viernes, 26 de mayo de 2017

Pasión




A Jimena y Darío

“Crear un personaje es reconstruir la biografía de alguien que todavía no existe”
Andrés Neuman
El equilibrista


   nde están mi pasión y tu serenidad, querida hermana. Mi pasión anida toda en ti y en mí tu serenidad, bien lo sabemos los dos. Porque es cierto que soy un hombre sereno, como tú dices, y satisfecho, ya sé que a veces hasta te molesta. Hablo poco y escucho, voy a lo mío, que es sano, predecible y pausado. Tú tienes toda mi pasión y está bien que así sea. Siempre me has hecho reír y has inventado la vida para mí. Nunca me has cuidado, no se trata de eso, de proteger al hermano pequeño, sino que más bien me has regalado intensidad, sobresaltos, algarabía. Porque contigo nadie se aburre. Tu mente es brillante, tu imaginación poderosa, tu carácter rotundo. Tu mirada se ilumina siempre que te aparece en la cabeza una nueva ocurrencia. Has tirado de mí hacia tus casas encantadas hechas con cojines o me has convertido en el cliente de tus hoteles de ensueño. Me has escondido bajo las mantas y me has pedido el silencio que ya te había dado, o tras una cortina blanca y traslúcida que no oculta sino que más bien atrae al que busca para que tú escapes. Siempre has tirado de mi camiseta, ordenándome a gritos, y si alguna vez me he quejado, ha sido con la boca pequeña; después, me he dejado hacer.

   REconozco en ti el fuego que otros no ven, porque no a cualquiera lo ofreces. Mujer laboriosa, trabajadora y esforzada, metódica sin exceso, algo desordenada por contra. Sabes ser seria, hasta te gusta, así mantienes a raya a los indeseables. Recuerdo cuando nuestro padre te enseñó a no apartarte en las aceras, a mantener la espalda recta y la mirada firme y confiada, sabedor de que un carácter fuerte sigue siendo el mejor arma que una mujer ha de poseer para afrontar el mundo. También sé que temes al Mal y eres prudente a causa de ello.

   MI papel en tu vida de fuego siempre ha sido el de atemperarte y ser ejemplo de serenidad con mi mera presencia. Creo que a veces me consideras un simple pero a mí me da igual, yo te quiero tal como eres, incluso cuando me llamas tonto o me zarandeas. Porque sé que sencillamente eres así y se te pasará. Tan sólo es otro arranque de pasión. Porque sí, tu pasión es tu luz y tu condena. Tu energía arrolladora, tu ilusión determinada y sin control son tu faro y tus esposas. No existe ya nadie como tú, querida hermana, y por eso brillas y atraes a hombres y mujeres por igual, a causa de esa mirada luminosa y creativa y esa manera de utilizar el lenguaje que a todos contagia de tus sueños.

   cil es seguirte, inevitable diría yo, pero menos lo es permanecer a tu lado. Naciste en un mundo de polillas atraídas por la luz, que pronto mueren por su llama. La gente hoy en día no es como yo, hermana – cocinado por ti a fuego lento –, ni tampoco han sido moldeados desde pequeños. Las personas son de mentira, de usar y tirar, todo lo que dicen, o hacen, sienten o piensan, dura muy poco. Ahora todos son personajes, son de cartón, nacidos en la abundancia y la complacencia. Ya nadie acompaña en viajes y sueños que conlleven esfuerzo y rechinar de dientes, sino que se dejan llevar mientras alguien pilote el timón durante la tormenta.

   SOLa te sientes entonces, porque yo sé que tú ansías compañeros de viaje, no deseas ni te conformas ni te apañas con seguidores ni dueños, sino que anhelas compartir la vida junto a gente apasionada. Crees que necesitan una ayuda para encender su fuego, y piensas que cuando la llama prenda, vendrán a tu lado y serán a su vez tu calor, tu sueño, tu escudo y tu lanza. No sabes que en el corazón humano anidan la pasividad y la desidia y que ya ningún sueño arde si no lo prenden y avivan otros.

   LA verdad de ti está en tus manos. Tus dos manos hermosas que han guiado mi vida durante estos cuarenta años. Las regordetas de la niñez, inconclusas en la pubertad, estilizadas en la madurez. Esas manos y esos dedos que buscan tocar el mundo y transformarlo, siempre ocupadas, que son el instrumento hábil de tu inteligencia y de tu imaginación. Esas manos que demuestran su cariño y su amor no con caricias y abrazos, nada dada eres a ellos, sino curando a los enfermos o creando la risa y la ilusión y la sorpresa con tus trucos de magia – desaparece la moneda, la carta, el anillo, el ego, y de pronto está en la oreja que cuelga de la sorpresa y el desconcierto, o de tu ilusión que es la suya –, o acariciando las teclas de un piano mientras alumbras un escalofrío de placer en la espalda del que escucha. Esas manos que son fuertes y femeninas al mismo tiempo, y que se acorchan sobre tu cabeza cuando sueñas confiada y segura de ti tendida en la cama o descansas bajo el sol en la piscina y ahorras latidos y sangre para tus momentos salvajes.

   SI me das la mano yo te sigo, y nunca me la das pero te sigo igual. Porque sé que muchas veces te derrumbas ya que nadie es como tú y siempre te decepcionas y te entristeces y enfadas, y entonces es también grande tu pasión destructiva. Te apagas y se te va la vida y te hundes y me necesitas y me buscas y me encuentras. Porque tu hermano pequeño, recuerdas, guarda como un tesoro toda tu serenidad y la protege en una cajita que es para ti sola, toda para ti, tu mi luz y mi fuego que me dan la vida y yo tu sostén y tu muleta y tu paz cuando la necesitas. Yo tu escudo y tu mi lanza. Ese contento sereno que poseo y que tanto te enfada y que es tu guarida secreta cuando descubres de nuevo que nadie ha puesto su mano junto a la tuya sobre el timón. Sólo a mí no quema tu fuego y sólo a mí perdonas mi ausencia de pasión, porque sabes que la tienes tú toda.

   DOnde bailan siempre tus manos es sobre las teclas del piano, fluye tu pasión por esos dedos finos y alocados y penetra en el instrumento, le arranca melodías que siempre han hablado de ti aunque las escribieran otros, y ahí callas, sólo ahí calla tu lenguaje que ilusiona y atrae e hipnotiza pero que no retiene, es sólo entonces cuando conectas con el corazón de las personas que están sentadas y escuchan, cada uno en su papel, tú activa y ellos pasivos, único momento en el que eso no te decepciona sino que permite que mi serenidad entre en ti y yo me destroce las manos a aplaudir, loco de pasión.


Propuesta de personaje, Hotel Kafka.


viernes, 19 de mayo de 2017

Paciente



    Cómo iba nadie a prever semejante desgracia ni ninguna otra que nos sobrevenga. Nuestra vida pende del hilo del azar pero vivimos como si fuéramos inmortales y como si nuestros más allegados poseyeran a su vez semejante don. Pero ahora nada puede remediar que Roberto está muerto. Lloro todo lo que acumulé en nuestros cinco años de matrimonio, en mi dormitorio, oculta a los ojos de las niñas - siempre niñas -, que ven una película en la televisión del salón. Me derrumbo por fin a solas en esta lujosa habitación, en esta casa de tres plantas con jardín, en esta exclusiva urbanización que habremos de abandonar porque siempre nos quedó grande.
    Repaso de manera obsesiva los acontecimientos de aquel día aciago. Roberto apareció empapado bajo el umbral de la puerta, asediado por una lluvia torrencial. Había venido en taxi y sin paraguas. Estaba calado hasta los huesos, la camisa blanca ahora transparente pegada a su cuerpo, y parecía derrotado, hundido por los acontecimientos. Le permití pasar y le ofrecí una toalla y un secador de pelo en un vano y educado intento de evitarle un resfriado o algo mucho peor. Le invité a sentarse en el sofá, uno de esos objetos compartidos que perduran a través de los años de ausencia por mera utilidad. También por la pereza que él mismo acoge cada atardecer, tras una dura jornada. Roberto había dormido allí muchas noches, cuando regresaba de madrugada completamente borracho. Ahora se sentaba en él para utilizarlo a modo de confesionario improvisado.
    Éramos muy jóvenes cuando Roberto convirtió mi vida en un infierno. Llegaba todos los días bebido y drogado a casa y me pegaba. Nuestras hijas son fruto de dos violaciones. Me convertí en una sombra de mí misma, una pelele en sus manos y en las de sus desprecios. Me convenció de que yo era basura y de que merecía ser tratada como tal. No soportaba estar ni un minuto con sus hijas y pronto comenzó a golpearlas y a gritarlas también. Se lamentaba de su suerte, rodeado de mujeres inútiles y estúpidas. Sin embargo, un día cualquiera ya no volvió más. Había conocido a una chica preciosa y salvaje que imponía su ritmo desenfrenado por encima del de Roberto. Desaparecieron él y su dinero, y tuve que apañármelas como buenamente pude. Fueron años muy duros, de trabajo y soledad. Soy una mujer paciente. Poseo la virtud de resistir y saber esperar. Nunca tuve una mala palabra hacia él delante de las niñas. A veces pienso que sería mejor no pensar ni decir ni hacer nunca nada, cuando se piensa o dice o hace – siempre – cobran vida las palabras y los actos y ya no nos pertenecen, vuelan solos para ser tamizados por otros y, las más de las veces, regresan a nosotros transformados en interpretaciones que nos interpelan o requieren, que nos refutan o critican, que nos ponen en duda o insultan o pretenden de nosotros atención y escucha y cariño cuando no deseamos darlos.
    Al cabo de muchos años Roberto reapareció en nuestras vidas. Más bien en la mía, ya que comenzó a visitarme cuando las niñas no estaban – facultad, novios, viajes, fiestas, nunca estaban – El tiempo le había convertido en un hombre maduro y aún más adinerado y exitoso y arrogante que había dejado la bebida y la cocaína atrás en un centro de rehabilitación y había superado sus traumas gracias a un buen psiquiatra y a una pastilla diaria. Débil de carácter, acepté su regreso y mi nuevo papel de confidente, de vieja amiga, como si todos los golpes e insultos, la rabia, el desprecio, la humillación, no hubieran existido jamás.
    Aquel fue otro día más de los muchos en los que buscaba refugio cuando las cosas se le torcían. Había descubierto una infidelidad de su nueva y flamante esposa, veinte años más joven que él, con un compañero del trabajo. Me pidió que le sirviera un güisqui entre sollozos y le recordé que no debía beber. Entonces se levantó repentino y brusco, agarró mi muñeca con fuerza y me gritó que le pusiera un güisqui, coño. Tuve miedo, regresaron a mi mente los fantasmas del pasado, se lo serví. Elegí el vaso más grande, lo llené hasta el borde con ese líquido ambarino, veneno para los impulsos que transmiten las neuronas. Después Roberto contó y yo escuché. Explicó y consolé. Se lamentó y le apoyé. Bebía y hablaba, y volvía a beber, y yo, autómata que asiente y regala su oído y rellena la copa. Cada vez que él dedicaba una mirada fugaz a su vaso vacío yo rellenaba la copa, como antaño, pobre de mí. Su cara crispada y embotada, sus gestos agresivos, sus palabras hirientes, ese anillo que tantas heridas había infligido en mi cara y en mi cuerpo agitándose frente a mis ojos en su dedo, ese que se levanta y dicta cómo ha de ser el mundo. El olor del alcohol y el sudor mezclados, tan familiar el efluvio del pasado doloroso, el ambiente se carga, y dentro de mí crece el miedo a lo que va a pasar… Relleno la copa, avivo la llama, incendio el cerebro que es ya maduro y aún más torpe, emborracho un cuerpo compuesto ahora de músculos flacos y débiles, de fajas de grasa amarilla y persistente, de vísceras gastadas y carcomidas por los excesos.
    Roberto dijo que se marchaba y yo no se lo impedí. Aún me daba miedo. Me pidió mi coche, no vivía lejos, me lo traería al día siguiente. Le entregué las llaves y él salió tambaleándose a la noche torrencial y desapareció conduciendo calle abajo.
    Yo fui al baño y tomé mi antidepresivo. Esa pastilla que me mantiene viva y ausente desde hace veinte años. La que consigue que exista como si mi vida le pasara a otra, que embota el pensamiento y el habla y la misma acción que ellos conllevan y me libra de decidir si vivo o muero, o de hacerme responsable de lo que yo piense, diga o haga, incluso de darme por enterada de las voluntades, palabras y actos de los otros. Los recuerdos y el dolor fueron desapareciendo poco a poco, se diluyeron en ese placentero vaivén que acuna y acurruca el cuerpo sobre la cama sin abrir. Reconozco que lo mezclo todo, que ya no distingo. Mis dos matrimonios fallidos son para mí una única masa de sufrimiento. Olvidé decirle que las luces del coche estaban rotas y que no somos inmortales.
    Hoy tomo también mi pastilla como cada día y lloro porque la vida siempre ha dolido y duele también la muerte. Aunque ya me he acostumbrado. Soy una mujer paciente.


Propuesta de narrador tendencioso, Hotel Kafka.


sábado, 13 de mayo de 2017

ANTÁRTIDA 2666

Para el Bestiario de Hotel Kafka.



     No se conoce la angustia hasta haber estado bajo una masa de hielo de dos mil metros, una fila de hombres armados enclaustrados en un angosto pasillo de paredes azul fluorescente a la luz de los frontales – excavado por potentes tuneladoras sobre escalinatas antiguas –, sudorosos bajo sus uniformes en un mundo seco de piedra hecha de agua, ojos desmesurados y fijos tras el vaho que se acumula en la máscara que les permite respirar de sus bombonas de aire, la adrenalina fluyendo hasta los dedos crispados sobre la superficie del fusil láser.
    No se conoce un corazón desbocado hasta haber hallado la primera pared de roca y encontrar sobre ella una puerta blindada que se funde con un cañón Magmax y que habla de seres que no desean ser visitados, alerta ante la llegada sabida, rumiando tu futura muerte por su mano en rincones oscuros en los que el tiempo se detuvo.
    No se conoce el espanto hasta haber sentido una garra palmípeda y peluda de tendones poderosos que estrangula tu cuello desprotegido emergiendo desde las sombras, y cuya fuerza no cesa hasta que no hundes tu Knlive en su pierna y la atraviesas con facilidad y percibes su forma plana, aplastada y fibrosa.
    No se conoce el asco, la repulsa y la náusea hasta reducir a ese ser que tiene algo de humano y se le inspecciona con detenimiento, la intención metódica y militar de conocer al enemigo. La luz de las linternas dibuja una faz que desconoce los espejos, la frente y las mejillas ausentes bajo masas de pelo sucio, del cual emergen dos orejas desmesuradas con las que parece ver, que guían sus gestos ante el más mínimo ruido, una tos, una respiración profunda, alguien que se rasca la barba. Porque se adivinan dos bultos donde debieran estar los ojos, ocultos por párpados que se han sellado, ojos que aún así sienten dolor ante las ráfagas de luz artificial que hacen que la bestia se retuerza y gima, sufra a causa del estímulo abrasador de un nervio inútil pero todavía no cribado por la selección natural, como si se mantuviera alerta ante una expectativa latente, como si la esperanza fuera el último sentimiento humano, esa señal de supervivencia que emiten los genes. La nariz grande, provista de un único orificio – adaptada para capturar el oxígeno mínimo, escondido en una atmósfera viciada –, se satura con nuevos olores intensos, lo reflejan las contracciones de su cara deforme, y esa boca disminuida y abultada, succionadora, de la que asoma compulsiva una lengua fina y larga que busca la roca, ansiosa por lamerla y conseguir alimento, minerales y agua y microbios. Y de ahí quizá provenga el cuerpo famélico, es posible que por la fuerza de la gravedad aquí tan intensa ese cuerpo sea aplanado y reptiliano, si le soltáramos se marcharía eléctrico, reptando, ayudado por unas extremidades que se han acortado y transformado a tal fin.
    No se conoce el poder de la Naturaleza que deforma la carne y los sentidos de lo poco humano que sobrevive, y que se manifiesta porque ese monstruo habla en una lengua atávica, diluida como todas en el idioma global, una lengua agresiva y feroz que perdura en imágenes ya casi olvidadas y que representa el odio y la muerte, que emana de una boca sin dientes y que no entendemos pero que sentimos cargada de resentimiento y locura.
    No se conoce el virus destructivo de las ideas hasta haber penetrado en una caverna sepultada por kilómetros de hielo y hallarla habitada por mutaciones deformes que sobreviven bajo una enorme tela roja, la esvástica que nadie ve presidiendo un mundo fétido e irreal, una colonia de seres infectos que se disponen para la batalla.
    No se conoce la maldición que encierran los sueños salvajes hasta haber encontrado a la raza aria de un Reich que ha perdurado casi mil años.