viernes, 31 de marzo de 2017

El Instituto Las Meninas

   Relato utilizado para un capítulo de mi primera novela: La imposición del ego, disponible en pocas semanas.
   




Cierro la puerta del coche y me encuentro frente a una cancha de baloncesto vacía, situada delante de un bloque de viviendas sociales de cinco alturas. Un fuerte olor a sardinas emana de alguno de los pisos. A su derecha, un pequeño parque infantil desierto, abrasado por el sol. No hay nadie en la calle, tampoco circula ningún coche. Tan sólo se escucha el ácido y penetrante sonido de las chicharras. A su izquierda, lo que parece ser el instituto, al comienzo de la calle Víctor II. Una valla de hierro forjado sobre murete de ladrillo lo separa de la calle. Me aproximo a mirar entre los barrotes y lo primero que encuentro es una enorme extensión de terreno abandonada, conquistada por las malas hierbas. Aprieta fuerte el calor en esta incipiente mañana de principios de verano. Camino por la acera hasta alcanzar el acceso principal, un paso amplio para permitir la entrada y salida de vehículos. A su derecha, unas letras grandes de color granate, adheridas a un muro de ladrillo, nos anuncian que nos encontramos en el Instituto Las Meninas. Nada más entrar me sorprende un edificio bajo con techo a una sola agua, de planta única, con puertas de garaje de doble hoja fabricadas en chapa metálica ondulada. Una de ellas está abierta de par en par y descubro que en vez de coches, lo que hay dentro son clases. Tres o cuatro alumnos adultos desperdigados en una masa de pupitres apelotonados escuchan con atención la diatriba de una profesora, que pasea sobre un tosco suelo de hormigón frente a una pizarra con ruedas. Me dirijo, algo desconcertado, al edificio de enfrente, de dos plantas. Una hilera de arbustos y árboles abandonados separa los vehículos de profesores y empleados de una fachada antigua e insulsa. Accedo por la puerta principal a un recibidor triste a pesar de la luz que lo invade. Tablones de anuncios de toda índole forran las viejas paredes. A mi derecha encuentro a dos mujeres sentadas tras unas mesas bajas, resolviendo las dudas de un hombre cualquiera. Las doy los buenos días y las expongo nuestra voluntad de colaborar con el centro en su proyecto educativo y por tanto, mi deseo de hablar con la persona a cargo. Me contestan que la Jefa de Estudios, Natibel Pinto, aún no ha llegado, pero que puedo escribirla al correo del instituto. Les doy las gracias y abandono el edificio. Me sobra el tiempo y camino tranquilo. Además, no me siento satisfecho. Si he venido hasta aquí es para ser capaz de superar la barrera de ser un correo más en una bandeja de entrada fastidiosamente llena. Así que decido regresar y decirle a las recepcionistas que si no va a tardar mucho la esperaré tomando un café y me acercaré dentro de un rato. En vez de ingerir más cafeína, me animo a curiosear por el otro extremo del instituto. Tras el edificio de las puertas de garaje descubro otra construcción similar en obras, en la linde con el descampado. Camino hasta el borde de una pendiente tapizada de malas hierbas, arbustos y árboles raquíticos, que desciende hasta la valla perimetral de la institución educativa. Me giro y veo llegar un coche del que desciende una mujer de mediana edad y bien vestida. Elegante y sobria. Me lanza una mirada escrutadora y entra con decisión por la puerta principal. Camino con parsimonia hacia la salida cuando la mencionada señora me aborda y me dice que ha sido informada de que la busco. Es Natibel Pinto. Estrecho su mano mientras me invita a acompañarla a su puesto de trabajo, situado en el espacio adyacente a la zona de recepción, donde continúan las dos amables señoras a las que saludo de nuevo con un leve gesto de la mano y una sonrisa de agradecimiento. Se ha formado una pequeña cola frente a lo que parece ser la secretaría. A través de sus paredes acristaladas vislumbro, afuera, unas canchas de baloncesto con porterías, al otro lado del instituto. Entramos en un despacho con dos puestos de trabajo. La estancia disfruta de mucha luz. Los muebles y estanterías son antiguos pero realizan su función. Todo está repleto de papeles y carpetas. Desgracia, de Coetzee, reposa junto al teclado. Natibel retira un producto olvidado por la señora de la limpieza y me invita a tomar asiento mientras enciende la enorme pantalla plana de su ordenador y me cuenta que la acaban de trasladar allí. Me entrega un tríptico en blanco y negro con información general sobre el instituto mientras lamenta que todavía no le han llegado los ejemplares en color. Mantenemos una larga conversación acerca de los planes de estudios en los que deseamos colaborar. Me cuenta que, debido al cambio de la ley educativa, han pasado a tener una duración de dos años en vez de uno, y que las prácticas se concentran en el último trimestre del segundo curso. Me muestra una relación de las asignaturas cursadas y el número de créditos asignados a cada una. Me proporciona algunos documentos que deberé rellenar para colaborar en el proyecto, aunque es tan sólo a modo informativo, ya que la encargada de este área deberá enviármelos por correo y yo tendré que devolverlos firmados. Me cuenta que aún se relacionan por fax con la administración autonómica. Me informa de que a partir del próximo curso, al cual nos incorporaríamos, no existe remuneración alguna para colaboraciones como la nuestra. Nuestra aportación es absolutamente altruista. A decir verdad, la remuneración anterior era lamentable, testimonial. Le respondo que no nos importa y relleno un papel con los datos del centro clínico y con los míos. Natibel me dice que ya no se ve una letra como esa y la respondo que es el diablo quien me enseñó a escribir con la izquierda, entre risas. Hablamos del Dr. Martín, un amigo que forma parte del cuadro de colaboradores. Natibel me cuenta que ha mantenido alguna conversación telefónica con él pero que no tiene el gusto de conocerle en persona. Me invita a que la acompañe y conozca las instalaciones donde desarrollan su labor formativa en el campo que nos ocupa. Caminamos hasta el último edificio, colindante con el descampado. Por el camino de baldosas pienso que las personas cuyos objetivos no son económicos resultamos difícilmente aprehensibles, nuestras motivaciones resultan escurridizas, quizá invisibles, para los demás. Satisfacen nuestro secreto deleite, nuestra personal relación con el mundo. Debido al desdoblamiento de los estudios en dos años, se han visto obligados a reformar la planta baja con el fin de crear un aula nueva para los alumnos de primer curso, donde recibirán su formación teórica. La amplia estancia se encuentra en pleno proceso de demolición, prácticamente acabado. Cascotes, paredes derruidas y hierros retorcidos reposan iluminados por la luz del sol que se derrama por los ventanales. Una escalera en penumbra nos conduce al piso superior. El instituto tiene casi cuarenta años. Nos encontramos en un largo pasillo de tonos verdes, del cual parecen emerger multitud de aulas. La primera de ellas es la que nos disponemos a visitar. Al encender la luz descubro con júbilo seis sillones Fedesa Samoa agrupados en un área de trabajo abierta. Natibel me explica con visible satisfacción que son el único centro público que dispone de semejante cantidad de puestos de prácticas. El mobiliario de almacenaje se dispone junto a las paredes, forradas con espejos. Los amplios ventanales tienen hoy las persianas bajadas. En un extremo reposan dos autoclaves, una cuba de ultrasonidos y una selladora de bolsas de esterilización. Junto a esta maquinaria un pequeño paso abierto, flanqueado en el otro extremo por dos recortadoras de modelos de escayola, nos permite acceder al aula de teoría. Cuatro filas de asientos enfrentadas de a dos para que el profesor imparta sus clases desde el centro. Detrás, una pizarra blanca. En el techo, dos proyectores. Natibel me cuenta que se han visto abocados a colocar un par debido a la disposición de los asientos en el aula. Me distrae una pegatina enorme de dos personajes de dibujos de la tele cuyo nombre desconozco. Bajando las escaleras surge la posibilidad de colaborar impartiendo alguna clase de la asignatura de gestión, debido a mi formación en dicho área, o quizá de alguna otra materia, de forma completamente desinteresada. ¿A quién se le ha ocurrido? Nos despedimos cordialmente en la puerta de acceso al recinto del instituto. Puedo decir que Doña Natibel ha sido una agradable y profesional compañía. Camino por la pista de baloncesto en dirección a mi coche, bajo el sol que derrite los bloques de viviendas sociales del barrio de San Epifanio, y sonrío. El curso que comienza en septiembre seremos uno de los centros clínicos que colabore en la formación práctica de los alumnos del instituto. Apoyado en el lateral del vehículo, enciendo un cigarrillo. Miro al descampado e imagino cómo la dignidad, la independencia y la serenidad arrancan de raíz sus malas hierbas. Inhalo el humo y lo suelto, disfrutando del momento. Pisoteo la colilla como se hace con un traidor y abandono el instituto sabiendo que, en septiembre, allí estaré.

jueves, 30 de marzo de 2017

Maxy ha vuelto a la ciudad


"Hey, sírvanos, whisky y cerveza será lo mejor. Ahora voy a brindar, Maxy ha vuelto a la ciudad"
M-Clan


     A veces pienso que los momentos que he pasado junto a Max son los únicos en los que me he sentido realmente vivo. Jamás he conocido ni conoceré ya a una persona con tanta pasión por la vida. Cómo le brillaban los ojos, dios mío. Eran dos llamaradas intensas que te incendiaban el alma y te hacían creer que todo era posible. Y eso era porque junto a Max, todo era posible, en efecto. Lo convertía en realidad, cualquier cosa, como si fuera un mago. Lo que para otros eran sueños y palabrería de salón, para Max se convertía en una inmediata llamada a la acción. Hagámoslo.

     Max es un hombre inteligente, cultivado. Siempre piensa en el grupo. Max no quiere poseer nada. Las pertenencias son un lastre para su alma salvaje y libre. Jamás he escuchado a ningún hombre hablar con tanta vehemencia, con tanta ilusión de cualquier cosa. Primero soñaba, y te arrastraba hacia sus sueños; después planificaba con minuciosidad. Y, por fin, lo hacía. Con Max las cosas ocurren.

     Recuerdo a la perfección cuando Max regresó a la ciudad. Había disfrutado de mucho tiempo en la cárcel para leer. Muchas horas para reflexionar. También para hacer ejercicio, pasarlo bien y conocer a gente nueva. Le encantaban las personas, sólo veía en ellas cosas buenas, posibilidades, potencial. Y se entregaba de inmediato a la tarea de sacar de cualquiera lo mejor de sí mismo. Si él podía, los demás también. Tan sólo necesitaban un empujón, alguien que creyera en ellos. O al menos siempre ha sido la forma de pensar de Max. Nunca se ha querido dar por enterado de una simple máxima de esta perra vida: todos vamos a lo nuestro, en el fondo. Vivimos en una permanente ilusión, no la de Max, sino la que significa engaño. La idea es decir que te mueves, o que te gustaría hacerlo si te hubieran dejado, mientras esperas que gilipollas como Max vengan a solucionarte la papeleta. Consigues algo de ellos y te vuelves a quedar quieto. Moverse cansa.

     Aquel día entró en nuestro bar de siempre con una sonrisa amplia y acogedora. Nos dimos un fuerte abrazo, de esos que sólo se dan los hombres jóvenes y libres que se aprecian. Calzaba sus botas negras de motero y unos vaqueros ajustados. Una calavera de plata, con la cabeza en llamas, dibujada sobre su camiseta gris presidía su pecho. Asomaba bajo una chupa de cuero naranja con escudos cosidos a mano. Hay que tener dos cojones y muy mal gusto para llevar una chupa como esa. Su pelo revuelto y escarolado le conferían un aire felino. Barba, frente despejada y mirada intensa. Se movía con desenvoltura, como siempre. Activo y seguro, satisfecho. Era libre de nuevo, había regresado a la vida, aunque daba la impresión de que esos períodos que pasaba en la cárcel le sentaran muy bien. Se podría decir que le hacían un favor encerrándolo. Max, como en todo, le sacaba el lado bueno y aprovechaba su tiempo al máximo. Cerveza para él, whisky para mí. Lo de siempre.

    Max es muy bueno en lo suyo. Por eso, nada más salir, tenía encargos. Es de esas personas en las que se puede confiar para hacer un buen trabajo. Simple y llanamente porque le apasiona hacerlo. Su recompensa consiste en conseguir llevar las cosas a cabo. Es discreto y detesta la fama. La adulación le resbala, es como si se quedara sordo ante los halagos. Huye de la ostentación como de la peste. Siempre habla de esa escena de American Gangster en la que Denzel Washington se permite la licencia de llevar un abrigo de pieles blancas a un asiento de primera fila en el boxeo, influido por su novia portorriqueña. Su perdición. Max es intenso, dotado de una portentosa imaginación, y vuelve repleto de ideas. Las pone todas encima de la mesa, junto a su pistola sin balas. Me las cuenta como el buen amigo que soy. Sabe que yo no participaré. Siempre he ido por libre. Soy más taimado, más sutil, esquivo. Voy a lo mío y sé cómo manejar a la gente para conseguir lo que quiero. Tampoco lo oculto. Detesto cargar con los demás. Yo voy paso a paso, como una hormiguita. Mi secreto consiste en transmitir una imagen de éxito y satisfacción permanentes y marcharme, aunque casi siempre me vaya como el culo o llegue a todo por los pelos. Porque el éxito y la satisfacción no son en mí naturales, lo sé, me tengo que esforzar. He conseguido, con los años, convertirme en quien no soy, y me comporto como un elitista ahora que me siento en la élite. No sabría muy bien decir en cuál, pero sentirlo y hacérselo notar a los demás es más que suficiente para formar parte del Olimpo, por encima de los mortales. Y no lo pondría en riesgo por nada. Max lo sabe y no cuenta conmigo. Él es diferente y ya está pensando en los miembros de su banda.

     Max y yo somos ladrones de objetos de valor por encargo. Sí, de ese tipo de gente de los que Hollywood hace tantas películas. Bruce Willis, Brad Pitt, Matt Damon, George Clooney... Esas en las que todos hacen un montón de bromas, y son muy inteligentes y guapos y siempre se salen con la suya mientras silban una canción de Sinatra. Nada más lejos de la realidad, claro. Esto es duro y arriesgado. El trabajo y la tensión son insoportables. A mí hace tiempo que se me cayó todo el pelo y mi mujer, desde el cariño y la ceguera del amor, dice que me doy un aire a Zidane. Max conserva el cuerpo joven pero tiene la cabeza destrozada. A mí siempre se me ha dado un aire, más bien, a Mel Gibson en Mad Max. Sí, el Loco Max, el puto loco Max. Pero de esa locura salvaje, de fuerza y ojos bien abiertos, de lucha, de pasión.

     Aquel día traía encargos para robar una idea, una canción, un pedrusco enorme, información comprometedora, un cuadro de Da Vinci. También le habían encargado robar un alma, aunque creo que se referían a raptar a la esposa de alguien a quien ésta ya se la había quitado. No recuerdo qué escogió primero, aunque sí sé que lo haría todo. Probablemente no escogió y lo robó todo a la vez. Había quedado con su gente en un palacete abandonado de las afueras y me pidió que le acompañara. Ese tipo de lugares le atraía mucho, decía que le hacían sentir parte de un flujo vital, que le diluían en un todo de amplitud temporal y daban sentido, en lo bueno y en lo malo, a lo que los hombres hacemos que, aún así, está hecho de sombras y cenizas. No tengo ni puta idea de qué quiere decir eso y no me interesa. Yo sólo veía un montón de ruinas donde juntarse a salvo de miradas indiscretas.

     Primero apareció aquel matrimonio, los Silent. Pequeños, en guardia contra el mundo, muertos de miedo, que disimulaban tras una permanente ofensa contra todo y contra todos. Su simbiosis era autodestructiva, pero para siempre. Como un sol que se apaga y se autoconsume en silencio, no exento de llamaradas violentas y ardientes. Al, el marido, dijo Holaquehay -creo que jamás había dicho otra cosa en su puta vida-, sacó su maleta y se puso a hacer como que trabajaba, con cara avinagrada. Su posición siempre era la misma: todo el mundo es gilipollas y él lo sabe todo, pero jamás nadie le ha visto mover un músculo por nadie ni hacer nada realmente útil. Para él los problemas del mundo provenían de los jefes: todos unos gilipollas, también. Para mí estaba claro que era un mierda y un cobarde y jamás comprendí qué coño hacía en la banda de Max. Su mujer, Ane, es gente peligrosa. Un jodido saco de complejos e inseguridades. Un manojo de nervios. Traicionera, agresiva, taimada, retorcida al extremo. Inflexible, impositiva, con una asquerosa intención de hacer daño cuando habla. Le rezumaba esa maldad que nace del dolor y la soledad. Si yo soy infeliz, todos lo seréis, parecía decir. No se podía hablar con ella porque tus palabras eran sólo un darle pie para que ella comenzara todas las frases con un Yo y te contara lo que le salía de los cojones. Quejas, muchas quejas, insultos, dolores. Te podía dejar seco de energía en un minuto. La chupaba toda pero era insaciable. Siempre quería más. Contarle cualquier secreto o debilidad era tu tumba. Te escucharía amable y comprensiva, para, al tiempo - podían ser días, semanas o incluso años - destruirte con ello. Era capaz de dejar de hablarte durante meses o abalanzarse sobre ti y cubrirte de besos. Es decir, muy lejos o muy cerca. Así evitaba tener que verte de verdad y relacionarse contigo como un adulto. Al se dedicaba a analizar las edificaciones y sistemas de seguridad que envolvían nuestros codiciados tesoros y Ane elaboraba toda la información y se la presentaba al grupo. En mi opinión, unos profesionales mediocres, siempre echando pestes de su trabajo. Pero allí estaban, junto a Max.

     Después llegó Vil. Se llama Bill pero le gusta escribir así su nombre, como para dar más miedo. Nunca se ha percatado de que así da miedo a los suyos. La verdad es que sí, Vil es una palabra que le define bastante bien. Max, Vil y yo nos conocemos del barrio, de cuando éramos unos adolescentes. Pequeños aprendices de matón, buscavidas callejeros. Lo que pasa es que Vil es una de esas personas que te caen encima y te aplastan. Un peso muerto, un saco de piedras inútiles. Pero no a Max. A Max no le aplasta. Se lo echa a la espalda y carga con él toda la puta vida. Vil siempre está de perfil. No siente, no piensa, no hace, no aporta. Ligeramente triste, con toques de alegría forzada y formal. Sin imaginación, sin ideas, sin sangre. Sin capacidad. No sabe hacer nada bien. Flota como el humo del cigarro. Está pero no está, aunque termina matando al que lo respira. Jamás he conocido a nadie tan mentiroso. Miente hasta cuando duerme. Lo que le vuelve a uno loco es que miente sin necesidad. Soy un criminal y comprendo la mentira a la perfección. Para una persona medianamente inteligente, posee un fin. Se miente por algo. Para conseguir algo, manipular a alguien, o librarse de algo. O para que te dejen en paz. Vil miente porque sí. Le sale natural. Sin sentido, sin razón, sin utilidad. Sus mentiras son cobardes, de esas que van camufladas en frases sin significado, en las cuales puede estar diciendo lo mismo y lo contrario de una sola vez. Creo que lo que busca es vivir muerto. Que la vida pase ya, pero que no se le ocurra acercarse. Es una persona que nació deseando morirse y en ello está, aunque le lleve toda una vida, porque es demasiado cobarde para quitarse de en medio por mano propia. Pero vete tú a saber con Vil, a lo mejor todo es mentira. El caso es que se pegó a Max como una lapa. Siempre me ha recordado más a una tenia, como instalado en el estómago de Max. Depositado en sus intestinos, carnoso y pesado, quieto y silente. Consumiéndole por dentro, devorando su energía, despacio y sin fin. Tampoco sin utilidad. Tan sólo para seguir bien vivo hasta que por fin llegue la tan ansiada muerte. Aunque a veces tengo la impresión de que Max morirá primero, gastado, agotado, vacío, sin fuerzas. Solo. Vil es como un bajista sin talento, desganado, carcomido por la desidia y la inacción, que toca en una banda de éxito. Max pone su potente voz pero a veces parece incapaz de cantar en solitario. Quizá su perdición sea permitir que toda esta gente lo devore. No sabría decir cuál es la tarea exacta de Vil en la banda. Siempre anda revoloteando alrededor de lo que hacen los demás. Entra a robar con Max, pero va detrás, y no hace absolutamente nada. Se viste de negro y se tiñe la cara con betún. A veces incluso se hace una foto para que la vea su esposa, esa especie de férrea sucedánea de madre castigadora dedicada en cuerpo y alma a maltratar a Vil para que funcione, mendigando su atención, su cariño y su dinero a gritos. Pobre mujer. No sabe que dentro de esa carcasa llamada Vil no hay absolutamente nada. Tan sólo anida la muerte, como en todos nosotros, pero en Vil ocupa todo el espacio.

     La última en aparecer fue Tina, lo mismo que en la vida de Max. Es su chica. Una mujer guapa, inteligente, alegre, buena gente. Por lo tanto, nadie sabe qué narices hace metida en este negocio. Le queda grande. O pequeño, según se mire. No ha tenido un mal minuto en su vida. Ni una tristeza, ni un esfuerzo; ningún sinsabor. Para ella no existen. Ante cualquier situación negativa, se da la vuelta y sigue con lo suyo. Ya lo arreglarán otros, o si no, qué mas da, ya se pudrirá y olerá mal. Se oculta bajo la alfombra y ya está. Mujer de rutinas. Metódica, disciplinada, de una alegría, educación y formalidad suficientes aunque distantes. Sólida y con buen corazón, débil y sin sangre. Se rige por una moral meliflua, sin definir, aunque con mucho peso. En base a ella, lo juzga todo. No le ha dedicado ni un minuto de su vida a indagar en esa moral, a hacerla madurar, a incorporarle las complejidades y tonalidades de la vida adulta. Su empatía para con los próximos es nula, formal y correcta para con los lejanos. Tina posee una buena capacidad de trabajo y todo lo hace bien. Lo aprende todo, y rápido. Revolotea alrededor de lo que hacen los demás, al igual que Vil pero, a diferencia de este, siempre aporta, y las más de las veces termina por hacer las cosas mucho mejor que la persona a la que estaba ayudando. Es un buen jugador de equipo en lo profesional, aunque desaparece cuando vienen mal dadas. Simplemente no lo quiere entender, por más que se lo expliques. No le interesa. Probablemente se dará la vuelta y se irá a correr, o a cumplir cualquier otra rutina buena para su equilibrio, y te dejará ahí, solo. Y juzgado. Ante lo complejo, nunca decide. Necesita un jefe. Necesita a Max. Alguien que se reviente el pecho frente a la adversidad en su nombre, alguien a quien culpar si se muestra débil, humano, o vienen mal dadas. Uno de esos líderes dispuestos a cargar con el peso y la responsabilidad de todo. Incluso a realizar el trabajo que a uno le corresponde. Si algo se tuerce, le dejará tirado y le echará la culpa de todo. Pero sin maldad. Todo lo contrario. Tina se ve apoyada en sus comportamientos por toda una masa informe de moral y rectitud que tan sólo habitan en su mente infantil.

     Joder, pues esta es la puta banda de Max. Una mierda gigantesca, en mi humilde opinión. El punto débil de Max: las personas. Creer en ellas para, después, creer en todo lo que dicen o insinúan o prometen. Creer en las mentiras que la gente se cuenta a sí misma. Acoger y ayudar a personas que recuerdan mucho a las plantas, a esas que trepan y se enredan en tu vivienda hasta hacerla desaparecer y cubrirla de bichos. Muy bonitas desde lejos, imposibles de criticar para el dueño de una casa devorada, decorada por ellas.

     Durante los siguientes años pude ver a Max una o dos veces al mes. Nos juntábamos a pasarlo bien. Compartíamos vidrios de cerveza y confidencias. Nos escuchábamos el uno al otro, nos dábamos ánimos, nos reíamos juntos y en compañía de otros amigos. Éramos la espita por donde sale la presión de la olla. Yo aprendía de él, mucho más que él de mí. Reconozco que soy muy dado a conseguir conocimientos de los demás y guardarme los míos para mí. Mi deseo de adquirir ventaja, de escalar en la vida, de ser otro mientras todo el mundo cree que siempre he sido así, me domina. Max lo sabe y le da igual. Siempre ha sido generoso conmigo, también. Le vi luchar, matarse a trabajar, enardecido por la ilusión, desgastado por el lastre. Poco a poco fue perdiendo fuerza, aunque me di cuenta tarde. Tan sólo al final pude verle cansado, envejecido -el alma-. Comenzó a aceptar pocos trabajos y pasaba más tiempo en casa, creo que con sus libros. Empezó a quejarse, entre risas y muy de vez en vez, de los miembros de su banda. Como si no pudiera más con el peso, como si ya no quisiera soportar más la carga de arrastrar a todas esas personas hacia delante. Creo que, quizá sin ser consciente de ello, fue comprendiendo una terrible verdad: siempre había estado solo. Solo. Max y su banda cosecharon innumerables éxitos y siempre salieron indemnes. Su tajada en cada robo creció, y con ello su fortuna. Max siempre fue generoso con su gente. Con él se podía vivir bien. Guardaba mucha pasta para invertir en nuevos instrumentos y en tecnología, tan necesarios para superar los instrumentos y la tecnología que los propietarios de objetos valiosos interponen en el camino de los amigos de lo ajeno. Pero Max se abrasó con los Holaquehay de Al, las traiciones de Ane. Las mentiras y la desidia de Vil, la indiferencia de Tina. Siempre habló con todos, Max sabía cómo hacerlo. Tiró de ellos, trató de remover sus tristes almas. Pero eran demasiados y le saquearon. Olían su debilidad -como las alimañas-, que no emanaba de un ser débil - bien al contrario -, sino de un guerrero asediado, agotado, incapaz de contener todos los frentes. Un héroe al que su ejército de cobardes advenedizos acompaña en los desfiles de la gloria y al que abandonan cual miserables en la dolorosa derrota. Antes de que le cogieran, ya era un hombre irreconocible. La antítesis de sí mismo. Le habían dejado seco. Ya no brillaban sus ojos, se movía despacio, con pesadez. Había engordado y su tono de voz sonaba apagado, sin vida. La pasión y la ilusión que le definían se la habían bebido otros para después mearla en cualquier sucia esquina y seguir demandando más, insaciables.

     Max dio con sus huesos en la cárcel tras una década de éxitos sin parangón en nuestra profesión. Vil se puso el abrigo de pieles de Denzel Washington y le encontraron. La policía les esperaba al otro lado de un butrón escavado bajo la pared de la mansión de un Qatarí, dueño del mayor diamante del mundo, ese que nadie sabe que existe. Robar algo que no existe es garantía de que no puede ser contado. Max iba el primero, como siempre, y le cogieron. Vil se dio la vuelta y consiguió escapar. Los demás se esfumaron, por decir algo, porque no sé cómo puede esfumarse el que nunca estuvo allí.

     Hoy visito a Max en esta fortaleza invertida, pensada para impedir salir, preparada para recibirte. Una cárcel de máxima seguridad. El abogado de Max consiguió que le extraditaran y que fuera juzgado y condenado aquí. No sé a ciencia cierta cuánto le ha caído esta vez. Nadie me lo ha dicho y yo no he preguntado. Sospecho que mucho, mucho tiempo. Le tengo frente a mí y, aunque retiene aún cierta prestancia, cierto ánimo, ya no es él. Está reventado, vacío. Ni una gota de energía fluye por su cuerpo. Ha despertado a la terrible pesadilla de la traición. No es una traición puntual sino una que siempre estuvo ahí. Max se ha dado cuenta de que siempre estuvo solo. Solo. Habla y ríe como antes pero de repente se queda callado y ya no está. No pestañea y su mirada es de vidrio, perdida en cualquier punto vacío de la habitación. Está viendo con los ojos de la mente, teñidos por la tristeza y el desengaño. Puedo imaginar un mar de caras, voces y silencios, momentos, dolor y abandono, tras el cristal muerto de esos ojos derrotados. Max ya no está. Le he visto así en otras ocasiones pero sé que esta es diferente. Cayó en el pasado pero, tras un breve espacio de tiempo, se levantó y prosiguió su camino con renovada fuerza. Ahora es distinto. Lee muchos libros y escribe, tumbado en la cama de su celda. Me lo ha contado con satisfacción. Unas pocas paredes son incapaces de encerrar a un espíritu libre. Hace ejercicio en el gimnasio y corre por el patio. Pero me dicen que casi no habla con nadie. Huye de la compañía de otros reclusos de los que antaño se habría hecho íntimo. Responde a sus preguntas con cuatro palabras, lo justo para que le dejen en paz.

     Nadie sabe nada de Al. Siempre fue así y así siempre será. Morirá dentro de poco, en silencio, vacío, como un animal engreído y egoísta. Muerto de miedo bajo una lápida de cartón piedra de orgullo y suficiencia. Nadie irá a su entierro y los pocos que acudan no estarán allí de verdad. Llevará un bonito traje y nada, absolutamente nada, quedará de él en nadie. Ane estará con él, podrida y nerviosa, atormentada y atormentando. Ha llamado a Max en varias ocasiones para bañarle de insultos y frases hirientes entre expresiones de cariño y amor eterno. Demanda información personal de Max pero éste parece que ha aprendido a no proporcionársela. La detiene con un sólido muro de monosílabos, lo cual está volviendo loca a Ane, sedienta de la vida y el cariño de otros. Todo lo que siempre le ha faltado a ella. Vida y cariño. Todo lo que ahuyenta -lo que más desea- con sus traiciones, su envidia, su miedo y su detestable ego. Vil ha llamado a Max en un par de ocasiones y ha colgado a los dos tonos. También le ha enviado algunos mensajes buenistas y asépticos, cumplidores. Lo suficiente para poder contar que está muy preocupado por Max. Lo suficiente también para no hablar con él, o si por mala suerte, le hubiere respondido, para adoptar un papel de buenazo desde la distancia. Jamás irá a verle. Va diciendo por ahí que él se encarga de la banda, que se ocupa de todo, que prepara nuevos golpes... Instalado en sus mentiras y su mundo paralelo. Tendrá que buscarse la vida en otra banda, o por libre. Dudo mucho de que a estas alturas encuentre otro idiota como Max. Ya no le quedan amigos en la profesión a los que chantajear emocionalmente. Con toda probabilidad acabará en un grupo de segunda fila - aunque en su boca rebosará prestigio -, que es el lugar que le corresponde. Tina ha ido a ver a Max a la cárcel muchas veces. Pasó varios meses culpándole de todo, como siempre. Hiriéndole, maltratándole, poniéndole zancadillas para que no se levantara del fango. Quería verle ahí abajo, bien cubierto de mierda. Luego pasó un tiempo sin aparecer. Otro abandono. Cuando pensó que había hecho suficiente daño se presentó, pero Max no salió a hablar con ella. Eso sí, la envió una carta terrible. Max, siempre lúcido, aún sumido en el dolor, se revolvió y la hizo ver, por fin, su egoísmo, su ausencia, su frialdad. Ahora Tina llora por las esquinas - se iluminó en tan sólo un día por medio de las mismas ideas y sentimientos que había ignorado durante años -, culpable. Repite a quien quiera oír las líneas de la carta de Max como si fueran suyas, incapaz al parecer de elaborar opiniones, ideas y sentimientos propios.

     Max espera. Lo sé. Esta vez espera. La primera vez. Tiene todo el tiempo del mundo para esperar. La cárcel le ha liberado de sus cadenas. Ya no hay batallas ni asedios. Tampoco ilusiones ni victorias. Tengo miedo por Max. Por primera vez en la vida no veo ni un atisbo de pasión en él. El puto loco Max ya no está. Es una montaña de cenizas que guarda en su seno un último hálito de fuego. Puede que se extinga. Puede esa mínima llama perdurar, débil, sin calor. O puede que se transforme en otra energía, con el tiempo. De lo que estoy seguro es de que jamás volverá a iluminar con su fuego, aquel que ardía en la calavera plateada de su camiseta cuando regresó a la ciudad.

     Ser buena persona me ha parecido siempre un desperdicio, una puta mierda. Seguiré visitando a Max y poco más. Nada se puede hacer ya por él. Continúa enseñándome lo que sabe de la profesión. También he aprendido de su experiencia a desconfiar de las personas, más aún si cabe. La vida es muy simple: o manipulas o te manipulan. Yo, viendo a Max, siempre he tenido muy claro de qué lado quiero estar. Nuestro mundo ofrece montañas de cosas que a muchos disgustan y ofenden. Dinero, fama, poder, superioridad... Yo no me resisto, no pienso, no leo, no amo, no doy. Lo cojo todo y me voy. Cuando Max salga de la cárcel, volveremos a brindar con cerveza y whisky, o quizá ya no.





lunes, 27 de marzo de 2017

Diez consejos para escribir un buen relato. Río.

    Resulta extraño conseguir escapar de la fuerte corriente del río. ¿No te parece, querido amigo? Has afrontado ya varias cataratas y vivido el terror de caer por ellas. Has sentido el impacto de la superficie del agua contra tu cuerpo y la angustia de bucear desde el fondo cuando ya no te queda casi aire. Te has golpeado en la cabeza contra las rocas que sobresalen de las aguas y  trataste en vano de asirte a los troncos que flotaban. La corriente se amansó por momentos y pudiste abandonarla pero nadie lo hacía y, en el fondo, la única inercia que sabías cumplir era llevar esa vida: la de todos esos seres a los que arrastra la corriente y que sienten que vuelan cuando en realidad caen sin descanso por el río que desemboca en el inmenso mar del olvido de la muerte de miles de millones de humanos.
    Ahora, por fin, y sin saber bien cómo, escapaste. Te has secado bajo los tibios rayos del sol y miras el agua desde la orilla. La ves pasar por los periódicos o la televisión; te la encuentras en las vidas de tus amigos y conocidos, en los vecinos del barrio. Están empapados y chorrean. Continúan braceando sin ningún control y asoman la cabeza desesperados, tratando de aspirar todo el aire que puedan de una sola vez, antes de que la corriente les sumerja de nuevo en sus angustiosas turbulencias, como briznas de hierba en manos de un torbellino. Te das cuenta de que todos vuelan un rato pero siempre caen, como un avión de papel mojado. Aunque los aviones de papel secos también terminan por tocar el suelo. El asunto es saber si lo hacen aterrizando o estrellándose. Bueno, sólo es papel. Quizá alguien vuelva a cogerlo en sus manos y lo haga volar de nuevo, aunque el final de ese viaje siga siendo el mismo.
    El caso es que, debido a los inmensos vacíos de la niñez, siempre fuiste una persona rebosante de ilusión. Siempre sí, siempre de nuevo, me ha sorprendido tu pasión por los demás, esa forma de esperar de ellos todos esos sentimientos maravillosos que tú siempre sí, siempre de nuevo, albergaste en tu corazón. Bueno y cariñoso, alegre y generoso. Además, dotado de una energía desbordante. Yo vi cómo saltabas al río risueño y despreocupado, y cómo después comenzaste a nadar con vigor. Pero resulta que todas esas cualidades tan bellas e inocentes te han cegado desde muy chico. Nunca has querido ver al mundo y a los demás tal y como son en realidad; siempre te tragaste su propaganda y cuando el río te las ha hecho pasar canutas lo has olvidado todo con suma facilidad y has continuado nadando con renovado vigor.
    Pero amigo, la corriente es muy fuerte y debilita. Arrasa con todo y con todos. Quizá creíste que tú serías diferente y podrías con ella. Pues no. El cuerpo se agota y envejece y fallan las fuerzas. La mente se cansa y el corazón se seca. Y cuando, por un milagro, abandonas las turbulentas aguas y te miras en el reflejo manso de la orilla, te encuentras con un hombre al que ya no reconoces. Ahora estás vacío, reseteado. Ya casi no pestañeas y tus ojos brillan poco. Y miras al río y no ves que transite agua por él. Tan sólo hay mentiras y desengaños, traiciones y abandonos. Dolorosos silencios y ausencias, torrentes de palabras y actos que no significan más que el sufrimiento y el miedo del que otros se quisieron desembarazar pasándotelo a ti. Y no puedes evitar sentirte orgulloso, aún así, de haber sido valiente y fuerte durante mucho tiempo. Sí, no puedes evitar acordarte de que el mundo está lleno de cobardes amparados en una corriente que les camufla y les empuja hacia adelante, adheridos como parásitos a la esforzada piel de los que se baten el cobre por seguir nadando, empujados por un flujo que les hace sentirse pletóricos de engañosa fuerza.
    Ahora, sentado en la arena, notas que el agua te salpica y que cuando, en un gesto inocente y despreocupado, metes un pie en la orilla con la única intención de refrescarte, ésta crea poderosos remolinos que tratan de succionar tu débil cuerpo hacia sus profundidades. El río y sus ávidos habitantes no tolera, no acepta, no entiende, que alguien abandone su potente inercia y trate de caminar sobre tierra firme. Aunque amigo, te vas dando cuenta poco a poco de que ese suelo no tiene nada de firme y, cuando por fin te pones en pie, observas que estás rodeado de infinidad de ríos. Incluso puedes ver que algunos de ellos desembocan en las mismas lagunas pantanosas y de aguas cenagosas por las que una vez transitaste.
    Existe un río que siempre llamó tu atención: las mansas veredas de la literatura. Puedes atisbarlo a lo lejos y te diriges a él con paso decidido. Yo estaba allí cuando metiste tu mano en sus aguas y te llevaste un sorbo a esa boca sedienta que tan bien conozco. Qué sabor más fresco, qué líquido tan cristalino. Querías más y probaste una segunda vez. Estuvo bien, hasta que notaste un sabor extraño, justo al final. Aún así, te desnudaste de nuevo y te disponías a saltar cuando, por fortuna, te dio por echar un vistazo. Te diste cuenta de que el río era ancho y su corriente rápida y peligrosa. Miraste hacia arriba y viste las mismas piedras y revueltas que ya conocías. Más abajo, vislumbraste una caída al abismo, envuelta en la húmeda bruma que emerge del fondo de las cascadas. Y te fijaste, por fin: el agua no era tal, sino otro torrente más de egos y dinero; otra masa informe de marketing y mal gusto. Un fango de redes sociales y sordos desesperados disfrazados con la máscara de la ilusión fingida, hechos de frases que sólo llevan el signo de exclamación al final. Otro río contaminado por el reinado de las formas en liquidación  y de la cantidad del glotón de buffet libre, sucio de monetización y vagas promesas de fama apestosa y tristemente vacua y pasajera. Otro puto coñazo más, querido amigo.
    Así que vi cómo aquel día te quedabas, retenido por la sabiduría que te habían dado tantos años de sufrimiento, en la orilla. Te vi cómo añorabas a aquel joven impetuoso y rebosante de energía, aquel chaval feliz e inconsciente que jamás volverías a ser. Te noté algo triste, desencantado, aburrido de la vida y de las personas. Y lo peor, o lo mejor de todo, es que pienso que no te falta razón en sentir eso. Hoy te noto cada vez más sereno y me parece que vas aceptando poco a poco la soledad del ser humano, esa que siempre has negado, esa que todos tratáis de tapar en vano bajo la alfombra de vuestro griterío y vuestras compulsivas acciones. Aunque te revelas. Sé que te niegas a asumir del todo que la realidad es que la vida y las personas no significamos absolutamente nada. Le has echado el ojo a dos pequeños riachuelos que aún fluyen limpios, habitados cada uno por un único ser inocente y bello. Te recuerdan a ti cuando eras un crío. También sé que, cuando pensabas que yo no miraba, te has sumergido en sus aguas y has nadado feliz en compañía de esos seres casi mágicos. Yo no digo nada y hago como que no me entero, porque me parece que eres incapaz de vivir en seco y porque creo que, en esas aguas, quizá por algún tiempo, puedas ser feliz.

P.D. Olvidaba darte una cariñosa sugerencia, querido amigo. No busques más consejos baratos por internet, no pinches en las listas ni en los tips. ¿Acaso aún no has aprendido que siempre son textos vacíos que sólo buscan clics monetizados escritos por gentecilla que sabe que tu dedo presiona la tecla en un acto reflejo dictado por tus miedos e inseguridades? Cuídate hermano, disfruta de esas aguas cristalinas.

sábado, 18 de marzo de 2017

Habitantes de la Nada

   El viaje es largo e inútil, desde el nacimiento hasta la muerte, siempre en manos de otros. Un tránsito influido por seres que ya no existen; también por los vivos, que nos aportan todo su ruido, toda esa actividad frenética sin sentido, toda esa verborrea vacía. Tan solo se agradece ya el humor, lo único que merece la pena ser dicho. Si no, sería mejor callar, mejor estarse quieto, aunque nadie lo hace. Orda de hiperactivos infantiles poseídos por el miedo y el egoísmo. Motores y pantallas que recrean un mundo imaginario más, una ilusión colectiva cuyo fin es aturdir a los que alguna vez sientan la tentación de pensar o sentir algo verdadero, o de no hacerlo. Tan fácil resulta en estos tiempos atizar el ascua del odio, la envidia y la codicia, disfrazados tras etiquetas de colores. Pobres animalitos a los que alguien ha hecho creer que son inteligentes y especiales. Tan solo les queda ser capaces de amar en algún fugaz momento sin esperar nada a cambio. A la mayoría ni siquiera se les pasará por la cabeza, solos en un bosque de personas que nunca se detienen mientras gritan una y otra vez las mismas frases aburridas que otros pusieron en su boca.
   El viaje es largo e inútil, y Adán lo afronta pensando en estas cosas. Atrás queda la civilización y delante, en principio, no hay nada. Su camello es uno más de la larga caravana que se dispone a cruzar aquel inmenso vacío. Desfilan todos en línea, serpenteando entre dunas grandes como montañas. Hacía frío cuando comenzaron viaje, de noche. Adán se envolvió en una piel de cordero y se dejó caer contra el cuerpo de su animal, que le transmitía calor y ese hipnótico balanceo de su caminar cansado. El sol emergió tras las dunas azules de la noche para pintarlas de naranja y después transformarlas en montañas de oro, cargado de un calor sofocante. Pero Adán está acostumbrado: aparta las pieles y las echa al lomo. Se cubre la cabeza y la cara con la fina tela azul cielo que protege su cuello y se estira a modo de particular saludo al sol. Sin bajarse del camello realiza sus abluciones. Una pequeña cantidad de agua para lavar su cara, vaciar su nariz y su garganta del polvo y asear sus manos callosas y cuarteadas. Al final, un pequeño sorbo que saciará su sed hasta el mediodía.
     El viaje es largo e inútil pero prosigue su cadencia, su ritmo acompasado a los vacíos espacios de la nada. Hace mucho tiempo que Adán superó los sufrimientos de la carne y por eso puede ir a donde la mayoría no. Ese poder libera su espíritu y le convierte en dueño y señor del tesoro del silencio y la soledad. Nada hay en este mundo que le haga más feliz que el desierto. Aquí no hay ruido, todavía no hay motores. No hay luces por todas partes, ni pantallas, ni gente complicada diciendo tonterías, banalidades o insultos sibilinos. Pasan las jornadas una tras otra en silencio, acariciado por el soplo del viento y el rumor que produce al mover las finas capas de arena roja de la superficie de las dunas. Discurren los días en paz, vacíos, iguales, serenos, azul arriba y dorado abajo, sin estímulos, y la mente se embarca en un estado apacible y satisfecho, en una gozosa armonía con uno mismo y con el mundo.
   El viaje es largo e inútil pero, al caer la noche, se reúnen en torno a las hogueras y comen arroz con carne con su mano derecha, todos del mismo plato, al calor del fuego, en silencio, hasta que alguien narra una historia, o canta un cuento, de esos que Adán ha escuchado mil veces pero que nunca se parecen, porque cada narrador se deja un girón de su alma en cada llama, en cada chispa que flota en el aire hasta confundirse con las estrellas. Después Adán fuma su pipa bajo las mantas, saborea su tabaco y huele el de los demás, y tarda mucho en dormirse porque ya vive en un sueño, y porque la noche del desierto es el éxtasis de los solitarios. Las dunas plateadas y el contraste de su negra sombra son el tesoro secreto de Adán, la unión de lo físico y su preciso momento, el símbolo del silencio y la paz.
    El viaje es largo e inútil y un día se detiene en el Oasis del Diamante. Una charca fangosa donde abrevan los camellos y un pozo de piedra seco la mitad del año, rodeados de una decena de palmeras. Un lugar recogido y lejano donde la Tierra se permite llorar en secreto y dejarnos una lágrima de vida. Adán se sienta en la arena, la espalda apoyada en un tronco, a la sombra, y canta al atardecer alargando las palabras, muy pocas, alambicadas por cadenas de notas que las hacen perder su significado literal para convertirse en la expresión pura de un único sentimiento vital sin nombre. Todos se reúnen en torno a él en silencio, serenos, con una sonrisa en los ojos, porque su voz da placer a su alma. Tan solo un hombre no se acerca; ya estaba allí cuando llegaron, junto a su pequeña jaima de pieles sobre estacas. Uno que permanece solo y que le dicen que vaga por el desierto, desprovisto de edad. Sin nacimiento ni muerte, sin miedo y sin mal, uno que le dicen que habita en la Nada y que siempre sonríe, y que nada pide y todo lo da, y que quizá esté hecho ya de arena y de cielo azul, que no de carne, y que a veces es el mismo agua y otras el viento fresco que  trae el olor del mar.
   Todos se marchan y Adán se arropa en sus mantas y en su noche estrellada y puede ver a ese hombre caminar despacio hasta la cima de una duna cercana. Un impulso, que no un pensamiento, ni siquiera un sentir, le levanta, y pone sus pies sobre las huellas de aquel hombre que la luz de la luna ilumina. Se sienta a su lado, sobre la arena fría. Su mirada, más luminosa que cualquier estrella, le saluda. Miran juntos el mar de dunas y escuchan el viento, cada uno envuelto en sus pieles, y es como si sus cuerpos se deshicieran en partículas de energía y se fundieran con el viejo y verdadero discurrir del mundo, ajeno a las ideas y sentimientos de los hombres. El titán del Yo, ese gigantesco engaño, se diluye en la quietud de la noche hasta desaparecer. Las primeras luces del alba acarician el trance de los dos hombres y Adán se levanta despacio, entumecido por la postura y el frío. Antes de irse apoya su mano cuarteada y seca, de piel oscura, de uñas sucias y dedos fuertes, sobre el hombro de aquel hombre, y puede notar cómo en verdad está hecho de arena y cielo azul, pero también de estrellas y viento. Desciende la pendiente de la duna, descalzo, sintiendo la arena fría. El campamento se despereza y Adán se une a su ritmo lento de cuerpos que se asean y se alimentan, y empacan sus pertenencias para sumergirse en el mar que les separa de un lugar igual a la ciudad de la que partieron. Monta por fin su camello y se une, una vez más, a la cadencia de la caravana. Decenas de monturas en fila india cargadas de enseres y humanos pétreos y mortales.
   El viaje es largo e inútil y ascienden la primera cuesta que les separa del oasis. Arde el mundo bajo el disco rojo del amanecer y Adán bebe un sorbo de agua de su pellejo pero por primera vez no calma su sed. Detiene su camello y se acaricia la barba. Entorna los ojos y puede ver el lento discurrir de la caravana, inercia que gasta el tiempo de los que la componen. Se gira y mira hacia atrás. Otra hilera de seres acompasados colgados en el espacio y el tiempo entre dos infiernos, cuyo viaje comienza y acaba en los habitantes de la Nada. Abandona la fila y mira hacia el Oasis. Puede ver a aquel hombre y sentir su energía y su paz.
El silencio entre dos notas o el silencio. Adán ya no sabe qué canción cantar.

martes, 7 de marzo de 2017

La ciudad de las estrellas

    Mis días se han visto reducidos, espero que de forma transitoria, a ser dominados por un inmenso vacío mental a causa de este espantoso catarro. Noches interminables de estornudos cataclísmicos y dolor de cabeza, de desvelos e ibuprofeno. Días de cara hinchada, goteo nasal y lacrimeo espontáneo, como si me encontrara poseído por una profunda pena, pero también de lecturas bajo el cálido sol de la mañana, tumbado en la cama sin hacer, envuelto en sucesiones, suicidios y asesinatos, conquistas y fundaciones, afán constructivo en pos de una efímera gloria, ya sea en el Imperio Romano o en el Antiguo Egipto, o mecido por la prosa poética de la Velocidad de los jardines de un joven Tizón.
   A veces deambulan por mi mente pequeñas historias pero luego desaparecen, poco a poco, como un tren antiguo se esfuma entre las nieblas de la mañana con destino a la estación del olvido. Como la de esa anciana solitaria que acaba de perder a su marido, corredor de bolsa y lector empedernido, que dejó un diario que ella teme ojear y un telescopio que no apunta hacia el cielo, acompañado de una frase de despedida: La ciudad está plagada de estrellas, búscalas cuando yo ya no esté. Esa anciana sin hijos que toma por fin una noche el telescopio y lo dirige hacia el turbio cielo de Madrid y no encuentra absolutamente nada. Una mujer que abre el diario de su marido y se encuentra con un hombre sensible que la amaba tanto. Y cuando retoma el telescopio, que mira hacia el edificio de enfrente, tal y como su marido lo dejó – ¿qué misteriosa fuerza lo ha devuelto a su posición original? –, descubre la existencia de dos bellas criaturas que viven con sus padres en un piso cualquiera de una ciudad cualquiera, y que son felices. Les siente, les acompaña, despacio, un ratito cada tarde, después de la telenovela. Se sumerge en la mágica vida de una niña de ocho años, que canta frente al karaoke de la consola, o baila libre y expresiva. Que practica sus gestos de gimnasia rítmica, o toca el piano a cuatro manos con su madre en una tarde corta y apagada de finales de enero. Que merienda o hace los deberes en posturas imposibles. O la de su hermano, un precioso niño de cinco años, casi seis - cuenta los días que faltan para su cumpleaños desde hace meses -, que juega al fútbol todas las tardes con su padre en el salón, con una pelota de goma de pentágonos blancos y negros, justo antes de la cena. Puede ver por su telescopio cómo se emboba viendo dibujos animados o los partidos de fútbol de su equipo, mientras una baba cae poco a poco desde su boca, que ella imagina que huele tan bien. Ese niño que puede pasar dos horas con un trozo de manzana en la mano, dándole mordiscos diminutos, mientras la fruta se oxida y se tiñe de marrón. Un bebé grande al que le encanta que le acaricien los pies mientras está tumbado en el sofá. Unos niños que se cepillan los dientes mientras hacen cualquier otra cosa y a los que les encanta jugar y dar saltos en la cama de sus padres y retrasar la hora de irse a dormir en un interminable juego de cosquillas y volteretas. Cada día puede ver la anciana solitaria cómo Ane estudia sus lecciones a trompicones o hace los deberes mientras David lee cuentos ilustrados con dibujos enormes o aprende a atarse los cordones de sus flamantes botas de tacos, que lleva siempre puestas. A veces les ve salir del portal con una pelota en la mano, o empujando sus bicicletas, el fin de semana. O pertrechados con sus macutos, dispuestos a caminar por la sierra en una fría mañana de domingo. Les ve marchar al colegio, y disfruta espiando cómo se despiden de su madre en la puerta, con un beso, mientras su padre les coge de las manitas, y se los imagina caminando hasta la puerta de clase.
    Luego ella se queda a solas con su marido, que emana de las páginas de esos cuadernos de alambre de muelle del colegio, y descubre a un hombre que siente, y que piensa, y que ama, que la ama, más allá de las cotizaciones y los dividendos en los que para ella parecía haberse convertido. Después se acerca de nuevo al telescopio y acompaña al papá de los niños, en mañanas solitarias; puede verle frente a su portátil, devanándose los sesos ante una página en blanco mientras fuma uno tras otro cigarro y presiona las letras del teclado como un pianista desbocado que mira la partitura de sus notas, un cuaderno de escritor cubierto por una letra azul de médico, y que las transforma en un texto vivo en un arrebato de inspiración.
    No sabe que él escribe la historia de una anciana que se queda viuda y que lee los diarios de su marido ausente y cumple su voluntad de buscar las estrellas que la ciudad oculta tras su espantosa sinfonía de ruido, sí, tras el estruendo de los motores de los autobuses, tras las ambulancias que escalan la calle y destruyen la paz de los vivos con su sirena en lucha con la muerte; detrás, sí, del bullicio de los atascos que la separan del edificio de enfrente, o de los camiones de basura que la despiertan cada madrugada. Cumple el deseo de que indague en pos de esas estrellas difuminadas por el aire contaminado de una plaza bulliciosa, de ese ambiente sucio que la obliga a vivir con la respiración contenida, temerosa de que lo que está inhalando sea el veneno que la entregará de nuevo a los brazos de su marido, allá en la otra vida. Tan temprano no, cariño, ten paciencia y espérame un poco más, dame algo de tiempo para encontrar la senda que tú marcaste. Escribe ese hombre de letras sobre una mujer que ha comprendido, que ha encontrado el camino hacia las estrellas, y que un día se decide a bajar al parque en el que estas juegan, y que se anima a decirles cosas bonitas como una ancianita más que se dedica a dar de comer a las palomas. Una mujer mayor y solitaria que les pregunta sus nombres y les hace bromas que ellos no entienden e incluso ignoran. Una señora que tiene una vida, y sentimientos, y que un día los pone sobre las manos de ese padre que parece perdido entre tanta celulosa por cubrir de signos. Le entrega el diario de su marido - un préstamo - para que se sumerja en los vaivenes que han acunado su soledad, que han mecido su pérdida, los devaneos de un hombre encarcelado en los números que decidió vivir su libertad dentro de los renglones cuadriculados de un cuaderno de colegio. Ella no sabe que aquel hombre escribe todo eso mientras le apunta con su telescopio, pero lo que sí sabe es que su marido tenía toda la razón: la ciudad está plagada de estrellas.
   Estas son tan solo pequeñas historias que uno imagina mientras está enfermo, tumbado en la cama, entreveradas con los libros que se leen mientras no se puede escribir, y que nunca se escribirán. Otra más de las innumerables ideas que compone la imaginación para secreto deleite de sí misma, cuyo misterioso fin ignoramos, aún sospechando que algo nos quisimos decir a nosotros mismos, pero se esfumó, devorada por las historias que otros sí escribieron.

viernes, 3 de marzo de 2017

Segunda edición de El árbol de la esperanza. Un voluntariado con Vicente Ferrer

Es un enorme placer poder presentaros esta segunda edición de El árbol de la esperanza. Nos hemos decidido a hacerlo animados por su vocación solidaria – todos los fondos recaudados van destinados a proyectos en Senegal con la ONG Construye Mundo – y por el hecho de que los lectores han mantenido el libro, durante estos dos años, casi siempre en la lista de los más vendidos en literatura de viajes, aún siendo la primera una edición artesana y con multitud de errores.
En esta segunda edición encontraréis una revisión del texto y también de sus faltas, además de un prólogo del autor antes inexistente. Y lo más bonito: pinturas de Nuria Vernacci, artista de nivel internacional, que retratan a algunos de los niños de la Fundación y al propio Vicente Ferrer, como podéis ver en la portada del libro.
Gracias a todos los lectores por interesaros por la labor de la Fundación Vicente Ferrer, y por la confianza depositada en este ameno libro y en Construye Mundo. Espero que disfrutéis leyendo tanto como yo lo hice escribiéndolo. Si es así, haced el favor de compartirlo. Muchas gracias.
Ir a El árbol de la esperanza. Un voluntariado con Vicente Ferrer.

jueves, 2 de marzo de 2017

Pedro, Sócrates, Platón y otras chicas del montón

    Pedro abre la puerta de la estancia y la cierra tras de sí. Se encuentra en una habitación amplia y poco amueblada. Una cortina blanca tamiza la luz de la calle y crea un ambiente sosegado y acogedor. Se atusa su flequillo imposible, levantado hacia el cielo a base de toneladas de laca, en un gesto inconsciente y nervioso. Frente a él, la doctora le espera sentada en una silla de diseño y le invita a sentarse en la que hay en frente.

-¡Pedro!¿Puedo tutearte? Es un honor tenerte como paciente.
- Hola. Claro que puedes tutearme. Todo el mundo lo hace, me hace sentir más joven. Gracias, no es para tanto. Según tengo entendido, esto está lleno de gente del cine y la televisión. Vengo con muy buenas referencias tuyas, Carmen.
- Bueno, me alegro de que mis pacientes se sientan satisfechos con el trabajo que hago. Pero no te quedes ahí, toma asiento por favor.
- Ah, sí, claro.

    Pedro rodea la silla que hay frente a la doctora. la punta de su zapato se engancha con una de sus modernas y retorcidas patas y va a dar de bruces contra Carmen, quien lanza su bloc de notas por los aires justo a tiempo para poner las manos sobre los hombros de Pedro y evitar que se vayan de espaldas contra el suelo. La cara de Pedro queda apoyada contra el hombro izquierdo de Carmen, y esto hace que su flequillo se meta en la nariz de la doctora y genere un cosquilleo que la hace estornudar sobre la espalda del insigne director. Está acatarrada y de sus fosas nasales ha salido disparada una masa gelatinosa y verde que se queda adherida a la espalda de la lujosa cazadora de ante de Pedro.

- ¡Lo siento muchísimo! Discúlpame por favor. Qué torpe soy, mil perdones. Menudo comienzo...- dice Pedro mientras se pone en pie azorado y se coloca la ropa.
- No pasa nada hombre, le puede ocurrir a cualquiera. Estas sillas, que son, son...bueno, sillas. ¿Tú bebes Pedro? Bueno da igual...le puede pasar a cualquiera. ¿Bebes?¿Te has atizado un carajillo antes de venir? Bueno, déjalo estar, anda siéntate y comencemos la sesión.
- Lo siento mucho Carmen.- responde Pedro mientras se atusa el flequillo y nota que tiene las puntas húmedas. Se lleva la mano al lateral del pantalón y limpia su palma en un gesto casi imperceptible.- No, no bebo. Aunque ganas no me faltan. Tan sólo estoy un poco nervioso y desorientado.
- Cuéntame.- le anima Carmen mientras imagina sus mocos restregándose entre la espalda de su paciente y el respaldo de tela de la silla en la que se deja caer.
- Pues verás, no sé cómo empezar. La verdad es que ha sido una suerte que no tuvieras pacientes a esta hora y pudieras atenderme en el momento. Vengo directo del rodaje. Verás, te lo cuento sin preámbulos: me he marchado. Sí, he tomado las de Villadiego y les he dejado a todos allí empantanados. A la francesa. Me he quedado solo un momento y es como si se me hubiera encendido una bombillita. Se me ha acelerado el corazón y, de repente, me he escabullido por detrás de una cortina. Allí me he encontrado a un señor que no conozco de nada, que me ha confesado que se estaba comiendo el bocata de un guionista y que, por favor, no le dijera nada a nadie. Me ha llenado la cara de migas, hablaba con la boca llena. La verdad es que el chorizo olía de maravilla, le hubiera pegado un buen bocado. Pero no, yo estaba a lo mío, que era huir despavorido. Así que le he dejado allí con su bocadillo y me he marchado con viento fresco. Luego te he llamado y aquí estoy.
- Bien Pedro, bien.- responde Carmen en un tono amable y aséptico.- ¿Y por qué razón querías verme?
- Pues verás Carmen. Necesito hablar con alguien que entienda de estas cosas y me las explique. Entonces me acordé de Woody Allen y de sus películas, esas en las que se pasa la mitad del tiempo con su psicoanalista. Esas escenas siempre me han parecido tan glamurosas y divertidas... y además encuentro montones de paralelismos en nuestras vidas: él ha ganado el Oscar y yo también. Sus películas residen en Nueva York y las mías en Madrid. Su familia era judía y la mía católica. Él toca el clarinete y yo la zambomba. Y qué decir de nuestro humor, tan parecido. Ambos tenemos una intensa relación emocional con las mujeres. Los dos hemos ganado el Oscar. ¿Te lo había dicho ya? Aún recuerdo como si fuera ayer cuando Penélope grito mi nombre haciéndose pasar por verdulera. Por cierto, no entiendo cómo sus padres pudieron ponerle un nombre que recuerda al falo de un dramaturgo. Bueno, que me voy por las ramas. Pues eso, almas gemelas, casi como dos gotas de agua, ¿no crees?
- ...
- Así que por eso estoy aquí. Me dije: yo también necesito terapia, como Woody. Verás la publicidad que te hago cuando los periódicos se enteren de que estoy viniendo a verte. ¿O quizá no deberían enterarse? No sé, ya le preguntaré a mi manager...Ah no, a él no...
- Bueno Pedro, menudo torrente de verborrea, permíteme que te lo diga. Pero entonces, deberías contarme por qué has huido del plató de esa forma... Si tú quieres.
- Pues claro que quiero, por eso he venido. Mira, no soporto más a mi hermano. Lleva décadas viviendo a mi sombra. Me parasita, me chupa la sangre, y luego se permite decirme todo el rato lo que tengo que hacer. ¡No le aguanto más! A ver si ahora es capaz de terminar la película él solito.
- Pero Pedro, según tengo entendido tu hermano no es director de cine...
- Pues eso mismo digo yo. Ea, que se las apañe ahora si puede. Yo desaparezco... Oye, según te estoy hablando me estoy dando cuenta de que tienes un aire a Aspasia de Mileto. Sí, sí, eres clavadita.
- ¿A quién?.- pregunta Carmen mientras decide si recetarle medicinas para un elefante o encerrarle en un psiquiátrico.
- A Aspasia de Mileto.- responde Pedro señalándola con su índice.- Eres su viva imagen. Era la pareja de Pericles en la antigua Grecia. Sí mujer, el del Siglo de Pericles, ¿no te acuerdas? El que hizo el Partenón y todos esos edificios maravillosos. Pero a mí siempre me ha interesado más Aspasia, ya sabes lo que me gustan las mujeres que están en segundo plano. La estuve investigando para basar algún personaje mío en ella, pero me encontré con que no era ninguna bonachona sentimental amargada. Pero tú, tú, eres su viva imagen.
- Pedro, creo que deberías calmarte. Me estabas hablando de tu hermano, ¿recuerdas? No sé quién es la tal Aspato ni quiero saberlo...¿Por qué no sigues con...?
- Pues mira, Aspasia fue, entre otras cosas, una hábil conversadora, como tú. Y además era filósofa, algo parecido a lo que tú haces. ¿Sabías que el mismísimo Sócrates frecuentaba su casa y buscaba su compañía? Tan sólo para hablar, claro. Igual que tú y yo.
- Pedro, creo que...
- Vamos a hacer una cosa. Imagina que estamos en un rodaje y filmamos una conversación entre Sócrates y Aspasia. Sí, imagínatelo. Vamos a improvisar... A partir de ahora yo soy Sócrates y digo: Querida Aspasia, he venido a decirte que mi alumno más aventajado, Platón, me tiene harto.- Pedro se inclina hacia adelante y hace como que toma un racimo de uvas de un cuenco y se lo lleva a la boca.- No para de anotar todo lo que digo. Inventa unos diálogos en los que pone en mi boca cosas que yo no he dicho. Se interesa por mi salud cuando yo me encuentro perfectamente, como si deseara que me muriera ¡No pienso volver a conversar con él jamás! Por cierto, ¿dónde está Pericles? ¡Él sí que sabe tratar a la gente y mostrar respeto por un anciano sabio como yo!
- ¿Pericles?
- Bueno, no te excuses, no pasa nada. Nuestra polis está en sus manos. Gracias a gente como tu marido tú y yo podemos estar aquí conversando tan tranquilos. El caso es que yo te hablaba de Platón, ese alumno que ha decidido robarme todas las ideas para tirarlas a la basura y poner en boca mía cosas completamente llenas de sentido. Que si la Belleza y el Bien, que si la Caverna... Yo no he venido al mundo para decir cosas sensatas, sino para hacer ver que mi flequillo es el hecho más improbable e interesante de toda la historia de la humanidad.
- Pedro, creo que deberías calmarte un poco. Estás muy exaltado y no sabes bien lo que dices...
- Lo sé Aspasia, lo sé, y por eso acudo en busca de tus sabios consejos. ¿Qué me recomiendas que haga con ese muchacho?
- Pues mira Sócrates.- responde Carmen algo atemorizada.- creo que mis humildes conocimientos no están a la altura de tu problema. Quizá lo mejor sería que fueras en busca de mi marido, Pericles. Él sabrá cómo dar solución a este asunto. Ahora mismo se encuentra con Woody Allen, supervisando las obras del templo de Atenea Nike. Te recomiendo que salgas ahora mismo para allá y le repitas todo lo que me has contado a mí.- dice Carmen mientras le tiende un papelito con una dirección garabateada.
- Magnífica idea. Eso haré.- responde Pedro mientras se levanta de su silla. El moco de la doctora se ha secado y emite un crujido al separarse de la chaqueta del famoso director.- Muchas gracias Aspasia. Cuídate mucho.

    Pedro abandona la habitación movido por una energía electrizante, la misma que quizá colabore al sostenimiento de su flequillo. Carmen se levanta y se acerca a la ventana que da a la calle. Ve cómo Pedro sale del portal envuelto en una de las cortinas de su sala de espera, a modo de toga griega. Pide un taxi y desaparece entre el barullo de coches de Madrid. La doctora se gira y abre un armario. Saca de su interior un limpiacristales y un trapito, y se entrega  de forma compulsiva a limpiar la mancha verdosa del respaldo de la silla.
    Mientras, Pedro llega por fin a la dirección que Carmen le ha proporcionado. Paga al taxista y se apea frente a un edificio imponente, rodeado por extensos jardines por los que pasean extraños seres. Este debe ser sin duda el templo de Atenea Nike, piensa. Empuja los pesados barrotes de la verja y se encuentra con dos personas que ya le estaban esperando.
- ¿Alguno de ustedes ha visto por aquí al ciudadano Pericles y a su amigo Woody? Necesito consultarles algo con urgencia.
- Sí, sí, están aquí mismo, Sócrates. Acompáñenos.
- Un momento. ¿No serán ustedes amigos de Platón, ese alumno fabulador y ególatra disfrazado de estudiante humilde y adulador?
- No, ni siquiera le conocemos. Acompáñenos por favor.
- Está bien, está bien. Oye, ahora que me fijo...¿no os han dicho nunca que os parecéis muchísimo a Faemino y Cansado?.- pregunta Pedro mientras se separa de ellos y encuadra sus caras con las palmas abiertas, formando un rectángulo con el pulgar y el índice de sus manos alrededor de sus cabezas.- Sois clavados. Igualitos. Vamos a hacer una cosa. Imaginemos que estamos en un plató y...

   

Los gemelos Víctor y Clemente

    Érase una vez dos gemelos llamados Víctor y Clemente. Habían crecido arropados en el seno de una familia de clase media en la cual se confundía la pasividad con la bondad, la falta de personalidad con el espíritu afable. La dejadez, incluso la desidia, eran asimiladas con virtudes tan excelsas como la serenidad y la paciencia.
    Alcanzada la edad adulta, decidieron estudiar juntos la noble profesión de joyero, hipnotizados por el frío brillo de los diamantes y por las personas que los llevaban. Les atraía el ansia de los clientes por obtenerlos y la pasmosa facilidad con que los olvidaban una vez conseguidos. Siempre regresaban a por otro diamante más grande.
    Víctor y Clemente dejaban pasar los días en la cafetería de la escuela y después, cuando llegaban a casa, se encerraban en su habitación a jugar a la consola, ver la televisión o leer libros sobre guerras. Los aviones de combate eran su especialidad. Conocían cada modelo, cada detalle de sus características y sus capacidades asesinas. Eran perfectamente capaces de ver la guerra como un juego, como algo entretenido y lejano. Víctor hizo un montón de buenos amigos gracias a su habilidad para regalar los oídos de los demás y decirles siempre lo que deseaban escuchar. Les daba la razón en todo y jamás se mostraba beligerante o en desacuerdo. Me parece bien, decía. Lo que tú quieras, contestaba. A mí no me importa, concluía. Gracias a ello consiguió situarse en el entorno de las personas más inteligentes, capaces y trabajadoras de la escuela. Clemente, por su parte, disfrutaba del don de mentir constantemente, cualidad sumamente útil entre los humanos. Podía decir lo mismo y lo contrario en una única frase sin que chirriara ni se le moviera un solo pelo de la cabeza. Se incluía con facilidad en las acciones realizadas por otros. Incluso era capaz de narrar en primera persona hechos en los que no había participado. Eso ya lo dije yo, decía. Pues yo ya había pensado eso antes de que tú lo dijeras, apostillaba. Mentía por todo y en cualquier circunstancia, sin la más mínima necesidad, como una especie de resorte mecánico que saltara ante el estímulo de cualquier conversación, por leve o intrascendente que esta fuera.
    Víctor y Clemente estuvieron a punto de ser expulsados de la escuela. Toparon con un profesor muy exigente, ante el cual las artes de advenedizo de Víctor y las mentiras compulsivas de Clemente no funcionaban. Ambos vieron cómo sus compañeros pasaban de curso, obtenían la titulación y se lanzaban a carreras exitosas, no exentas de mucho trabajo y esfuerzo, pero también de ilusión. Los gemelos se volvieron aún más pasivos, abandonándose al papel de víctima. Atornillados a las sillas de la cafetería de la escuela de joyería por las mañanas y devorados por su cama por las tardes. Cayeron en una espiral de autocompasión que llevó a Víctor a plantearse seriamente la posibilidad de hacerse cura y contárselo a todo el mundo, mientras que Clemente se decantó directamente por el suicidio publicitado entre familiares y amigos fáciles de impresionar. Pobres muchachos burgueses, escondidos en un barrio de clase obrera, ante su primera ocasión en la vida en la que debían superar obstáculos por sí mismos.
    El caso es que obtuvieron finalmente su título de Maestro Joyero y salieron al mundo laboral. Su amigo Raúl, muy dado a acoger almas en pena bajo su seno, les buscó un trabajo en un par de talleres de joyería de segunda categoría para que hicieran mano y se ganaran la vida honradamente. Enseguida ambos se vinieron arriba y volvieron a ser los que habían sido siempre. Al poco tiempo estaban trabajando también en la joyería de Raúl. Un pequeño negocio de barrio que éste iba levantando paso a paso con enormes esfuerzos. Deudas, interminables horas de trabajo, sinsabores... Víctor se sentía bien arrimándose a Raúl, protegido bajo su espaciosa y cálida ala. Seguía confundiendo la pasividad y la desidia con la serenidad y la paciencia pero Raúl se echaba todo el trabajo encima y disculpaba su actitud displicente influido por los nobles sentimientos de la amistad. Clemente, envuelto en un halo de bondad prefabricada, volvía a disfrutar del íntimo placer de mentir por cualquier cosa. Mentía a Raúl, a los empleados, a los clientes, creando un extraño ambiente en el cual a unas personas les había dicho una cosa y a otras la contraria, siendo capaz de salir tan tranquilo de los atolladeros en los que se enfangaba por ello con una nueva mentira. Se permitía criticar con saña las piezas creadas por otros compañeros y ensalzarse de esa forma como un gran joyero mientras tallaba las gemas como quien pela una manzana. A Raúl le daba vergüenza cobrar sus tarifas habituales cuando vendía una joya hecha por Clemente.
    Pasados unos pocos años, y sin saber cómo, Raúl se despertó una mañana y se dio cuenta de que trabajaba para los gemelos Víctor y Clemente, quienes habían adquirido una pequeña parte de la joyería. No escatimó en esfuerzos por incluirles en el día a día del trabajo, pero Clemente siempre se inventaba algún compromiso familiar para escabullirse y Víctor se contentaba con decirle que él no entendía nada de nada de eso y se marchaba a su casa, dejando sobre los hombros de Raúl todo el peso de las decisiones, las responsabilidades y las preocupaciones. Les obligó a formarse, teniendo él que elegir los cursos que realizaban, incluso pagando parte de ellos. Todos cayeron en saco roto, aunque Víctor y Clemente jamás le dijeron que no a nada. Era su personal forma de huir hacia delante, de perpetuar la desidia; una manera sutil y prolongada de mentira, una silenciosa capacidad de profundizar cada vez más en el advenimiento.
    Raúl, destrozado por tantos años de trabajo en soledad, aplastado por su titánica lucha contra la crisis, lo intentó todo. Cada vez se sentía peor consigo mismo. Se veía como un idiota que se había dejado parasitar por dos sanguijuelas que se hacían pasar por sus amigos, que ofrecían una falsa simbiosis mientras le chupaban la sangre y la vida como si tal cosa.
    Una fría y luminosa mañana de invierno Raúl no acudió a la joyería. Los hermanos Víctor y Clemente trataron de localizarle pero les resultó imposible. En el taller encontraron, reluciendo sobre la mesa de trabajo, una joya majestuosa: un diamante de proporciones desmesuradas, una obra de arte que absorbía la luz del mundo y la convertía en un caleidoscopio de magia y armonía. Junto a tamaña belleza, una nota de Raúl: "Esta joya única nos ha sido confiada por un misterioso cliente, con toda probabilidad un jeque de los desiertos de Arabia. Desea que la engastemos en un collar de fiesta, cuyo diseño confía a nuestra imaginación y nuestra pericia como artesanos. Lo pongo en vuestras manos con el deseo de poder ayudaros pronto. No me falléis". Víctor y Clemente se miraron el uno al otro con una mezcla de alegría y terror. Ahora eran ellos los encargados de llevar todo el negocio y, además, de realizar el que era con toda probabilidad el trabajo más importante que nunca nadie les había encargado. Sus mundos imaginarios se pusieron a trabajar con rapidez. En seguida se dieron cuenta de que Raúl lo había dejado todo dispuesto y que lo único que tenían que hacer era subirse a la inercia de la ola. Así, Víctor comenzó a pavonearse de su nueva posición. Director de la joyería. Se lo iba contando a todo el mundo. Cualquier resquicio en una conversación era válido para introducir la cuña de su nuevo título. El sueño de cualquier advenedizo. Conseguir mimetizarse con las personas a las que se arrima, ser uno de ellos, sin el más mínimo esfuerzo. Clemente se entregó a su secreto placer, liberado de la crítica y la observación de Raúl. Mentir, inventar, tergiversar, relatar historias en las cuales él era el salvador del negocio, confundir a los empleados con sus órdenes sin sentido.
    Sin embargo, la joya siguió ahí, abandonada. Cada vez que pasaban por delante de ella encontraban una excusa para no tocarla. Siempre había alguna otra cosa más importante que hacer. La desidia, camuflada de bondad, señoreaba en el taller. Por fin, los propios empleados, viendo que podía peligrar su puesto de trabajo, presionaron a los gemelos para que se pusieran a la tarea. Víctor y Clemente se sentaron ante la majestuosa joya sin saber bien qué hacer. Les daba miedo tocarla, reconocer que eran incapaces de realizar el encargo. La vida les había situado frente a su segundo reto. Ante él, al igual que en presencia de su profesor de la escuela de joyería, no valían el buenismo ni las mentiras. Y Raúl había desaparecido, ya no estaba ahí para resolverlo él mismo. Trabajaron con desgana, y por primera vez sus defectos se volvieron contra ellos mismos. Víctor aparentaba ser un gran maestro joyero criticando todo lo que hacía su hermano, y Clemente le devolvía la jugada con interminables mentiras y justificaciones. Los gemelos se odiaban a sí mismos y las mecánicas que lo habían ocultado durante tantos años les explotaban en sus caras idénticas. Terminaron un collar simple, prescindible. Un metal pobre y toscamente tallado, sin gusto, sin imaginación. Sin el sentimiento que pone alguien que adora su trabajo, ya que ese sentimiento no existía. Víctor y Clemente evitaban pensar en ello y proseguían su vida de apariencia y engaño; una enésima huida hacia delante. Por la noche, encharcaban sus mentes frente a la televisión o el ordenador hasta altas horas de la madrugada, drogas buscadas para proseguir evadiendo la realidad y el nuevo papel que les reclamaba. Hacerse responsables de su propia vida, afrontar los esfuerzos del día a día, estar a la altura de su supuesta fama.
    Entregaron el encargo, tal y como decía la nota, en las oficinas de un banco árabe, donde sería depositado en una caja de seguridad. Pasaron los días, las semanas, los meses, y Víctor y Clemente se olvidaron de todo. Del diamante, de Raúl, hasta de sí mismos. Víctor comenzó a pavonearse sin ningún pudor en todos los círculos profesionales de la joyería, codeándose con los mejores joyeros y con los directivos gremiales, con su habitual actitud. Lo que tú digas me parece bien. Tienes toda la razón. Tú lo harás mucho mejor que yo. Mientras tanto, Clemente se enmarañaba gustoso en su  red de embustes gratuitos. Estaba convencido de ser uno de los mejores joyeros del reino y esa ensoñación infantil le hacía muy feliz. El negocio marchaba solo gracias a los años de trabajo de Raúl y ellos podían dedicarse a atribuirse los méritos, tamizados, eso sí, por un aura de bondad, un barniz de humildad pegajosa, incluso algo beatífica.
    Una mañana como otra cualquiera Raúl telefoneó a los hermanos. Les explicó que el jeque misterioso le había llamado furibundo y le había amenazado con hacerle desaparecer bajo las arenas del desierto. Habían destruido su más preciado tesoro, lo habían vulgarizado con su penosa intervención y, si quería conservar la vida, le obligaba a comprar el diamante a cambio de una suma desorbitada que él no poseía. La única salida que Raúl encontraba era venderles la joyería a los gemelos, los propios causantes del desastre. Ambos desatendieron la responsabilidad que tenían sobre la situación de Raúl. Era como si no le hubieran escuchado. Sin embargo, Víctor se mostró terriblemente preocupado por la salud de Raúl y Clemente se encargó de tapar la situación con embustes y manipulaciones. La culpa había sido de otros. Malos proveedores, trabajadores dejados, exceso de exigencia por parte del cliente. Ellos lo habían hecho todo bien, como siempre.
    El caso es que Raúl les ofreció la propiedad de la empresa de joyería a cambio de la suma que necesitaba para pagar el diamante y conservar su vida. Los gemelos se sentaron a decidir qué hacían. Se vendieron el uno al otro la posibilidad de hacerlo tan sólo por ayudar a Raúl. Pero sus almas escondían sus verdaderas motivaciones, mucho menos altruistas que las oficiales. A Víctor le dominaba un ansia de reconocimiento y Clemente se sentía a sus anchas vagueando mientras le contaba a todo el mundo sus imaginarias hazañas. Decidieron comprarle la joyería a Raúl y hacerle así el inmenso favor de salvar su vida. Qué bondadosos se sentían los gemelos.
    El día en que se reunieron ante el notario para realizar la compraventa, Víctor y Clemente se deshicieron en interés por el bienestar de Raúl y de su familia, sin mencionar el hecho de que se encontraba en esa situación debido a su impericia, y sin importarles lo más mínimo el futuro que le esperaba a Raúl tras abonar el pago del diamante, sin dinero y sin trabajo. Clemente le contó a Raúl que la joyería iba fatal y que se estaban matando para sacarla adelante. Esto lo hacían por él, pero les suponía un esfuerzo sobrehumano.
    Tras firmar el contrato y recibir el dinero en su cuenta corriente, Raúl se marchó a su casa. Entró por la puerta silbando y saludó a su mujer y a sus hijos. Se dirigió al cuarto de los niños y rebuscó en el baúl de los juguetes. Algo brillaba en el fondo. Un diamante enorme y pesado, engastado en un collar del montón. Llamó a su hija y se arrodilló frente a ella. Tomó el collar y se lo pasó sobre la cabeza hasta depositarlo en su cuello.
- Toma cariño, la más bella joya del mundo para la más bella princesa.- dijo mientras la besaba en la mejilla.
- Papá, ¡cómo pesa! Nunca me ha gustado este collar.
- ¡Ja, ja, ja! No me refería al diamante. Pesa porque está hecho con carbón. La más bella joya del mundo es el beso que te acabo de dar.
    Y así es cómo, gracias a los defectos de los hermanos gemelos Víctor y Clemente, Raúl consiguió su tesoro: desaparecer como un perdedor, que es la única forma inteligente y eficaz de hacerlo si lo que más deseas en este mundo es que te dejen en paz.
    Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.