domingo, 6 de agosto de 2017

El Holocausto de la Sonrisa. Homo nirvanis

The show must go on
Inside my heart is breaking
My make-up may be flaking
But my smile still stays on.
Queen

    En el año 2100 la globalización y el estado de bienestar alcanzaron su punto álgido. El género Homo sapiens llamaba a la Puerta de los Dioses. El cerebro virtual colectivo había atesorado todos nuestros conocimientos y tomaba las decisiones. Las máquinas y los robots realizaban todo el trabajo. La mayor parte de la Humanidad vivía entregada al ocio y la contemplación en sus más diversas formas. Todos los parámetros tecnológicos y de bienestar confirmaban el esplendor de nuestra especie. Tan solo uno fallaba: la tasa de reproducción. Nadie deseaba tener hijos. Para qué. Desde un punto de vista individual no tenía sentido. Estorban. Precisan atención y esfuerzo. Precisan generosidad y altruismo. Tiempo y energía. Gasto. Disgustos y decepciones. Incertidumbre y angustia. Entrega. Incluso con la ayuda de la robótica y la tecnología, no compensaba a casi nadie.
    Además, el ser humano traspasó la Puerta y dio a luz a una nueva especie: El Homo nirvanis. Inteligencia artificial y biotecnología alumbraban seres perfectos a la carta a partir de material genético sintetizado en el laboratorio y de nanochips biológicos, capaces de integrarse con la materia viva. El especimen macho se llamaba Vibe; la hembra era Java. Su producción en masa condujo a un abaratamiento del producto, y pronto todos quisieron tener uno. Se acabaron las discusiones. Se terminaron los enfados. La Humanidad enterraba para siempre los recovecos ancestrales y más obscuros de su cerebro. Vibe y Java, bellos y perfectos, realizaban todas las tareas con una sonrisa. Desde el principio me dieron escalofríos. Me recordaban a algunos monjes budistas europeos que conocí en la infancia. Hablaban con la sonrisa congelada, sin mover la boca. Había en ello algo inquietante. No era natural; demasiado forzado. Como esas sonrisas falsas que son incapaces de ocultar su mecanicismo. Su conversación era formal y anodina, libre de temas de conflicto, plagada de lugares comunes y frases hechas. Para ellos todo era fenomenal. Aunque al final yo también sucumbí a la tentación. Las ventajas del producto superaban con creces mis difusas reticencias. Nunca se alteraban ni se quejaban. Jamás llevaban la contraria a nadie. Todo les parecía bien. Carecían de deseo sexual pero siempre estaban dispuestos a satisfacer a su pareja diligentemente. Si la frecuencia del acto amatorio no cumplía unos estándares estadísticos públicos, lo solicitaban. La humanidad dejó de reproducirse. Los avances científicos permitían a cada sujeto mantener un aspecto joven de forma indefinida y prolongar una existencia sin enfermedades. Nuestras vidas se transformaron en una adolescencia perpetua y despreocupada. Pero pronto algo comenzó a fallar.
    Creo que fui uno de los primeros. Qué más da. Soñaba –hasta entonces, jamás recordaba mis sueños–. Tenía sueños maravillosos que terminé viviendo como pesadillas indeseadas. Eran sencillos. En ellos, conversaba con una mujer de piel morena, desnuda, sentada en una silla de madera pintada de un blanco luminoso. Su codo reposaba sobre una mesa grande y cuadrada del mismo color, mientras su palma sujetaba la cabeza, apoyada en la barbilla, y sus dedos reposaban en una mejilla suave y cálida. Con la otra mano me acariciaba el pelo del brazo. Las yemas de sus dedos lo recorrían despacio, arriba y abajo, mientras me miraba con atención plena. Sus ojos verdes brillaban y una sonrisa complacida se escapaba entre sus labios de fuego. Su pelo era negro y denso. La luz del sol inundaba la cocina, y yo sabía que fuera corría una brisa fresca que provenía de la playa, justo al lado, donde la esencia del mar se escapaba entre la espuma de las olas. Esa mujer, después, hablaba durante mucho rato, sin dejar de acariciarme, su voz dulce y rellena deshacía mis oídos y era yo entonces el que la escuchaba embelesado. Su conversación era puro arte. Su imaginación, su ingenio y su humor me desbordaban la vida. Era despierta, activa, inteligente, culta. Una compañera. Yo sabía, además, que podía contar con ella. Que nunca me fallaría. Ni yo a ella. Notaba que me valoraba. Que agradecía todos mis esfuerzos, que no los daba por supuestos. Dibujábamos. Inventábamos historias. Componíamos música entre risas y la cantábamos mientras ella pintaba acordes en el aire con su guitarra. Hacíamos el amor. No porque tocara. Y teníamos hijos. Esa mujer seguía siendo mi compañera. Nos esforzábamos los dos. Luchábamos juntos. Éramos felices. Ninguno de los dos pensaba en sí mismo, sino en el otro. Nada de mi paz, mi serenidad, mi bienestar, mi salud, mi... Era nuestra paz, nuestra serenidad, nuestro bienestar, nuestra salud. Nadie tiraba de nadie. Hacíamos el camino juntos. A veces discutíamos, o nos enfadábamos, o llorábamos. Pero duraba poco. El amor era sincero y generoso. Nunca había la más mínima duda de que fluía en ambos sentidos y por igual. Era perfecto y algo ridículo porque era un sueño. Pero era mi sueño. Ella acariciaba mi mejilla con el dorso de la mano, joven o vieja, y entonces yo me despertaba sudoroso y contraído, poseído por el pánico.
    Los sensores cardioprotectores de mi habitación se disparaban y despertaban a Java –la puse un nombre bonito que desterré de mi memoria, ahora son todas Java–. Ella me preguntaba, sin moverse, de espaldas a mí, si me encontraba bien. Yo le decía que sí y me levantaba aturdido. Me sentaba en el baño y, sin saber por qué, me ponía a llorar. Sé que Java me escuchaba. Con el paso del tiempo comencé a suplicarla que viniera, que me abrazara, pero ella me ignoraba. Permanecía tumbada y quieta, alerta, esperando a que me callara y regresara a la cama. La mañana siguiente despertaba como si nada hubiera pasado. No preguntaba. Me daba los buenos días, un beso rápido y formal en los labios y me sonreía. Después, podía sentir su reprobación. Mi malestar, de la índole que fuera –eso no interesaba lo más mínimo–, molestaba, ofendía. Estorbaba.
    Vivíamos en la tiranía de la sonrisa. Todo el mundo se mostraba siempre contento, satisfecho. Cualquier sentimiento negativo o incluso neutro se consideraba tácitamente como una ofensa. Mostrar un estado de euforia perenne era una condición indispensable de la existencia. Todo el mundo era superficial y estaba orgulloso de serlo. Era lo sano. Coleccionábamos experiencias y nos las contábamos. Transcurrió poco tiempo antes de que se llegara a condenar a un hombre por infeliz. Un Tribunal Internacional dictaminó que su espíritu crítico y su manifiesta capacidad para la tristeza y el enfado agredían a su entorno. Se presentaron fotografías en las que aparecía con gesto serio como prueba irrefutable. Fue acusado de Agresión Emocional No Activa y sentó jurisprudencia. Nuestro primer mártir. Se le confinó en el primer Centro de Rehabilitación para la Felicidad, una Maternidad abandonada adaptada a toda prisa para la ocasión. Con el paso del tiempo aparecieron nuevos casos. Se les juzgaba y condenaba a terapias de reinserción bajo confinamiento. Nadie volvía a saber de ellos. Temí que mi Java me delatara. Por eso mis dulces ensoñaciones se me hacían pesadillas.
    Java era bella, y dulce al hablar. Diligente y tranquila. Satisfecha. Con ella todo iba sobre ruedas. Siempre igual. Nada cambiaba. Una sonrisa congelada. Un día tras otro. Todos iguales. Anodinos. Tediosos. Insulsos. Era como comerse un plato de verduras embolsadas sin aliño. Sano y sin gracia. Todo en ella era asquerosamente perfecto y clónico. La emoción robotizada. La tiranía de la felicidad. El vacío pavoroso entre dos seres de especies distintas. Java era indolente. Su alegría simple y mecanizada me aplastaba como una apisonadora que avanzara imparable a ritmo constante.
Transcurrieron pocos años antes de que las Cárceles de la Felicidad se tragaran a media Humanidad. Resultaba imposible distinguir a Vibe y a Java del resto de los humanos: todos éramos bellos y jóvenes y disfrutábamos mucho. Pero creemos que llegó un momento en el que fuimos muchos menos. Soñadores muertos de miedo encarcelados en nuestros pensamientos. La mujer desnuda y nuestra vida juntos seguían visitándome cada noche pero yo procuraba ahuyentarla. Aprendí a frenar los latidos de mi corazón. Apagué los sensores y aprendí a actuar.
    Cualquier sentimiento humano contrario a la felicidad se declaró delito. Sonreír y mostrarse feliz se convirtió en imperativo legal. Un Artículo de la Constitución. Se desarrolló el Derecho Penal correspondiente.
    Después, nos inyectaron la vacuna. Mera prevención, por nuestro bien. La cura contra las emociones complejas. La dictadura del sentimiento único. El apagón de los sueños. El elixir contra la insatisfacción. El antídoto frente a la imaginación y el pensamiento elaborado, gérmenes de la duda. Cada diez meses, un pinchazo. Y dejé de soñar. Todos lo hicimos. Entonces, los seres humanos caímos en picado. Ahora sí se nos distinguía, aunque nadie tenía la oportunidad de verlo. Resulta que todos soñábamos. Enfermos, nos quedábamos en la cama. Quietos. La mirada perdida. Sin pestañear. Abrazados a nosotros mismos, las piernas encogidas. Sucios. Vacíos. Muertos en vida.
    Java y Vibe prosiguieron con su feliz existencia. Ya no nos necesitaban, si es que alguna vez lo habían hecho. El gran cerebro virtual colectivo lo sabía todo. Las máquinas y los robots hacían el trabajo. Los seres humanos moríamos de tristeza o desaparecíamos. Una nueva especie, el Homo nirvanis, colonizó las urbes de la Tierra.
    Unos pocos escapamos y comenzamos de nuevo. Otro cuello de botella evolutivo más. Sobrevivimos en las plataformas heladas y en las franjas desérticas, grandes extensiones vacías producto de un cambio climático abordado con tibieza. Los escenarios de nuestro crimen contra la Tierra se convirtieron en nuestro nuevo hogar y nuestro refugio. Los Nirvanis no soportan las condiciones extremas. Demasiado duro para tanta felicidad.
    Hemos recuperado las capacidades de nuestro cuerpo y nuestra inteligencia. Nuestros músculos son de nuevo fuertes y resistentes. Nuestro cerebro ha vuelto a despertar. El ingenio es la clave de nuestra supervivencia. Yo vivo en una pequeña colonia fundada en la costa de la plataforma antártica. Aquí conocí a mi mujer desnuda, envuelta en pieles. Su nombre es Lucy. No se parece en nada a la mujer de mis sueños. A veces se enfada pero luego me acaricia el brazo con las yemas de los dedos. Arriba y abajo, muy despacio. Cantamos y dibujamos, inventamos historias y nos consolamos cuando estamos tristes. Sonreímos poco. La vida es muy dura en estas condiciones. De vez en cuando, estallamos en cosquillas y carcajadas. A veces, somos maleducados e informales. Estamos vivos. Tenemos tres hijos. No sabemos si los Nirvanis nos atacaran, ni cuándo lo harán. Todo lo que conlleve un esfuerzo va contra su naturaleza pero desconocemos cómo evolucionarán. No ser permanentemente felices ha sido para ellos causa suficiente de lento y progresivo exterminio. El Holocausto de la Sonrisa.
    Mientras tanto, nos brillan los ojos y soñamos. Si me despierta una pesadilla, ella me acaricia con el dorso de la mano y me vuelvo a dormir. A pesar de todo, mis sueños se han hecho realidad y soy feliz.





No hay comentarios:

Publicar un comentario