lunes, 27 de marzo de 2017

Diez consejos para escribir un buen relato. Río.

    Resulta extraño conseguir escapar de la fuerte corriente del río. ¿No te parece, querido amigo? Has afrontado ya varias cataratas y vivido el terror de caer por ellas. Has sentido el impacto de la superficie del agua contra tu cuerpo y la angustia de bucear desde el fondo cuando ya no te queda casi aire. Te has golpeado en la cabeza contra las rocas que sobresalen de las aguas y  trataste en vano de asirte a los troncos que flotaban. La corriente se amansó por momentos y pudiste abandonarla pero nadie lo hacía y, en el fondo, la única inercia que sabías cumplir era llevar esa vida: la de todos esos seres a los que arrastra la corriente y que sienten que vuelan cuando en realidad caen sin descanso por el río que desemboca en el inmenso mar del olvido de la muerte de miles de millones de humanos.
    Ahora, por fin, y sin saber bien cómo, escapaste. Te has secado bajo los tibios rayos del sol y miras el agua desde la orilla. La ves pasar por los periódicos o la televisión; te la encuentras en las vidas de tus amigos y conocidos, en los vecinos del barrio. Están empapados y chorrean. Continúan braceando sin ningún control y asoman la cabeza desesperados, tratando de aspirar todo el aire que puedan de una sola vez, antes de que la corriente les sumerja de nuevo en sus angustiosas turbulencias, como briznas de hierba en manos de un torbellino. Te das cuenta de que todos vuelan un rato pero siempre caen, como un avión de papel mojado. Aunque los aviones de papel secos también terminan por tocar el suelo. El asunto es saber si lo hacen aterrizando o estrellándose. Bueno, sólo es papel. Quizá alguien vuelva a cogerlo en sus manos y lo haga volar de nuevo, aunque el final de ese viaje siga siendo el mismo.
    El caso es que, debido a los inmensos vacíos de la niñez, siempre fuiste una persona rebosante de ilusión. Siempre sí, siempre de nuevo, me ha sorprendido tu pasión por los demás, esa forma de esperar de ellos todos esos sentimientos maravillosos que tú siempre sí, siempre de nuevo, albergaste en tu corazón. Bueno y cariñoso, alegre y generoso. Además, dotado de una energía desbordante. Yo vi cómo saltabas al río risueño y despreocupado, y cómo después comenzaste a nadar con vigor. Pero resulta que todas esas cualidades tan bellas e inocentes te han cegado desde muy chico. Nunca has querido ver al mundo y a los demás tal y como son en realidad; siempre te tragaste su propaganda y cuando el río te las ha hecho pasar canutas lo has olvidado todo con suma facilidad y has continuado nadando con renovado vigor.
    Pero amigo, la corriente es muy fuerte y debilita. Arrasa con todo y con todos. Quizá creíste que tú serías diferente y podrías con ella. Pues no. El cuerpo se agota y envejece y fallan las fuerzas. La mente se cansa y el corazón se seca. Y cuando, por un milagro, abandonas las turbulentas aguas y te miras en el reflejo manso de la orilla, te encuentras con un hombre al que ya no reconoces. Ahora estás vacío, reseteado. Ya casi no pestañeas y tus ojos brillan poco. Y miras al río y no ves que transite agua por él. Tan sólo hay mentiras y desengaños, traiciones y abandonos. Dolorosos silencios y ausencias, torrentes de palabras y actos que no significan más que el sufrimiento y el miedo del que otros se quisieron desembarazar pasándotelo a ti. Y no puedes evitar sentirte orgulloso, aún así, de haber sido valiente y fuerte durante mucho tiempo. Sí, no puedes evitar acordarte de que el mundo está lleno de cobardes amparados en una corriente que les camufla y les empuja hacia adelante, adheridos como parásitos a la esforzada piel de los que se baten el cobre por seguir nadando, empujados por un flujo que les hace sentirse pletóricos de engañosa fuerza.
    Ahora, sentado en la arena, notas que el agua te salpica y que cuando, en un gesto inocente y despreocupado, metes un pie en la orilla con la única intención de refrescarte, ésta crea poderosos remolinos que tratan de succionar tu débil cuerpo hacia sus profundidades. El río y sus ávidos habitantes no tolera, no acepta, no entiende, que alguien abandone su potente inercia y trate de caminar sobre tierra firme. Aunque amigo, te vas dando cuenta poco a poco de que ese suelo no tiene nada de firme y, cuando por fin te pones en pie, observas que estás rodeado de infinidad de ríos. Incluso puedes ver que algunos de ellos desembocan en las mismas lagunas pantanosas y de aguas cenagosas por las que una vez transitaste.
    Existe un río que siempre llamó tu atención: las mansas veredas de la literatura. Puedes atisbarlo a lo lejos y te diriges a él con paso decidido. Yo estaba allí cuando metiste tu mano en sus aguas y te llevaste un sorbo a esa boca sedienta que tan bien conozco. Qué sabor más fresco, qué líquido tan cristalino. Querías más y probaste una segunda vez. Estuvo bien, hasta que notaste un sabor extraño, justo al final. Aún así, te desnudaste de nuevo y te disponías a saltar cuando, por fortuna, te dio por echar un vistazo. Te diste cuenta de que el río era ancho y su corriente rápida y peligrosa. Miraste hacia arriba y viste las mismas piedras y revueltas que ya conocías. Más abajo, vislumbraste una caída al abismo, envuelta en la húmeda bruma que emerge del fondo de las cascadas. Y te fijaste, por fin: el agua no era tal, sino otro torrente más de egos y dinero; otra masa informe de marketing y mal gusto. Un fango de redes sociales y sordos desesperados disfrazados con la máscara de la ilusión fingida, hechos de frases que sólo llevan el signo de exclamación al final. Otro río contaminado por el reinado de las formas en liquidación  y de la cantidad del glotón de buffet libre, sucio de monetización y vagas promesas de fama apestosa y tristemente vacua y pasajera. Otro puto coñazo más, querido amigo.
    Así que vi cómo aquel día te quedabas, retenido por la sabiduría que te habían dado tantos años de sufrimiento, en la orilla. Te vi cómo añorabas a aquel joven impetuoso y rebosante de energía, aquel chaval feliz e inconsciente que jamás volverías a ser. Te noté algo triste, desencantado, aburrido de la vida y de las personas. Y lo peor, o lo mejor de todo, es que pienso que no te falta razón en sentir eso. Hoy te noto cada vez más sereno y me parece que vas aceptando poco a poco la soledad del ser humano, esa que siempre has negado, esa que todos tratáis de tapar en vano bajo la alfombra de vuestro griterío y vuestras compulsivas acciones. Aunque te revelas. Sé que te niegas a asumir del todo que la realidad es que la vida y las personas no significamos absolutamente nada. Le has echado el ojo a dos pequeños riachuelos que aún fluyen limpios, habitados cada uno por un único ser inocente y bello. Te recuerdan a ti cuando eras un crío. También sé que, cuando pensabas que yo no miraba, te has sumergido en sus aguas y has nadado feliz en compañía de esos seres casi mágicos. Yo no digo nada y hago como que no me entero, porque me parece que eres incapaz de vivir en seco y porque creo que, en esas aguas, quizá por algún tiempo, puedas ser feliz.

P.D. Olvidaba darte una cariñosa sugerencia, querido amigo. No busques más consejos baratos por internet, no pinches en las listas ni en los tips. ¿Acaso aún no has aprendido que siempre son textos vacíos que sólo buscan clics monetizados escritos por gentecilla que sabe que tu dedo presiona la tecla en un acto reflejo dictado por tus miedos e inseguridades? Cuídate hermano, disfruta de esas aguas cristalinas.

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