The
show must go on
Inside
my heart is breaking
My
make-up may be flaking
But
my smile still stays on.
Queen
En el año 2100 la globalización y el estado de bienestar alcanzaron
su punto álgido. El género Homo sapiens llamaba a la Puerta
de los Dioses. El cerebro virtual colectivo había atesorado todos
nuestros conocimientos y tomaba las decisiones. Las máquinas y los
robots realizaban todo el trabajo. La mayor parte de la Humanidad
vivía entregada al ocio y la contemplación en sus más diversas
formas. Todos los parámetros tecnológicos y de bienestar
confirmaban el esplendor de nuestra especie. Tan solo uno fallaba: la
tasa de reproducción. Nadie deseaba tener hijos. Para qué. Desde un
punto de vista individual no tenía sentido. Estorban. Precisan
atención y esfuerzo. Precisan generosidad y altruismo. Tiempo y
energía. Gasto. Disgustos y decepciones. Incertidumbre y angustia.
Entrega. Incluso con la ayuda de la robótica y la tecnología, no
compensaba a casi nadie.
Además, el ser humano traspasó la Puerta y dio a luz a una nueva
especie: El Homo nirvanis. Inteligencia
artificial y biotecnología alumbraban seres perfectos a la carta a
partir de material genético sintetizado en el laboratorio y de
nanochips biológicos, capaces de integrarse con la materia viva. El
especimen macho se llamaba Vibe; la hembra era Java. Su producción
en masa condujo a un abaratamiento del producto, y pronto todos
quisieron tener uno. Se acabaron las discusiones. Se terminaron los
enfados. La Humanidad enterraba para siempre los recovecos
ancestrales y más obscuros de su cerebro. Vibe y Java, bellos y
perfectos, realizaban todas las tareas con una sonrisa. Desde el
principio me dieron escalofríos. Me recordaban a algunos monjes
budistas europeos que conocí en la infancia. Hablaban con la sonrisa
congelada, sin mover la boca. Había en ello algo inquietante. No era
natural; demasiado forzado. Como esas sonrisas falsas que son
incapaces de ocultar su mecanicismo. Su conversación era formal y
anodina, libre de temas de conflicto, plagada de lugares comunes y
frases hechas. Para ellos todo era fenomenal. Aunque al final yo
también sucumbí a la tentación. Las ventajas del producto
superaban con creces mis difusas reticencias. Nunca se alteraban ni
se quejaban. Jamás llevaban la contraria a nadie. Todo les parecía
bien. Carecían de deseo sexual pero siempre estaban dispuestos a
satisfacer a su pareja diligentemente. Si la frecuencia del acto
amatorio no cumplía unos estándares estadísticos públicos, lo
solicitaban. La humanidad dejó de reproducirse. Los avances
científicos permitían a cada sujeto mantener un aspecto joven de
forma indefinida y prolongar una existencia sin enfermedades.
Nuestras vidas se transformaron en una adolescencia perpetua y
despreocupada. Pero pronto algo comenzó a fallar.
Creo que fui uno de los primeros. Qué más da. Soñaba –hasta
entonces, jamás recordaba mis sueños–. Tenía sueños
maravillosos que terminé viviendo como pesadillas indeseadas. Eran
sencillos. En ellos, conversaba con una mujer de piel morena,
desnuda, sentada en una silla de madera pintada de un blanco
luminoso. Su codo reposaba sobre una mesa grande y cuadrada del mismo
color, mientras su palma sujetaba la cabeza, apoyada en la barbilla,
y sus dedos reposaban en una mejilla suave y cálida. Con la otra
mano me acariciaba el pelo del brazo. Las yemas de sus dedos lo
recorrían despacio, arriba y abajo, mientras me miraba con atención
plena. Sus ojos verdes brillaban y una sonrisa complacida se escapaba
entre sus labios de fuego. Su pelo era negro y denso. La luz del sol
inundaba la cocina, y yo sabía que fuera corría una brisa fresca
que provenía de la playa, justo al lado, donde la esencia del mar se
escapaba entre la espuma de las olas. Esa mujer, después, hablaba
durante mucho rato, sin dejar de acariciarme, su voz dulce y rellena
deshacía mis oídos y era yo entonces el que la escuchaba
embelesado. Su conversación era puro arte. Su imaginación, su
ingenio y su humor me desbordaban la vida. Era despierta, activa,
inteligente, culta. Una compañera. Yo sabía, además, que podía
contar con ella. Que nunca me fallaría. Ni yo a ella. Notaba que me
valoraba. Que agradecía todos mis esfuerzos, que no los daba por
supuestos. Dibujábamos. Inventábamos historias. Componíamos música
entre risas y la cantábamos mientras ella pintaba acordes en el aire
con su guitarra. Hacíamos el amor. No porque tocara. Y teníamos
hijos. Esa mujer seguía siendo mi compañera. Nos esforzábamos los
dos. Luchábamos juntos. Éramos felices. Ninguno de los dos pensaba
en sí mismo, sino en el otro. Nada de mi paz, mi serenidad, mi
bienestar, mi salud, mi... Era nuestra paz, nuestra serenidad,
nuestro bienestar, nuestra salud. Nadie tiraba de nadie. Hacíamos el
camino juntos. A veces discutíamos, o nos enfadábamos, o
llorábamos. Pero duraba poco. El amor era sincero y generoso. Nunca
había la más mínima duda de que fluía en ambos sentidos y por
igual. Era perfecto y algo ridículo porque era un sueño. Pero era
mi sueño. Ella acariciaba mi mejilla con el dorso de la mano, joven
o vieja, y entonces yo me despertaba sudoroso y contraído, poseído
por el pánico.
Los sensores cardioprotectores de mi habitación se disparaban y
despertaban a Java –la puse un nombre bonito que desterré de mi
memoria, ahora son todas Java–. Ella me preguntaba, sin moverse, de
espaldas a mí, si me encontraba bien. Yo le decía que sí y me
levantaba aturdido. Me sentaba en el baño y, sin saber por qué, me
ponía a llorar. Sé que Java me escuchaba. Con el paso del tiempo
comencé a suplicarla que viniera, que me abrazara, pero ella me
ignoraba. Permanecía tumbada y quieta, alerta, esperando a que me
callara y regresara a la cama. La mañana siguiente despertaba como
si nada hubiera pasado. No preguntaba. Me daba los buenos días, un
beso rápido y formal en los labios y me sonreía. Después, podía
sentir su reprobación. Mi malestar, de la índole que fuera –eso
no interesaba lo más mínimo–, molestaba, ofendía. Estorbaba.
Vivíamos en la tiranía de la sonrisa. Todo el mundo se mostraba
siempre contento, satisfecho. Cualquier sentimiento negativo o
incluso neutro se consideraba tácitamente como una ofensa. Mostrar
un estado de euforia perenne era una condición indispensable de la
existencia. Todo el mundo era superficial y estaba orgulloso de
serlo. Era lo sano. Coleccionábamos experiencias y nos las
contábamos. Transcurrió poco tiempo antes de que se llegara a
condenar a un hombre por infeliz. Un Tribunal Internacional dictaminó
que su espíritu crítico y su manifiesta capacidad para la tristeza
y el enfado agredían a su entorno. Se presentaron fotografías en
las que aparecía con gesto serio como prueba irrefutable. Fue
acusado de Agresión Emocional No Activa y sentó jurisprudencia.
Nuestro primer mártir. Se le confinó en el primer Centro de
Rehabilitación para la Felicidad, una Maternidad abandonada adaptada
a toda prisa para la ocasión. Con el paso del tiempo aparecieron
nuevos casos. Se les juzgaba y condenaba a terapias de reinserción
bajo confinamiento. Nadie volvía a saber de ellos. Temí que mi Java
me delatara. Por eso mis dulces ensoñaciones se me hacían
pesadillas.
Java era bella, y dulce al hablar. Diligente y tranquila. Satisfecha.
Con ella todo iba sobre ruedas. Siempre igual. Nada cambiaba. Una
sonrisa congelada. Un día tras otro. Todos iguales. Anodinos.
Tediosos. Insulsos. Era como comerse un plato de verduras embolsadas
sin aliño. Sano y sin gracia. Todo en ella era asquerosamente
perfecto y clónico. La emoción robotizada. La tiranía de la
felicidad. El vacío pavoroso entre dos seres de especies distintas.
Java era indolente. Su alegría simple y mecanizada me aplastaba como
una apisonadora que avanzara imparable a ritmo constante.
Transcurrieron pocos años antes de que las Cárceles de la Felicidad
se tragaran a media Humanidad. Resultaba imposible distinguir a Vibe
y a Java del resto de los humanos: todos éramos bellos y jóvenes y
disfrutábamos mucho. Pero creemos que llegó un momento en el que
fuimos muchos menos. Soñadores muertos de miedo encarcelados en
nuestros pensamientos. La mujer desnuda y nuestra vida juntos seguían
visitándome cada noche pero yo procuraba ahuyentarla. Aprendí a
frenar los latidos de mi corazón. Apagué los sensores y aprendí a
actuar.
Cualquier sentimiento humano contrario a la felicidad se declaró
delito. Sonreír y mostrarse feliz se convirtió en imperativo legal.
Un Artículo de la Constitución. Se desarrolló el Derecho Penal
correspondiente.
Después, nos inyectaron la vacuna. Mera prevención, por nuestro
bien. La cura contra las emociones complejas. La dictadura del
sentimiento único. El apagón de los sueños. El elixir contra la
insatisfacción. El antídoto frente a la imaginación y el
pensamiento elaborado, gérmenes de la duda. Cada diez meses, un
pinchazo. Y dejé de soñar. Todos lo hicimos. Entonces, los seres
humanos caímos en picado. Ahora sí se nos distinguía, aunque nadie
tenía la oportunidad de verlo. Resulta que todos soñábamos.
Enfermos, nos quedábamos en la cama. Quietos. La mirada perdida. Sin
pestañear. Abrazados a nosotros mismos, las piernas encogidas.
Sucios. Vacíos. Muertos en vida.
Java y Vibe prosiguieron con su feliz existencia. Ya no nos
necesitaban, si es que alguna vez lo habían hecho. El gran cerebro
virtual colectivo lo sabía todo. Las máquinas y los robots hacían
el trabajo. Los seres humanos moríamos de tristeza o desaparecíamos.
Una nueva especie, el Homo nirvanis, colonizó
las urbes de la Tierra.
Unos pocos escapamos y comenzamos de nuevo. Otro cuello de botella
evolutivo más. Sobrevivimos en las plataformas heladas y en las
franjas desérticas, grandes extensiones vacías producto de un
cambio climático abordado con tibieza. Los escenarios de nuestro
crimen contra la Tierra se convirtieron en nuestro nuevo hogar y
nuestro refugio. Los Nirvanis no soportan las condiciones
extremas. Demasiado duro para tanta felicidad.
Hemos recuperado las capacidades de nuestro cuerpo y nuestra
inteligencia. Nuestros músculos son de nuevo fuertes y resistentes.
Nuestro cerebro ha vuelto a despertar. El ingenio es la clave de
nuestra supervivencia. Yo vivo en una pequeña colonia fundada en la
costa de la plataforma antártica. Aquí conocí a mi mujer desnuda,
envuelta en pieles. Su nombre es Lucy. No se parece en nada a la
mujer de mis sueños. A veces se enfada pero luego me acaricia el
brazo con las yemas de los dedos. Arriba y abajo, muy despacio.
Cantamos y dibujamos, inventamos historias y nos consolamos cuando
estamos tristes. Sonreímos poco. La vida es muy dura en estas
condiciones. De vez en cuando, estallamos en cosquillas y carcajadas.
A veces, somos maleducados e informales. Estamos vivos. Tenemos tres
hijos. No sabemos si los Nirvanis nos atacaran, ni cuándo lo
harán. Todo lo que conlleve un esfuerzo va contra su naturaleza pero
desconocemos cómo evolucionarán. No ser permanentemente felices ha
sido para ellos causa suficiente de lento y progresivo exterminio. El
Holocausto de la Sonrisa.
Mientras tanto, nos brillan los ojos y soñamos. Si me despierta una
pesadilla, ella me acaricia con el dorso de la mano y me vuelvo a
dormir. A pesar de todo, mis sueños se han hecho realidad y soy
feliz.
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