sábado, 19 de agosto de 2017

La indiferencia

What'll you do when you get lonely
and nobody's waiting by your side?
You've been running and hiding much too long.
You know it's just your foolish pride.
Layla, you've got me on my knees.
Layla, i'm begging, darling please.
Layla, darling won't you ease my worried mind.
I tried to give you consolation
when your old man had let you down.
Like a fool, i fell in love with you,
turned my whole world upside down.
Let's make the best of the situation
before i finally go insane.
Please don't say we'll never find a way
and tell me all my love's in vain.



I

- Yo siempre he sido una persona rebosante de energía, doctora. Una explosión de actividad, de ideas, de ilusiones. Siempre contento, siempre sonriente, de buen humor. Una persona alegre que gasta bromas, que se preocupa por los demás, que trata de que se encuentren bien. Si alguien a quien quiero tenía un problema o había algo que hacer por su bienestar, allí estaba yo. Incluso tengo una fuerte actitud preventiva. Intento adelantarme a los problemas para que no nos alcance ninguno. Bah. Y míreme ahora. Me han gastado. Se acabó.
- Tú eres un resiliente. Ya lo hemos hablado en otras sesiones. Digamos, para entendernos, que eres una persona que escapa de su entorno. En la mitología serías uno de esos héroes que logran vencer al Destino... Y eso agota, extenúa. Pasa factura. Sobre todo si continúas rodeado de los mismos ambientes y el mismo tipo de personas. De esta forma, tu lucha no finaliza nunca. Y eso no hay ser humano que lo resista. Ni siquiera los héroes.
- No olvide que mi nombre es Pelayo. ¡Ja, ja, ja!. Pero la entiendo. Ahora no me dejan bajarme de mi asiento, se resisten a que cambie mi papel. He sufrido durante muchos años, doctora. Pero no soy persona que se queje. Muy al contrario: me iban los retos. Y fíjese que lo digo en pasado. Pero sí, enfrenté la crisis con energía e ilusión, como siempre he hecho con todo. Al mismo tiempo, matrimonio, hijos. Y mucha actividad, claro. Soy autónomo, pequeño empresario. Un hombre-orquesta. Soy el dueño, el director, el de marketing, el de expansión, el contable, el de recursos humanos -terrible-, relaciones públicas, el solidario, el chico de los recados y, por supuesto, el trabajador. Además voy a la compra, cuido de mis hijos y de mi mujer y, por supuesto, me cuesta dormir por la noche. ¿Le ha ocurrido alguna vez, doctora? Es desesperante. El horror. Y claro, por algún lado tenía que explotar. Nadie me dejaba en paz ni un segundo, ¿sabe doctora? ¿Entiende lo que le digo? Nadie me ha ayudado, ¿sabe? De verdad, nadie. Me han dejado solo. El esfuerzo provoca alergia. Si lo puede hacer otro, mejor. El escaqueo. Y ni siquiera un reconocimiento, un agradecimiento, un detalle: una muestra de cariño por dejarte la piel para que no le ocurra nada a los tuyos. Es decir, a mi familia, a mi socio, a mis empleados. Nada.
- Te entiendo. Es más común de lo que imaginas. Lo positivo es haberte dado cuenta.
- Bueno, claro, al principio sí que había reconocimiento. Yo era maravilloso, un héroe, el mejor. Luego todo eso se acabó. El otro día hizo un amago, pero ya me sonó falso, no coló. Quizás al principio también ese reconocimiento era falso. De forma inconsciente, supongo.
- ¿Cómo fue ese amago?¿Qué ocurrió?
- Pues verá, doctora, por suerte o por desgracia yo también he tomado la pastilla roja. ¿Me comprende?
- Pues la verdad es que no, Pelayo.
- Sí, doctora, la pastilla roja. La que Morfeo le ofrece a Neo en Matrix. Por fin la he tomado, después de tantos años resistiéndome a hacerlo. Y cuando uno ingiere esa píldora ya no hay marcha atrás. Despiertas de tu sueño, te liberas. Te das cuenta de que los parásitos te tenían sojuzgado, que vivían de ti y que te decían lo que querías oír. Los mismos a los que has apoyado en todo. En el mundo real al que accedes, todo es más duro, ya no hay tanta risa ni tanto cachondeo. Pero al menos es la verdad. La realidad. Hay que asumirla y ser más libre.
- Estoy muy de acuerdo en eso último, Pelayo. ¿Pero por qué me cuentas esto?
- Para explicarle que ya no me trago nada. Se sentó en la cocina a llorar durante media hora. Le solía funcionar, antes. Lloró y lloró y habló muy mal de ella misma. Así solía conseguir una reconciliación, un beso, un abrazo. Y volver a lo de siempre. Y aquí es donde quería yo llegar, doctora. Me dijo que me admiraba. Sí, lo dijo. Fue un buen intento, pero esta vez no coló. Me había abandonado toda la energía. Me pesaban los párpados. Era como si yo no estuviera allí. Todo me sonaba manido, ya sabido. Como cuando un mago hace trucos que ya conoces. También me sentía como cuando Neo se "ilumina" y ve Matrix, con sus filas de números y letras verde fluorescente sobre fondo negro. Que me admiraba, dijo. Fue un recurso desesperado. Vio que esa vez no iba a conseguir nada dando pena, así que apeló al ego. Pero en esta ocasión ni me inmuté. Uno de mis mayores errores ha sido el de creerme que soy admirado, el de creerme que me valoran por lo que hago por ellos. Y no lo hacen. Sólo quieren recibir y recibir. Que el río fluya únicamente en su dirección. Pues eso se acabó.
- El río siempre fluye en una única dirección. Mira, Neo...
-¿Neo?¡Ja, ja, ja!
- Es una broma. Tú has descrito, sin quizá saberlo, una forma de manipulación muy común. Es lo que los psicólogos denominamos el Eterno Dependiente. Este manipulador juega con tu ego. Hace que te sientas muy superior, el mejor, mientras que él es poca cosa, débil e inútil, y por supuesto, incapaz de hacer cosas que tú sí que puedes hacer… Ahí te ha pillado. Tu compasión hacia su debilidad, sumada a tu ego personal de fortaleza y capacidad, te pierden, obligándote, sin que te des cuenta, a hacer cosas que la otra persona puede hacer, pero que no hará porque se las haces tú. Así se libra de las consecuencias que puedan tener esos actos que te incita a realizar y se evita también el esfuerzo que suponen.
- ¡Dios mío, doctora! ¡Yo no podría haberlo expresado mejor! No sabe cuánto me alegro de estar aquí. Por fin alguien que se da cuenta. No sabe cómo agradezco esto. Para mí significa mucho. Lo de Eterno Dependiente suena muy bien. No sabía que se denominara así. Para mí son, simplemente, gente pasiva. Son un lastre. Una pesada carga. Parásitos. Son la personificación de la indolencia, de la desidia, de la vagancia, de la dejadez. Son una especie de Ghandis malvados. Unos resistentes pasivos, usted ya me entiende. Pero no luchan, de esa forma, por los derechos humanos, no. Luchan por su bienestar. Por desgracia, doctora, ya sabe que tengo un par de estos cerca de mí. Demasiado cerca. Lo que me sorbe el coco últimamente es por qué narices he elegido rodearme de gente así. No lo entiendo.
- Puede que no lo hayas decidido tú, Pelayo. Puede que ellos te eligieran a ti. No controlamos nuestra vida tanto como nos gusta creer. Los manipuladores detectan el punto débil de su víctima. En tu caso es tu compasión, tu empatía, tu capacidad para resolver problemas y tu humanidad. Tus valores, Pelayo. Es duro decirlo así, pero tus valores son tu mayor debilidad.
- Lo sé, doctora, lo sé. Esa situación aparece en muchas películas. Sin ir más lejos, el otro día vi Los Intocables. Frank Nitty, un matón de la banda de Capone, cuelga de una cuerda y Eliot Ness le tiene a tiro sin que él lo sepa. Ese desgraciado ha matado a su mejor amigo. La situación pone a prueba los valores de Ness. A punto está de dispararle, pero al final baja el arma y ayuda a Nitty a subir por la cuerda. En vez de tomarse la justicia por su cuenta, le da la oportunidad de ser juzgado, el derecho de cualquier ser humano. Una vez arriba, Nitty le dice que su amigo murió como un cerdo. Algo cambia en la mente de Ness, algo hace clic. Coge a Nitty y le empuja con todas sus fuerzas por la cornisa mientras le pregunta si era así como gritaba su amigo.
- ¿Qué me quieres decir con esto, Pelayo?
- Pues le doy la razón. Mis valores son mi debilidad. Pero también le digo que, a partir de ahora, si alguien los utiliza para manipularme, le lanzo por la cornisa. Metafóricamente hablando, claro. He dado muchas oportunidades a gente cercana durante años. Alguno ya ha caído. Y no se imagina lo liberado que me siento.
- Librarse de este tipo de manipulador es importante, Pelayo. Has hecho muy bien. Sin embargo, puede que haya otros de los que no puedas librarte del todo. Quizá ahí deberías tratar de alejarte lo máximo posible de ellos.
- Soy un experto en eso, doctora. Lo llevo haciendo desde que era un crío.
- ¿Ah, sí?¿Qué quieres decir?
- Pues que toda mi vida ha sido así. Alejamiento.
- Cuéntame...
- Pues mire. Uno se levanta y ya no está. No viene a comer. Cuando llega por la noche, muy tarde, no saluda. No te besa. No te mira a los ojos. Se marcha a su habitación a despotricar de todo el mundo mientras se pone el pijama. Después, se sienta a mesa puesta a cenar mientras mira la televisión en silencio. Y a dormir. Los fines de semana se levanta muy tarde. Casi a la hora de comer. Dice holaquehay sin mirar a nadie, sin tocar a nadie. Abre la nevera y coge un paquete de membrillo. Busca una cucharilla y se come el membrillo de pie, sin sacarlo siquiera de su paquete transparente, frente a la encimera, o frente a la misma nevera abierta, de espaldas a cualquiera que esté en la cocina. Después se marcha un ratito a su despacho. Reaparece a la hora de comer, a mesa puesta. Se sienta y no habla con nadie. No le interesamos nada. No pregunta, no cuenta, no hace bromas. Nada. Como si no existiéramos. Como si fuéramos muebles. Mira la televisión y habla con los que aparecen en ella. Bueno, más bien les insulta. Son todos unos gilipollas, según él. Mucha agresividad y mucha soberbia. Alguien que dice saber cómo arreglar el mundo y que ni siquiera es capaz de interesarse por sus hijos. Bueno. Después de comer, todavía en pijama, se tumba en el sofá y se queda dormido. Siestas de varias horas. Cuando por fin se levanta, se encierra en su despacho, delante del ordenador. El resto de la tarde . Recuerdo jugar frente a su cristalera y ver su cara mirando la pantalla. Ni un gesto para nosotros. Nada. Después, cenaba, de la misma forma, otro rato de tele y a dormir. Cualquier intento de hablar con él de cualquier cosa desataba su ira. No quería saber nada de nosotros. Y así continúa. Por eso le digo que soy un experto en alejarme de gente. Estoy acostumbrado a que me ignoren. Estoy hecho a la indiferencia.
- Más bien eres un experto en que se alejen de ti. A eso no se acostumbra nunca uno, Pelayo. A la indiferencia. Duele mucho. Lo contrario del amor no es el odio, Pelayo. Es la indiferencia. En el odio, al menos, hay un reconocimiento de la presencia del otro. En la indiferencia no.
- Le doy toda la razón, doctora. Y peor aún es si no consigues librarte de ella. De la indiferencia. Se ha pasado dos años sin hablarnos por una maldita comida. ¡Dos años! Y he tenido que ser yo el que rompiera eso. De rodillas, literal. Llorando como una magdalena. Y todavía fue capaz de recriminarme algo. Lo que aterra es el hecho de saber que si yo no hago ese paripé, hubiera sido capaz de seguir así el resto de su vida. Es monstruoso. Por eso ya no quiero que se me acerque. Le devuelvo parte de la indiferencia que he recibido. Pero librarme de él es imposible.
- Lo sé, Pelayo, lo sé. Pero haces muy bien en evitarle. Son muchos años y no te ha dejado otra opción. Él no va a cambiar, así que has de protegerte. Me imagino que eres consciente de que esa relación explica muchas cosas de ti. No todas, pero sí muchas. También la de que esa "personalidad" se haya tratado de compensar con otra igual de extrema. Pero ahora eso no toca. Como profesional, he de decirte que la indiferencia potencia la sensación de soledad. La indiferencia es el vacío, por lo que no es extraño que provoque una profunda sensación de soledad, sobre todo si ésta proviene de figuras que deberían profesarnos cariño, como pueden ser los padres, los hijos o la pareja. Y la soledad es el preludio de múltiples problemas, tanto a nivel psicológico como físico.
- Qué me va a contar a mí, doctora. Ya conoce usted mis problemas. Por eso estoy aquí.
- Más vale tarde que nunca, Pelayo. Tus problemas tienen solución. La estamos encontrando.
- Los padres, la pareja o el socio. Aquí todo el mundo ha sido indiferente y me ha dejado solo. Muchas veces me siento como ese arquetipo cinematográfico, basado en la realidad, en el que un soldado va al frente a luchar por su país, por los suyos, y regresa destrozado por todo lo que ha vivido, todo el estrés, lo que ha tenido que ver y hacer. Entonces, la misma sociedad a la que ha defendido, por la que se ha sacrificado, por la que ha enfermado, le repudia, le aparta. Sus problemas estorban. Les son indiferentes. Si no cumple su función de esclavo complaciente, hay que quitarle de en medio. Pero eso no va a ocurrir. A mí no. Siempre me han dejado solo y estoy acostumbrado. Pero siguen haciéndolo. Saben hacer otra cosa, pero no quieren. Demasiado esfuerzo.
- Antonio Gramsci, un filósofo y político italiano, dijo: "La indiferencia es abulia, parasitismo y cobardía, no es vida. Por eso odio a los indiferentes". Creo que en lo único que se equivocaba era en odiarlos. Hay que librarse de ellos o devolverles la misma moneda. Justo lo que tú estás haciendo, Pelayo.
- No se imagina lo que es estar inmerso en una espiral de estrés y presión, de soledad inabarcable, y que nadie quiera compartir el viaje contigo. El divertido sí, pero ese no. No se imagina lo que es pedirle a una persona, durante años, que se quede a tomar algo contigo diez minutos para hablar de vuestra empresa y que siempre tenga una excusa para no hacerlo. Que hable de Zapatero para no hablar de nada más. Que te diga a todo que sí, o que te mienta, para no tener que implicarse. No sabe lo que es llegar a casa destrozado por la tensión y la soledad, y que te dejen tirado en el suelo, llorando y suplicando cariño, hasta que por fin te calles. No sabe lo que es que un padre no te hable ni te mire ni te toque jamás. Que su relación contigo sea un holaquehay eterno, esa expresión que se dice en el ascensor para que te dejen en paz. Te gustaría que fueran de otra manera, y lo intentas, pero siempre vuelves a caer en la misma trampa. Y sin casi darte cuenta, te destruyen. Así que sí, doctora, llega un momento en el que te obligan a pagarles con la misma moneda. Pero es curioso. Algunos indiferentes no soportan la indiferencia ajena y se largan. Se ha descubierto su manipulación y, al no poder continuar con ella, se dan cuenta de que el tonto útil ya no va a seguir haciendo de mula de carga. Ellos también van a tener que esforzarse, y no están dispuestos. Así que toman las de Villadiego. Otros refuerzan su indiferencia, su parálisis. Se vuelven aún más distantes, si cabe. Y otros, por fin, hablan de que han dejado de ser indiferentes, dicen que han cambiado, pero los hechos demuestran que todo sigue igual. Creen que con palabrería volverás a caer en su red. Pero no caes y entonces callan. Callan igual que tú. Y cuando llega la oportunidad de demostrar con hechos que ya no son indiferentes, que no son egoístas acomodados que van a la suya, te defraudan. Es muy triste, doctora. Muy triste.
- Por si te sirve de algo Pelayo, te puedo decir que la indiferencia la emplean individuos con un fuerte y marcado carácter autodefensivo, que encuentran en ella la llave perfecta para evitar ser menospreciados, heridos, ignorados o puestos en tela de juicio.
- Me suena...¿Pero así es la vida, no? Todos estamos expuestos a los demás. Hay mucha cobardía ahí.
- La persona en cuestión se aísla del resto y dificulta sus relaciones sociales, o trata de que sean muy superficiales. También la utilizan personas que tienen mucho miedo al dolor y al sufrimiento...
- ¿Y quién no lo tiene, doctora? Aunque claro, es más cómodo cargar con todos los esfuerzos al imbécil de turno. Que otro recorra la parte dura de la vida por ti. Que te haga el trabajo sucio. Y después ignorarlo y culparlo cuando sufre, o resistirse pasivamente a su cambio de papel.
- ...Algunos tienen necesidad de cariño pero lo ocultan para no llevarse decepciones y para evitar que, al abrir su corazón, puedan ser heridos por el rechazo o la mentira.
- Ahí es donde me han llevado a mí, doctora. Ese es el tipo de indiferencia que me han obligado a devolverles. Ya no quiero sufrir más. Estoy firmemente decidido a cambiar el papel que represento en mi entorno. No quiero sentirme ignorado o manipulado más veces. Mi decepción es profunda y dolorosa pero tendré que aprender a vivir con ella porque, como siempre, nadie mueve realmente un músculo -a excepción de los de la lengua- para sacarme de ella. Para demostrar con hechos que les importo y que me quieren y valoran todo lo que he hecho por ellos.
- Mira Pelayo, la indiferencia y el rechazo en la infancia desencadenan una serie de reacciones emocionales que tienen repercusiones en la edad adulta y terminan matizando el tipo de relaciones interpersonales que establecemos. La indiferencia endurece el corazón y es capaz de eliminar cualquier rastro de afecto.
- No hace falta que lo jure, doctora. He sido, durante décadas, una persona alegre, cariñosa, entregada a los míos, pero no puedo más. Y además no quiero poder más. Me han endurecido, sí. Pero por fin he salido de su Matrix. Aunque claro, se paga un precio alto. La realidad duele. La luz siempre es tenue. Los objetos han perdido su color y su brillo. Nada interesa. Todo es mentira, no hay nada en lo que creer. Ni nadie en quien creer. No hay compañeros de viaje, así que tampoco hay viaje. Yo estaba lleno de energía e ilusión y ahora estoy tumbado en una cama, un trozo de carne que respira y come y caga y deja pasar el tiempo. Eso es lo que han conseguido. Desilusionarme del todo. Vaciarme.
- Habrá que ver si podemos hacer algo con eso, Pelayo.
- No se ofenda, doctora, pero es muy triste que yo tenga que pagar para poder hablar de todo esto. Aunque claro, cómo va a escucharte el que no quiere hacerlo. Los responsables de tu dolor se niegan a asumir su autoría. Cómo te van a escuchar de verdad, si lo que les estás pidiendo es que cambien y te lo demuestren con hechos. A gente pasiva, indolente e indiferente. Muy triste, doctora. Pero no se preocupe, soy duro. También me han hecho duro. Ya estamos haciendo algo con eso.
- Lo de que siempre has sido una persona alegre y activa cumple con los patrones de comportamiento habituales. Como norma, la primera reacción ante la indiferencia es intentar llamar la atención, de forma consciente o inconsciente. No obstante, si vemos que esta estrategia no funciona, es probable que terminemos encerrándonos en nosotros mismos, como un mecanismo de defensa para protegernos de los daños emocionales que estamos sufriendo.
- También he pensado mucho en eso, doctora, no se crea. Ha sido de forma inconsciente, como usted dice, pero creo que por eso siempre me he esforzado tanto en que me vaya bien. A mí y a los míos. En parte por miedo, ese sería otro tema, pero también por llamar la atención, o más bien por diferenciarme. De eso me he dado cuenta ahora, claro, no cuando lo hacía. Pero de nuevo el exceso me parece ahora una forma inconsciente de llamar la atención, de gritar "Eh, estoy aquí, existo, me siento solo y sufro". Pero ni con esas. Se ha tomado como una ofensa y se me ha dejado, de nuevo, solo. Más soledad aún, más aislamiento, más indiferencia.
- Probablemente eso ya lo hayas vivido en la infancia, aunque quizá no lo recuerdes explícitamente. Pero deja huella y por eso duele tanto cuando vuelven a hacértelo. No lo soportas. De hecho, cuando los padres adoptan un estilo de crianza marcado por el distanciamiento emocional, a menudo reaccionan con hostilidad ante el intento de sus hijos de establecer una conexión más íntima. Lo que mencionabas de los gritos de tu padre ante cualquier eventualidad. Al final, el niño comprende que su intento de expresar sus emociones no es bien recibido, al contrario, es rechazado y hasta castigado. De esta manera, termina relacionándose a partir del patrón de distanciamiento emocional que han impuesto los padres, pues asume que es la mejor estrategia para ser aceptado.
- Pues yo ahí he sido muy rebelde en ese sentido, doctora. Nunca he aceptado sus patrones para mí. Los desprecio, me parecen cobardes. Y por eso nunca he terminado de encajar en mi familia. Porque me he negado a ser como ellos.
- A eso me refería cuando te decía que eres un resiliente, Pelayo. Pero luchar contra los patrones establecidos desgasta mucho, y no es raro ver aparecer por aquí a muchos resilientes a estas edades. Por eso, al final, en muchos casos las personas que han sido víctimas de la indiferencia en su infancia terminan convirtiéndose en adultos fríos. Tú no lo has sido hasta ahora, más bien al contrario, has resistido, pero vas camino de serlo porque continúas expuesto a la indiferencia. Esa distancia emocional les permite protegerse de cualquier tipo de esfuerzo, aunque también les impide disfrutar plenamente de las relaciones ya que se terminan alejando de los demás.
- Puede ser, doctora, puede ser. Es muy triste, pero me siento que no siento. Que además no quiero sentir. No me apetece que se me acerque nadie. Para qué. Para que me engañe, me utilice, se aproveche de mí o me ignore. A día de hoy, sólo pido que me dejen en paz. Nada más. Me han convertido en ellos. Doy lo que recibo. Indiferencia.
- Ya. Rechazas cualquier tipo de acercamiento emocional levantando un muro de indiferencia. Cuanto más se acerque el otro, más te alejas, dando la impresión de egoísmo y frialdad.
- Ni siquiera he visto a nadie que se acerque de verdad, con hechos. Hablar es gratis pero actuar ya es otra cosa, doctora. Y algunos ni siquiera hablan cuando te sales de su juego.
- Mira Pelayo, por suerte en verdad tú no eres así. Eres un superviviente, un resiliente, un héroe clásico, y también, en cierto modo, un Neo.  Sólo estás devolviendo al mundo la indiferencia que sufres, te limitas a aplicar la única forma de relacionarte que recibes y conoces. Durante tu infancia has tenido que desconectarte tanto de tus sentimientos que no aprendiste a captar las señales no verbales que facilitan la empatía, por lo que también, actualmente, puedes tener problemas de sensibilidad.
- En eso último no estoy de acuerdo en absoluto, doctora. Por suerte o por desgracia soy muy sensible al lenguaje no verbal. Quizá sea por mi trabajo, o por mi sincero interés por el sufrimiento ajeno. Por mi empatía. Y también he sido siempre una persona con sensibilidad, tanto para lo artístico como para lo humano. Uno de mis puntos débiles, ¿no? Pero a día de hoy sí, doctora, estoy gastado. Me han usado hasta el final. Ya no me queda empatía ni sensibilidad, se lo reconozco. Siempre soñé con compañeros de viaje y jamás encontré ninguno. La gente se baja del carro cuando vienen los problemas y te deja solo. ¿Le gusta el ciclismo? Imagínese que hay una escapada. Dos corredores. Uno está dispuesto a colaborar para llegar solos a la meta en beneficio mutuo. El otro le hace creer a éste que también lo está. Pero la escapada prosigue y es siempre el mismo el que tira, el que va el primero, cortando el aire y su resistencia, haciendo todo el esfuerzo. De vez en cuando solicita un relevo pero siempre hay excusas para no darlo. "Tú eres mejor en esto, yo no sé". Cuando el que tira se queja del esfuerzo, silencio. Y cuando por fin le da un calambre, el que va a rebufo, sin mediar palabra y sin ningún miramiento, acelera y le deja tirado, sobrado de toda la energía que ha ido reservando. Cruza la meta ganador y se permite dar lecciones al otro sobre cómo hay que correr, se permite llamarle quejica, ignorarle y largarse. ¿le suena, doctora?

- Me suena, sí. Sin embargo, eso no significa que no puedas mostrar afecto y mantener relaciones plenas. Al contrario, sólo es necesario que encuentres a la persona adecuada, aquella que te ame, tenga paciencia y te haga sentir seguro para mostrar todo el amor y el cariño que llevas dentro.
- Pues mire, doctora, a día de hoy eso sólo me ocurre con mis hijos. Más con uno que con otro, por cierto. Mi hija también se muestra indiferente conmigo, y con todos, a menudo, y eso me duele y me entristece. En este caso sobre todo por ella. Está claro que está copiando a su modelo. Ella sólo besa gatos. No abraza. Rara vez es generosa o se preocupa por nosotros. Es una indiferente incipiente. Aún así, pongo todo mi empeño para que eso no ocurra. Todavía estoy a tiempo, creo. Como siempre, por mí que no quede. Desde luego, su padre no es indiferente hacia ella. Pasamos mucho tiempo juntos, y la pregunto por su vida, la escucho, la cuento mis cosas, nos reímos. Lo mismo con el chico, pero él además es algo más cariñoso, aunque según se va haciendo mayor va siéndolo un poco menos. Me hacen muy feliz, sí. Les quiero, se lo demuestro, se lo digo constantemente. Y soy muy cariñoso con ellos. Son niños felices. Y espero que lo sigan siendo por mucho tiempo.
- Me alegro, Pelayo, me alegro de veras. Hoy hemos avanzado mucho, ¿no crees?
- Sí, doctora, así es. Muchas gracias.
- Para eso estamos. Anda, echa un vistazo a tu reloj...
- Dios mío, los niños salen del cole en diez minutos. Me voy pitando. En cuanto tenga un hueco llamo para coger la siguiente cita. ¡Adiós!
- Hasta la semana que viene, Pelayo. Adiós.


II

- Te paso a mamá.
- Te quiero cariño. Que descanses.
- Hola.
- Hola.
- Qué tal.
- Bien.
- ¿Alguna novedad?
- No.
- Bueno, pues hasta mañana.
- Adiós.

III

Layla se ha quedado sola. Todo el mundo duerme. Todos menos ella. Se le cae el barniz. Ya no aguanta más. Le ha durado muchos años pero por fin se cae. Su realidad se desnuda ante ella pero no tiene valor para contársela a nadie. No puede más. Necesita sacarla. Necesita contársela a otra persona para, de esa manera, contársela a sí misma. Escucharse mientras se lo cuenta a otros. Enciende el ordenador y busca un chat de psicología. Allí podrá desahogarse de forma anónima. Sin darle más vueltas, el río se desborda y comienza a escribir:

Mi marido convive conmigo en un reservado silencio, un silencio del cual yo me sé culpable, pues de forma consciente provoqué un grave problema de comunicación. Compartiendo el mismo techo, me volví radicalmente indiferente hacia él, con actitudes en las que no me he implicado personalmente en nuestra relación. Me he comportado como una extraña que decía quererle, aunque le tratara como una mula de carga.
En la hondura de mi intimidad, bien sé que mi marido no me ha sido realmente indiferente. Ahora me pregunto: ¿Cómo puede alguien mostrarse indiferente ante la persona a la que supuestamente quiere? Pues eso es lo que yo he hecho.
Me doy cuenta de que cometimos el error de los que viven un noviazgo breve, sin tiempo para conocerse más, y en este limitado período ven únicamente lo valioso en el otro, que es mucho, mientras permanecen ciegos a sus defectos, como cualquier ser humano tiene,  y que en los primeros años de vida conyugal empiezan a emerger y a ponerse de manifiesto. Creíamos que estar enamorados era suficiente para formar una familia, pero no es así.
Cuando salieron  a la superficie los defectos de mi marido, mi percepción de él se fue deformando, pues sólo los tenía en primer plano, permitiendo que las  cualidades  que realmente tenía y que aún tiene, se hundieran y desvanecieran en una zona de oscuridad y penumbra, haciéndose opacos a mi mirada. He descubierto que la soberbia ha sido mi principal enemiga, en el fondo me he creído mejor que él. He permitido que mi engreimiento y mi pasividad usurpen nuestra relación, pues he visto la paja en el ojo ajeno sin ver la viga en el propio.
Cuántas veces le vi sobrecargado de trabajo y no le ayudé, justificándome y diciendo que trabajar y dirigir la empresa era su problema, aún cuando él mismo regresara de una larga y estresante jornada y fuera a la compra y se ocupara de la casa y de los niños. O cuando  trataba de contarme algo que le preocupaba, y le respondía con mi indiferencia. Sólo le escuchaba cuando el tema me agradaba o interesaba o convenía, o simplemente le imponía aquellos por los que me sentía motivada.
perdí unos años valiosos. Con un dejar de hacer, un dejar pasar, adopté un tono de neutralidad  muy estudiado, rechazando toda situación de convivencia en la que él me requiriera en un encuentro personal, con necesidad de cariño.  
No quise comprenderle en lo que más le dolía, y al dejarle solo ante problemas que no podía resolver, le convertí en un ser desvalido. Pretendía con ello obtener una cierta forma de libertad o independencia con una actitud voluntaria, con un propósito decidido.
Ahora, con gran pena ante lo perdido, descubro que en su fina intuición él era capaz de comprenderme y atenderme de la mejor manera. Yo, en cambio, desde mi indiferencia, al no haberle atendido no supe entenderle. Lo mejor de nosotros mismos estaba ahí, y no supe verlo. Él nos lo estaba dando todo y yo no supe ser igual de generosa y acompañarle en el camino.
Le he dejado solo y ha caído. Puedo sentir su dolor y su soledad, ahora que es tan patente sí puedo, pero no reacciono. No hago nada. Sigo mirándole en silencio, un día tras otro. Sigo fallándole cuando más me necesita. Pero es que siempre he huido de los problemas y soy incapaz de dejar de hacerlo. Continúo reaccionando con indiferencia. No hago nada, ni siquiera cuando me lo solicita. Él, como siempre, ha hecho cosas. Muchos cambios positivos, que además permanecen, no son pasajeros. Su trabajo, su relación con sus padres, su socio, la vida sana y tranquila que siempre ha llevado... Yo continúo dejándole solo. Cuando cualquiera de esos cambios ha requerido de mi participación activa, de mi esfuerzo o simplemente de mi apoyo, me he quedado quieta o le he agredido. Nunca me pongo de su lado. Sólo quiero que todo esto termine, pero que lo haga sin mi participación.
Es lo único que, íntimamente, me importa. Como siempre.


miércoles, 9 de agosto de 2017

De bondades, hospitalidades y otras manías de ciudad



    La bondad es esa virtud que se ejerce mientras nadie te la pone a prueba. Se ejecuta de lejos, por medio del bello arte de cotorrear sobre los asuntos de los demás. Una representación noble y pasiva. Por lo tanto, es un acto verbal. Y como tal, da cabida a casi todo. Desde la comodidad de nuestro salón y nuestras inercias, damos rienda suelta a la grandilocuencia. La bondad también se escucha. En misa o en un mitin, por ejemplo. En un acto religioso pueden lograr que una persona común se sienta crucificado en nombre de toda la humanidad y una buena arenga puede hacer que el ser más indolente se crea Braveheart por un rato.
    Otra cosa bien distinta es cuando el mundo, o algunas personas, nos la ponen a prueba. En mi humilde experiencia, cualquier persona que quiera cambiar la más mínima cosa se puede ir preparando. La bondad se esfuma, aunque la mente humana es maravillosa cuando se engaña a sí misma. Con asombrosa celeridad las personas se adjudican el papel de mártires o de santos. Tan sólo porque alguien quiere llevar a cabo una pequeña transformación. Ese iluso se va a encontrar de bruces con lo que en los ámbitos empresariales se denomina resistencia al cambio. Sin embargo, las dificultades para llevar a cabo una transformación en una compañía se quedan en agua de borrajas cuando lo que queremos es mover de sitio un jarrón en el ambiente rural.
    Para más inri, la bondad propia es por definición inabarcable, mientras que las personas somos muy dadas a dar por supuestos los actos de generosidad de los demás. Más aún si el que los realiza no profiere queja alguna ni se echa flores. Es decir, si el otro realiza actos de bondad sin subrayarlos, lo cual parece ser recomendable desde el punto de vista de la humildad, virtud comúnmente asociada a la que evaluamos. Aquí el que no llora no mama. Su valor a ojos de los demás será cercano a cero, y la posición de esa persona se pasa a denominar un roll, su papel en este mundo. “Es que él es así”. Pero ay del que se harte, por las razones que sean, de que sus esfuerzos no se valoren y sean despreciados y dados por supuestos, ay del que decida abandonar su papel de mula de carga y poner todo su empeño en ello. La Resistencia al Cambio –guerrilla enquistada en nuestra sociedad– está formada por un ejército de sanguinarios armados hasta los dientes que dejan su bondad de salón a un lado para aplicarse a la muy noble tarea de resistirse. A menudo tiene que ver con el llamado salto generacional. En otras palabras, matriarcas y patriarcas desean que todo siga igual por los siglos de los siglos, que si se pudre, ya no estarán aquí para verlo. El que venga detrás que apechugue. Lo que parecen olvidar es que el que deja ruinas en herencia traspasa una pesada carga a los que supuestamente más quiere y sobre los que en teoría más debería aplicar su cacareada bondad y martirologio. Pero es que el verbo hacer –o dejar hacer si uno no está por la labor– conjuga fatal con casi todo. En las sociedades ancestrales la única opción que queda es la de que los gorilas jóvenes planten cara a los viejos. Así de triste. Lo cual, a día de hoy, les sale muy rentable, porque raro es el gorila joven que no es un saco de desidia, raro es el que es capaz de enfrentar un conflicto y el sufrimiento, grande o pequeño, que ello conlleva. La alergia al esfuerzo, a la confrontación y a ejercer el liderazgo de nuestro gorilas jóvenes es notable. Ante la más mínima trifulca, te dejan tirado. Cansa. Siempre a rebufo, para quedarse sólo con lo bueno. Ya estás tú de escudo. Además, su debilidad de carácter les impide caer mal a nadie, aunque sólo sea por una temporada, o siquiera un ratito. Luego los gorilas ancianos, machos o hembras, campan a sus anchas, reclamando ufanamente que nadie les dé lo que ellos llaman disgustos –comúnmente denominado cambiar de sitio un jarrón.
En ambientes dados al sacrificio mal entendido cualquier pequeño movimiento que no concuerde con los estándares de valor preestablecidos se considera un agravio de proporciones mayúsculas. Por ejemplo, se pueden gastar miles y miles de euros en comida y bebida cada año mientras las viviendas se caen a trozos, se duerme en camas del jurásico –dormir es un decir–, las arañas te devoran o se vive congelado en invierno y cocido en verano. Mucha gente todavía no sabe que no hay nadie mirando ahí arriba, y si lo hay, no creo que esté pendiente de dar premios a los que se empeñan en sufrir y hacer sufrir innecesariamente, minúsculas existencias –unas más milagrosas, inteligentes y sensibles que otras– en un universo de más de cinco mil millones de años, que aún creen que hay alguien pendiente de sus pequeñas miserias.
    Uno de los grandes factores de progreso de nuestras sociedades ha sido el hecho fehaciente de proporcionar al cuerpo ciertos cuidados y comodidades básicas que lo atienden con el fin de no ser un estorbo para la mente, y permitir de este modo que ésta desarrolle sus capacidades en grado sumo y produzca, ya sea a nivel económico, intelectual o artístico. Hay gente que aún no sabe que una buena idea es más productiva que mil horas de trabajo físico y que por eso se valoran tanto. En otras palabras, poder dormir en una cama decente, y que el frío polar o el calor asfixiante no te torturen de insomnio. Lavar tu cuerpo en un baño en condiciones. Disfrutar de un mínimo espacio vital y, si es posible, algo de privacidad. Tampoco es mucho soñar. Pero en determinados ambientes, que aún perviven por más desarrolladas que sean nuestras sociedades y por más dinero que se tenga en el banco, pensar en estas cosas, insinuarlas, o hablarlas abiertamente te convierten en alguien que insulta y vilipendia, con el añadido de ser un pijo de ciudad. El orgullo del primitivismo –y también de la ignorancia– es algo que nunca dejará de sorprenderme. Hay gente que está orgullosa de malvivir, cuando podría no hacerlo. Es como si les convirtiera en mejores o más virtuosos a los ojos de dios sabe quién. Y bien está que cada uno decida vivir en la paja mental que le apetezca, como hacemos todos, pero cosa bien distinta es que quieras obligar a los demás a que lo hagan. La gente es muy libre de empeñarse en vivir anclado en el siglo XIX si así lo desean pero sería muy de agradecer que no nos lo impusieran a los demás. Nos gustaría, a nosotros y a nuestros hijos, poder dormir por la noche, por ejemplo. En una cama decente y con algo de ventilación. Que las paredes no se caigan a trozos. Sería bonito tener un lugar donde guardar tu ropa y tus contadas pertenencias. No levantarte comido a picotazos. Estaría bien no tiritar de frío en una casa o no tener que comer en agosto con las piernas tapadas por un faldón de lana. O que el dormitorio en el que uno pretende dormir –una quimera– no sea un horno. Puedo hacerlo, eso y mucho más, pero no es necesario. Es algo llamado mínima hospitalidad, muy relacionado con la bondad más básica. Máxime cuando las personas que te visitan viven a cientos de kilómetros y tienen su vida y posibilidades de disfrutarla, y renuncian a ellas y hacen esfuerzos recurrentes por bondad. Esa que es del otro y que damos por supuesta. Hasta que ese otro se harte y deje de ejercerla.
    Cuando uno desea implementar un cambio tiene que crear su urgencia. Ley empresarial. En el ámbito rural parsimonioso, lo que uno se ve obligado a crear es una confrontación. No te dejan otra. El más mínimo asomo de tibieza conllevará el fracaso. Así que algo tan simple como cambiar una cama centenaria o unos colchones que te regurgitan, o querer dormir por la noche en un lugar que no sea un crematorio o una cámara frigorífica, conllevará una resistencia numantina por parte de los bondadosos de salón. “Éste quiere cambiar algo. Algo a lo que nunca hago caso, algo que se pudre cerrado durante meses cuando él no está, sí. Pero es mi algo. Viene aquí a molestar, a decirme lo que tengo que hacer. Qué se habrá creído”. Aquí se obvia muy convenientemente el hecho de que ese sinvergüenza forastero acude realizando un sacrificio, un acto de bondad. Cada vez que viene preferiría estar en otro lado y proporcionarles otras experiencias más enriquecedoras a los suyos. En vez de eso renuncia a sus posibilidades y a las que le ofrece el mundo y se resigna y se sacrifica y se traslada a un lugar en el que nadie es capaz de pensar en que esa persona podría decidir estar en otro sitio y no lo está haciendo, y ser hospitalarios y ofrecerle un lugar donde dormir y asearse con un mínimo de decencia. Porque cabe la posibilidad de que un día se harte y no vuelva más, ni él ni sus descendientes, a los cuales, por otro lado, es posible que tampoco les falte mucho para tomar esa decisión por sí mismos.
    La verdad es que ver la bondad de los demás resulta un milagro en algunas personas, el mismo que no ocurre cuando les pides que ejerzan los principios básicos de la suya: la hospitalidad. Es una vergüenza que uno tenga que verse obligado a reclamarla por las bravas y reciba a cambio desprecio y aislamiento. Y es que a uno, muy a su pesar, le van obligando a dejar de pensar en los demás e ir a lo suyo. Dar lo mismo que recibe. Una pena. De gorila a gorila, no hay nada como el hogar.



domingo, 6 de agosto de 2017

El Holocausto de la Sonrisa. Homo nirvanis

The show must go on
Inside my heart is breaking
My make-up may be flaking
But my smile still stays on.
Queen

    En el año 2100 la globalización y el estado de bienestar alcanzaron su punto álgido. El género Homo sapiens llamaba a la Puerta de los Dioses. El cerebro virtual colectivo había atesorado todos nuestros conocimientos y tomaba las decisiones. Las máquinas y los robots realizaban todo el trabajo. La mayor parte de la Humanidad vivía entregada al ocio y la contemplación en sus más diversas formas. Todos los parámetros tecnológicos y de bienestar confirmaban el esplendor de nuestra especie. Tan solo uno fallaba: la tasa de reproducción. Nadie deseaba tener hijos. Para qué. Desde un punto de vista individual no tenía sentido. Estorban. Precisan atención y esfuerzo. Precisan generosidad y altruismo. Tiempo y energía. Gasto. Disgustos y decepciones. Incertidumbre y angustia. Entrega. Incluso con la ayuda de la robótica y la tecnología, no compensaba a casi nadie.
    Además, el ser humano traspasó la Puerta y dio a luz a una nueva especie: El Homo nirvanis. Inteligencia artificial y biotecnología alumbraban seres perfectos a la carta a partir de material genético sintetizado en el laboratorio y de nanochips biológicos, capaces de integrarse con la materia viva. El especimen macho se llamaba Vibe; la hembra era Java. Su producción en masa condujo a un abaratamiento del producto, y pronto todos quisieron tener uno. Se acabaron las discusiones. Se terminaron los enfados. La Humanidad enterraba para siempre los recovecos ancestrales y más obscuros de su cerebro. Vibe y Java, bellos y perfectos, realizaban todas las tareas con una sonrisa. Desde el principio me dieron escalofríos. Me recordaban a algunos monjes budistas europeos que conocí en la infancia. Hablaban con la sonrisa congelada, sin mover la boca. Había en ello algo inquietante. No era natural; demasiado forzado. Como esas sonrisas falsas que son incapaces de ocultar su mecanicismo. Su conversación era formal y anodina, libre de temas de conflicto, plagada de lugares comunes y frases hechas. Para ellos todo era fenomenal. Aunque al final yo también sucumbí a la tentación. Las ventajas del producto superaban con creces mis difusas reticencias. Nunca se alteraban ni se quejaban. Jamás llevaban la contraria a nadie. Todo les parecía bien. Carecían de deseo sexual pero siempre estaban dispuestos a satisfacer a su pareja diligentemente. Si la frecuencia del acto amatorio no cumplía unos estándares estadísticos públicos, lo solicitaban. La humanidad dejó de reproducirse. Los avances científicos permitían a cada sujeto mantener un aspecto joven de forma indefinida y prolongar una existencia sin enfermedades. Nuestras vidas se transformaron en una adolescencia perpetua y despreocupada. Pero pronto algo comenzó a fallar.
    Creo que fui uno de los primeros. Qué más da. Soñaba –hasta entonces, jamás recordaba mis sueños–. Tenía sueños maravillosos que terminé viviendo como pesadillas indeseadas. Eran sencillos. En ellos, conversaba con una mujer de piel morena, desnuda, sentada en una silla de madera pintada de un blanco luminoso. Su codo reposaba sobre una mesa grande y cuadrada del mismo color, mientras su palma sujetaba la cabeza, apoyada en la barbilla, y sus dedos reposaban en una mejilla suave y cálida. Con la otra mano me acariciaba el pelo del brazo. Las yemas de sus dedos lo recorrían despacio, arriba y abajo, mientras me miraba con atención plena. Sus ojos verdes brillaban y una sonrisa complacida se escapaba entre sus labios de fuego. Su pelo era negro y denso. La luz del sol inundaba la cocina, y yo sabía que fuera corría una brisa fresca que provenía de la playa, justo al lado, donde la esencia del mar se escapaba entre la espuma de las olas. Esa mujer, después, hablaba durante mucho rato, sin dejar de acariciarme, su voz dulce y rellena deshacía mis oídos y era yo entonces el que la escuchaba embelesado. Su conversación era puro arte. Su imaginación, su ingenio y su humor me desbordaban la vida. Era despierta, activa, inteligente, culta. Una compañera. Yo sabía, además, que podía contar con ella. Que nunca me fallaría. Ni yo a ella. Notaba que me valoraba. Que agradecía todos mis esfuerzos, que no los daba por supuestos. Dibujábamos. Inventábamos historias. Componíamos música entre risas y la cantábamos mientras ella pintaba acordes en el aire con su guitarra. Hacíamos el amor. No porque tocara. Y teníamos hijos. Esa mujer seguía siendo mi compañera. Nos esforzábamos los dos. Luchábamos juntos. Éramos felices. Ninguno de los dos pensaba en sí mismo, sino en el otro. Nada de mi paz, mi serenidad, mi bienestar, mi salud, mi... Era nuestra paz, nuestra serenidad, nuestro bienestar, nuestra salud. Nadie tiraba de nadie. Hacíamos el camino juntos. A veces discutíamos, o nos enfadábamos, o llorábamos. Pero duraba poco. El amor era sincero y generoso. Nunca había la más mínima duda de que fluía en ambos sentidos y por igual. Era perfecto y algo ridículo porque era un sueño. Pero era mi sueño. Ella acariciaba mi mejilla con el dorso de la mano, joven o vieja, y entonces yo me despertaba sudoroso y contraído, poseído por el pánico.
    Los sensores cardioprotectores de mi habitación se disparaban y despertaban a Java –la puse un nombre bonito que desterré de mi memoria, ahora son todas Java–. Ella me preguntaba, sin moverse, de espaldas a mí, si me encontraba bien. Yo le decía que sí y me levantaba aturdido. Me sentaba en el baño y, sin saber por qué, me ponía a llorar. Sé que Java me escuchaba. Con el paso del tiempo comencé a suplicarla que viniera, que me abrazara, pero ella me ignoraba. Permanecía tumbada y quieta, alerta, esperando a que me callara y regresara a la cama. La mañana siguiente despertaba como si nada hubiera pasado. No preguntaba. Me daba los buenos días, un beso rápido y formal en los labios y me sonreía. Después, podía sentir su reprobación. Mi malestar, de la índole que fuera –eso no interesaba lo más mínimo–, molestaba, ofendía. Estorbaba.
    Vivíamos en la tiranía de la sonrisa. Todo el mundo se mostraba siempre contento, satisfecho. Cualquier sentimiento negativo o incluso neutro se consideraba tácitamente como una ofensa. Mostrar un estado de euforia perenne era una condición indispensable de la existencia. Todo el mundo era superficial y estaba orgulloso de serlo. Era lo sano. Coleccionábamos experiencias y nos las contábamos. Transcurrió poco tiempo antes de que se llegara a condenar a un hombre por infeliz. Un Tribunal Internacional dictaminó que su espíritu crítico y su manifiesta capacidad para la tristeza y el enfado agredían a su entorno. Se presentaron fotografías en las que aparecía con gesto serio como prueba irrefutable. Fue acusado de Agresión Emocional No Activa y sentó jurisprudencia. Nuestro primer mártir. Se le confinó en el primer Centro de Rehabilitación para la Felicidad, una Maternidad abandonada adaptada a toda prisa para la ocasión. Con el paso del tiempo aparecieron nuevos casos. Se les juzgaba y condenaba a terapias de reinserción bajo confinamiento. Nadie volvía a saber de ellos. Temí que mi Java me delatara. Por eso mis dulces ensoñaciones se me hacían pesadillas.
    Java era bella, y dulce al hablar. Diligente y tranquila. Satisfecha. Con ella todo iba sobre ruedas. Siempre igual. Nada cambiaba. Una sonrisa congelada. Un día tras otro. Todos iguales. Anodinos. Tediosos. Insulsos. Era como comerse un plato de verduras embolsadas sin aliño. Sano y sin gracia. Todo en ella era asquerosamente perfecto y clónico. La emoción robotizada. La tiranía de la felicidad. El vacío pavoroso entre dos seres de especies distintas. Java era indolente. Su alegría simple y mecanizada me aplastaba como una apisonadora que avanzara imparable a ritmo constante.
Transcurrieron pocos años antes de que las Cárceles de la Felicidad se tragaran a media Humanidad. Resultaba imposible distinguir a Vibe y a Java del resto de los humanos: todos éramos bellos y jóvenes y disfrutábamos mucho. Pero creemos que llegó un momento en el que fuimos muchos menos. Soñadores muertos de miedo encarcelados en nuestros pensamientos. La mujer desnuda y nuestra vida juntos seguían visitándome cada noche pero yo procuraba ahuyentarla. Aprendí a frenar los latidos de mi corazón. Apagué los sensores y aprendí a actuar.
    Cualquier sentimiento humano contrario a la felicidad se declaró delito. Sonreír y mostrarse feliz se convirtió en imperativo legal. Un Artículo de la Constitución. Se desarrolló el Derecho Penal correspondiente.
    Después, nos inyectaron la vacuna. Mera prevención, por nuestro bien. La cura contra las emociones complejas. La dictadura del sentimiento único. El apagón de los sueños. El elixir contra la insatisfacción. El antídoto frente a la imaginación y el pensamiento elaborado, gérmenes de la duda. Cada diez meses, un pinchazo. Y dejé de soñar. Todos lo hicimos. Entonces, los seres humanos caímos en picado. Ahora sí se nos distinguía, aunque nadie tenía la oportunidad de verlo. Resulta que todos soñábamos. Enfermos, nos quedábamos en la cama. Quietos. La mirada perdida. Sin pestañear. Abrazados a nosotros mismos, las piernas encogidas. Sucios. Vacíos. Muertos en vida.
    Java y Vibe prosiguieron con su feliz existencia. Ya no nos necesitaban, si es que alguna vez lo habían hecho. El gran cerebro virtual colectivo lo sabía todo. Las máquinas y los robots hacían el trabajo. Los seres humanos moríamos de tristeza o desaparecíamos. Una nueva especie, el Homo nirvanis, colonizó las urbes de la Tierra.
    Unos pocos escapamos y comenzamos de nuevo. Otro cuello de botella evolutivo más. Sobrevivimos en las plataformas heladas y en las franjas desérticas, grandes extensiones vacías producto de un cambio climático abordado con tibieza. Los escenarios de nuestro crimen contra la Tierra se convirtieron en nuestro nuevo hogar y nuestro refugio. Los Nirvanis no soportan las condiciones extremas. Demasiado duro para tanta felicidad.
    Hemos recuperado las capacidades de nuestro cuerpo y nuestra inteligencia. Nuestros músculos son de nuevo fuertes y resistentes. Nuestro cerebro ha vuelto a despertar. El ingenio es la clave de nuestra supervivencia. Yo vivo en una pequeña colonia fundada en la costa de la plataforma antártica. Aquí conocí a mi mujer desnuda, envuelta en pieles. Su nombre es Lucy. No se parece en nada a la mujer de mis sueños. A veces se enfada pero luego me acaricia el brazo con las yemas de los dedos. Arriba y abajo, muy despacio. Cantamos y dibujamos, inventamos historias y nos consolamos cuando estamos tristes. Sonreímos poco. La vida es muy dura en estas condiciones. De vez en cuando, estallamos en cosquillas y carcajadas. A veces, somos maleducados e informales. Estamos vivos. Tenemos tres hijos. No sabemos si los Nirvanis nos atacaran, ni cuándo lo harán. Todo lo que conlleve un esfuerzo va contra su naturaleza pero desconocemos cómo evolucionarán. No ser permanentemente felices ha sido para ellos causa suficiente de lento y progresivo exterminio. El Holocausto de la Sonrisa.
    Mientras tanto, nos brillan los ojos y soñamos. Si me despierta una pesadilla, ella me acaricia con el dorso de la mano y me vuelvo a dormir. A pesar de todo, mis sueños se han hecho realidad y soy feliz.