jueves, 2 de marzo de 2017

Los gemelos Víctor y Clemente

    Érase una vez dos gemelos llamados Víctor y Clemente. Habían crecido arropados en el seno de una familia de clase media en la cual se confundía la pasividad con la bondad, la falta de personalidad con el espíritu afable. La dejadez, incluso la desidia, eran asimiladas con virtudes tan excelsas como la serenidad y la paciencia.
    Alcanzada la edad adulta, decidieron estudiar juntos la noble profesión de joyero, hipnotizados por el frío brillo de los diamantes y por las personas que los llevaban. Les atraía el ansia de los clientes por obtenerlos y la pasmosa facilidad con que los olvidaban una vez conseguidos. Siempre regresaban a por otro diamante más grande.
    Víctor y Clemente dejaban pasar los días en la cafetería de la escuela y después, cuando llegaban a casa, se encerraban en su habitación a jugar a la consola, ver la televisión o leer libros sobre guerras. Los aviones de combate eran su especialidad. Conocían cada modelo, cada detalle de sus características y sus capacidades asesinas. Eran perfectamente capaces de ver la guerra como un juego, como algo entretenido y lejano. Víctor hizo un montón de buenos amigos gracias a su habilidad para regalar los oídos de los demás y decirles siempre lo que deseaban escuchar. Les daba la razón en todo y jamás se mostraba beligerante o en desacuerdo. Me parece bien, decía. Lo que tú quieras, contestaba. A mí no me importa, concluía. Gracias a ello consiguió situarse en el entorno de las personas más inteligentes, capaces y trabajadoras de la escuela. Clemente, por su parte, disfrutaba del don de mentir constantemente, cualidad sumamente útil entre los humanos. Podía decir lo mismo y lo contrario en una única frase sin que chirriara ni se le moviera un solo pelo de la cabeza. Se incluía con facilidad en las acciones realizadas por otros. Incluso era capaz de narrar en primera persona hechos en los que no había participado. Eso ya lo dije yo, decía. Pues yo ya había pensado eso antes de que tú lo dijeras, apostillaba. Mentía por todo y en cualquier circunstancia, sin la más mínima necesidad, como una especie de resorte mecánico que saltara ante el estímulo de cualquier conversación, por leve o intrascendente que esta fuera.
    Víctor y Clemente estuvieron a punto de ser expulsados de la escuela. Toparon con un profesor muy exigente, ante el cual las artes de advenedizo de Víctor y las mentiras compulsivas de Clemente no funcionaban. Ambos vieron cómo sus compañeros pasaban de curso, obtenían la titulación y se lanzaban a carreras exitosas, no exentas de mucho trabajo y esfuerzo, pero también de ilusión. Los gemelos se volvieron aún más pasivos, abandonándose al papel de víctima. Atornillados a las sillas de la cafetería de la escuela de joyería por las mañanas y devorados por su cama por las tardes. Cayeron en una espiral de autocompasión que llevó a Víctor a plantearse seriamente la posibilidad de hacerse cura y contárselo a todo el mundo, mientras que Clemente se decantó directamente por el suicidio publicitado entre familiares y amigos fáciles de impresionar. Pobres muchachos burgueses, escondidos en un barrio de clase obrera, ante su primera ocasión en la vida en la que debían superar obstáculos por sí mismos.
    El caso es que obtuvieron finalmente su título de Maestro Joyero y salieron al mundo laboral. Su amigo Raúl, muy dado a acoger almas en pena bajo su seno, les buscó un trabajo en un par de talleres de joyería de segunda categoría para que hicieran mano y se ganaran la vida honradamente. Enseguida ambos se vinieron arriba y volvieron a ser los que habían sido siempre. Al poco tiempo estaban trabajando también en la joyería de Raúl. Un pequeño negocio de barrio que éste iba levantando paso a paso con enormes esfuerzos. Deudas, interminables horas de trabajo, sinsabores... Víctor se sentía bien arrimándose a Raúl, protegido bajo su espaciosa y cálida ala. Seguía confundiendo la pasividad y la desidia con la serenidad y la paciencia pero Raúl se echaba todo el trabajo encima y disculpaba su actitud displicente influido por los nobles sentimientos de la amistad. Clemente, envuelto en un halo de bondad prefabricada, volvía a disfrutar del íntimo placer de mentir por cualquier cosa. Mentía a Raúl, a los empleados, a los clientes, creando un extraño ambiente en el cual a unas personas les había dicho una cosa y a otras la contraria, siendo capaz de salir tan tranquilo de los atolladeros en los que se enfangaba por ello con una nueva mentira. Se permitía criticar con saña las piezas creadas por otros compañeros y ensalzarse de esa forma como un gran joyero mientras tallaba las gemas como quien pela una manzana. A Raúl le daba vergüenza cobrar sus tarifas habituales cuando vendía una joya hecha por Clemente.
    Pasados unos pocos años, y sin saber cómo, Raúl se despertó una mañana y se dio cuenta de que trabajaba para los gemelos Víctor y Clemente, quienes habían adquirido una pequeña parte de la joyería. No escatimó en esfuerzos por incluirles en el día a día del trabajo, pero Clemente siempre se inventaba algún compromiso familiar para escabullirse y Víctor se contentaba con decirle que él no entendía nada de nada de eso y se marchaba a su casa, dejando sobre los hombros de Raúl todo el peso de las decisiones, las responsabilidades y las preocupaciones. Les obligó a formarse, teniendo él que elegir los cursos que realizaban, incluso pagando parte de ellos. Todos cayeron en saco roto, aunque Víctor y Clemente jamás le dijeron que no a nada. Era su personal forma de huir hacia delante, de perpetuar la desidia; una manera sutil y prolongada de mentira, una silenciosa capacidad de profundizar cada vez más en el advenimiento.
    Raúl, destrozado por tantos años de trabajo en soledad, aplastado por su titánica lucha contra la crisis, lo intentó todo. Cada vez se sentía peor consigo mismo. Se veía como un idiota que se había dejado parasitar por dos sanguijuelas que se hacían pasar por sus amigos, que ofrecían una falsa simbiosis mientras le chupaban la sangre y la vida como si tal cosa.
    Una fría y luminosa mañana de invierno Raúl no acudió a la joyería. Los hermanos Víctor y Clemente trataron de localizarle pero les resultó imposible. En el taller encontraron, reluciendo sobre la mesa de trabajo, una joya majestuosa: un diamante de proporciones desmesuradas, una obra de arte que absorbía la luz del mundo y la convertía en un caleidoscopio de magia y armonía. Junto a tamaña belleza, una nota de Raúl: "Esta joya única nos ha sido confiada por un misterioso cliente, con toda probabilidad un jeque de los desiertos de Arabia. Desea que la engastemos en un collar de fiesta, cuyo diseño confía a nuestra imaginación y nuestra pericia como artesanos. Lo pongo en vuestras manos con el deseo de poder ayudaros pronto. No me falléis". Víctor y Clemente se miraron el uno al otro con una mezcla de alegría y terror. Ahora eran ellos los encargados de llevar todo el negocio y, además, de realizar el que era con toda probabilidad el trabajo más importante que nunca nadie les había encargado. Sus mundos imaginarios se pusieron a trabajar con rapidez. En seguida se dieron cuenta de que Raúl lo había dejado todo dispuesto y que lo único que tenían que hacer era subirse a la inercia de la ola. Así, Víctor comenzó a pavonearse de su nueva posición. Director de la joyería. Se lo iba contando a todo el mundo. Cualquier resquicio en una conversación era válido para introducir la cuña de su nuevo título. El sueño de cualquier advenedizo. Conseguir mimetizarse con las personas a las que se arrima, ser uno de ellos, sin el más mínimo esfuerzo. Clemente se entregó a su secreto placer, liberado de la crítica y la observación de Raúl. Mentir, inventar, tergiversar, relatar historias en las cuales él era el salvador del negocio, confundir a los empleados con sus órdenes sin sentido.
    Sin embargo, la joya siguió ahí, abandonada. Cada vez que pasaban por delante de ella encontraban una excusa para no tocarla. Siempre había alguna otra cosa más importante que hacer. La desidia, camuflada de bondad, señoreaba en el taller. Por fin, los propios empleados, viendo que podía peligrar su puesto de trabajo, presionaron a los gemelos para que se pusieran a la tarea. Víctor y Clemente se sentaron ante la majestuosa joya sin saber bien qué hacer. Les daba miedo tocarla, reconocer que eran incapaces de realizar el encargo. La vida les había situado frente a su segundo reto. Ante él, al igual que en presencia de su profesor de la escuela de joyería, no valían el buenismo ni las mentiras. Y Raúl había desaparecido, ya no estaba ahí para resolverlo él mismo. Trabajaron con desgana, y por primera vez sus defectos se volvieron contra ellos mismos. Víctor aparentaba ser un gran maestro joyero criticando todo lo que hacía su hermano, y Clemente le devolvía la jugada con interminables mentiras y justificaciones. Los gemelos se odiaban a sí mismos y las mecánicas que lo habían ocultado durante tantos años les explotaban en sus caras idénticas. Terminaron un collar simple, prescindible. Un metal pobre y toscamente tallado, sin gusto, sin imaginación. Sin el sentimiento que pone alguien que adora su trabajo, ya que ese sentimiento no existía. Víctor y Clemente evitaban pensar en ello y proseguían su vida de apariencia y engaño; una enésima huida hacia delante. Por la noche, encharcaban sus mentes frente a la televisión o el ordenador hasta altas horas de la madrugada, drogas buscadas para proseguir evadiendo la realidad y el nuevo papel que les reclamaba. Hacerse responsables de su propia vida, afrontar los esfuerzos del día a día, estar a la altura de su supuesta fama.
    Entregaron el encargo, tal y como decía la nota, en las oficinas de un banco árabe, donde sería depositado en una caja de seguridad. Pasaron los días, las semanas, los meses, y Víctor y Clemente se olvidaron de todo. Del diamante, de Raúl, hasta de sí mismos. Víctor comenzó a pavonearse sin ningún pudor en todos los círculos profesionales de la joyería, codeándose con los mejores joyeros y con los directivos gremiales, con su habitual actitud. Lo que tú digas me parece bien. Tienes toda la razón. Tú lo harás mucho mejor que yo. Mientras tanto, Clemente se enmarañaba gustoso en su  red de embustes gratuitos. Estaba convencido de ser uno de los mejores joyeros del reino y esa ensoñación infantil le hacía muy feliz. El negocio marchaba solo gracias a los años de trabajo de Raúl y ellos podían dedicarse a atribuirse los méritos, tamizados, eso sí, por un aura de bondad, un barniz de humildad pegajosa, incluso algo beatífica.
    Una mañana como otra cualquiera Raúl telefoneó a los hermanos. Les explicó que el jeque misterioso le había llamado furibundo y le había amenazado con hacerle desaparecer bajo las arenas del desierto. Habían destruido su más preciado tesoro, lo habían vulgarizado con su penosa intervención y, si quería conservar la vida, le obligaba a comprar el diamante a cambio de una suma desorbitada que él no poseía. La única salida que Raúl encontraba era venderles la joyería a los gemelos, los propios causantes del desastre. Ambos desatendieron la responsabilidad que tenían sobre la situación de Raúl. Era como si no le hubieran escuchado. Sin embargo, Víctor se mostró terriblemente preocupado por la salud de Raúl y Clemente se encargó de tapar la situación con embustes y manipulaciones. La culpa había sido de otros. Malos proveedores, trabajadores dejados, exceso de exigencia por parte del cliente. Ellos lo habían hecho todo bien, como siempre.
    El caso es que Raúl les ofreció la propiedad de la empresa de joyería a cambio de la suma que necesitaba para pagar el diamante y conservar su vida. Los gemelos se sentaron a decidir qué hacían. Se vendieron el uno al otro la posibilidad de hacerlo tan sólo por ayudar a Raúl. Pero sus almas escondían sus verdaderas motivaciones, mucho menos altruistas que las oficiales. A Víctor le dominaba un ansia de reconocimiento y Clemente se sentía a sus anchas vagueando mientras le contaba a todo el mundo sus imaginarias hazañas. Decidieron comprarle la joyería a Raúl y hacerle así el inmenso favor de salvar su vida. Qué bondadosos se sentían los gemelos.
    El día en que se reunieron ante el notario para realizar la compraventa, Víctor y Clemente se deshicieron en interés por el bienestar de Raúl y de su familia, sin mencionar el hecho de que se encontraba en esa situación debido a su impericia, y sin importarles lo más mínimo el futuro que le esperaba a Raúl tras abonar el pago del diamante, sin dinero y sin trabajo. Clemente le contó a Raúl que la joyería iba fatal y que se estaban matando para sacarla adelante. Esto lo hacían por él, pero les suponía un esfuerzo sobrehumano.
    Tras firmar el contrato y recibir el dinero en su cuenta corriente, Raúl se marchó a su casa. Entró por la puerta silbando y saludó a su mujer y a sus hijos. Se dirigió al cuarto de los niños y rebuscó en el baúl de los juguetes. Algo brillaba en el fondo. Un diamante enorme y pesado, engastado en un collar del montón. Llamó a su hija y se arrodilló frente a ella. Tomó el collar y se lo pasó sobre la cabeza hasta depositarlo en su cuello.
- Toma cariño, la más bella joya del mundo para la más bella princesa.- dijo mientras la besaba en la mejilla.
- Papá, ¡cómo pesa! Nunca me ha gustado este collar.
- ¡Ja, ja, ja! No me refería al diamante. Pesa porque está hecho con carbón. La más bella joya del mundo es el beso que te acabo de dar.
    Y así es cómo, gracias a los defectos de los hermanos gemelos Víctor y Clemente, Raúl consiguió su tesoro: desaparecer como un perdedor, que es la única forma inteligente y eficaz de hacerlo si lo que más deseas en este mundo es que te dejen en paz.
    Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

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