martes, 31 de enero de 2017

La Secta de los Tanlentos

    Jamás había visto beber tanto a Pepe. Creo que tenía que ver con el hecho de que en su nuevo convenio colectivo le habían quitado un moscoso al año y estaba consternado. Se encontraba en la fase de la exaltación de la amistad y había colocado su brazo izquierdo alrededor de mi espalda con el fin de atraerme hacia sí y poder gritarme al oído mientras me llenaba la cara de escupitajos. A su vez yo trataba de recordar dónde le había conocido, siendo tan diferentes. Me reconocí incapaz de visualizar nuestro primer encuentro, aunque por otro lado ya no recordaba la vida sin él. Y el caso es que tenía la extraña sensación de que siempre había estado pero nunca había estado. Era funcionario en algún lugar, en una oficina en la que se llevaban a cabo asuntos difusos, brumosos, poco definidos, pero que en su boca parecían agotadores. Un lugar en el que siempre había conflictos inveterados, agrias disputas y quejas fundadísimas. Pero la verdad es que nadie sabíamos dónde estaba ni qué se hacía por allí.
    Te voy a contar un secreto, amigo del alma, dijo. Una sabiduría transmitida de generación en generación a unos pocos elegidos. Hoy es el Día de los Trabajadores y celebramos una reunión muy especial. 
    ¿A qué te refieres Pepe? Contesté de forma mecánica, utilizando ese tono mezcla de paciencia, condescendencia y cariño que se reserva a los borrachos, tal y como se hace con los niños pequeños, en parte para darle pie a decir algo que nos haga reír, en parte para dejar de escuchar si se sumerge en la enésima ralladura mental.
    Y fue entonces cuando me habló de la Secta de los Tanlentos, una especie de grupo masónico que se reunía en secreto y que compartían la fórmula de la verdadera felicidad. Me explicó que en día tan señalado como hoy un miembro podía incorporar al selecto club a una persona de absoluta confianza y que por fin había llegado su turno, que había esperado con impaciencia, deseoso de compartir su secreto conmigo y ayudarme a transformar mi vida y comprender la realidad tal y como es. Yo no le hice ni caso y me dejé arrastrar pensando en el daño que hace el alcohol a las pocas neuronas que de por sí tenemos. Pensé que me llevaba a alguna fiesta a casa de un amigo cuando, para mi sorpresa, me encontré plantado frente a la puerta del ayuntamiento a las tres de la mañana. Pepe dio un único golpe seco a la madera y me explicó, acompañado de un guiño, que esa era su llamada secreta. 
   De repente fui consciente del frío que hacía y del profundo silencio que nos rodeaba. Y de que si Pepe hacía alguna locura, la cámara que nos enfocaba lo registraría. No te preocupes, las controlamos todas nosotros, me dijo con la boca apoyada sobre su hombro, mientras una voz gutural, apagada, respondía con un gruñido al otro lado de la puerta. Por primera vez sentí miedo y comprendí que algo extraño pasaba. Pepe apoyó su mejilla izquierda sobre la madera de la puerta y susurró: laborare gilipollum est.
    La contraseña surtió su efecto y la puerta se abrió. Yo no salía de mi asombro mientras cruzaba el umbral y me encontraba frente a frente con un hombre fofo y calvo que se movía muy despacio pese a que aún no era un anciano.
    Caminamos en penumbra los tres por el recibidor amplio. Luis, el celador, dijo Pepe sobre el eco de nuestros pasos. El caso es que la cara de aquel tipo me sonaba pero no sabía de qué. Recorrimos juntos un oscuro y largo pasillo. Ninguno de los tres hablaba y me invadieron oscuros pensamientos. Me imaginé descuartizado cual virginal ofrenda al oráculo de Delfos, arrojado a una sima de lava ardiente por un grupo de fanáticos religiosos, no sin antes haber sido privado de mi corazón aún latente por los crispados dedos de un mago poseído, como en Indiana Jones o, en un fugaz ataque de optimismo, envuelto en una espiral de sexo y riquezas como le ocurre a Tom Cruise en Eyes Wide Shut. Una fina línea de luz fulgurante creaba un amplio rectángulo al final del pasillo, enmarcando lo que supuse que era una puerta. Nos alcanzó un leve murmullo que fue en aumento hasta convertirse en una algarabía. Pude ver de nuevo la cara de Pepe, bañada en sudor, y dominada por un extraño brillo en sus ojos que jamás había visto, mientras daba pequeños sorbos al vaso de whisky recalentado que se había llevado del bar.
    El celador nos abrió la puerta y nos cedió el paso. Me temblaban las piernas y a punto estuve de salir corriendo. Un fugaz vistazo al pozo negro a mi espalda hizo que descartara tan descabellada idea y me pegué a los omoplatos de Pepe en un acto instintivo. El celador me miró con osquedad mientras apoyaba su mano en mi hombro y me presionaba con firmeza, conminándone a pasar.
   Lo que allí encontré me dejó de piedra. Cientos de personas charlaban y bailaban en una enorme sala de reuniones, o se arremolinaban en torno a mesas repletas de comida y bebida, servidas en vasos y platos de plástico blanco. Nada de orgías desenfrenadas ni sacerdotes asesinos. Tan solo un montón de gente pasando un rato agradable, como en cualquier otro lugar del país. Pepe saludaba efusivo a todos mientras me presentaba a gente cuyas manos estrechaba y cuyos nombres desfilaban ante mí como un torrente que no deja huella. Muchas de sus caras me eran conocidas pero me resultaba imposible situarlas, algo parecido a lo que me ocurría con los orígenes de mi amistad con Pepe. Casi todos ellos estaban gordos y tenían las manos muy finas, cual señorita de alta sociedad, aunque vestían ropa que se veía antigua, que no vieja. Lucían muchos de ellos gafas pasadas de moda y relojes y bolsos que se veían imitaciones de mercadillo. Muchos varones lucían barba poblada. Entre las mujeres predominaba el pelo corto cardado y enlacado. Todos comían y bebían con fruición, casi con glotonería, como si en cualquier momento todo aquello fuera a desaparecer. Me recordó al asesino bullir de una marabunta de termitas.
    Pasado un tiempo que se me hizo eterno, Pepe me llevó a un aparte y puso una copa en mi mano. Bueno, pues ya conoces mi secreto. La Secta de los Tanlentos. Mira, es muy sencillo. ¿Ves ese de ahí? Se buscó un socio gilipollas y no ha dado palo en su vida. Ya sabes, chantaje emocional con el tema de la amistad y todo eso. Le va de perlas. ¿Ese otro? Jefe de sección. Lo único de lo que tiene que preocuparse es de hacerle la vida imposible al improbable subalterno que demuestre algo de talento para ocupar su puesto. Por lo demás, un Pachá. ¿Aquella? Madre de tres hijos, esposa de un imbécil currante, jefa de dos cuidadoras y una empleada de hogar. Vidorra. Aquel grupito, liberados sindicales. Aquí son una especie de aristocracia,¿sabes? Aquellos son celadores, como el que nos ha abierto. Menudos hachas negociando convenios y luego, a vivir que son dos días. Por supuesto, te encontrarás a todos los políticos del ayuntamiento. Qué gracia me hace verles hacer el paripé en la tele, como si se odiaran. Te cruzarás con mucho funcionario de ventanilla. Aquel grupo tan reducido y selecto son Los Manteneitors, una especie de superhéroes. Ya ves que son los más apuestos y juveniles. Convencieron a sus esposas de que estudian inasequibles al desaliento o cuidan abnegados de sus hijos mientras ellas salen a doblar la espalda. Al principio creía que eran un mito, pero no, estos seres legendarios son reales. Los estirados de las esquinas son los que han heredado negocios familiares, y los que comen como náufragos son los que viven de estirar subsidios o de inventarse bajas. Van un poco más apretados pero también lo consiguen. Algunos se traen a los hijos para que vayan aprendiendo, están allí al fondo, en otra sala. Mira macho, es muy sencillo. La parábola de los talentos, ¿lo pillas? De ahí viene todos nuestros males, ¿no crees? Esa gran mentira que nos repiten, sí, esa que dice que si te esfuerzas y estudias y trabajas te irá bien, y todo eso. Bueno, pues nosotros somos el criado que guardó el talento bajo tierra y se lo devolvió intacto a su señor. Lo que no explica el cuentecillo es que mientras el señor estuvo fuera y los demás sirvientes se esforzaban, nosotros pasamos la vida tocándonos los cojones. ¿No es genial? Además, ahora, con eso de que Dios no existe, nadie nos va a expulsar a las tinieblas. Nosotros rellenamos todos esos huecos que deja la sociedad en sus engranajes. Nos adherimos a los rodamientos como la herrumbre y nos dejamos llevar por la inercia de las piezas. ¿Lo entiendes? Y nunca, nunca, pasa nada. Si alguien trata de pasar el paño, hacemos piña. Nos damos de baja, hacemos huelgas o explotamos aún más a nuestros empleados, subalternos, socios, maridos. Resistencia pasiva-agresiva. La gente se cansa en seguida y nos deja en paz. ¿A que es genial? Tan simple... Tan fácil.
   Aquel discurso, aquella visión, aquella transmisión de un conocimiento tan profundo y a su vez tan sencillo de la realidad me deslumbró. Me abrió las puertas de una nueva relación con el mundo. Pepe me iluminó. Pasé a formar parte de un ejército en la sombra. Por fin comprendí de qué conocía a toda aquella gente: eran personas asiduas a mi consulta en el centro de salud. Mi firma en sus bajas por depresión, ansiedad, accidente simulado, contracturas, gastroenteritis o moving eran el salvoconducto hacia su paraíso personal, mi rúbrica les abría las puertas de una práctica secreta transmitida de padres a hijos desde el advenimiento de la revolución industrial: laborare gilipollum est.
    Desde aquel día he consagrado mi existencia a tan elevado conocimiento. Ya no trabajo. Engordé treinta kilos y me bebo una botella de whisky al día. Conseguí la incapacidad permanente gracias a la firma de un médico miembro de la secta. Lo que más me gusta es pasar el día en el sofá, viendo la tele o jugando a la consola. Mi mujer me dejó y me echó de casa, donde vive con mi mejor amigo. Mis hijos no me hablan. Lo que para otros sería un suplicio para mí es una bendición. Así he conseguido que me dejen en paz. Ya no tengo que preocuparme por ninguno de ellos. Una temporada me dio por pintar pero se me pasó en seguida. Quejarme se me da genial, soy el azote de cualquiera que me venda algo, pretenda que me esfuerce o me atienda alguna dolencia. Siempre le echo la culpa de todo a los demás. Me saco una buena pasta en denuncias gracias a un abogado que se las sabe todas. En definitiva, soy feliz. La errumbre de los engranajes. 
   Los domingos por la tarde me siento solo, inútil, un parásito. Una persona vacía y egoísta. Alguien superficial, un enfermo mental, un inadaptado. A veces, incluso malvado. Me siento un mierda, un desecho, un despojo sin ilusión, alguien que le entregó la belleza de nuestra corta vida al diablo, que olvidó que somos un deslumbrante, efímero e improbable fulgor en la infinita noche del espacio y del tiempo, que intercambió su bondad y su generosidad, su amor y su alegría, por el sucio regalo de la desidia. Entonces me posee un deseo irrefrenable de saltar por la ventana. En la Secta de los Tanlentos te aleccionan para que, llegado este ineludible momento, te acurruques aún más en el sofá y repitas el mantra: laborare gilipollum est, laborare gilipollum est, laborare gilipollum est. Consigo, con gran esfuerzo, alargar el brazo hasta asir mi teléfono y, con mano temblorosa, marcar el número de Pepe. Siempre le pillo sin nada que hacer. Viene a casa, nos doblamos a whiskies, y se me pasa.


lunes, 30 de enero de 2017

Él no estaba ahí

   Todo su entramado genético, su educación y su personalidad pasiva-agresiva habían construido un ser que, tras abandonar la escuela, dejó de estar ahí. Veías su cuerpo, escuchabas su voz, podías incluso tocarle, pero él no estaba ahí. Tejió una madeja de temas de conversación y  opiniones vacías de contenido, intercambiables en función del interlocutor. Era capaz de decir lo mismo y lo contrario dentro de una única frase de la forma más natural. Tan solo eran palabras, repetidas una y otra vez a modo de lugares comunes. Daba igual, porque él no estaba ahí. 
   Cumplía a la perfección con todos los papeles que le había ido asignando la vida, pasando por los lugares sin dejar huella. Él no estaba ahí. Estudiante, hijo, marido, empleado, padre, conocido, vecino, amigo... Sabía lo que había que decir en cada momento con el fin de que prosiguiera la rueda de las conversaciones y verla marchar girando acompañada del otro ser humano que había intervenido en ellas. Su único objetivo era seguir sin estar allí. Consiguió no estar en su boda, ni en el nacimiento de sus hijos, ni en veinte años en el mismo trabajo. Daba igual que estuviera en un lugar o no, porque nunca estaba. El truco más importante para conseguir no estar era mentir de forma permanente. Generó un flujo de engaños, medias verdades, frases sin sentido, respuestas evasivas o vacías de contenido y temas insulsos que le permitían no estar en ningún momento. Las mentiras no perseguían ningún fin. Simplemente mentía, en todo momento y por la más mínima tontería, en su insistente y determinada cruzada por no estar y por conseguir que los demás se convirtieran en un magma que fluyera sin que se le adhiriera ni consiguiera nada de él. Era imposible arrancar de su persona un sentimiento o pensamiento auténticos, por la sencilla razón de que en realidad no había nadie ahí dentro para generarlos. Si resultaba evidente que había mentido, reconocía su error de inmediato y proseguía mintiendo. A las pocas semanas colocaba de nuevo la misma mentira a la misma persona en su natural fluir de las cosas, en su tendencia innata a no estar nunca ahí. Cuando las circunstancias o el destino hacían que no apareciera más por algún lugar, nadie notaba nada. No recordaban nada digno de mención sobre su persona. No les había transmitido nada reseñable ni les había generado ninguna emoción o recuerdo notables. Al día siguiente les costaba recordar su aspecto y simplemente, la vida continuaba. Él ya no estaba allí. Lo que no sabían es que nunca estuvo.
    Su no estar pesaba como una roca atada al cuello cuando se le exigía que estuviera. Cuando alguien le pedía que decidiera o que actuara, convertía su no estar en una sinfonía de ausencias. No concebía su implicación en ningún acontecimiento que tuviera que ver con él ni asumía las consecuencias de ninguna de sus mecánicas acciones porque en esos momentos él era cuando menos estaba, si es que se puede no estar en distintos grados. Era incapaz de concebirse como causante de un problema o culpable de alguna desgracia porque él no estaba allí; el mundo fluía a través de su carcasa y, al encontrarla vacía, se convertía en el causante de todos los males de sus prójimos. El mundo. ¿Acaso puede ser la causa de algún mal alguien que simplemente no está? . Aunque quizá el que nunca está sea la causa de todos los males...
  Su no estar densificaba el aire de las habitaciones y convertía el tiempo en algo pegajoso y pesado. Si ya lo dije yo, decía para estar sin haber estado. Pues eso pensaba yo justo antes de que tú lo dijeras, repetía el que estuvo sin estar y pretendía haber estado antes de que tú estuvieras. Pues eso es lo que yo le dije, espetaba airado tratando de rellenar con una mentira el hueco vacío que dejó cuando hacía como que estaba en una conversación cuando en realidad no estaba. 
    Nunca estuvo. Poco a poco fue dejando de venir aunque no notamos ninguna diferencia. Realmente no vino jamás. Quizá el aire se hizo más liviano; puede que corriera algo más fresco, y a veces nos traía el olor de la tierra mojada, o de alguna flor del parque. Puede ser, no estoy muy seguro, que cuando dejó de no estar dejando de venir, escuchábamos algo mejor las risas de los niños. Creo que nos brillaban más los ojos y que mirábamos con más frecuencia hacia el cielo azul. Es posible. Me contaron que él continuó sin estar y que un día dejó de verse reflejado en los espejos. Su imagen no se veía temblar sobre las aguas de los estanques. Su cuerpo dejó de oler y no sentías nada cuando te tocaba. Sus alegrías y sus penas, todas fingidas, no conseguían alcanzar el corazón de los hombres. Mucha gente fue a su entierro aunque no sabían muy bien a quién iban a despedir; pero todo esto no produjo la más mínima extrañeza porque él jamás había estado ahí.

Vladimir

    Vladimir saluda a su contrincante antes de bajarse del tatami.  Nadie sabe si les vence o se vencen solos. Abandona la sala y se dirige a los vestuarios. Se ducha y se cambia sin prisa. Habla con una de sus dos hijas por teléfono como quien conversa con un subalterno. Nadie sabe nada de ellas. Se dirige a su despacho atravesando un largo pasillo, parapetado tras una expresión marmórea, fruto de una inteligencia afilada en los servicios secretos, de una total ausencia de emociones y de la inexistencia de la más mínima pasión, identificada por él como el punto débil de todos los hombres.
    Toma asiento tras la sólida mesa de madera oscura que preside su despacho. La invasión de la península ha resultado un éxito. Nadie esperaba a todos aquellos soldados sin identificación, ni preveían un movimiento tan rápido. Es plenamente consciente de las carencias de sus adversarios. La falta de energía propia – dependen de su gas para hacer frente al invierno –, su debilidad militar y política y su incapacidad para tomar decisiones, y menos aún desagradables.
    Acaricia el cráneo de su perro mientras piensa en el presidente negro, al otro lado del océano. Un mequetrefe esclavo de un premio al que no se le ocurre otra cosa que tratar de estrangular sus negocios y los de sus amigos. Bien. Está bien. No saben a quién se enfrentan. Vladimir maneja un abanico de planes inconcebibles para sus enemigos. Cuando ellos le disputan su presente él planea la tumba de su futuro. Ha tomado la decisión de invadirles, pero no como ellos esperan, no como se ha llevado a cabo hasta este momento. Será una invasión que inaugurará un nuevo concepto de guerra.
    Recuerda que la noche anterior decidió divorciarse de su mujer en el entreacto de la ópera. Descuelga el teléfono y da la orden de que la echen de su casa y la realojen hasta que decida qué hacer con ella. Mientras, Boris ha entrado en su despacho y se ha sentado frente a él. Vladimir saca un enorme trozo de carne roja de una caja metálica y, con gesto enérgico, lo lanza a la esquina más lejana de la habitación. Su perro ladra poseído y se abalanza sobre su presa. Boris traga saliva cuando mira a los ojos azules de Vladimir y le entrega el dossier.
    Donald, como el pato. A día de hoy, un payaso de la tele. Un iletrado ególatra. Gracias a su tercera esposa, una de esas apuestas de Vladimir de largo recorrido, saben que está arruinado por enésima vez. Posee un imperio levantado sobre el barro de un endeudamiento irracional. Ah, un vídeo. Ya le han contado. Donald es racista y homófobo, como él. La diferencia es que en su país están orgullosos de que lo sea. A su paso por la capital, a donde ha venido a intentar sacar a flote los negocios que Vladimir ha estrangulado, ha cometido un error propio del vaquero paleto que es: Ha contratado a un grupo de prostitutas locales para que se meen, junto a él, en la cama en la que durmió el presidente negro y su esposa negra durante su última estancia en la capital. Las imágenes no tienen desperdicio. Vladimir ríe mientras señala la pantalla y golpea la mesa con la palma de la mano. Se gira hacia Boris, quien también ríe los chistes sobre el pene de Donald y su ridículo cuerpo desnudo.
    Tiene a su mujer, una espía digna de aparecer en una película de Bond. Posee toda la información que acredita su bancarrota. Y una grabación que retrata todo el odio, la ruindad y la incultura que socava a una sociedad vacía, un bodevil de luz y cartón piedra al que cualquiera puede entrar. Vladimir ha concebido una nueva llave para abrir el tesoro: un ejército – el primero de la historia – de hackers a su servicio.
    Vladimir descuelga el teléfono de nuevo y marca el número de Donald. No siente, no piensa en nada. Ya sabe dónde reubicar a su exesposa. – Donald, tú y yo tenemos mucho en común, y quiero mostrártelo antes de que abandones nuestro país. Tan solo nos falta una cosa por compartir: que tú también seas presidente –. Hace una señal con su índice a Boris para que se marche y queda emplazado con Donald para esa misma tarde.
    Se descalza y se levanta con sigilo. Cruza la habitación sin hacer un solo ruido, como le enseñaron en la academia. Se abalanza sobre su perro, abotargado por la gran cantidad de carne ingerida. Sujeta su cuello contra el suelo con fuerza impropia de un hombre de casi sesenta años y coloca su rodilla sobre el cráneo del animal, que patalea incapaz de encontrar un asidero para sus pezuñas en el suelo resbaladizo. Podría aplastar su frágil cabeza con un solo movimiento pero no lo hará: se ha acordado de que su sanguinario animal tiene que dar el último beso que Boris recibirá jamás.Imagen relacionada

sábado, 28 de enero de 2017

Un día maravilloso

    Aquel fue un día maravilloso que pasará a los anales de la Historia de la Humanidad. Tuve la fortuna de poder participar de manera activa en jornada tan señalada. Formé parte del comité organizador del I Simposio Mundial de Armonía y Belleza. Todas las naciones del orbe, sin excepción alguna, colaboraron en la consecución de tan magno evento sufragando, sin escatimar lo más mínimo, todos y cada uno de los gastos de las personalidades que acudieron al encuentro. Los políticos, los economistas, los científicos, los deportistas, los ricos y las estrellas de televisión e internet quedaron excluidos. 
    Yo vestía un traje negro hecho a medida y lucía mi habitual pelo engominado. Había amasado una fortuna escandalosa en muy poco tiempo gracias a mis negocios inmobiliarios y a mi imperio de comunicación. Mi fama de implacable y sanguinario me había perseguido durante mucho tiempo pero conseguí hacerla olvidar con montañas de dinero al comenzar mi carrera política, alrededor de los cuarenta. En aquel momento no dudé ni un segundo en ofrecer el estadio de uno de mis equipos de baloncesto para celebrar la ceremonia inaugural. Allí estaba, sonriendo y estrechando la mano de los más grandes hombres y mujeres de nuestra especie, venidos de todos los rincones del planeta. Una explosión de energía positiva y alegría vital flotaba en el ambiente, en las caras y las actitudes de toda aquella gente. Se respiraba una sensación de renacimiento, se sentía la posibilidad de un resurgir intelectual, artístico y estético de nuestra sociedad, de toda nuestra especie. Recuerdo sus caras excitadas y rebosantes de energía. Muchos de ellos emergían del ostracismo y la marginación, cuando no de la profunda repudia o de la persecución y el encarcelamiento. De repente, gracias a este sorprendente e inesperado acto, avalado por todas las naciones, los gobiernos y sus sociedades habían apoyado y reunido a personas a las que siempre se había relegado a las sombras. Allí se arremolinaban los más insignes filósofos y pensadores – por supuesto no había ni un solo tertuliano ni columnista –. Los más brillantes escritores – se descartó a los autores de bestsellers y libros de autoayuda, entre otros. Cineastas y actores de toda índole cultural, aunque no se incluyó a los de Hollywood ni a los de televisión. Escultores, pintores, músicos de todas las culturas, excluyendo a los superventas, claro está. Arquitectos vanguardistas, líderes sociales incómodos y transgresores, periodistas y fotógrafos de renombre. Mujeres conocidas por su belleza y elegancia, quedando fuera todas las presentadoras de televisión, las modelos y las posadoras de redes sociales. Reunimos a los líderes religiosos de todo el planeta, escogiendo especialmente a los que luchaban en favor de los pobres y los oprimidos. Invitamos a todos y cada uno de los historiadores serios, y a los activistas en la lucha contra la pobreza, la corrupción y contra el cambio climático. Incluimos a personas anónimas con un fuerte perfil librepensador e imaginativo. Lo más excelso de las Artes y el Humanismo y por supuesto, sus familias. Padres, parejas e hijos. Se llevaron a cabo todos los esfuerzos necesarios para que no faltara ni uno. Hombres y mujeres, de toda raza y condición. Al principio estábamos seguros de que ni el estadio de fútbol más grande de la Tierra tendría capacidad para reunirlos a todos pero, al confeccionar la lista, nos dimos cuenta de que con un estadio de baloncesto era más que suficiente.
    Recuerdo como si fuera ayer los momentos previos al comienzo del acto. Abracé con sincero aprecio a un amigo del colegio, un filósofo que había planteado algunas teorías sobre la vida armónica de la polis griega y la posibilidad de refundar nuestra hiperdesarrollada y opulenta sociedad en base a sus cánones. Cerré la última puerta del estadio y le miré a los ojos justo en el momento en el que las dos hojas se juntaban. Percibí una enorme ilusión en su mirada viva, acaso emocionada.
    Caminé por el pasillo, sonriendo satisfecho. Había sido un gran éxito y yo recibiría la felicitación de todos los líderes mundiales y mi nombre se recordaría por siempre. Abandoné el estadio, entré en la sala de control y confirmé que todo estaba preparado para comenzar. A mi señal, un operario activó el cierre simultáneo y hermético del recinto mientras toda aquella gente tomaba asiento en las sillas rojas de plástico de las gradas, prestos a escuchar el discurso inaugural. Saqué una pequeña llave de mi bolsillo y la introduje en una ranura. Coloqué mi índice sobre el lector de huellas y acerqué el ojo al identificador de pupilas. La tapa se abrió. Miré mi reloj y alcé la vista hacia el resto de miembros de la sala buscando su aprobación. Todo en orden. Entonces, presioné el botón rojo y comenzó la liberación de gas. Podíamos seguir la evolución de los acontecimientos en un panel de pantallas que recibían las imágenes de cámaras situadas estratégicamente por todo el estadio. Sabíamos que la explotación de los vídeos nos reportaría jugosos beneficios. Tardaron un poco en reaccionar, es normal, no lo esperaban. Cuando el aire comenzó a densificarse algunos se pusieron de pie, extrañados. Luego empezarón a respirar el gas. Picor de ojos, tos, esa fase fue breve. Después, las caras de espanto, transfiguradas. Todos aquellos insignes hombres y mujeres comportándose como alimañas, pisoteándose unos a otros en su inútil huida hacia las puertas selladas. O los que lloraban, o abrazaban a sus hijos sin saber qué hacer. Los ensimismados, los que se pusieron un pañuelo en la boca e intentaban liderar algún grupo en busca de una salida. Duró más bien poco, aunque nos proporcionó miles de horas de grabación, que se convertirían en millones de horas de televisión. Luego, comenzaron a caer, entre estertores y espumarajos. Los ojos se les salían de las órbitas y boqueaban como pez fuera del agua. Sus manos crispadas se aferraban a cualquier cosa, o se entrelazaban. Algunos, muy pocos, decidieron no luchar. Otros, menos aún, rezaban. Medimos muy bien la cantidad de gas venenoso en la mezcla para que la agonía se prolongara y nos proporcionara jugosas imágenes. Cuando todo acabó, extrajimos el aire, abrimos el techo retráctil y permitimos que los cadáveres se descompusieran y los devoraran las alimañas. Todo grabado, claro.
    Lo dicho, fue un día maravilloso. Para qué prolongar innecesariamente el problema si tenía solución. El futuro de la Humanidad se presenta más esperanzador que nunca.

martes, 17 de enero de 2017

Purita Pasión y el Misterio de las preposiciones de Atenas

    A partir de aquel momento sabía que no había vuelta atrás. Purita Pasión nos  había arrastrado hasta Atenas en busca del próximo misterio, adictos a la necesidad de una nueva aventura. Nos había envuelto en el amable papel de regalo de un puente vacacional dedicado a la ociosa, burguesa y noble ocupación de sumergirnos, desde la protección de la distancia temporal y erudita, en una visita a la noble ciudad de Atenas, aplastada en su realidad mundana y presente por las vicisitudes políticas y económicas del incomprensible y turbulento siglo XXI. Y como en estos tiempos todo se posterga y se procrastina, Atenas, en apariencia, y quizá también en la realidad, proseguía viva, cual corazón de mamífero en hibernación.
    Ante la Acrópolis, el Partenón, las Cariátides, el templo de Atenea Nike,
  Bajo aquel límpido cielo azul de una mañana fresca de diciembre, nuestros corazones se expandieron y creció su esperanza en lo más excelso de la naturaleza humana, pero esto lo escribe un iletrado como yo, Wilfred Johnson, nacido en Soria, influido por cuatro o cinco libros que he podido leer en mis pocos ratos libres al servicio de Purita Pasión, labor por la que me encuentro profundamente agradecido y saciado de la vida.
    Cabe la posibilidad de encontrarse relajado y confiado en su amable y bella compañía – es bellísima –, incluso, y sin dudarlo por un momento, en la del Dr. Babitas y la Sra. Lipstin. Una sensación placentera que poco a poco te rellena, sentado en la terraza de un diminuto café junto a unas ruinas olvidadas, restos ignorados en una capital que sufre y que nos recuerda lo mejor de nuestra civilización. El sol calienta a pesar de la proximidad del invierno y sentimos su calor concentrado en nuestras mejillas mientras comemos mousaka y bebemos un refresco, reunidos en torno a una mesa metálica laqueada de color blanco, depositada junta a tantas otras en un lateral de un pasaje peatonal en pronunciada cuesta, que asciende esforzado hasta las faldas de la omnipresente Acrópolis.
    Con toda aquella placidez acunando nuestros confiados cerebros, Purita Pasión nos expuso, precedido de un ¿sabeis qué?, sus verdaderas motivaciones frente a aquel viaje en apariencia inofensivo. Estábamos allí con la única finalidad de desentrañar un nuevo misterio, con el único objeto de poner nuestra pobre inteligencia colectiva al servicio de un  insondable galimatías sin sentido aparente.
    Contra toda lógica, un mensaje escrito en el envoltorio de un minibabibel había llegado a las manos de Purita, que había leído con entrega pasional mientras mordisqueaba la pequeña bola de queso. En él se le impelía a viajar sin demora a la capital Helena en busca de las preposiciones perdidas del siglo de Pericles. Sin tan siquiera plantearse el significado ni el origen de tan absurdo mensaje, ideó una pequeña escapada turística acompañada de sus seres queridos.
    De tal forma que allí estábamos, disfrutando de un refresco bajo un cálido sol de diciembre y su inseparable cielo azul. El Dr. Babitas observaba sereno las ruinas y nos regalaba sus bromitas, mientras la Sra. Lipstin, impregnada de su natural belleza, comentaba conmigo las maravillas del Ágora y su delicioso museo de cerámicas.
    Desde que llegamos a aquel rincón de Atenas, sentí una presencia. Unos ojos, muchos, nos observaban. Tenía la sensación de que eran conocidos, me asaltaba la intuición de haber sido mirado antes de esa forma.
    En cuanto decidí girarme con brusquedad me encontré frente a aquellos ojos verticales de color amarillo... y aquellos bigotes largos y poco poblados, ese pelaje sin embargo abundante, blanco y marrón claro, como un café con leche sin mezclar.
    Entre los barrotes de la verja que nos separaba de las ruinas pude adivinar orejas puntiagudas y colas inquietas. Incluso pezuñas de garras afiladas y algún que otro maullido impaciente.
    Hacia nuestra mesa, surgiendo tras de cada piedra milenaria, se dirigieron numerosos gatos de las más variopintas formas y colores, atraídos por el brillo de ilusión en los ojos de Purita, aunque quizá tuviera algo que ver el hecho de que les lanzaba trocitos de un pan delicioso. A mis ojos parecía una maga que creaba esponjosas nubes de miga blanca con sus manitas. El Doctor Babitas se levantó de su silla metálica verdosa y correteó junto a mi extravagante jefa, cantando palabritas con su voz tan bonita, mientras la Sra. Lipstin también se unía a la fiesta.
    Hasta ese preciso instante no comprendí las intenciones ocultas de mi amada Purita. Tan solo al verla acariciar a un precioso gato blanco, subírselo al regazo y susurrarle al oído recordé uno más de sus maravillosos dones: la capacidad de hablar con los felinos, hecho incontestable que manteníamos oculto al resto de los mortales para evitarla el engorroso trance de terminar sus días en un manicomio. Hace tiempo que el ser humano tomó la triste decisión de entregarse a la esclavitud de sus vísceras y sus pasiones y al engreimiento de un entendimiento racional implacable, dejando de lado todo lo que se escucha con el corazón; latidos de otros órganos sonrientes, susurros que surcan los vientos, silencios profundos rellenos de aire limpio y de luz. Pero Purita Pasión conocía toda la magia, esa que emana aún de algunos pocos niños. El Dr. Babitas y la Sra. Lipstin, también.
    Para mi sorpresa, otro gato, lanoso y sereno, se acurrucó a su vez entre los brazos de mi querido doctorcito, quien aún dejaba escapar un hilo de babitas mientras reía con toda la cara al escuchar las confidencias maulladas por el felino heleno.
    Por increíble que parezca, Purita había resuelto no pocos casos gracias a su don, adquirido, según una brumosa leyenda familiar, el día de San Antón, patrón de los animales, cuando, siendo aún un bebé, veía pasar un torrente de caballos montados por alegres jinetes en la noche de la Encamisá, en Navalvillar de Pela. Un gato la arañó en el preciso instante en el que las chispas de una hoguera flotaron en el gélido aire de aquella noche de enero y fueron a parar a su frente, dejándole una señal en forma de pequeño lunar entre ceja y ceja, y que quizá abrió su mente y le obsequió con la capacidad de comprender a los felinos.
    Según el Doctor Babitas, ella le enseñó inglés, matemáticas, lengua y dibujo, la capacidad de partirse de risa al escuchar la palabra caca y el don de comprender lo que dicen los gatos.
    Sin ningún género de dudas ambos, sostenidos por la Serena y dulce compañía de la Sra. Lipstin, se hayaban próximos a desentrañar el misterio oculto en aquel envoltorio de bolas de queso, tan apreciado por los gatos, y que habíamos perseguido en vano buceando de manera apasionada en la sociedad ateniense del siglo V a.c., en su cultura, su política, su arte y su arquitectura, sus leyes y sus personalidades. Buscábamos en el lugar equivocado, ya que la respuesta se encontraba en el siglo de Pericles, sí, entre sus ruinas, pero más bien acurrucado al sol, lamiéndose las patas o atusándose el pelo, vagando con pasos lentos y seguros entre aquellas ilustres piedras.
    So pena de parecer un desequilibrado, me dio la impresión de que todos me miraban a mí mientras compartían sus confidencias. Me lanzaban miradas furtivas tras escuchar los maullidos de aquellos gatos y acercaban poco a poco sus sillas a mi persona mientras sus ojos viajaban, incrédulos y suspicaces, desde mi cara a este cuaderno en el que escribo, observando con desconfianza el discurrir del lapicero con el que pintarrajeo estos relatos que tan rápido me apresto a borrar.
    Sobre la mesa, entre vasos y platos, deposité este cuaderno que ahora se escribe solo y lo dejé a su alcance. Purita Pasión leyó en voz alta mis garabatos al Doctor Babitas, quien me guiñaba un ojo divertido, como se hace con un buen colega, mientras escuchaba la traviesa voz de la fundadora del Salvajismo leer estas mismas frases, rodeada de gatos. Intuyendo el misterio, le entregaron el texto a la Sra. Lipstin, que lo leyó pausada y, tras mirar hacia la colina de la Acrópolis y deleitarse con el perfil del Partenón recortado contra el cielo azul, comprendió.
    Tras aquel misterio me encontraba yo, por primera vez, haciendo uso de mi propio don, que se escribía solo en aquella hoja en blanco ante sus ojos y les situaba en un bucle que podía transformarse en eterno, sino fuera porque mi único deseo era jugar junto a ellos y con las palabras mientras cumplía mi sueño de viajar a Atenas y descubrir sus tesoros en su compañía. Escuchar las voces de las raíces de nuestra civilización y las de las víctimas de sus desvíos. Tratar de adquirir el don de hablar con los gatos o sino, al menos, escribir juntos en las páginas de nuestra memoria con un lenguaje secreto y compartido, hecho de esas cosas que se escuchan con el corazón, y en el que no utilizamos ni una sola palabra, y menos aún preposiciones.


El Terrón de Azúcar


Premio Santa Apolonia de Narraciones Breves 2017

      Amanece en la decadente Saint Louis, una isla que flota a la deriva sobre las turbias aguas de la desembocadura del río Senegal. Kalidou y los demás talibés se desperezan en sus esterillas, extendidas sobre la tierra apisonada de la escuela coránica. Él casi no ha pegado ojo durante las últimas tres noches. Tiene ocho años y hace tan sólo uno que se separó de su familia para venir a estudiar  con un afamado maestro coránico. Por las mañanas coge su lata de tomate herrumbrosa y sale a mendigar, junto con los demás chicos. Por las tardes recitan el Corán, reguero de suras escritos con un punzón en tablillas de madera. Muchas veces suben a la azotea a ver el atardecer mientras recitan versículos cantados, mecidos por un ritmo atávico, por un trance compartido, mientras contemplan cómo la inmensa bola de fuego es devorada por un mar de reflejos anaranjados. Por la noche, justo antes de irse a dormir, le espera su única alegría: un terrón de azúcar, cubo blanco y arenoso, dulce néctar, que le hace sentir un escalofrío en la espalda cuando se va deshaciendo con lentitud en su boca, ávido como está de alguna sensación placentera. Pero ahora le duelen tanto las muelas que lleva dos días sin probar bocado. Tiene la cara muy hinchada, tanto que se le empieza a cerrar el párpado. Tan sólo entrar en el recinto del hospital cuesta mil cefas que él no tiene y que su maestro no le va a dar. Y al dentista hay que llevarle la aguja y la anestesia, compradas de antemano en una farmacia.
      Pero Kalidou ha tenido suerte. Hoy no deambularán por las calles  tirando de la manga de otros pobres suplicando limosna. Van todos a la Maison de Ecoute, la casa de escucha donde, a veces, acude a asearse o a desahogarse con Pap Demba, o a que le pongan una tirita y le den un abrazo. Dicen que han venido unos dentistas de España. ¡Los campeones del mundo de fútbol! Se toca la camiseta del Real Madrid, sucia y hecha jirones; su más preciado tesoro.
     Hacen una fila delante de una puerta de madera de doble hoja. Sus compañeros entran por ella y salen mordiendo una gasa, sonrientes, al cabo de un rato. En el barullo vislumbra pinzas plateadas brillantes y hombres blancos con mascarilla. Por fin, uno de ellos, una guapa mujer de pelo largo y manos cariñosas, se le acerca y le acaricia su cabeza rapada. Hola, dice. Supone que será el saludo de los españoles y cruza el umbral, manso. Kalidou pasa a una sala ocupada por dos camillas. Un hombre con ropa de médico y una luz en la frente le inspecciona la boca y le tumba mientras le acaricia la mejilla y le sonríe. Le habla en un idioma extraño mientras un Diola traduce sus palabras al wolof. Le van a ayudar con su dolor. Le ponen un instrumento en la cara que hace que se le duerma. Con una de esas pinzas plateadas arrancan la muela podrida. Duele un poco pero Kalidou ni siquiera pestañea, se mantiene impasible y silencioso. Muerde una gasa y se incorpora. El Diola le dice que no coma más terrones de azúcar, que le pudren los dientes. La bella mujer le hace tragar una pastilla de dos colores y le da otra para que se la tome a la mañana siguiente.
     Por la tarde, sin haber comido, coge una tablilla y sube a la azotea, con todos sus compañeros. Recitan en voz alta, en hipnótico ritmo, dirigidos por su maestro. El sol del atardecer arranca brillos de fuego a las aguas del Senegal y las aves migratorias sobrevuelan la miseria. Kalidou se siente muy solo y piensa en los besos de su madre, en sus hermanos persiguiendo una vieja pelota, descalzos y felices. Cae la noche y al tumbarse en la esterilla recibe su terrón de azúcar. Lo observa durante unos breves instantes, incapaz de comprender por qué aquellos hombres blancos, que tanto le han ayudado con su dolor, quieren privarle de su único placer en la vida. Se recuesta y se lo mete en la boca, mientras una lágrima cae de su ojo aún hinchado.





martes, 10 de enero de 2017

Autoficción

   Parece que la literatura necesita, para avanzar y estancarse al mismo tiempo, etiquetas, según la terminología globalista; géneros, la forma de denominarlos hasta hace unos ocho años. Actualmente se quiere dar la impresión de que, desde la intelectualidad, se ha decidido que algo que se ha etiquetado como autoficción ha existido, ha cumplido su función y va tocando a su fin. En mi opinión, cuando alguien consigue encasillar, agrupar, aglutinar, obras de arte creadas por una mente sensible, que por supuesto forma parte de la mente colectiva, de la que se nutre pero también a la que alimenta, destruye en parte esa creación concreta por el mero gusto de satisfacer su intelecto, o simplemente por estar haciendo bien su trabajo, sin más. Realmente qué es la vida sino una permanente autoficción. La cuestión estriba en qué historia somos capaces de contarnos a nosotros mismos y a los demás, ya sea por medio del pensamiento, la conversación, los gestos, los símbolos o la escritura. El "sigloveintiuner" occidental tiene a su disposición un colorido restaurante que ofrece una amplia carta de autoficción, en la cual el Yo es la materia prima de todos los platos. Luego la cuestión no estriba en si existe un género literario de autoficción, y si nos agrada o no, si tururú o tarará, sino, una vez más, qué demanda el lector, cuántos libros podrá vender el editor, en definitiva, qué autoficción hojea las páginas de un libro y a qué autoficción social pertenece. 
   El autor actual lo tiene más fácil que nunca: únicamente ha de abrir un editor, escribir y autopublicarse. El grado de libertad como creador es casi infinito. Tan sólo debe liberarse del intenso deseo de ser muy leído o publicado. Si lo consigue, no existen etiquetas, no hay géneros. Ni siquiera se verá obligado a que su obra, si es que la hay, tenga coherencia, sea etiquetable. Puede escribir lo mismo y lo contrario, tener buenos y malos días, construir una sesuda obra o la más ligera historia de entretenimiento. ¿No es acaso una autoficción el hecho de creer que lo que escribimos forma parte de alguna corriente?¿No resulta un triste anhelo que condiciona lo que se cuenta la creencia, el deseo, de que alguien coloque una etiqueta a lo que se escribe, y conseguir así que nuestro diminuto nombre perdure en algún artículo durante, con muchísima suerte, unas décadas? Si el autor y el lector creen ser libres cuando viven atrapados en la autoficción que la sociedad ha creado para sustituir a algo llamado realidad, toda elaborada reflexión etiquetaria adquiere el cariz de un ridículo entretenimiento intelectual, de un alambicamiento de mentes burguesas y algo inquietas, quizá como este mismo artículo. En definitiva, escriban lo que les haga felices, porque poco más importa, y lean lo que les venga en gana, porque si disfrutan, sienten, piensan, o no, que les quiten lo bailado. Y continuemos todos la hermosa y a la vez terrible tradición humana, que se pierde en la noche de los tiempos y que va in crescendo, de la autoficción; y por favor, que nadie se limite a la literatura. Sigamos engañándonos en todo, pero si es posible y les apetece, que la fábula sea bella, sana, constructiva, inteligente, sensible y empática. Contémonos algo con relleno, leamos buscando una autoficción que nos aleje, aunque sólo sea por un rato, de las alimañas.