sábado, 1 de abril de 2017

Prólogo a Vivir para contarlo

   El mínimo instante en el que acontece una muerte violenta se encuentra rodeado de momentos sumamente vulgares. Esa es la sensación que tuve cuando me encontré a punto de palmarla en aquella pared del Montblanc. El granizo golpea tu cara mientras miras al abismo desde una repisa húmeda y resbaladiza en la que casi no caben tus pies, y te preguntas cómo has llegado hasta ese preciso momento y qué narices haces tú allí, con lo joven que eres y lo bien que te va todo. En unos pocos minutos el tiempo empeora y te arruina la vida, literal. Justo antes hacía sol, y después también brillará. Y la vida sigue como si nada hubiera pasado – nada pasa en realidad – mientras tu cuerpo yace reventado contra una roca y es tu alma la que alcanza la cima y sigue subiendo, sigue subiendo...
    Por fortuna nada de esto ocurrió y, cuando salimos de aquella pared sanos y salvos, se podría decir que vivimos para contarlo, que es lo que estoy haciendo yo ahora mismo. En esa expresión anida la alegría de haber esquivado la guadaña por los pelos pero quizá resuene también el eco de una cierta celebración por vivir con intensidad. Aquí se acaba el significado de esas tres palabras. O eso creía yo, pobre hombre analógico nacido en el siglo XX, hasta que leí Vivir para contarlo, de Solomon LaBlanca. Un texto – no me atrevo a insultarlo con etiquetas – que, para un anciano como yo, representa una lúcida bofetada que me despierta a los cambios vertiginosos que han transformado la mente humana y a las nuevas formas de crear literatura. 
   LaBlanca ejerce su profesión de cirujano plástico en Milán con notable éxito, lo cual no le ha impedido convertirse en un escritor de vanguardia y obsequiarnos con esta obra sublime. Muy al contrario, el contacto con todos esos seres humanos ansiosos de transformar su cuerpo en otro, con todos esos desesperados que luchan en vano contra el titán del tiempo, ha sido la espoleta que ha prendido en el alma de LaBlanca para escribir Vivir para contarlo. 
 Asistimos espantados al triste desfile de carcasas vacías, de gélidas neveras sin comida. Hombres y mujeres deshumanizados que existen tan solo para poder contar que existen y que, si no pudieran contarlo, no existirían. Conectados a redes que no toleran la tristeza, el enfado, los nervios o la fealdad. Entretejidos digitales de brillo instantáneo y fulgurante que, aún así, desaparece en la masa acelerada de otras fotos, y otras caras, y comentarios, y selfies, y... Por la clínica del Dr. LaBlanca desfila el pavor a la muerte y a la vejez, a la soledad de una habitación repleta de gente que mira en silencio y no escucha, no da calor; un flujo de vanos intentos por prolongar un autorretrato eterno de juventud, propio de una sociedad de mente adolescente, inmadura y muerta de miedo, que acalla su pensamiento simple y su corazón seco y egoísta a golpe de bisturí. LaBlanca desgrana pequeñas historias de personajes de éxito social que resultan un fraude, una decepción, desde el mismo momento en el que la cámara deja de grabar o hacer fotos. Retrata las resacas diarias que anidan tras la borrachera de cada post, las miserias y traiciones que sufren las personas que conviven con esta especie de payasos, galanes y princesas de barrio del siglo XXI. Pero Solomon no se queda ahí, y aprovecha para introducirnos en determinadas reflexiones acerca del futuro de la literatura por medio de otra historia enredada en las demás a través de una auxiliar que atiende a los pacientes del eminente cirujano-escritor. Una chica que trata de coaccionarle y que crea un conflicto laboral al cual él hace frente. El protagonista va anotando los hechos según van ocurriendo y no puede evitar pensar que, pasada la tormenta, podrían constituir la base para algo bueno que contar por escrito. El conflicto avanza y con él progresa poco a poco también una idea descabellada en el protagonista: la posibilidad de intervenir en esos hechos no de la forma en la cual lo haría él, sino en la mejor para después tener una buena historia que escribir. Vivir para contarlo. El cirujano-escritor termina redactando varios capítulos del libro con el fin de hacer todo lo posible para que la vida real coincida con sus textos. Contarlo para vivirlo. Vivir literatura. Las barreras entre realidad y ficción –que no existen– revientan frente a nuestros ojos y nos enfrentan a lo iluso de la existencia y a una sociedad ficticia compuesta de seres borrosos, pero que la literatura de LaBlanca es capaz de transformar en una auténtica fiesta para el lector, una celebración de las palabras que supera sus propios límites por el mero hecho de ser escrito y leído, un juego genial de espejos enfrentados que espero que disfrutes, lector, tanto como yo lo he hecho. Acabo de escribir un cuento en el que soy crítico literario y escritor, y marcho contento a tratar por todos los medios de que mi vida se parezca lo más posible a él. Sin cirugía y sin selfies, a pelo y sin que nadie se entere de nada. La maravillosa sensación de existir tan solo y de verdad dentro de unos garabatos sobre un papel que nadie leerá nunca.



"El libro que ya estoy entreviendo es de índole análoga. Constaría de una serie de prólogos de libros que no existen. Abundaría en citas ejemplares de esas obras posibles".
Prólogo de prólogos
Jorge Luis Borges


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