sábado, 18 de marzo de 2017

Habitantes de la Nada

   El viaje es largo e inútil, desde el nacimiento hasta la muerte, siempre en manos de otros. Un tránsito influido por seres que ya no existen; también por los vivos, que nos aportan todo su ruido, toda esa actividad frenética sin sentido, toda esa verborrea vacía. Tan solo se agradece ya el humor, lo único que merece la pena ser dicho. Si no, sería mejor callar, mejor estarse quieto, aunque nadie lo hace. Orda de hiperactivos infantiles poseídos por el miedo y el egoísmo. Motores y pantallas que recrean un mundo imaginario más, una ilusión colectiva cuyo fin es aturdir a los que alguna vez sientan la tentación de pensar o sentir algo verdadero, o de no hacerlo. Tan fácil resulta en estos tiempos atizar el ascua del odio, la envidia y la codicia, disfrazados tras etiquetas de colores. Pobres animalitos a los que alguien ha hecho creer que son inteligentes y especiales. Tan solo les queda ser capaces de amar en algún fugaz momento sin esperar nada a cambio. A la mayoría ni siquiera se les pasará por la cabeza, solos en un bosque de personas que nunca se detienen mientras gritan una y otra vez las mismas frases aburridas que otros pusieron en su boca.
   El viaje es largo e inútil, y Adán lo afronta pensando en estas cosas. Atrás queda la civilización y delante, en principio, no hay nada. Su camello es uno más de la larga caravana que se dispone a cruzar aquel inmenso vacío. Desfilan todos en línea, serpenteando entre dunas grandes como montañas. Hacía frío cuando comenzaron viaje, de noche. Adán se envolvió en una piel de cordero y se dejó caer contra el cuerpo de su animal, que le transmitía calor y ese hipnótico balanceo de su caminar cansado. El sol emergió tras las dunas azules de la noche para pintarlas de naranja y después transformarlas en montañas de oro, cargado de un calor sofocante. Pero Adán está acostumbrado: aparta las pieles y las echa al lomo. Se cubre la cabeza y la cara con la fina tela azul cielo que protege su cuello y se estira a modo de particular saludo al sol. Sin bajarse del camello realiza sus abluciones. Una pequeña cantidad de agua para lavar su cara, vaciar su nariz y su garganta del polvo y asear sus manos callosas y cuarteadas. Al final, un pequeño sorbo que saciará su sed hasta el mediodía.
     El viaje es largo e inútil pero prosigue su cadencia, su ritmo acompasado a los vacíos espacios de la nada. Hace mucho tiempo que Adán superó los sufrimientos de la carne y por eso puede ir a donde la mayoría no. Ese poder libera su espíritu y le convierte en dueño y señor del tesoro del silencio y la soledad. Nada hay en este mundo que le haga más feliz que el desierto. Aquí no hay ruido, todavía no hay motores. No hay luces por todas partes, ni pantallas, ni gente complicada diciendo tonterías, banalidades o insultos sibilinos. Pasan las jornadas una tras otra en silencio, acariciado por el soplo del viento y el rumor que produce al mover las finas capas de arena roja de la superficie de las dunas. Discurren los días en paz, vacíos, iguales, serenos, azul arriba y dorado abajo, sin estímulos, y la mente se embarca en un estado apacible y satisfecho, en una gozosa armonía con uno mismo y con el mundo.
   El viaje es largo e inútil pero, al caer la noche, se reúnen en torno a las hogueras y comen arroz con carne con su mano derecha, todos del mismo plato, al calor del fuego, en silencio, hasta que alguien narra una historia, o canta un cuento, de esos que Adán ha escuchado mil veces pero que nunca se parecen, porque cada narrador se deja un girón de su alma en cada llama, en cada chispa que flota en el aire hasta confundirse con las estrellas. Después Adán fuma su pipa bajo las mantas, saborea su tabaco y huele el de los demás, y tarda mucho en dormirse porque ya vive en un sueño, y porque la noche del desierto es el éxtasis de los solitarios. Las dunas plateadas y el contraste de su negra sombra son el tesoro secreto de Adán, la unión de lo físico y su preciso momento, el símbolo del silencio y la paz.
    El viaje es largo e inútil y un día se detiene en el Oasis del Diamante. Una charca fangosa donde abrevan los camellos y un pozo de piedra seco la mitad del año, rodeados de una decena de palmeras. Un lugar recogido y lejano donde la Tierra se permite llorar en secreto y dejarnos una lágrima de vida. Adán se sienta en la arena, la espalda apoyada en un tronco, a la sombra, y canta al atardecer alargando las palabras, muy pocas, alambicadas por cadenas de notas que las hacen perder su significado literal para convertirse en la expresión pura de un único sentimiento vital sin nombre. Todos se reúnen en torno a él en silencio, serenos, con una sonrisa en los ojos, porque su voz da placer a su alma. Tan solo un hombre no se acerca; ya estaba allí cuando llegaron, junto a su pequeña jaima de pieles sobre estacas. Uno que permanece solo y que le dicen que vaga por el desierto, desprovisto de edad. Sin nacimiento ni muerte, sin miedo y sin mal, uno que le dicen que habita en la Nada y que siempre sonríe, y que nada pide y todo lo da, y que quizá esté hecho ya de arena y de cielo azul, que no de carne, y que a veces es el mismo agua y otras el viento fresco que  trae el olor del mar.
   Todos se marchan y Adán se arropa en sus mantas y en su noche estrellada y puede ver a ese hombre caminar despacio hasta la cima de una duna cercana. Un impulso, que no un pensamiento, ni siquiera un sentir, le levanta, y pone sus pies sobre las huellas de aquel hombre que la luz de la luna ilumina. Se sienta a su lado, sobre la arena fría. Su mirada, más luminosa que cualquier estrella, le saluda. Miran juntos el mar de dunas y escuchan el viento, cada uno envuelto en sus pieles, y es como si sus cuerpos se deshicieran en partículas de energía y se fundieran con el viejo y verdadero discurrir del mundo, ajeno a las ideas y sentimientos de los hombres. El titán del Yo, ese gigantesco engaño, se diluye en la quietud de la noche hasta desaparecer. Las primeras luces del alba acarician el trance de los dos hombres y Adán se levanta despacio, entumecido por la postura y el frío. Antes de irse apoya su mano cuarteada y seca, de piel oscura, de uñas sucias y dedos fuertes, sobre el hombro de aquel hombre, y puede notar cómo en verdad está hecho de arena y cielo azul, pero también de estrellas y viento. Desciende la pendiente de la duna, descalzo, sintiendo la arena fría. El campamento se despereza y Adán se une a su ritmo lento de cuerpos que se asean y se alimentan, y empacan sus pertenencias para sumergirse en el mar que les separa de un lugar igual a la ciudad de la que partieron. Monta por fin su camello y se une, una vez más, a la cadencia de la caravana. Decenas de monturas en fila india cargadas de enseres y humanos pétreos y mortales.
   El viaje es largo e inútil y ascienden la primera cuesta que les separa del oasis. Arde el mundo bajo el disco rojo del amanecer y Adán bebe un sorbo de agua de su pellejo pero por primera vez no calma su sed. Detiene su camello y se acaricia la barba. Entorna los ojos y puede ver el lento discurrir de la caravana, inercia que gasta el tiempo de los que la componen. Se gira y mira hacia atrás. Otra hilera de seres acompasados colgados en el espacio y el tiempo entre dos infiernos, cuyo viaje comienza y acaba en los habitantes de la Nada. Abandona la fila y mira hacia el Oasis. Puede ver a aquel hombre y sentir su energía y su paz.
El silencio entre dos notas o el silencio. Adán ya no sabe qué canción cantar.

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