado, 1 de julio de 2017

El actor secundario

    Qué compone los días de una miserable vida humana sino las palabras y los hechos –éstos cada vez menos– que provienen de ideas y sentimientos descontrolados y prestados. Porque sí, todos esos seres vivos que pueblan la tierra y que están compuestos de brazos y piernas, de torso y cabeza, rellenos todos ellos de músculos, huesos, arterias y vísceras, de humores y moco y saliva, coordinados, lo justo, por el órgano rector imperfecto que es el cerebro, están hechos en realidad de la sucesión de una palabra tras otra, que provienen a su vez de ideas muy poco tamizadas por el córtex, esa capa externa y gris de neuronas que se supone nos convierte en inteligentes pero que es vaga, trabaja muy poco, casi nada, mientras en el fondo permite que gobiernen los sótanos, donde anidan los sentimientos y los instintos más primitivos y, por tanto, más egoístas y salvajes, aunque sí que es capaz, el córtex, de dotar a esos atavismos de un barniz de civilización y educación cuando le apetece y está de buenas. Por desgracia últimamente tampoco es capaz de eso, y hemos de convivir tan a menudo con masas de células más o menos ordenadas que hacen gala, y hasta muestran orgullo, de un comportamiento muy parecido al de un hipopótamo. Y sus palabras son desprovistas de adornos, hirientes, desdeñosas, exigentes, producto de una especie de tirano infantil que ha tomado las riendas de su existencia y que son ellos mismos, pero ya sin tapujos, sin papel de envolver, y que en las ocasiones en las que no ven cumplidos sus deseos pasan a la acción y arremeten, agreden, pisotean, humillan, vilipendian y después sonríen satisfechos de su trabajo.
    Uno se considera un imbécil que acaba de descubrir todo esto, a edad tan tardía, de ahí lo de imbécil, ya que he pasado mis días siendo amable y conciliador, comprensivo, generoso y humilde. Buen amigo, buen esposo, buen compañero, buen padre, buen ciudadano. Pero es mentira eso de que la vida te devuelve lo que la entregas, no al menos en estos tiempos, en los que todo lo que otro humano recibe lo da por supuesto y merecido, lo considera ya suyo antes de que le venga, lo tiene por su derecho natural y por lo tanto no cree que haya de existir correspondencia, el río siempre fluye en una dirección que es la suya, y uno espera y piensa que la generosidad llama a la generosidad pero que ésta a veces tarda un poco en regresar y da otra oportunidad, y después otra, y otra más. Y puede uno al fin esperar sentado por toda la eternidad que el río seguirá fluyendo siempre en la misma dirección, es ley de la física y uno aún no lo sabía, o mejor dicho no lo quería saber, prefería vivir y dejar pasar mis días en una bella ensoñación, a la espera del retorno de lo más hermoso del ser humano, de sus más excelsas cualidades, hasta que comprende que se exaltan y entronizan y alaban precisamente por escasas, por ser un bien extraño y escurridizo que se obstina en no manifestarse, y que desconocemos en qué parte de nuestro cuerpo reside.
    Ayer, sin ir más lejos, conducía tan tranquilo cuando arremetió contra mí un vehículo marcha atrás que ocupaba los dos carriles, y que me obligó a dar un frenazo, y al que increpé con un toque de claxon, a la espera de una disculpa. Pero no sólo no encontré excusas sino que recibí improperios y gestos airados y miradas de odio y chulería, dos cabezas, la de la conductora y su acompañante, levemente inclinadas hacia delante y provistas de ojos desdeñosos, tal y como se mira a un actor secundario que ha equivocado su papel y que molesta. Pero el actor secundario ya no es amable y no calla y lo que recibe es uno de esos pues lo siento que tanto se estilan ahora, cargados de un tono agresivo y despectivo, propios del hidalgo que despacha al lacayo cuando no le queda más remedio, pero lo hace con desprecio y como despidiendo, y lo que hice en ese preciso instante y sin pensar –al menos no con el córtex– fue empotrar mi coche contra el suyo y después, sin solución de continuidad, bajarme del mismo y aproximarme a la puerta de la conductora y meter mi puño cerrado a través del hueco que dejaba la ventanilla algo bajada y ponerme a propinar puñetazos a ciegas a la señora mayor que ya no era altanera ni hidalga ni noble sino una hipopótama con pareja que gritaba muerta de miedo y que recibió su merecido, un buen par de guantadas inofensivas en su cara fofa y arrugada.
    Y aún después fui a nadar a la piscina donde entreno desde hace más de treinta años y, en el cambio de turno, tuve que soportar, como siempre, a una manada de los mencionados hipopótamos que se cruzaban por mi calle sin ton ni son y me obligaban a detener mi nado alegre y disfrutón a cada momento, hecho que siempre he soportado con estoicismo, de un tipo que produce úlceras, y en ese momento también decidí que no quería soportarlo más y le hice notar a una señorona que a duras penas flotaba que su comportamiento era impropio y maleducado y no recibí, de nuevo, una disculpa, sino más bien primero una buena sarta de improperios y después ya sí, un pues lo siento de esos desdeñosos y tirados a la cara como si fuera un guante de duelo, como diciendo te voy a ofender hasta cuando me disculpo, y no me quedó más remedio que colocar mi mano con la palma abierta sobre la cabeza de la señora, más bien sobre su ridículo gorro de nadar de caucho, tan parecido al mío, y hacer fuerza hacia abajo y sumergir a la hidalga de turno bajo las aguas cloradas y dejarla allí un rato mientras la veía hacer aspavientos con manos y pies y veía también emerger de su boca la correspondiente columna de burbujas que iría sin duda acompañada de gritos e improperios que ni yo ni nadie estábamos escuchando. Después nadé todo lo rápido que pude y me largué del agua dejando tras de mí a la señora maleducada aturdida y desconcertada, sin saber muy bien lo que había ocurrido, pues una vez más su actor secundario, el que hace de servil lacayo o de figurante o de doble en su película personal, se había saltado el guión, y eso desconcierta porque revierte el orden de las cosas y cuando ese orden es revertido la mayor parte de los paquetes de células con envoltorio de piel no saben cómo seguir, se han caído y desparramado por el suelo las hojas que contienen su papel principal, y quedan sin voz y sin pensamientos, por un momento, gracias a dios.
    Y sin más tardar me fui a duchar y me encontré con un niño huesudo y blanquecino, un enclenque, bajo uno de los chorros de agua de la ducha común, acompañado, detrás de la puerta, por una madre que le iba dictando cada paso que compone la simple acción de ducharse, que si te remojes, que si te enjabones, que si detrás de las orejas, que si date prisa, y todo esto lo hacía asomando su cabeza, coronada por un cabello negro y rizado y presidida por ojos determinados y poseedores de la verdad, por un ojo de buey –que no de hipopótamo – sin cristal, recortado a la altura de un ser humano, o de un hipopótamo bajito, sobre la madera de la puerta giratoria, sin tener en cuenta el hecho de que en aquella sala amplia y vacía y azul que es la ducha de la piscina se encontraban también otros seres, de esos a los que les cuelga un pene y dos testículos de entre las piernas, y que resulta que andaban por allí muy ufanos y desnudos, duchándose. Y harto de semejante comportamiento le hago notar a la madre poderosa que se encuentra asomada a una ducha de hombres y que no puede hacer tal cosa, y me encuentro con un leve retraimiento que me sorprende por inesperado, pero que dura muy poco, tan sólo es esta vez una búfala tomando carrerilla para insultarme y decirme que no es para tanto y no sé cuántas cosas más. Y ya digo que antaño me habría contenido pero ahora, mi bañador aún puesto, salgo y sin ningún miramiento la agarro de ese pelo negro y rizado que ahora me recuerda a un estropajo viejo y la llevo a tirones hasta la ducha de las mujeres y la retengo bien pillada mientras meto la cabeza por su correspondiente ojo de buey –que no de hipopótamo– sin cristal y miro bien mirados los cuerpos desnudos de mujeres y niñas y le pregunto si le parece apropiado y también si sabe cuántos minutos o segundos tardarán todas aquellas señoras en avisar al guardia de seguridad de que pulula por la piscina un pervertido, o quizá incluso algo peor, un pederasta, sí, un hombre blanco de mediana edad muy sospechoso, si ya decía yo que tenía algo raro ese tío. Y después la suelto y la dejo allí, mientras me marcho y me giro y la veo sollozar ahora, ahora sí que solloza, y me mira con espanto y algo de odio, no por el susto sino, en el fondo, porque he destruido su papel protagonista y preponderante, su natural disposición de supremacía en su pequeño mundo, yo, ese secundario que bien podía haber sido una figura de cartón piedra que aparece de refilón en un plano general y rápido de su película, esa en la cual una madre abnegada y muy esforzada vela para que su pobre hijo, un inútil que no sabe hacer nada por sí mismo, se duche.
    Y no se detiene ahí la cosa, porque resulta que salgo escopetado del edificio, quizá ya perseguido por monitores y guardias y nadadores en tropel y alegre comandilla que comparte un objetivo noble y común, y me dirijo al colegio de mis hijos a dar cumplimiento gustoso de estas nuevas leyes que nos permiten a los padres ahorrar cientos de euros en libros gracias a la concesión, con permiso del ilustre e ilustrado gremio editorial, de dejarnos intercambiarlos con los de otros niños que los han utilizado en el curso anterior, y lo hago acompañado de mi esposa y mis hijos, a los que he recogido en un fugaz paso por mi casa, y me encuentro con que uno ha de dejar sus libros y rezar por que los demás hagan lo mismo, cosa la cual según la oronda señora que aposenta parte de su trasero en una silla giratoria –el resto del culo rebosa por ambos lados–, no está pasando y no se sabe si va a pasar, probablemente no. Y me dirijo a mi esposa, ya dispuesta a entregar nuestros libros sin reflexión ni miramiento, exhortándola a que nos lo pensemos un poco, cuando me encuentro que no es mi señora la que responde a mis frases, sino otra hipopótama de las palabras, otro saco de huesos y grasa y vísceras envasados en piel lustrosa y brillante, la que da cumplido reproche a mis líneas, en tono vehemente y seguro y plagado de órdenes y decisiones que ya ha tomado por mí, dando cumplimiento quizá al papel protagonista y cargado de razones y moral que ejerce en su cotidiana vida. Y me doy cuenta de que con anterioridad habría entablado una paciente conversación con ella, e incluso habría sido tan imbécil de tener sus opiniones no solicitadas en cuenta, pero también percibo ya ese comportamiento como del pasado, y más bien me apresto a responderla con firmeza y sequedad que no estoy hablando con ella sino con mi señora esposa. La hidalga, la estrella de su meca del cine particular se ofende y aumenta el tono de su voz y sus desdenes, y es entonces cuando no me queda más remedio, muy a mi pesar, que apoyar todo lo largo de mi brazo contra el lateral de una enorme pila de libros de texto, repletos de erudición y de palabras, y de conocimiento y sabiduría destinada a nuestros bellos, inocentes, dulces y amorosos hijos todos, una enorme montaña de libros de texto digo, que reposa sobre su mesa destartalada y vieja, a la vera de la noble señora, y hacer toda la fuerza de la que soy capaz, acompañada de bastante rabia, y lanzarla, desmoronarla, derribarla más bien sobre el cuerpo que contiene a ese hipopótamo de las palabras que tan poco utiliza esa zona del cerebro que llamamos córtex.
    Y quizá no sea esto lo peor que yo haya hecho en el colegio de mis hijos, al fin y al cabo parece que la señora con opinión no solicitada debió quedar impresionada o muda por mi vandálico acto, por mi salida fuera de tono que arruinó su bella obra de teatro en la cual ella era la protagonista, una amable señora repleta de consejos para padres y niños que trabaja haciendo el bien y educando a las futuras generaciones en una institución de prestigio. No es lo peor, no, porque al día siguiente, sin ir más lejos, llegué unos minutos tarde a recoger a mi hijo pequeño al mediodía, quizá fuera el tráfico o quizá un retraso por exceso de trabajo o por una reunión que se alarga, el caso es que llegué tarde cuando nunca lo hago, y cuando además he notado que soy el único padre que acude a por su niño a esas horas, a costa de grandes esfuerzos y no pocos nervios, mientras que los demás son atendidos por cuidadoras de los más diversos orígenes, que trabajan para padres y madres que pasean distraídos y ociosos por el barrio o dedican dos o tres horas a comer tan tranquilos en el trabajo, acompañados de personas que no son sus hijos. Y hete aquí que recibo un llamamiento y una especie de apercibimiento o amonestación por parte de la profesora de mi hijo, en presencia de este, por parte, sí, de una señora que jamás saca a los niños de clase a la hora, sino más bien diez minutos después, decisión que toma unilateralmente y por su cuenta y riesgo y de manera totalmente arbitraria teniendo en cuenta que tan sólo ha de mirar el reloj y poner a los niños en pie y sacarlos en fila a caminar diez metros y descender un corto tramo de escaleras, en cumplimiento del horario de salida estipulado por el centro escolar. Y como, quizá afectado por desaires y ofensas mucho más hirientes, dolorosas y profundas que estas que ahora tanto me enervan, ya no soy ese que se disculpa y comprende a los demás sin ser comprendido, ya no soy ese que concilia y atempera y modula, ya no soy el que da pie con sus dos frases al protagonista, sino que me he convertido en esto que soy ahora, una especie de actor maldito sin guión ni papeles ni narración, sin escenario, sin trama y sin final feliz, éste que ahora responde una frase que el otro no encuentra por más que la busque, y que es que trabajo y cruzo la ciudad en hora punta y atasco, y no tengo cuidadora y hago lo que puedo mientras que mi hijo nunca sale a su hora y no digo nada. Y la hidalga o noble o estrella del cine tiene aún respuesta y es ya airada y además la da sin esperar su correspondiente réplica mientras camina decidida lejos de mí, muy convencida de haber hecho el papel de su vida frente a un padre de estos de ahora, sin público eso sí, una pena, un desperdicio, y me da la espalda mientras supone satisfecha que ese es el colofón de la escena y por tanto su punto álgido y su final apoteósico, pero no lo es para mí, soy imaginativo y espontáneo y muy artista, creativo a más no poder diría yo, y me da por inventarme otro final, que es interponerme en su camino y frenarla en seco y cogerla por los codos, oh sí, acto sin duda violento y desmedido, terriblemente inapropiado y con visos de ser delictivo y, mi cara pegada a la suya, la punta de mi nariz en contacto con la punta de su nariz, reventar en un alarido terrible, la cara roja y las venas de la cara hinchadas, los dientes cuadrados y agresivos, la saliva que salta de mi boca e impacta en su cara, esa que trata de apartarse pero no lo consigue, retenida por mis manos agarrando con fuerza sus codos, y que se retira a un lado muerta de miedo, ofreciéndome su oreja que a su vez contiene su oído, ese que probablemente quedó destrozado y que desde entonces padecerá sordera o acúfenos, y que por tanto vera dificultada su capacidad de escucha, muy mermada ya de por sí, aunque con toda probabilidad lo que más le duela sea el hecho de no poder escucharse a sí misma, sus frases y su voz modulada y el bello papel que ha estado leyendo toda la vida sin que nadie la molestara hasta ahora, o al menos emborronada por pitidos que aparecen de la nada y que van en aumento y permanecen un tiempo, cada vez más, y que aturden y hacen perder el hilo de lo que se estaba diciendo, seguramente palabras nada originales, mil veces dichas y escuchadas, palabras que no se han pensado bien o que provienen de ideas poco elaboradas o simples o de sentimientos básicos y egoístas, o de inercias aprendidas y repetidas sin tino ni discernimiento, sin duda poco o nada tamizadas, cada vez menos desde luego, por ese córtex capaz de producir lo más bello y excelso de la especie humana pero tan vago, tan perezoso, indolente como un sabio desdeñoso, dominado por la desidia, que cada vez interviene menos, quizá derrotado por el mundo, por todos esos hipopótamos de las palabras en los que nos vamos convirtiendo los unos a los otros, esos sacos de piel rellenos de carne y humores que estamos hechos de vocablos que son como un virus que todo lo contagia y todo lo infecta y de todo se adueña, y que crea guiones muy acordes a su existencia y propagación, guiones perfectos que uno nunca ha de saltarse porque entonces puede que lo reviente todo y se quede sin papel.