miércoles, 4 de octubre de 2017

La Fortaleza

    El doctor sentía transcurrir los días, cada uno igual que el anterior, como una especie de cadena perpetua. Vivía su periplo por el mundo bajo la condena de la consciencia, al igual que en su lejana juventud había disfrutado del transcurrir del tiempo bajo el paraguas de la inconsciencia. Leía envuelto en un silencio denso, profundo, y era de esas personas capaces de valorar este extraordinario hecho con deleite. Disfrutaba arrellanado en su butaca mientras daba ocasionales caladas a una vieja pipa de ébano de cuyo interior emergía lento un humo claro, cargado de un olor especiado y varonil. Apartó el libro y lo depositó sobre la mesilla, abierto contra la superficie de madera. Dio un par de caladas más a su pipa mientras miraba hacia un lugar indefinido, con aire pensativo, aunque en el fondo tan sólo estuviera dejando divagar la mente, como si ésta fuera una barca a la deriva, perdida en el mar de las cosas superfluas. Abandonó su pipa en el cenicero, un fuego controlado que se apaga solo. Se levantó despacio, en un ademán que era mezcla de pequeños achaques y de un deseo voluntario –más decidido que natural– de desenvolverse lento, con cierta parsimonia, como estirando los actos para que ocuparan más el tiempo denso y abotargado de unas jornadas parecidas a las muñecas rusas, todas iguales, y cada una la cárcel de la anterior. Se aproximó a la ventana, toda ella madera carcomida y vidrio fino, una presencia testimonial por cuyas fallas se colaban el frío y el aullido del viento, y la abrió de par en par, con el deseo autómata de ventilar la estancia y dejar salir el humo de su pipa, esencia que arropa y mata despacio, cuya presencia anhelaba y disfrutaba y con cuya ausencia se sentía momentáneamente liberado.
    El doctor permaneció frente a la ventana, observando el exterior. Desde su modesta habitación –un privilegio – podía ver el patio interior cuadrado y de suelo adoquinado, ahora desierto, y los altos muros de piedra negra que lo conformaban. Las almenas, moles oscuras separadas por ranuras estrechas, impedían una visión del entorno, excepto en su cara este, donde los espacios entre ellas eran algo mayores, con el fin de permitir la vigilancia. Un par de soldados hacían una ronda inútil y obligada, los usos y costumbres propios de quien está entrenado para imaginar enemigos en todo momento, adversarios cuya existencia se había convertido en mito con el transcurrir de los años. El doctor hizo crujir el suelo de madera bajo sus botas militares y abrió la puerta con extraña concentración, plenamente consciente de cada movimiento de su cuerpo. La mano firme que abraza el pomo dorado y gastado, la sensación de la garra que se amolda a la perfección a la forma y tamaño ideal de su presa, el giro leve y medido de la muñeca, el pestillo que obedece y se introduce en la madera, la puerta que gira sobre su batiente ligera, sin peso, y cuyo extremo pasa muy cerca de la punta del pie derecho, colocado a la distancia exacta para que no golpee, gesto tantas veces realizado, el aire fresco que se siente en la cara pero también en las muñecas, se cuela por la manga hasta donde permite la tela, que no es mucho, y por fin, el hombre que sale al exterior y mira de nuevo hacia un lugar indeterminado con expresión evocativa, aunque realmente no esté pensando en nada concreto, el barco del yo aún mecido por el mar del tiempo vacío y del pasado olvidado, sueltas las amarras, inmerso en una travesía infinita y anodina sin final atisbado ni conocido, a la espera de cruzar la brecha antigua de la tierra plana, esa por la cual cae el mar en infinita cascada al vacío y con él nuestro barco, que puede que prosiga su viaje, puede que caiga y caiga en el vacío negro y silente, en la ausencia de aire pero también de los sentidos, puede que desaparezca ese yo que lo gobierna y el barco siga cayendo sin que nadie esté allí para presenciarlo y que, en cierto modo, no exista aquello que este pasando.
    Amanece y el doctor, en un gesto instintivo, inspira con fuerza el aire fresco del alba mientras un escalofrío recorre su espalda y le hace sentir, a pesar de todo, vivo. Camina hacia las almenas del este, bordeando el patio desde la altura, con gesto natural. Nada militar en cualquier caso, tampoco triste, ni decidido, ni altivo ni humillado, ni enérgico ni dejado, ni libre ni subyugado ni dubitativo ni indiferente ni débil ni tampoco arrogante. Tan sólo es un hombre que camina y no nos ofrece ninguna pista al hacerlo, no nos dice nada acerca de quién es con su porte, aunque puede que eso lo diga todo. Alcanza por fin el muro del este y se detiene frente al espacio entre dos almenas. El sol despunta sobre un horizonte yermo y rectilíneo, no calienta a pesar de ser puro fuego rojo y naranja y amarillo. Todavía no deslumbra, aún estando enfrente, y el doctor puede observar con nitidez la infinita llanura que se extiende hasta donde se pierde la vista. Un desierto sin dunas, ni piedras, ni plantas ni seres vivos. Un desierto sin color y sin alma, un espacio tan vacío que ningún hombre es capaz de mirar por mucho tiempo, un adversario fiero y sin vida que amedrenta al más bravo y le hace bajar la mirada, preso del pánico que precede a la proximidad de la locura. El doctor también aparta los ojos, tiembla su alma bajo un pánico indefinido y latente que crece poco a poco y provoca un nudo en la garganta y que tiene que ver con el vacío y la soledad, con el abismo y la ausencia de sentido de la existencia. Es insoportable saberlo y la mente lo aparta de inmediato y huye despavorida hacia la protección del bosque de lo banal y lo cotidiano. Así, el doctor se aproxima al muro bajo, entre las almenas, y asoma la cabeza. La muralla de piedra negra, pulida y brillante, cae hasta fundirse con la roca de la que está hecha, construida sobre una montaña de final abrupto, casi como si el enorme cuchillo de un dios coloso asomado entre las nubes la hubiera cortado en un único gesto perfecto y se hubiera llevado la porción ausente a la boca, dejando en su lugar el vacío escalofriante que se extendía ante sus ojos cansados. El doctor sintió vértigo, asomado desde tamaña altura, pero por alguna extraña razón sentía aún más miedo mirando hacia el cielo en aquella posición y circunstancia, gesto que aún así no pudo evitar hacer, por unos instantes, poseído por una extraña e inevitable atracción hacia aquello que más nos desespera. Se retiró en un acto reflejo hasta su posición erguida, la espalda recta y las manos detrás de ella, una agarrando con suavidad la muñeca de la otra. Después no pudo evitar mirar a ambos lados en busca de los ojos indiscretos que ven lo que no se desea que otros vean, el miedo irracional o la debilidad furtiva y latente, el instinto de supervivencia mundano, ese que tácitamente está prohibido en los ambientes de armas, y la búsqueda de esos ojos también fue huidiza, delatando el deseo de no cruzarse con ellos si es que existieran, de mirar de cara a la vergüenza que experimenta el que ha quedado expuesto al juicio negativo del otro, ese otro que quizá no juzgue porque comparta pesadillas y vacíos innombrables, ese otro que se vería retratado en el gesto del doctor y que habría visto pero hubiera fingido que no habría visto, mientras desviaba la mirada hacia el horizonte y se obligaba a pensar en riquezas inalcanzables o en diosas idealizadas que tan sólo existen en la imaginación de los hombres solitarios y abandonados a su suerte.
    El doctor recuperó su habitual mirada ausente y pensó en la frontera. Una línea imaginaria pero muy real que partía la tierra durante cientos de kilómetros en dirección norte-sur. Allá lejos, arriba, conformada por montañas de unos tres mil metros, a ambos lados. Después, el cauce del río Rar. Por fin, el desierto frente al que se encontraba. Más al sur, la cordillera que comenzaba alrededor de su atalaya y que disminuía en altura de forma progresiva hasta alcanzar el mar. Era tan antigua que nadie sabía cuando surgió, y tan sólo las leyendas hablaban de ella. Dieciocho años confinado en la Fortaleza, protegiendo una frontera que se asomaba al vacío, frente a un enemigo jamás divisado. Todo el territorio colindante, perteneciente al adversario, se encontraba despoblado hasta donde alcanzaba la vista. Su generación jamás había visto un Latacan. La población, tan dada a los rumores y las fantasías estrambóticas, los imaginaba como monstruos deformes o como héroes mitológicos. Otros aseguraban que todo era un invento del gobierno para mantenerlos sojuzgados y bajo un permanente estado de excepción. Los más risueños y despreocupados decían que no entendían el nombre de aquel pueblo, los Latacan, porque ni daban la lata ni atacaban jamás. El doctor había dilapidado su madurez defendiendo una frontera que los separaba de la nada. Sus años de familia y colegio, sus días en la Facultad de Medicina, su especialización en antropología legal y forense, le parecían la vida de otro, un resumen de momentos clave que alguien te cuenta acerca de un conocido largamente desaparecido y encontrado por casualidad en una cafetería o en una fiesta. Su vida comenzaba con su entrada en el ejército, auspiciado por un padre militar. Nació el día en el que, tras abandonar la academia, recibió orden de trasladarse a la Fortaleza. Se veía a sí mismo abandonando la ciudad y dirigiéndose hacia las montañas del este, sin saber muy bien dónde se encontraba su destino final. Recordaba la impresión que le produjo el camino que serpenteaba por los valles secos y que ascendía poco a poco hacía mesetas en altura y hacia otras cuencas, rodeado de colinas y después de montañas y por fin de picos afilados y oscuros, de amenazantes escarpaduras y barrancos insondables. Recordaba a aquel capitán al que se unió en la parte final del trayecto como a un fantasma, incapaz de vislumbrar su rostro o rememorar sus palabras, y comenzaba a valorar seriamente la posibilidad de que hubiera sido un producto de su imaginación, o quizá una proyección mental de sí mismo hacia el pasado, ya que se había encontrado en esa situación –unirse en el camino al atemorizado deambular de un joven soldado– en las escasas ocasiones en las que disfrutaba de un permiso de fin de semana para bajar a la ciudad. Allí, en la urbe, ya no había cabida para un hombre como él. La sociedad burguesa, superficial y despreocupada despreciaba a los que la hacían posible, a esos que desgranaban sus días iguales en permanente estado de alerta y tensión, a esos que por causa de ello sufrían enfermedades como el estrés, la ansiedad o la depresión, y cuyos problemas se negaban a escuchar. Tampoco la situación del doctor era mejor entre sus compañeros de armas, donde era visto como un intruso civil, debido a su condición de médico sin nadie a quien curar, un ciudadano acomodado que juega a los soldaditos sin exponerse y que aún así se permite criticar lo que desconoce desde el sentido común y la racionalidad. El doctor estaba solo en el mundo pero, en el fondo, quién no lo está. Aunque ni siquiera disfrutaba de la ilusión de la compañía con la que los demás se arropan.
    Y el caso es que en la Fortaleza, y en toda la frontera, sabían que sí existía algún tipo de amenaza. Débil, imprecisa, pero al fin y al cabo, real. Todos los que defendían las lindes del país habían visto aparecer algún proyectil desde más allá del horizonte e impactar sobre la superficie desolada frente a las murallas. Todos habían observado extrañas luces en el cielo, que parecían disfrutar de voluntad propia o de la de otros. Aparecían, al amanecer, objetos plagados de sensores –depositados en la llanura por seres que imaginaban silenciosos y sombríos, etéreos–, retirados por algún pelotón que abandonaba la Fortaleza y realizaba una pequeña incursión en terreno enemigo a tal efecto. No era extraño –tampoco común– el día en que llovían octavillas del cielo, precedidas de un sonido ronco, bien conocido, que va in crescendo y después se difumina hasta desaparecer, acompañado por el traqueteo de las baterías antiaéreas. Papeluchos plagados de insultos o conminaciones a la rendición, o propaganda falsaria contra nuestros dirigentes, o rumores sobre derrotas o hambrunas o terribles plagas en remotos lugares de nuestra tierra.
    Todos estos asuntos rondaban por la cabeza del doctor, día y noche, como si esas ideas fueran un poderoso imán que todo lo atraen y que obligan a ese todo a fundirse con él y ser parte del propio imán, y que se hacían más patentes e insoportables cuando se asomaba al muro, cada mañana, desde hacía dieciocho años. Decidió que ya tenía suficiente por esta vez y giró sobre sus pasos, con la idea de regresar a la habitación y proseguir su lectura. Sin nadie a quien atender, sin herida que curar, sin soldado al que tratar de salvar, pasaba los días releyendo sus libros de medicina y antropología o disfrutando de las pocas novelas que adquiría en sus infrecuentes visitas a la ciudad. Sin embargo, pudo ver cómo un soldado se interponía entre su persona y su tan ansiado refugio y caminaba con paso firme hacia él con un papel en la mano.

– Doctor, un comunicado urgente para usted. He de asegurarme de que lo lee y me da instrucciones, en su caso –dijo el soldado en un tono firme y mecánico mientras le entregaba el documento y adoptaba una posición de espera imperante.

    Hacía tiempo que nadie utilizaba su rango de capitán para dirigirse a él, en una clara muestra de desprecio que no había hecho el más mínimo intento de frenar, como si les dijera con ello que, efectivamente, él tampoco se consideraba enteramente uno de los suyos y que, de pertenecer a un grupo, se decantaba orgulloso por el de la ciencia y el conocimiento. Tomó el sobre en sus manos, lacrado y con el sello de alto secreto estampado en el anverso, lo abrió, desplegó el documento y lo leyó con avidez. Lo que allí había escrito le provocó una mezcla de miedo y de ilusión, un cóctel de sentimientos encontrados, como cuando se sabe que uno va a encontrarse con una antigua novia con la que no se acabó bien, a la espera, tras tantos años, de su perdón y su cariño, o de su animadversión y su rencor enquistado. Levantó, tras unos segundos eternos de cavilación acelerada, la vista hacia el soldado y le miró a los ojos, mientras emitía la esperada orden:

– Preparen el quirófano inmediatamente. Movilicen a las enfermeras. Nos envían un herido.
– ¿Cómo dice, doc…capitán? ¿Un herido?¿Qué ha ocurrido?
– Ya lo ha oído. No estoy autorizado a contarle nada más. Obedezca la orden de inmediato. Puede llegar en cualquier momento.
– Sí, señor.–respondió el bisoño soldado –una mueca de espanto infantil dibujada en su rostro– mientras se cuadraba, marcaba el saludo militar y se dirigía sin más dilación a dar cumplimiento de las órdenes recibidas.

    Acudieron a la mente del doctor los mitos y leyendas sobre terribles carnicerías y millones de muertos de un pasado remoto. Las guerras irracionales y sanguinarias entre hermanos; los Zanis, los Niosbos, los Rocatas, los Durandas, los Rudunbis, los Sulunames; Nekoranos, Naceriamos, Risios… historias envueltas en bruma que se contaban al calor del fuego, asediados por las sombras de la vigilia helada. Se hablaba de tribus y pueblos y naciones legendarias, ejércitos de iletrados estúpidos manipulados por líderes inhumanos y podridos por el odio y la ignorancia, lanzados contra sus hermanos, otros seres humanos, para matar, descuartizar y violar o para ser descuartizados, muertos o violados, en una espiral de odio que siempre terminaba en la aniquilación total y absoluta de todas las partes, todas sus banderas, himnos, tradiciones, idiomas y genes perdidos en la noche de los tiempos, como así ha sido siempre y siempre será. Estos cuentos de terror, que circulaban en ambos bandos, eran los que, por fortuna, mantenían la situación enquistada, circunscrita a pequeños gestos, que recordaban a los ridículos movimientos que hacen dos hombres cobardes cuando no se quieren pegar pero se han visto obligados a hacerlo.
    El doctor regresó por fin a su habitación, poseído todo él por su yo más profesional. Lo primero que hizo, en un gesto casi inconsciente, y que habría de repetir después en el quirófano, fue lavarse las manos. No lo hace el médico como Poncio Pilato, acto que simboliza la cobardía y la pasividad, sino, muy al contrario, desinfecta sus manos como el primer paso de la acción emprendida, de la valentía que reside en poner su conocimiento y habilidad al servicio de la ciencia y la humanidad, concretados en el esfuerzo por salvar una vida. Después se detuvo frente a sus libros de medicina, como si deseara que emanara de ellos todo el saber que atesoraban, casi como si fueran un objeto de culto al que se suplica que no te abandone, tras tantos años de inactividad, conjurando de este modo un asomo de inseguridad. Sonrió levemente y por fin abandonó la estancia, esta vez sí, con paso firme y gesto seguro. Recorrió los pasillos y las escaleras que llevaban hasta el quirófano y todo el que se cruzó con él supo que se encontraba ante un médico y un capitán.



    El doctor tenía ante sí a un soldado uniformado reglamentariamente. Su cara estaba sucia, impregnada de pegotes de arena en algunas partes, con rasguños y erosiones en otras. Su mirada era firme, incluso agresiva, retadora. La sostenía a cualquiera que enfrentara, tras unas gafas de pasta negra de diseño. Lucía, eso sí, un corte de pelo elaborado, impropio de un militar. Una raya muy marcada, vaciada, dividía el cráneo en dos partes: una lateral, cortada a cepillo, y otra en lo alto y hasta el otro lado, cubierta de pelo algo más largo, teñido de un blanco casi fluorescente, peinado con escrúpulo y sostenido por algún tipo de sustancia que lo mantenía fijo, a pesar de los envites que parecía haber sufrido. De su cuerpo emanaban efluvios de miedo y odio, una mezcla que para un hombre como el doctor, apestaba a catástrofe. Sus manos permanecían esposadas por delante del tronco, embadurnadas en una repugnante y conocida mezcla de mugre y sudor, apretadas una contra la otra y entrelazados los dedos, creando un circuito cerrado de tensión y agresividad mal disimulada y contenida por obligación. En contra de la norma, sus pies no portaban grilletes, y es que en realidad no hacían falta: una herida terrible asomaba entre los jirones de su pernera teñida de sangre, lo cual le obligaba a caminar cojo y con un rictus de profundo dolor cuando lo hacía, impidiéndole cualquier deseo de huida o rebelión. Venía al quirófano custodiado por dos soldados de las fuerzas especiales, que formaban parte del grupo que le había trasladado hasta la Fortaleza. Le empujaron con firmeza, sin violencia, hasta la camilla, y le ayudaron a tumbarse.
    El doctor, ataviado con su pijama verde claro y provisto de gorro, mascarilla y guantes estériles, se situó frente a la extremidad del soldado y la observó. Solicitó unas tijeras y recortó la pernera a la altura de la parte alta del muslo para despejar el campo. La enfermera, diligente, limpió y desinfectó la pierna entera, antes de cubrirla con paños estériles y enmarcar la herida. El doctor aplicó un gel de anestesia en sus bordes y, tras un minuto, procedió a inyectar el anestésico local. Aún sabiendo la respuesta, preguntó:

– ¿Quién te ha hecho esto? – preguntó sin mirar al soldado, sus ojos y su atención puestos en el acto quirúrgico.

– Una hiena.

    La mordedura había arrancado parte de la musculatura de la pierna, la piel por supuesto, y dejaba a la vista la superficie del hueso, en el cual se podía observar una marca producida sin duda por un colmillo, cuando la enfermera aspiraba la sangre. Dio orden de que se le administrara la vacuna contra la rabia y así se hizo. El paciente se resistió, al tiempo que profería gritos y amenazas en un idioma extraño pero claramente inteligible. La enfermera miró al doctor sin comprender.

– No se preocupe. Probablemente se haya golpeado la cabeza y le haya afectado al habla. Prosiga.– la tranquilizó.

    El doctor desbridó la herida, la desinfectó y la cosió mientras los soldados de las fuerzas especiales sujetaban al prisionero, por medio de unas bandas para tal efecto, a la camilla. El soldado herido dejó de resistirse y, una vez dada por concluida la intervención, cayó exhausto y se durmió. El doctor dio las gracias a sus enfermeras y les concedió permiso para recoger, limpiar y marcharse. Los dos Especiales se retiraron hasta la única y lejana puerta –el quirófano era espacioso– , no sin antes colocar grilletes, ahora sí, en los pies del preso, sin quitarle las bandas que lo fusionaban con la camilla.
    El doctor tomó asiento junto al ventanal, muy cerca del herido. Desde allí podía ver con claridad, a través del cristal, la nada entre las almenas, pasado, presente y futuro de su inexplicable existencia. ¿Su futuro? Quizá su porvenir, y el de todos, estuviera tumbado tras de sí, sobre aquella camilla. Le observó mientras dormía. Su piel cetrina, enfermiza, amarillenta, delataba desnutrición. Las pústulas y escaraciones, ausencia de higiene. Sus músculos eran flácidos, impropios de un soldado en forma y, al levantarle el faldón de la camisa, pudo comprobar cómo se marcaban sus costillas a través de la piel. Entonces, el soldado herido recuperó la consciencia, muy despacio, los ojos entreabiertos, la lengua que recorre la boca seca y chasquea, la tez brillante y sudorosa. El doctor se aproximó a él, hizo desplazarse la silla sobre sus ruedas con un leve golpe de cadera y apoyó su mano contra el borde de la camilla para detener el movimiento. Aproximó su cara a la del soldado y le preguntó:

– ¿Se encuentra usted bien?¿Necesita algo?
– Agua… – masculló el soldado.

    El doctor se acercó a la pila, tomó un vaso metálico, abrió el grifo y permitió que el líquido lo rellenara hasta el borde. Después lo aproximó a la boca del preso, quien dio buena cuenta de él sin disimular su ansia.

– ¿Mejor?

    El soldado herido y ya curado respondió con un gesto afirmativo de la cabeza. Apoyó de nuevo su nuca sobre la camilla y permaneció con la mirada fija en el doctor. Éste no pudo o no supo o no quiso contenerse más. Acercó su cara de nuevo al prisionero, al espía disfrazado, al intruso precario y tan débil que había sido considerado carroña por las hienas, y le preguntó:

– ¿Cómo están las cosas en vuestro país? ¿Están todos tan desnutridos y enfermos como tú? Dime, soldado, ¿a qué os dedicáis?

    El soldado apretó los dientes, crepitaron las cúspides fracturándose en su boca, latieron sus maseteros. Sus ojos se abrieron de forma desmesurada, fijos, inyectados en sangre. Tensó todo su cuerpo y se desbocó su corazón. Levantó la cabeza hasta donde le permitían sus ataduras y le espetó:

– A odiaros.

    El doctor le miró espantado y comprendió. Se levantó y, abatido, se dirigió a su habitación, como un autómata, sin ser consciente de su rango ni de las personas con las que se cruzaba ni de los objetos, ni de nada en absoluto. Abrió la puerta, cruzó el umbral y no cerró. Se sentó en su butaca, prendió la pipa y retomó el libro que había dejado abierto, boca abajo, contra la madera de la mesilla. Antes de comenzar a leer, sintió nostalgia por sus dieciocho años de aburrimiento. Los percibió, por primera vez, como tiempos felices que habían tocado a su fin. Las historias sobre los pueblos antiguos se agitaron en su cabeza y se expandieron en escenas atávicas de odio y destrucción. Después, por fin, continuó leyendo. Y se esforzó por prestar más atención que nunca.


domingo, 1 de octubre de 2017

La sonrisa de la hiena

    Podría estar ocurriendo que nuestra sociedad se hubiera vuelto tan infantil o púver o estúpida que sonreír se estuviera convirtiendo en una cuestión moral. Podría estar sucediendo que comenzáramos el siglo desorientados y nos ofrecieran, a modo de asidero –más bien de espejismo–, el talante, y que, comprobada su vacuidad – o nuestra insaciabilidad o nuestra falta de conformismo o nuestra total ausencia de verdadero talante –, nos propusieran, como segundo plato y a modo de trágala, la sonrisa. Mira que es bonito sonreír, y hasta reír y carcajear, llorar de risa, doblarse en espasmos ante una ocurrencia genial, un buen chiste o un amigo con chispa. Pero desde que la sonrisa se ha convertido en un arma arrojadiza, y casi en una imposición, se le van quitando a uno las ganas de dibujarla en sus labios. Al igual que ocurre con la palabra amor, la sonrisa, de tanto utilizarla, se nos gasta y pierde todo su valor. Uno comienza a sentirse bajo la tiranía de la sonrisa, y basta que un prócer desee imponerme algo para que me niegue a obedecerle –las órdenes modernas son subliminales, puede que mucho más impositivas que las directas–. Desde lo público se anima a los compañeros o a la gente a hacer las cosas “con una sonrisa”, como si el mero hecho de sonreír tuviera valor en sí mismo. La sonrisa va unida a una palabra, pensamiento, acción o actitud que la desencadena de forma natural. Pero ahora, en una nueva vuelta de tuerca de la tiranía de los pensamientos únicos –van habiendo un par por lo menos, pero siguen siendo únicos por su exclusiva capacidad para lo imbécil y borreguil y por su voluntad excluyente–, se nos impele a sonreír como un instrumento social que divide a las masas entre los que sonríen y los que no. Y claro, la vida se nos llena de sonrisas apestosas, falsas, forzadas. Personas que cometen una ilegalidad y sonríen. Que asesinan y sonríen. Que sonríen cuando están siendo vencidos, como si creyeran que nos pueden hacer dudar así de su estrepitosa derrota, o como queriéndonos crear las sensación de que son muy listos y de que las cosas no terminan ahí. Se anima también a sonreír en las empresas, espacios pitirifláuticos donde los haya, todo sonrisas y positividad, alegría, amor y fraternidad. Sonríe en la convivencia decepcionante el monstruo larvado. Sonríe el vendedor de humo que nos cruje a comisiones. Sonríe al Universo con la mente el orador o el meditabundo. Sonríen las masas mientras dividen el mundo y actúan como robots o clones o zombis o marionetas que otros ladrones bastardos sonrientes manipulan. Sonrían, amigos. Traten de agredir con su alegría impostada. Lancen contra los ojos de los demás su podrida dentadura y sus labios descoloridos y prosigan haciendo el ridículo y mostrándonos su vacío. La sonrisa se ha devaluado tanto que se ha convertido en una señal de alerta. Cuidado si nos sonríen, porque las probabilidades de que nos quieran engañar, manipular o agredir aumentan de manera exponencial. Así que hay que andar vigilante y precavido frente a la sonrisa. La de la amante sibilina, la del amigo sutil y traicionero, la del vendedor avaricioso, la del político ególatra.
    La Razón, la inteligencia y el conocimiento, las más excelsas capacidades del ser humano, han sido las poderosas armas que la Humanidad ha utilizado para ir arrinconando la enfermedad, la ignorancia y la injusticia. La alegría es la salsa que las sazona. Vamos, con gran esfuerzo y algunos retrocesos, abandonando nuestras vísceras, que es donde residen de verdad la mayoría de las emociones. Pero han alcanzado el trono del mundo nuevas fuerzas que introducen su zarpa en esas tripas y las remueven, y gritan día y noche las mismas frases, apisonadoras monocordes, para impedirnos pensar. Todas dicen más o menos lo mismo. Siente, no pienses, sonríe y compra. Siente, no pienses, sonríe, y obedece. Siente, no pienses, sonríe, y firma aquí. Siente, no pienses, sonríe, y vótame… Lo serio es malo, lo largo es malo, lo intelectual es malo, el esfuerzo es malo, los valores son malos, la ley es mala. Túmbalo todo con tu sonrisa. Sonríe y cambiarás el mundo, que se postrará a tus pies. Arco iris, unicornios, hierba fluorescente, aguas caribeñas, paz, amor, amistad y fraternidad eternas. Sonríe.
    Sonríe la hiena, esa especie de perro gigante que recuerda a un muerto viviente que acaba de abandonar su tumba. Su cabeza es grande en relación al resto del cuerpo. Poderoso su cuello, temibles sus colmillos. Espera, serena tan sólo en apariencia, a que otros ataquen y luchen y venzan, o corran y se agoten y sucumban. Se aproxima a animales heridos y desechados por los grandes carnívoros en busca de una presa mejor, o a los restos de un festín, en natural puja con los buitres. Sonríe cuando camina despacio con la cabeza gacha, mientras otras hienas se aproximan y conforman un grupo sonriente que huele a muerte y a putrefacción. Ríe la hiena y su voz parece humana y el que la escucha sabe por qué dan tanto miedo los payasos. Aunque es posible que le hayamos robado su risa a las hienas. Hunde su hocico en la carroña y revuelve las vísceras y su hedor se pega a su cara y toda esa sangre caliente le cubre el resto hasta los ojos. Sonríe satisfecha mientras se alimenta de los despojos que otros no valoraron. Cada vez son más, y sonríen, lo hacen siempre.


sábado, 23 de septiembre de 2017

El olor del ruido

   No es nada común ser consciente de la complejidad de cada hecho que nos acaece ni de las consecuencias de nuestras propias acciones. Por tanto, no es nada corriente encontrar a una persona que sea consciente de lo complejo que resultan nuestros órganos de los sentidos aunque, como casi siempre, los que se dedican a ganar dinero manipulando nuestro comportamiento, sí que lo sean. Y es que tendemos a creer, con cierta ingenuidad y simpleza, que nuestros sentidos se identifican con el órgano de captación – ojo, oído, nariz, boca y piel –, olvidándonos de las vías de transmisión y de su área cerebral correspondiente, a su vez imbricada de manera compleja en una red caleidoscópica de axones y tumultuosas conexiones. Bien lo saben, digo, los que profundizan en los detalles del comportamiento humano, tomando la dirección contraria a la mayoría. Se olvidan del órgano captador y se centran en el estudio y manipulación de sus áreas correspondientes.
    Y es que quiso la fortuna, los dioses o el mero azar que, en un terrible accidente de moto que pudo haber dado fin a mi discreto periplo por el mundo, perdiese yo el sentido del olfato y quedara prácticamente sordo. Me recuperé de múltiples fracturas y superé un año en cama y la depresión que me produjo el hecho de tener que digerir que a partir de aquel momento nada sería de nuevo igual. Sin embargo, con el tiempo y debido a una natural tendencia humana a seguir adelante, me di cuenta de la obviedad de que podía haber sido peor y de que, quizá, se me abrían nuevas puertas. Regresé a mi natural ignorancia de dios, el que sea – tras pasar, postrado en cama y sin nada mejor que hacer, por fases de odio y amor, y amor y odio, otra vivencia religiosa más, tan manida y antigua y simplona que no merece la pena hablar de ella –, y volví a interesarme por el mundo.
    Siempre me he considerado persona observadora para el comportamiento y reflexiva con el origen de sus acciones. Cuando te quedas sordo el lenguaje no verbal se convierte en una especie de supernova de información, y además te das cuenta de que aquella opinión que tenías, sí, aquella que dice que noventa y nueve de cada cien palabras que brotan por la boca de un ser humano común carecen por completo de interés, o directamente son dañinas o anodinas o meros sonidos o tics o repeticiones cansinas o inercias o patadas al lenguaje o simplezas o basura, era cierta. Porque todo lo interesante y valioso, toda la información y la emoción que un ser humano comunica, quiera o no quiera, no está en las palabras. Por eso la literatura es arte y pensamiento puro y diversión. Porque es el único espacio en el que el lenguaje lo abarca todo y lo transmite todo, el único barco que supera el escollo de los órganos de captación y activa, como por arte de magia, las áreas cerebrales de todos los sentidos. Sin embargo, en la calle y para un sordo, las personas terminan componiéndose de gestos, de movimientos corporales, de actitudes. Ya no se necesita discernir lo verdadero de lo falso porque está todo ahí, entregado sin pudor a ti, como un libro abierto, en cada movimiento de su cuerpo. Y sabes quién miente, sí, pero también quién tiene miedo, o es soberbio o tímido o cruel o ladino o pura luz. Quién es noble o mundano o rastrero o pulcro y aseado. Quién ama o quién odia o quién regala su alegría. Quién no movería un músculo por ti, pese al adorno de sus palabras, y quién estará a tu lado cuando vienen mal dadas. El hecho de no poder escucharles se convierte en una liberación, y abre las puertas a un campo de relación con las personas más real, por medio de una sinceridad no pedida y que es dada sin consciencia. Las personas quedan desnudas ante tus ojos y esa experiencia puede ser descorazonadora y decepcionante, pero también puede ser la oportunidad de convertirte en un explorador único en busca de tesoros ocultos – las menos de las veces, para qué engañarnos –. También te vuelves plenamente consciente – ya lo sabías antes, en el fondo lo sabemos todos – de que la gente no escucha, ya están todos sordos, y que lo único que les obliga a escuchar es el propio interés y que, por tanto, las pocas veces que escuchan se están escuchando a sí mismos. Escuchan su odio o sus miedos o su avaricia o su vacío – el eco que reverbera en las paredes de la nada, uno de nuestros mayores secretos – o su deseo, cuando se encuentran contenidos en las palabras de otros. Así que prosigues en igualdad de condiciones o, bajo cierto punto de vista, has mejorado. Has perdido la capacidad de escuchar el ruido, sí, ese que está vacío de contenido o que activa los peores comportamientos o sentimientos o complejos de cada simplona alma humana.
    Pero es que además sufro de anosmia. Cuando me lo escribieron en un papel, me llevé la mano al culo, de forma instintiva. Seguía ahí y ahí continua, parte musculosa y grasienta del cuerpo humano, ideal para ser pateada sin que duela demasiado y casi ni te enteres, perfecta para ser penetrada e incluso desgarrada cuando el agresor desea dar noticia de su voluntad de herir. Pero no era eso, no. Lo que me ocurría es que había perdido la capacidad de oler. He de confesar que no resultó para mí ni mucho menos una gran pérdida por dos razones: mi capacidad olfativa era ya de por sí baja y, además, era extremadamente sensible cuando funcionaba. Determinados olores ostentaban sobre mi persona el poder de expulsarme de una habitación o impedirme el paso a ella. Otros me provocaban la arcada compulsiva, descontrolada, arcaica y defensiva. La mayoría de los perfumes de mujer me generaban un rechazo mayúsculo hacia la persona disfrazada con sus efluvios, ya fuera por su agresividad impositiva, por su vacío o por su manifiesta voluntad de manipulación, apelando a mis más básicos y primitivos instintos. Así que, tras la correspondiente y ya mencionada fase depresiva, comencé a valorar mi capacidad – que no incapacidad – de no oler como una bendición. Y es que en una sociedad desarrollada y preventiva frente a los peligros más básicos el sentido del olfato, como protector de la vida, pierde casi toda su utilidad. Continúa sin embargo siendo una puerta abierta al engaño y la tergiversación, acceso que se acababa de cerrar para otros no en sus propias narices ni en las mías, sino dentro de ellas. Pero hete aquí que quedó afectado mi órgano de captación y sus correspondientes transmisores, pero permaneció funcional su área de discernimiento. Y es posible que nuestro órgano rector sea tan complejo y sabio – el órgano en sí, que no nosotros, complejos en lo visceral pero poseedores de una natural tendencia a la simpleza del intelecto y al orgullo por poseerla – que sea capaz de redireccionar toda la experiencia y la información acumulada en el discreto arte de oler, y ponerlo al servicio, por medio de su espléndido sistema de comunicaciones libres de peaje, del resto de áreas que lo componen. Y uno adquiere o resucita o recupera o activa o potencia ese sentido tan animal y necesario y perdido que es el instinto. Por extraño que parezca, comienzas a oler comportamientos. Inseguridades. Pavores. Secretos inconfesables. Traiciones larvadas, su latir ansioso, su espera hirviente. Envidias. Falsedades. Enconos y odios con disfraz de sonrisa. Ladrones. Asesinos. Manipuladores disfrazados de buenazos. Puedes oler a través de los poros de la piel, hueles por los ojos, tu lengua saborea el olor ajeno. Casi puedes tocar su hedor, están ahí, expuestos, todos los secretos y todas las virtudes y todas las miserias, en ese olor denso que no huele pero que te inunda a través de todos los sentidos menos por el que has perdido.
    Se abren nuevas puertas. Se trazan caminos en la espesura o en la nada. Se corren las cortinas y se hace la luz. La ventana abierta acoge una brisa fresca y renovadora. Se retira la venda de los ojos. Se derriban murallas. Se envían naves sensibles hacia la nada, en busca de los misterios del universo. Se sincera un corazón. Se deja correr el agua de un grifo. Se canta, por fin, una canción. Se llora por primera vez, al estrenar el silencio. Se salta al vacío, la vida suspendida por una simple cuerda y lastrada por el ansia de emoción. Hierve el café recién hecho, y rebosa a borbotones de la cafetera olvidada. Se saluda con franca ilusión a la desconocida que brilla. Se emprende una aventura alocada y condenada al fracaso. Sí, eso, se canta, por fin, una canción. Esa puedo oírla. Vibra y puedo oírla. Es la que me transforma y de la que bebo la vida.
    Hay mucha gente que quiere cosas de ti y no lo sabes. Gente que no sabes que existe y que quieren cosas de ti que no sabes que existen. Puede que seas su carnaza y puede que yo trabaje para ellos. No sabes si soy bueno o malo y yo tampoco lo sé. ¿Qué es eso? Un concepto tan simple como subjetivo y, por lo tanto, inválido, si se permanece en la gama de grises. Pero te veo y te escucho, sí, te escucho, y te toco y te huelo, sí, hueles muy fuerte, y te toco sin usar las manos y te saboreo con mi nariz que sólo capta oxígeno y con el cartílago retorcido de mis orejas. Estamos juntos en esta habitación. Estate alerta si lo que quieres es engañarme. Puede que para hacerlo necesites dejar de engañarte a ti mismo. Y eso es imposible. Porque yo lo oigo y lo huelo todo. Todo menos a mí mismo. Y, en mi experiencia, es una gran ventaja. La ventaja de dejar de oler el ruido.

domingo, 17 de septiembre de 2017

EmocioAnal, Javier Marías

    A veces uno se pregunta si resulta realmente necesario someterse a determinadas torturas. Lo es para mí lo anodino. Toda esa inercia clónica en la que se puede convertir una vida. Y no hablo tanto de lo material, que también – la misma casa, las mismas cosas, los mismos lugares –, como de la inercia a la que nos sometemos las personas. La existencia se puede convertir con suma facilidad en una obra de teatro en la cual todo el mundo lee su papel con parsimonia intelectual, aún cuando las señales, el lenguaje corporal – las sonrisas, los gestos, el tono de voz, incluso las palabras clave – traten de transmitir cierta euforia, un mar de fondo de alegría por vivir. Sin embargo, algunos actores son tan buenos que te pueden hacer dudar. ¿Será posible que sea a mí al único que decepcione toda esta desidia intelectual y emocional? ¿Puede ser que esta persona se sienta satisfecha con toda esta mecanicidad, con toda esta mediocridad del intelecto y la voluntad? ¿Con todos estos lugares comunes, encadenados uno tras otro, así, al tuntún, para rellenar el silencio? A mí se me derrumban todas las creencias a poco que me paro a observarlas un poco. Sin embargo, para muchos, conforman sus señas de identidad. Y justamente el ser humano es muy dado a no ejercer en absoluto la autocrítica. Luego si incorporo determinados credos a mi yo, no les dedicaré ni un segundo. Y por tanto, todo lo que los ponga en duda es un ataque a mi persona.
    A mí, sin embargo, no hay nada que me haga sentir más libre que criticar mis supuestas creencias. Digo supuestas porque a poco que uno abra la boca ya se le han adjudicado tres o cuatro etiquetas y se le ha colocado en un determinado bando, credo o equipo. Si no eres encasillable no eres de fiar. Al final uno opta por callar, con lo que a mí me gusta hablar. Y es que además hay que contenerse, por eso de que andar por ahí sacándole pegas o haciendo preguntas embarazosas sobre todas las frases hechas con las que mucha gente va tirando genera enormes suspicacias. Más en estos nuevos tiempos de extremismos. Te conviertes en un pollavieja.
    Me impresionan todos los mecanismos que nuestra sociedad está desplegando para que recibamos información corta –que no conocimiento –y muy teñida de emociones. Y toda esa presión que ejerce para que nos posicionemos rápido ante cualquier asunto y emitamos una o dos frases que nos sitúen en un bando. Ya te han cazado. Te tienen donde quieren. Porque parece que desdecirse en nuestros tiempos es humillante. Vivimos nuevos momentos oscuros para la Razón. A mí me llegan a insultar por mi inteligencia, de lo más normal por otro lado. El único problema es que me esfuerzo por utilizarla. Nada más. El sentido común, la observación, el análisis, la duda razonable, la escucha activa, la crítica. Todo esto molesta soberanamente. El común ha abdicado de lo único que les hace libres y que alguien se lo recuerde con sus propios actos ofende. Vivimos en la Tiranía de la Emoción y del Culto al Ego Infantil. Así, con mayúsculas, para llamar un poquito la atención. Nos hemos convertido en una raza sojuzgada por el neuromarketing. Disculpen el anglicismo, pero es que viene muy al caso. Todo es emocional. Y eso nos convierte en seres simples, estúpidos, y hasta diría que insoportables en las distancias cortas. Es fácil encontrarse con extremistas exaltados, individuos comidos por las dudas o zombies de la sonrisa, la paz y el amor. El mundo recuerda a un barco a la deriva, sin capitán y sin timonel, sometido a las tormentas, cuyas decisiones las toma la turba en base a sus emociones más primarias. Y me refiero a las emociones negativas, por supuesto, pero también a las positivas. Me da pánico pensar en los millones y millones de personas que creen firmemente que manejando cuatro o cinco emociones positivas se arregla el mundo. A mí todo esto me parece cada vez más EmocioAnal, porque nos están dando constantemente por el culo mientras nosotros mismos nos obligamos a sonreír cuando nos sodomizan. No vaya a ser que haya una cámara de fotos por ahí suelta y nos saque serios. Eso afea mucho. Y es que cada vez más a menudo tengo la sensación, seguramente errónea, de estar rodeado de personas que han pedido que les reingresen en Matrix y poder así saborear un buen filete, aún sabiendo que este, simplemente, no existe.

(Saber si este texto es de Javier Marías o no lo es no tiene importancia. Puede que sea una burda manipulación de las emociones. O no. Lo importante es que reflexiones acerca de por qué te ha incomodado, si es que lo ha hecho)


sábado, 16 de septiembre de 2017

Ruido

     En el fondo de una caja antigua lo único que hay es ruido. La nuestra lleva abierta mucho tiempo y su ruido nos ha convertido en sordos. Incluso en la noche más oscura murmulla detrás una especie de mar que no es tal, con sus picos como de rabieta o de actor cómico imitando el sonido de una ambulancia, o una especie de tronar levemente musicado que me hace pensar en el sonido de los pedos de un hombre gordo y refinado. Dos toques rápidos y cortos, la misma nota algo metálica: ese hombre tiene, además, forma de tuba. Y brilla y es dorado. Flotan sonidos extraños, como si se aproximara un ovni que corta el aire de un modo especial, o como si tal vez estuviera hecho de un material desconocido que consigue transformar el oxígeno en un instrumento inquietante, también él muy parco en notas. Tan sólo son necesarias una o dos para poner a cualquiera los pelos de punta. Deben estar pensadas para dar miedo, escritas en la partitura para dar miedo, y tocadas para dar miedo. Una nota o dos bastan. Reverbera un temblor casi imperceptible, siempre en nuestras vidas, y que, como tal y durante lo cotidiano, no existe. Pero ahora toma protagonismo, esa especie de melodía deslabazada, como de cabos sueltos, de vetusta madera que se queja con el vaivén de las olas. Siempre me ha hecho sentir como si mi casa fuera un barco a la deriva sobre un mar en calma. Inquietante, y quizá engañoso. O la pura y simple verdad cantada por el temblor de una persiana recogida en el interior de su caja, mecida por la suave brisa del amanecer, que se cuela por las juntas.
    Y uno sabe entonces, por cómo suena de nuevo, que el mundo no presagia nada bueno. Quizá tampoco nada malo. Tan sólo ese suave runrún de siempre, inquietante como digo, vacío, descorazonador. Esa llama que está siempre a punto de apagarse. Esa sensación que produce la sonrisa que vende alegría pero que en realidad es un muro frente a la intimidad. Sí, lo veo con claridad. El mundo, una jornada más, presagia indiferencia. Así que no se me debiliten, señoras y señores. Comienza el espectáculo. No se me vengan abajo, amigos. No les de por pensar o sentir demasiado. No. Por favor, no sean tímidos, incorpórense a la fiesta, a esta gran, magnífica y reluciente rueda de la indiferencia. Deberíamos dedicarnos, para ir entrando en calor, a cuidar de nosotros mismos para así, después, poder cuidar bien de los demás. Es el nuevo código retorcido del egoísmo. Pero funciona. Cuela. Uno suelta una frase así por ahí y la gente se la piensa. Ésta sí que se la piensan. Es más corta que un tuit. Y además su contenido les conviene. Sí, claro, es evidente, para poder cuidar de los demás yo tengo que estar bien. Así que hala, a la tarea. Y ya entonces es un no parar. Y además hay material a mansalva. Ideas y sentimientos también. Palabras escritas. Incluso andamios filosóficos completos. Todo lo que necesites para entregarte al cuidado de ti mismo con el único y noble fin de, después, poder de esta forma cuidar bien de los demás. Este enfoque tan evidente se lo ha perdido mucha gente durante nuestro periplo por la tierra. Que se lo digan, por ejemplo, a la Madre Teresa de Calcuta. Tenía la piel hecha un asco. Y menuda chepa. Y vete tú a saber lo que había bajo el hábito. Esta señora se perdió muchas cosas que le habrían ayudado a cuidar mejor de los demás. Además, la pobre no sabía irradiar rayos cósmicos de ayuda, bondad y transformación. Pobrecita. No sabía. Pero ahora hay gente que sí. No precisan hacer absolutamente nada para ser buenos. Simplemente lo son. Es lo que pone en los libros y revistas que leen. Yo he visto a las palabras cobrar vida, corretear por el papel, saltar al oído de una top model, y colarse por ahí dentro. Dicen que esas ideas se instalan como un virus, en sótanos profundos, abisales, y que se quedan para siempre. A partir de entonces se entregan a la noble tarea de cuidarse, cuidarse y cuidarse mientras irradian rayos cósmicos de bondad a todo el Universo, así, como algo muy repartido y etéreo, el Universo. Y venga a irradiar. Todo el día irradiando. A veces se sientan a irradiar específicamente. Creo que, cuando lo hacen, también se están cuidando la mayor parte del tiempo. Pero un ratito sí que irradian rayos cósmicos, un regalo para todos nosotros. Alguna vez me ha dado algo de miedo pensar que quizá estas ondas también aumentaran el riesgo de padecer tumores. No creo. Con toda esa bondad y amor del que van cargadas. Luego suele hacer falta alguien que haga cosas, que afronte problemas y los resuelva. Por aquí, en el mundo real. Y que sostenga el asunto, claro. Con esa cosa vil, repulsiva y plebeya. Eso que ni siquiera se menciona por, por, por… no sé, por depravado, no, quizá por mundano, por sucio. Cuando se utiliza tanto es de mala educación, qué digo, inmoral, ni tan siquiera mencionarlo. Ahora que estoy solo, ahora que nadie me escucha, lo voy a hacer. Voy a pronunciar esa palabra. Di...di...ah, no puedo. A ver en inglés. Mo...mo...mo… Imposible. Me puede el miedo a que me puedan oír. Pronunciar semejante vulgaridad. Es que dicen que el mero acto de nombrarlo es como invocar al diablo. Parece ser que te empiezan a rondar cosas como la madurez, la responsabilidad, el futuro(qué horror, pensar en el futuro, o sea, fíjate) y entonces estás muerto. Bueno, da igual.
    Sí, da igual. ¿O no? He cerrado la ventana y ya no escucho el despertar de la ciudad. Puedo dedicarme en cuerpo y alma al sonido del motorcillo del frigorífico. Otro de esos extraños que siempre están ahí. Qué melodía, si se la puede llamar así (no, no se puede)… Vale, vale. Pues que espanto de ruido. Me recuerda a una electrocución perpetua mientras te obligan a masticar tornillos y te colocan unas antenas en la cabeza para que emitas rayos cósmicos, de esos sanadores, pero amplificados. Y también para captar las tormentas. Para que te caigan todas a ti en la cabeza, vamos. Así es exactamente como suena mi nevera. Y, no se, con eso, yo creo que ya está dicho todo.
    No, que va. Uno se toma un respiro para hacer lo que tiene que hacer, pero después regresa junto a la nevera y el congelador. Frío el uno, gélido el otro. Y eso me recuerda que ahora tenemos por todas partes gente que sonríe y te obliga a sonreír, como si fuera una cuestión moral (puede ser éste quizá un signo de puerilidad, de infantilismo, que sonreír sea una cuestión moral. Hasta dónde será capaz de derrumbarse el pensamiento humano), mientras reclaman independencia, como si esta proviniera de otros y no se la construyera uno mismo; la reclaman, sí, en base a sentimientos difusos, etéreos, malenquistados en las lecciones de la historia que nos negamos a escuchar. Reclaman independencia, los individuos y los colectivos. Y, curioso, lo hacen al que paga la fiesta. Papi, no me gusta estar contigo, yo molo mucho más que tú, ah, y necesito gasolina para el coche que esta noche me voy de farra. Y también necesito financiación para cuidarme para así poder cuidar del universo y sonreír e iluminar el mundo con mi mera presencia e irradiar esa bondad mía etérea que lo cambia todo sin que yo mueva un músculo pero déjame en paz que me molestas y me agobias y me impones y me recuerdas cosas trabajosas y plebeyas de las que no quiero saber nada porque me distraen y desconcentran de mi noble tarea irradiadora y presencial. Como dice el rap de Kaká y Benzemá: Y a cagar.



sábado, 19 de agosto de 2017

La indiferencia

What'll you do when you get lonely
and nobody's waiting by your side?
You've been running and hiding much too long.
You know it's just your foolish pride.
Layla, you've got me on my knees.
Layla, i'm begging, darling please.
Layla, darling won't you ease my worried mind.
I tried to give you consolation
when your old man had let you down.
Like a fool, i fell in love with you,
turned my whole world upside down.
Let's make the best of the situation
before i finally go insane.
Please don't say we'll never find a way
and tell me all my love's in vain.



I

- Yo siempre he sido una persona rebosante de energía, doctora. Una explosión de actividad, de ideas, de ilusiones. Siempre contento, siempre sonriente, de buen humor. Una persona alegre que gasta bromas, que se preocupa por los demás, que trata de que se encuentren bien. Si alguien a quien quiero tenía un problema o había algo que hacer por su bienestar, allí estaba yo. Incluso tengo una fuerte actitud preventiva. Intento adelantarme a los problemas para que no nos alcance ninguno. Bah. Y míreme ahora. Me han gastado. Se acabó.
- Tú eres un resiliente. Ya lo hemos hablado en otras sesiones. Digamos, para entendernos, que eres una persona que escapa de su entorno. En la mitología serías uno de esos héroes que logran vencer al Destino... Y eso agota, extenúa. Pasa factura. Sobre todo si continúas rodeado de los mismos ambientes y el mismo tipo de personas. De esta forma, tu lucha no finaliza nunca. Y eso no hay ser humano que lo resista. Ni siquiera los héroes.
- No olvide que mi nombre es Pelayo. ¡Ja, ja, ja!. Pero la entiendo. Ahora no me dejan bajarme de mi asiento, se resisten a que cambie mi papel. He sufrido durante muchos años, doctora. Pero no soy persona que se queje. Muy al contrario: me iban los retos. Y fíjese que lo digo en pasado. Pero sí, enfrenté la crisis con energía e ilusión, como siempre he hecho con todo. Al mismo tiempo, matrimonio, hijos. Y mucha actividad, claro. Soy autónomo, pequeño empresario. Un hombre-orquesta. Soy el dueño, el director, el de marketing, el de expansión, el contable, el de recursos humanos -terrible-, relaciones públicas, el solidario, el chico de los recados y, por supuesto, el trabajador. Además voy a la compra, cuido de mis hijos y de mi mujer y, por supuesto, me cuesta dormir por la noche. ¿Le ha ocurrido alguna vez, doctora? Es desesperante. El horror. Y claro, por algún lado tenía que explotar. Nadie me dejaba en paz ni un segundo, ¿sabe doctora? ¿Entiende lo que le digo? Nadie me ha ayudado, ¿sabe? De verdad, nadie. Me han dejado solo. El esfuerzo provoca alergia. Si lo puede hacer otro, mejor. El escaqueo. Y ni siquiera un reconocimiento, un agradecimiento, un detalle: una muestra de cariño por dejarte la piel para que no le ocurra nada a los tuyos. Es decir, a mi familia, a mi socio, a mis empleados. Nada.
- Te entiendo. Es más común de lo que imaginas. Lo positivo es haberte dado cuenta.
- Bueno, claro, al principio sí que había reconocimiento. Yo era maravilloso, un héroe, el mejor. Luego todo eso se acabó. El otro día hizo un amago, pero ya me sonó falso, no coló. Quizás al principio también ese reconocimiento era falso. De forma inconsciente, supongo.
- ¿Cómo fue ese amago?¿Qué ocurrió?
- Pues verá, doctora, por suerte o por desgracia yo también he tomado la pastilla roja. ¿Me comprende?
- Pues la verdad es que no, Pelayo.
- Sí, doctora, la pastilla roja. La que Morfeo le ofrece a Neo en Matrix. Por fin la he tomado, después de tantos años resistiéndome a hacerlo. Y cuando uno ingiere esa píldora ya no hay marcha atrás. Despiertas de tu sueño, te liberas. Te das cuenta de que los parásitos te tenían sojuzgado, que vivían de ti y que te decían lo que querías oír. Los mismos a los que has apoyado en todo. En el mundo real al que accedes, todo es más duro, ya no hay tanta risa ni tanto cachondeo. Pero al menos es la verdad. La realidad. Hay que asumirla y ser más libre.
- Estoy muy de acuerdo en eso último, Pelayo. ¿Pero por qué me cuentas esto?
- Para explicarle que ya no me trago nada. Se sentó en la cocina a llorar durante media hora. Le solía funcionar, antes. Lloró y lloró y habló muy mal de ella misma. Así solía conseguir una reconciliación, un beso, un abrazo. Y volver a lo de siempre. Y aquí es donde quería yo llegar, doctora. Me dijo que me admiraba. Sí, lo dijo. Fue un buen intento, pero esta vez no coló. Me había abandonado toda la energía. Me pesaban los párpados. Era como si yo no estuviera allí. Todo me sonaba manido, ya sabido. Como cuando un mago hace trucos que ya conoces. También me sentía como cuando Neo se "ilumina" y ve Matrix, con sus filas de números y letras verde fluorescente sobre fondo negro. Que me admiraba, dijo. Fue un recurso desesperado. Vio que esa vez no iba a conseguir nada dando pena, así que apeló al ego. Pero en esta ocasión ni me inmuté. Uno de mis mayores errores ha sido el de creerme que soy admirado, el de creerme que me valoran por lo que hago por ellos. Y no lo hacen. Sólo quieren recibir y recibir. Que el río fluya únicamente en su dirección. Pues eso se acabó.
- El río siempre fluye en una única dirección. Mira, Neo...
-¿Neo?¡Ja, ja, ja!
- Es una broma. Tú has descrito, sin quizá saberlo, una forma de manipulación muy común. Es lo que los psicólogos denominamos el Eterno Dependiente. Este manipulador juega con tu ego. Hace que te sientas muy superior, el mejor, mientras que él es poca cosa, débil e inútil, y por supuesto, incapaz de hacer cosas que tú sí que puedes hacer… Ahí te ha pillado. Tu compasión hacia su debilidad, sumada a tu ego personal de fortaleza y capacidad, te pierden, obligándote, sin que te des cuenta, a hacer cosas que la otra persona puede hacer, pero que no hará porque se las haces tú. Así se libra de las consecuencias que puedan tener esos actos que te incita a realizar y se evita también el esfuerzo que suponen.
- ¡Dios mío, doctora! ¡Yo no podría haberlo expresado mejor! No sabe cuánto me alegro de estar aquí. Por fin alguien que se da cuenta. No sabe cómo agradezco esto. Para mí significa mucho. Lo de Eterno Dependiente suena muy bien. No sabía que se denominara así. Para mí son, simplemente, gente pasiva. Son un lastre. Una pesada carga. Parásitos. Son la personificación de la indolencia, de la desidia, de la vagancia, de la dejadez. Son una especie de Ghandis malvados. Unos resistentes pasivos, usted ya me entiende. Pero no luchan, de esa forma, por los derechos humanos, no. Luchan por su bienestar. Por desgracia, doctora, ya sabe que tengo un par de estos cerca de mí. Demasiado cerca. Lo que me sorbe el coco últimamente es por qué narices he elegido rodearme de gente así. No lo entiendo.
- Puede que no lo hayas decidido tú, Pelayo. Puede que ellos te eligieran a ti. No controlamos nuestra vida tanto como nos gusta creer. Los manipuladores detectan el punto débil de su víctima. En tu caso es tu compasión, tu empatía, tu capacidad para resolver problemas y tu humanidad. Tus valores, Pelayo. Es duro decirlo así, pero tus valores son tu mayor debilidad.
- Lo sé, doctora, lo sé. Esa situación aparece en muchas películas. Sin ir más lejos, el otro día vi Los Intocables. Frank Nitty, un matón de la banda de Capone, cuelga de una cuerda y Eliot Ness le tiene a tiro sin que él lo sepa. Ese desgraciado ha matado a su mejor amigo. La situación pone a prueba los valores de Ness. A punto está de dispararle, pero al final baja el arma y ayuda a Nitty a subir por la cuerda. En vez de tomarse la justicia por su cuenta, le da la oportunidad de ser juzgado, el derecho de cualquier ser humano. Una vez arriba, Nitty le dice que su amigo murió como un cerdo. Algo cambia en la mente de Ness, algo hace clic. Coge a Nitty y le empuja con todas sus fuerzas por la cornisa mientras le pregunta si era así como gritaba su amigo.
- ¿Qué me quieres decir con esto, Pelayo?
- Pues le doy la razón. Mis valores son mi debilidad. Pero también le digo que, a partir de ahora, si alguien los utiliza para manipularme, le lanzo por la cornisa. Metafóricamente hablando, claro. He dado muchas oportunidades a gente cercana durante años. Alguno ya ha caído. Y no se imagina lo liberado que me siento.
- Librarse de este tipo de manipulador es importante, Pelayo. Has hecho muy bien. Sin embargo, puede que haya otros de los que no puedas librarte del todo. Quizá ahí deberías tratar de alejarte lo máximo posible de ellos.
- Soy un experto en eso, doctora. Lo llevo haciendo desde que era un crío.
- ¿Ah, sí?¿Qué quieres decir?
- Pues que toda mi vida ha sido así. Alejamiento.
- Cuéntame...
- Pues mire. Uno se levanta y ya no está. No viene a comer. Cuando llega por la noche, muy tarde, no saluda. No te besa. No te mira a los ojos. Se marcha a su habitación a despotricar de todo el mundo mientras se pone el pijama. Después, se sienta a mesa puesta a cenar mientras mira la televisión en silencio. Y a dormir. Los fines de semana se levanta muy tarde. Casi a la hora de comer. Dice holaquehay sin mirar a nadie, sin tocar a nadie. Abre la nevera y coge un paquete de membrillo. Busca una cucharilla y se come el membrillo de pie, sin sacarlo siquiera de su paquete transparente, frente a la encimera, o frente a la misma nevera abierta, de espaldas a cualquiera que esté en la cocina. Después se marcha un ratito a su despacho. Reaparece a la hora de comer, a mesa puesta. Se sienta y no habla con nadie. No le interesamos nada. No pregunta, no cuenta, no hace bromas. Nada. Como si no existiéramos. Como si fuéramos muebles. Mira la televisión y habla con los que aparecen en ella. Bueno, más bien les insulta. Son todos unos gilipollas, según él. Mucha agresividad y mucha soberbia. Alguien que dice saber cómo arreglar el mundo y que ni siquiera es capaz de interesarse por sus hijos. Bueno. Después de comer, todavía en pijama, se tumba en el sofá y se queda dormido. Siestas de varias horas. Cuando por fin se levanta, se encierra en su despacho, delante del ordenador. El resto de la tarde . Recuerdo jugar frente a su cristalera y ver su cara mirando la pantalla. Ni un gesto para nosotros. Nada. Después, cenaba, de la misma forma, otro rato de tele y a dormir. Cualquier intento de hablar con él de cualquier cosa desataba su ira. No quería saber nada de nosotros. Y así continúa. Por eso le digo que soy un experto en alejarme de gente. Estoy acostumbrado a que me ignoren. Estoy hecho a la indiferencia.
- Más bien eres un experto en que se alejen de ti. A eso no se acostumbra nunca uno, Pelayo. A la indiferencia. Duele mucho. Lo contrario del amor no es el odio, Pelayo. Es la indiferencia. En el odio, al menos, hay un reconocimiento de la presencia del otro. En la indiferencia no.
- Le doy toda la razón, doctora. Y peor aún es si no consigues librarte de ella. De la indiferencia. Se ha pasado dos años sin hablarnos por una maldita comida. ¡Dos años! Y he tenido que ser yo el que rompiera eso. De rodillas, literal. Llorando como una magdalena. Y todavía fue capaz de recriminarme algo. Lo que aterra es el hecho de saber que si yo no hago ese paripé, hubiera sido capaz de seguir así el resto de su vida. Es monstruoso. Por eso ya no quiero que se me acerque. Le devuelvo parte de la indiferencia que he recibido. Pero librarme de él es imposible.
- Lo sé, Pelayo, lo sé. Pero haces muy bien en evitarle. Son muchos años y no te ha dejado otra opción. Él no va a cambiar, así que has de protegerte. Me imagino que eres consciente de que esa relación explica muchas cosas de ti. No todas, pero sí muchas. También la de que esa "personalidad" se haya tratado de compensar con otra igual de extrema. Pero ahora eso no toca. Como profesional, he de decirte que la indiferencia potencia la sensación de soledad. La indiferencia es el vacío, por lo que no es extraño que provoque una profunda sensación de soledad, sobre todo si ésta proviene de figuras que deberían profesarnos cariño, como pueden ser los padres, los hijos o la pareja. Y la soledad es el preludio de múltiples problemas, tanto a nivel psicológico como físico.
- Qué me va a contar a mí, doctora. Ya conoce usted mis problemas. Por eso estoy aquí.
- Más vale tarde que nunca, Pelayo. Tus problemas tienen solución. La estamos encontrando.
- Los padres, la pareja o el socio. Aquí todo el mundo ha sido indiferente y me ha dejado solo. Muchas veces me siento como ese arquetipo cinematográfico, basado en la realidad, en el que un soldado va al frente a luchar por su país, por los suyos, y regresa destrozado por todo lo que ha vivido, todo el estrés, lo que ha tenido que ver y hacer. Entonces, la misma sociedad a la que ha defendido, por la que se ha sacrificado, por la que ha enfermado, le repudia, le aparta. Sus problemas estorban. Les son indiferentes. Si no cumple su función de esclavo complaciente, hay que quitarle de en medio. Pero eso no va a ocurrir. A mí no. Siempre me han dejado solo y estoy acostumbrado. Pero siguen haciéndolo. Saben hacer otra cosa, pero no quieren. Demasiado esfuerzo.
- Antonio Gramsci, un filósofo y político italiano, dijo: "La indiferencia es abulia, parasitismo y cobardía, no es vida. Por eso odio a los indiferentes". Creo que en lo único que se equivocaba era en odiarlos. Hay que librarse de ellos o devolverles la misma moneda. Justo lo que tú estás haciendo, Pelayo.
- No se imagina lo que es estar inmerso en una espiral de estrés y presión, de soledad inabarcable, y que nadie quiera compartir el viaje contigo. El divertido sí, pero ese no. No se imagina lo que es pedirle a una persona, durante años, que se quede a tomar algo contigo diez minutos para hablar de vuestra empresa y que siempre tenga una excusa para no hacerlo. Que hable de Zapatero para no hablar de nada más. Que te diga a todo que sí, o que te mienta, para no tener que implicarse. No sabe lo que es llegar a casa destrozado por la tensión y la soledad, y que te dejen tirado en el suelo, llorando y suplicando cariño, hasta que por fin te calles. No sabe lo que es que un padre no te hable ni te mire ni te toque jamás. Que su relación contigo sea un holaquehay eterno, esa expresión que se dice en el ascensor para que te dejen en paz. Te gustaría que fueran de otra manera, y lo intentas, pero siempre vuelves a caer en la misma trampa. Y sin casi darte cuenta, te destruyen. Así que sí, doctora, llega un momento en el que te obligan a pagarles con la misma moneda. Pero es curioso. Algunos indiferentes no soportan la indiferencia ajena y se largan. Se ha descubierto su manipulación y, al no poder continuar con ella, se dan cuenta de que el tonto útil ya no va a seguir haciendo de mula de carga. Ellos también van a tener que esforzarse, y no están dispuestos. Así que toman las de Villadiego. Otros refuerzan su indiferencia, su parálisis. Se vuelven aún más distantes, si cabe. Y otros, por fin, hablan de que han dejado de ser indiferentes, dicen que han cambiado, pero los hechos demuestran que todo sigue igual. Creen que con palabrería volverás a caer en su red. Pero no caes y entonces callan. Callan igual que tú. Y cuando llega la oportunidad de demostrar con hechos que ya no son indiferentes, que no son egoístas acomodados que van a la suya, te defraudan. Es muy triste, doctora. Muy triste.
- Por si te sirve de algo Pelayo, te puedo decir que la indiferencia la emplean individuos con un fuerte y marcado carácter autodefensivo, que encuentran en ella la llave perfecta para evitar ser menospreciados, heridos, ignorados o puestos en tela de juicio.
- Me suena...¿Pero así es la vida, no? Todos estamos expuestos a los demás. Hay mucha cobardía ahí.
- La persona en cuestión se aísla del resto y dificulta sus relaciones sociales, o trata de que sean muy superficiales. También la utilizan personas que tienen mucho miedo al dolor y al sufrimiento...
- ¿Y quién no lo tiene, doctora? Aunque claro, es más cómodo cargar con todos los esfuerzos al imbécil de turno. Que otro recorra la parte dura de la vida por ti. Que te haga el trabajo sucio. Y después ignorarlo y culparlo cuando sufre, o resistirse pasivamente a su cambio de papel.
- ...Algunos tienen necesidad de cariño pero lo ocultan para no llevarse decepciones y para evitar que, al abrir su corazón, puedan ser heridos por el rechazo o la mentira.
- Ahí es donde me han llevado a mí, doctora. Ese es el tipo de indiferencia que me han obligado a devolverles. Ya no quiero sufrir más. Estoy firmemente decidido a cambiar el papel que represento en mi entorno. No quiero sentirme ignorado o manipulado más veces. Mi decepción es profunda y dolorosa pero tendré que aprender a vivir con ella porque, como siempre, nadie mueve realmente un músculo -a excepción de los de la lengua- para sacarme de ella. Para demostrar con hechos que les importo y que me quieren y valoran todo lo que he hecho por ellos.
- Mira Pelayo, la indiferencia y el rechazo en la infancia desencadenan una serie de reacciones emocionales que tienen repercusiones en la edad adulta y terminan matizando el tipo de relaciones interpersonales que establecemos. La indiferencia endurece el corazón y es capaz de eliminar cualquier rastro de afecto.
- No hace falta que lo jure, doctora. He sido, durante décadas, una persona alegre, cariñosa, entregada a los míos, pero no puedo más. Y además no quiero poder más. Me han endurecido, sí. Pero por fin he salido de su Matrix. Aunque claro, se paga un precio alto. La realidad duele. La luz siempre es tenue. Los objetos han perdido su color y su brillo. Nada interesa. Todo es mentira, no hay nada en lo que creer. Ni nadie en quien creer. No hay compañeros de viaje, así que tampoco hay viaje. Yo estaba lleno de energía e ilusión y ahora estoy tumbado en una cama, un trozo de carne que respira y come y caga y deja pasar el tiempo. Eso es lo que han conseguido. Desilusionarme del todo. Vaciarme.
- Habrá que ver si podemos hacer algo con eso, Pelayo.
- No se ofenda, doctora, pero es muy triste que yo tenga que pagar para poder hablar de todo esto. Aunque claro, cómo va a escucharte el que no quiere hacerlo. Los responsables de tu dolor se niegan a asumir su autoría. Cómo te van a escuchar de verdad, si lo que les estás pidiendo es que cambien y te lo demuestren con hechos. A gente pasiva, indolente e indiferente. Muy triste, doctora. Pero no se preocupe, soy duro. También me han hecho duro. Ya estamos haciendo algo con eso.
- Lo de que siempre has sido una persona alegre y activa cumple con los patrones de comportamiento habituales. Como norma, la primera reacción ante la indiferencia es intentar llamar la atención, de forma consciente o inconsciente. No obstante, si vemos que esta estrategia no funciona, es probable que terminemos encerrándonos en nosotros mismos, como un mecanismo de defensa para protegernos de los daños emocionales que estamos sufriendo.
- También he pensado mucho en eso, doctora, no se crea. Ha sido de forma inconsciente, como usted dice, pero creo que por eso siempre me he esforzado tanto en que me vaya bien. A mí y a los míos. En parte por miedo, ese sería otro tema, pero también por llamar la atención, o más bien por diferenciarme. De eso me he dado cuenta ahora, claro, no cuando lo hacía. Pero de nuevo el exceso me parece ahora una forma inconsciente de llamar la atención, de gritar "Eh, estoy aquí, existo, me siento solo y sufro". Pero ni con esas. Se ha tomado como una ofensa y se me ha dejado, de nuevo, solo. Más soledad aún, más aislamiento, más indiferencia.
- Probablemente eso ya lo hayas vivido en la infancia, aunque quizá no lo recuerdes explícitamente. Pero deja huella y por eso duele tanto cuando vuelven a hacértelo. No lo soportas. De hecho, cuando los padres adoptan un estilo de crianza marcado por el distanciamiento emocional, a menudo reaccionan con hostilidad ante el intento de sus hijos de establecer una conexión más íntima. Lo que mencionabas de los gritos de tu padre ante cualquier eventualidad. Al final, el niño comprende que su intento de expresar sus emociones no es bien recibido, al contrario, es rechazado y hasta castigado. De esta manera, termina relacionándose a partir del patrón de distanciamiento emocional que han impuesto los padres, pues asume que es la mejor estrategia para ser aceptado.
- Pues yo ahí he sido muy rebelde en ese sentido, doctora. Nunca he aceptado sus patrones para mí. Los desprecio, me parecen cobardes. Y por eso nunca he terminado de encajar en mi familia. Porque me he negado a ser como ellos.
- A eso me refería cuando te decía que eres un resiliente, Pelayo. Pero luchar contra los patrones establecidos desgasta mucho, y no es raro ver aparecer por aquí a muchos resilientes a estas edades. Por eso, al final, en muchos casos las personas que han sido víctimas de la indiferencia en su infancia terminan convirtiéndose en adultos fríos. Tú no lo has sido hasta ahora, más bien al contrario, has resistido, pero vas camino de serlo porque continúas expuesto a la indiferencia. Esa distancia emocional les permite protegerse de cualquier tipo de esfuerzo, aunque también les impide disfrutar plenamente de las relaciones ya que se terminan alejando de los demás.
- Puede ser, doctora, puede ser. Es muy triste, pero me siento que no siento. Que además no quiero sentir. No me apetece que se me acerque nadie. Para qué. Para que me engañe, me utilice, se aproveche de mí o me ignore. A día de hoy, sólo pido que me dejen en paz. Nada más. Me han convertido en ellos. Doy lo que recibo. Indiferencia.
- Ya. Rechazas cualquier tipo de acercamiento emocional levantando un muro de indiferencia. Cuanto más se acerque el otro, más te alejas, dando la impresión de egoísmo y frialdad.
- Ni siquiera he visto a nadie que se acerque de verdad, con hechos. Hablar es gratis pero actuar ya es otra cosa, doctora. Y algunos ni siquiera hablan cuando te sales de su juego.
- Mira Pelayo, por suerte en verdad tú no eres así. Eres un superviviente, un resiliente, un héroe clásico, y también, en cierto modo, un Neo.  Sólo estás devolviendo al mundo la indiferencia que sufres, te limitas a aplicar la única forma de relacionarte que recibes y conoces. Durante tu infancia has tenido que desconectarte tanto de tus sentimientos que no aprendiste a captar las señales no verbales que facilitan la empatía, por lo que también, actualmente, puedes tener problemas de sensibilidad.
- En eso último no estoy de acuerdo en absoluto, doctora. Por suerte o por desgracia soy muy sensible al lenguaje no verbal. Quizá sea por mi trabajo, o por mi sincero interés por el sufrimiento ajeno. Por mi empatía. Y también he sido siempre una persona con sensibilidad, tanto para lo artístico como para lo humano. Uno de mis puntos débiles, ¿no? Pero a día de hoy sí, doctora, estoy gastado. Me han usado hasta el final. Ya no me queda empatía ni sensibilidad, se lo reconozco. Siempre soñé con compañeros de viaje y jamás encontré ninguno. La gente se baja del carro cuando vienen los problemas y te deja solo. ¿Le gusta el ciclismo? Imagínese que hay una escapada. Dos corredores. Uno está dispuesto a colaborar para llegar solos a la meta en beneficio mutuo. El otro le hace creer a éste que también lo está. Pero la escapada prosigue y es siempre el mismo el que tira, el que va el primero, cortando el aire y su resistencia, haciendo todo el esfuerzo. De vez en cuando solicita un relevo pero siempre hay excusas para no darlo. "Tú eres mejor en esto, yo no sé". Cuando el que tira se queja del esfuerzo, silencio. Y cuando por fin le da un calambre, el que va a rebufo, sin mediar palabra y sin ningún miramiento, acelera y le deja tirado, sobrado de toda la energía que ha ido reservando. Cruza la meta ganador y se permite dar lecciones al otro sobre cómo hay que correr, se permite llamarle quejica, ignorarle y largarse. ¿le suena, doctora?

- Me suena, sí. Sin embargo, eso no significa que no puedas mostrar afecto y mantener relaciones plenas. Al contrario, sólo es necesario que encuentres a la persona adecuada, aquella que te ame, tenga paciencia y te haga sentir seguro para mostrar todo el amor y el cariño que llevas dentro.
- Pues mire, doctora, a día de hoy eso sólo me ocurre con mis hijos. Más con uno que con otro, por cierto. Mi hija también se muestra indiferente conmigo, y con todos, a menudo, y eso me duele y me entristece. En este caso sobre todo por ella. Está claro que está copiando a su modelo. Ella sólo besa gatos. No abraza. Rara vez es generosa o se preocupa por nosotros. Es una indiferente incipiente. Aún así, pongo todo mi empeño para que eso no ocurra. Todavía estoy a tiempo, creo. Como siempre, por mí que no quede. Desde luego, su padre no es indiferente hacia ella. Pasamos mucho tiempo juntos, y la pregunto por su vida, la escucho, la cuento mis cosas, nos reímos. Lo mismo con el chico, pero él además es algo más cariñoso, aunque según se va haciendo mayor va siéndolo un poco menos. Me hacen muy feliz, sí. Les quiero, se lo demuestro, se lo digo constantemente. Y soy muy cariñoso con ellos. Son niños felices. Y espero que lo sigan siendo por mucho tiempo.
- Me alegro, Pelayo, me alegro de veras. Hoy hemos avanzado mucho, ¿no crees?
- Sí, doctora, así es. Muchas gracias.
- Para eso estamos. Anda, echa un vistazo a tu reloj...
- Dios mío, los niños salen del cole en diez minutos. Me voy pitando. En cuanto tenga un hueco llamo para coger la siguiente cita. ¡Adiós!
- Hasta la semana que viene, Pelayo. Adiós.


II

- Te paso a mamá.
- Te quiero cariño. Que descanses.
- Hola.
- Hola.
- Qué tal.
- Bien.
- ¿Alguna novedad?
- No.
- Bueno, pues hasta mañana.
- Adiós.

III

Layla se ha quedado sola. Todo el mundo duerme. Todos menos ella. Se le cae el barniz. Ya no aguanta más. Le ha durado muchos años pero por fin se cae. Su realidad se desnuda ante ella pero no tiene valor para contársela a nadie. No puede más. Necesita sacarla. Necesita contársela a otra persona para, de esa manera, contársela a sí misma. Escucharse mientras se lo cuenta a otros. Enciende el ordenador y busca un chat de psicología. Allí podrá desahogarse de forma anónima. Sin darle más vueltas, el río se desborda y comienza a escribir:

Mi marido convive conmigo en un reservado silencio, un silencio del cual yo me sé culpable, pues de forma consciente provoqué un grave problema de comunicación. Compartiendo el mismo techo, me volví radicalmente indiferente hacia él, con actitudes en las que no me he implicado personalmente en nuestra relación. Me he comportado como una extraña que decía quererle, aunque le tratara como una mula de carga.
En la hondura de mi intimidad, bien sé que mi marido no me ha sido realmente indiferente. Ahora me pregunto: ¿Cómo puede alguien mostrarse indiferente ante la persona a la que supuestamente quiere? Pues eso es lo que yo he hecho.
Me doy cuenta de que cometimos el error de los que viven un noviazgo breve, sin tiempo para conocerse más, y en este limitado período ven únicamente lo valioso en el otro, que es mucho, mientras permanecen ciegos a sus defectos, como cualquier ser humano tiene,  y que en los primeros años de vida conyugal empiezan a emerger y a ponerse de manifiesto. Creíamos que estar enamorados era suficiente para formar una familia, pero no es así.
Cuando salieron  a la superficie los defectos de mi marido, mi percepción de él se fue deformando, pues sólo los tenía en primer plano, permitiendo que las  cualidades  que realmente tenía y que aún tiene, se hundieran y desvanecieran en una zona de oscuridad y penumbra, haciéndose opacos a mi mirada. He descubierto que la soberbia ha sido mi principal enemiga, en el fondo me he creído mejor que él. He permitido que mi engreimiento y mi pasividad usurpen nuestra relación, pues he visto la paja en el ojo ajeno sin ver la viga en el propio.
Cuántas veces le vi sobrecargado de trabajo y no le ayudé, justificándome y diciendo que trabajar y dirigir la empresa era su problema, aún cuando él mismo regresara de una larga y estresante jornada y fuera a la compra y se ocupara de la casa y de los niños. O cuando  trataba de contarme algo que le preocupaba, y le respondía con mi indiferencia. Sólo le escuchaba cuando el tema me agradaba o interesaba o convenía, o simplemente le imponía aquellos por los que me sentía motivada.
perdí unos años valiosos. Con un dejar de hacer, un dejar pasar, adopté un tono de neutralidad  muy estudiado, rechazando toda situación de convivencia en la que él me requiriera en un encuentro personal, con necesidad de cariño.  
No quise comprenderle en lo que más le dolía, y al dejarle solo ante problemas que no podía resolver, le convertí en un ser desvalido. Pretendía con ello obtener una cierta forma de libertad o independencia con una actitud voluntaria, con un propósito decidido.
Ahora, con gran pena ante lo perdido, descubro que en su fina intuición él era capaz de comprenderme y atenderme de la mejor manera. Yo, en cambio, desde mi indiferencia, al no haberle atendido no supe entenderle. Lo mejor de nosotros mismos estaba ahí, y no supe verlo. Él nos lo estaba dando todo y yo no supe ser igual de generosa y acompañarle en el camino.
Le he dejado solo y ha caído. Puedo sentir su dolor y su soledad, ahora que es tan patente sí puedo, pero no reacciono. No hago nada. Sigo mirándole en silencio, un día tras otro. Sigo fallándole cuando más me necesita. Pero es que siempre he huido de los problemas y soy incapaz de dejar de hacerlo. Continúo reaccionando con indiferencia. No hago nada, ni siquiera cuando me lo solicita. Él, como siempre, ha hecho cosas. Muchos cambios positivos, que además permanecen, no son pasajeros. Su trabajo, su relación con sus padres, su socio, la vida sana y tranquila que siempre ha llevado... Yo continúo dejándole solo. Cuando cualquiera de esos cambios ha requerido de mi participación activa, de mi esfuerzo o simplemente de mi apoyo, me he quedado quieta o le he agredido. Nunca me pongo de su lado. Sólo quiero que todo esto termine, pero que lo haga sin mi participación.
Es lo único que, íntimamente, me importa. Como siempre.