Los
días más importantes de una vida, los momentos clave de verdad,
suelen pasar inadvertidos, los ignoramos, camuflados como están
entre las demás jornadas rutinarias. No son fechas en las que se
celebre nada; nadie cumple una cantidad significativa de años, no ha
venido al mundo un precioso vástago, no nos ha tocado la lotería. A
veces es algo tan sencillo como librarnos de una pesada carga, de un
peso muerto que nos succiona la vida poco a poco. Y tanto es así que
amanece una vez más la inercia del mundo y llueve, anoche ya se
cernían nubes negras como piedras de carbón que hubieran techado el
cielo de Madrid en pleno mes de julio. Darío observa el cielo y
sonríe. Ha decidido que en esta ocasión no va a vivir algo
importante de manera inconsciente. No caerá en la rutina que deja
pasar la vida con ojos nublados. Tampoco encharcará su júbilo en
celebraciones alcohólicas. Esta vez, por fortuna, no hay olla a
presión a punto de estallar. En su momento decidió mimetizarse con
sus enemigos –esos tan cercanos, los más peligrosos, camuflados en
la foresta de las emociones de juventud, parásitos de los
sentimientos y los recuerdos–, adoptar sus tácticas, darles a
probar la pócima con la que envenenan la vida de los que rebosan
pasión y energía. Y ha resultado que no estaban preparados para
eso. Tampoco lo esperaban ni lo comprenden. Ver cómo Darío
abandonaba su papel principal y se convertía en un figurante más
les ha generado una zozobra que les quita el sueño. Darío se ha
puesto el último en la fila de la pasividad y les ha cedido el papel
protagonista. Ese que él ha sostenido durante dos décadas y que a
ellos les aterroriza. Pesa en el alma, requiere esfuerzo y
concentración, se asume una enorme responsabilidad para con los
demás, se trabaja bajo el sol y la luna, despierto o dormido o
insomne. Toneladas de carbón llueven del cielo a cualquier hora y el
protagonista ha de esquivarlo, o detenerlo para que no dañe a otros,
o apartarlo de un manotazo. Y sólo se comprende la carga de un papel
así cuando su guión cae en tus manos. Pero esas nuevas manos
tiemblan, y no saben, ignoran, por desconocimiento pero también por
deseo de ignorar, no quieren saber. La personalidad es difusa, un
nombre escrito a lápiz difuminado por el dorso de la mano, el
carácter es quebradizo, como esa capa de hielo sumamente fina sobre
la que se camina y que nos protege tan poco del abismo helado y
oscuro que tan bellamente oculta. El sustituto forzado siente pánico
de sí mismo y de la vida real, y abandona. No llueven piedras –
Darío sostiene firme el escudo desde las sombras–, pero la mera
posibilidad de que caigan es suficiente para hacer temblar el pulso
de un espíritu hueco. Huye el cobarde con la espalda agachada y
tapándose la cabeza con las manos y los brazos, no vaya a ser que
una de esas rocas negras que caen del cielo le parta el cráneo con
un golpe seco y desvele el secreto: que dentro no hay más que
ensoñaciones, embustes y circunloquios, un mundo ficticio paralelo
que versiona la adversidad y las faltas y que camufla la desidia y
sus daños entre palabras y frases contradictorias y sin sentido
–sinceramente–, y que existen vidas que se asemejan a
telas de araña fabricadas con la seda de las mentiras, tejidas en la
certeza de que alguien se ha dejado la vida en construir debajo una
red de seguridad. Pero viene un día en el que esa red ya no está,
la han retirado, y la misma mano que lo ha hecho –la que la puso–
también deshace la tela de araña, sin fuerza ni brutalidad ni
violencia, tan sólo acarician cuatro dedos delicados, despistados, y
apartan la seda y se la sacuden, mientras la araña cae al abismo y
se transforma en un trapecista cuya cara seca y de afiladas sombras
refleja el espanto al ver aproximarse el suelo a una velocidad
pasmosa.
Así que Darío observa el cielo turbio y le gusta. Días de un calor
seco y extremo le han precedido. Días que se hacen duros, de esos en
los que el clima te amarga la existencia y se suda y el cuerpo está
muy caliente, como si el sol se hubiera instalado en el estómago y
ardiéramos por dentro. Días en los que Darío siempre está
nervioso y el mundo se le echa encima, parece que todo tuviera que
ser ya, y el calor aprieta y pone de mal humor, pero hay que seguir,
aunque por la noche el dormitorio se asemeje a un horno sin fuego y
el aire sea denso y pese y pose su peso sobre la piel del que es
incapaz de dormir. Hoy explota por fin la calima y todas esas piedras
negras que se han ido acumulando en el cielo descargan su fuerza en
una tormenta impropia, fuera de lugar, salvaje y liberadora, explota
toda la energía en forma de agua que absorberá la tierra y será la
pócima que no envenene y que sí alumbre un nuevo ciclo, una
infinidad de historias y de chispas de vida. Nota Darío que el aire
acompaña, sopla fresco y huele a infancia de parques y jardines
hechos de columpios de ilusión, huele a veranos en el norte y a
playas desiertas, huele al bosque del atardecer, cuando el viento
agita las copas de los árboles y la tormenta pide permiso para
inundar de vida el valle, al regresar a casa, tras haber dejado atrás
la cima. Huele a paz, y a tiempo, y a silencio.
Darío desea vivir un día tan especial de forma intensa, y piensa
que la mejor forma de hacerlo es que no haya intensidad ninguna. Se
ha dejado mecer por las imágenes que flotan en la mente que ya no
duerme pero que aún no ha despertado. Se ha duchado con agua
templada mientras escuchaba el sonido que hace al caer contra la
loza blanca y brillante y se acariciaba la piel enjabonada. La
verruga que ha crecido en su cuello durante estos años ha sangrado
al secarse con la toalla. Ha desayunado lo de siempre –café
naranja, zumo humeante y galletas partidas–, tranquilo y
despreocupado, disfrutando de cada bocado y de cada sorbo. Ha
atendido algunos recados sin salir del barrio, paraguas en mano,
respirando hondo y caminando tranquilo, abandonado a ese estado
maravilloso que es tener la mente en blanco, no por decisión propia,
sino porque ésta se encuentra acunada por una modorra placentera,
inconsciente y satisfecha. Siempre bebe agua en las comidas pero hoy
cae del cielo generosa y a destiempo, así que ha acompañado el
solomillo tierno y jugoso de la Siberia con una copa de vino Camino
Soria, néctar de la uva negra y tostada que eclosiona en las orillas
del Duero, elaborado por un hombre que también se cansó de las
lluvias de piedras y de vivir con el alma en vilo, pendiente de que
los críos que juegan a ser trapecistas no se abran la crisma. Darío
duerme luego una siesta sin sueños ni pesadillas, que comienza
acunada por la televisión y las risas de los niños y termina con un
tango, dos horas negras y tostadas en las que ha dejado de ser él
aunque siga siendo él mismo. Después se viste y se peina frente al
espejo y recuerda cuando su padre le hacía una raya perfecta y le
dibujaba un tupé, que dejaba su frente de niño despejada, con un
peine verde y largo de púas mojadas en agua generosa, y le daba un
suave beso en la mejilla que significaba que el momento mágico había
terminado pero que todavía no venía la vida a destiempo. Se toca el
cuello, palpa la yugular, en un gesto reflejo que busca la verruga,
pero ya no está. Se acerca al espejo, se mira y entorna los ojos en
su busca y no la encuentra. La raya le ha quedado muy despejada.
Darío sale a las calles, húmedas de esperanza. Pisa el suelo con
tiento, como si fuera hielo quebradizo, pero en seguida nota que es
duro y firme y que debajo no hay simas ni abismos. Las nubes negras
se han ido y el cielo es azul, el sol está oculto tras los perfiles
de edificios eternos. La brisa fresca silba una melodía que fluye
como los sueños de los niños. Huele a futuro y a musgo. Sujeta con
firmeza los papeles con su mano izquierda. La derecha la lleva en el
bolsillo, donde sus dedos distinguen el tacto del bolígrafo con el
que piensa firmar. Junto a él baila un lápiz, de esos que escribe
palabras que después emborrona el dorso de la mano, y que piensa
regalarle, si es que aparece.
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