"Hey, sírvanos, whisky y cerveza será lo
mejor. Ahora voy a brindar, Maxy ha vuelto a la ciudad"
M-Clan
A veces pienso que los
momentos que he pasado junto a Max son los únicos en los que me he
sentido realmente vivo. Jamás he conocido ni conoceré ya a una
persona con tanta pasión por la vida. Cómo le brillaban los ojos,
dios mío. Eran dos llamaradas intensas que te incendiaban el alma y
te hacían creer que todo era posible. Y eso era porque junto a Max,
todo era posible, en efecto. Lo convertía en realidad, cualquier
cosa, como si fuera un mago. Lo que para otros eran sueños y
palabrería de salón, para Max se convertía en una inmediata
llamada a la acción. Hagámoslo.
Max es un hombre inteligente,
cultivado. Siempre piensa en el grupo. Max no quiere poseer nada. Las
pertenencias son un lastre para su alma salvaje y libre. Jamás he
escuchado a ningún hombre hablar con tanta vehemencia, con tanta
ilusión de cualquier cosa. Primero soñaba, y te arrastraba hacia
sus sueños; después planificaba con minuciosidad. Y, por fin, lo
hacía. Con Max las cosas ocurren.
Recuerdo a la perfección
cuando Max regresó a la ciudad. Había disfrutado de mucho tiempo en
la cárcel para leer. Muchas horas para reflexionar. También
para hacer ejercicio, pasarlo bien y conocer a gente nueva. Le
encantaban las personas, sólo veía en ellas cosas buenas,
posibilidades, potencial. Y se entregaba de inmediato a la tarea
de sacar de cualquiera lo mejor de sí mismo. Si él podía, los
demás también. Tan sólo necesitaban un empujón, alguien que
creyera en ellos. O al menos siempre ha sido la forma de pensar de
Max. Nunca se ha querido dar por enterado de una simple máxima de
esta perra vida: todos vamos a lo nuestro, en el fondo. Vivimos en
una permanente ilusión, no la de Max, sino la que significa engaño.
La idea es decir que te mueves, o que te gustaría hacerlo si te
hubieran dejado, mientras esperas que gilipollas como Max vengan a
solucionarte la papeleta. Consigues algo de ellos y te vuelves a
quedar quieto. Moverse cansa.
Aquel día entró en
nuestro bar de siempre con una sonrisa amplia y acogedora. Nos dimos
un fuerte abrazo, de esos que sólo se dan los hombres jóvenes y
libres que se aprecian. Calzaba sus botas negras de motero y unos
vaqueros ajustados. Una calavera de plata, con la cabeza en llamas,
dibujada sobre su camiseta gris presidía su pecho. Asomaba bajo una
chupa de cuero naranja con escudos cosidos a mano. Hay que tener dos
cojones y muy mal gusto para llevar una chupa como esa. Su pelo
revuelto y escarolado le conferían un aire felino. Barba, frente
despejada y mirada intensa. Se movía con desenvoltura, como siempre.
Activo y seguro, satisfecho. Era libre de nuevo, había regresado a
la vida, aunque daba la impresión de que esos períodos que pasaba
en la cárcel le sentaran muy bien. Se podría decir que le hacían
un favor encerrándolo. Max, como en todo, le sacaba el lado bueno y
aprovechaba su tiempo al máximo. Cerveza para él, whisky para mí.
Lo de siempre.
Max es muy bueno en lo suyo.
Por eso, nada más salir, tenía encargos. Es de esas personas en las
que se puede confiar para hacer un buen trabajo. Simple y llanamente
porque le apasiona hacerlo. Su recompensa consiste en conseguir
llevar las cosas a cabo. Es discreto y detesta la fama. La
adulación le resbala, es como si se quedara sordo ante los halagos.
Huye de la ostentación como de la peste. Siempre habla de esa escena
de American Gangster en la que Denzel Washington se permite la
licencia de llevar un abrigo de pieles blancas a un asiento de
primera fila en el boxeo, influido por su novia portorriqueña. Su
perdición. Max es intenso, dotado de una portentosa imaginación, y
vuelve repleto de ideas. Las pone todas encima de la mesa, junto a su
pistola sin balas. Me las cuenta como el buen amigo que soy. Sabe que
yo no participaré. Siempre he ido por libre. Soy más taimado, más
sutil, esquivo. Voy a lo mío y sé cómo manejar a la gente para
conseguir lo que quiero. Tampoco lo oculto. Detesto cargar con los
demás. Yo voy paso a paso, como una hormiguita. Mi secreto consiste
en transmitir una imagen de éxito y satisfacción permanentes y
marcharme, aunque casi siempre me vaya como el culo o llegue a todo
por los pelos. Porque el éxito y la satisfacción no son en mí
naturales, lo sé, me tengo que esforzar. He conseguido, con los
años, convertirme en quien no soy, y me comporto como un elitista
ahora que me siento en la élite. No sabría muy bien decir en cuál,
pero sentirlo y hacérselo notar a los demás es más que suficiente
para formar parte del Olimpo, por encima de los mortales. Y no lo
pondría en riesgo por nada. Max lo sabe y no cuenta conmigo. Él es
diferente y ya está pensando en los miembros de su banda.
Max y yo somos ladrones
de objetos de valor por encargo. Sí, de ese tipo de gente de los que
Hollywood hace tantas películas. Bruce Willis, Brad Pitt, Matt
Damon, George Clooney... Esas en las que todos hacen un montón de
bromas, y son muy inteligentes y guapos y siempre se salen con la
suya mientras silban una canción de Sinatra. Nada más lejos de la
realidad, claro. Esto es duro y arriesgado. El trabajo y la tensión
son insoportables. A mí hace tiempo que se me cayó todo el pelo y
mi mujer, desde el cariño y la ceguera del amor, dice que me doy un
aire a Zidane. Max conserva el cuerpo joven pero tiene la cabeza
destrozada. A mí siempre se me ha dado un aire, más bien, a Mel
Gibson en Mad Max. Sí, el Loco Max, el puto loco Max. Pero de esa
locura salvaje, de fuerza y ojos bien abiertos, de lucha, de pasión.
Aquel día traía
encargos para robar una idea, una canción, un pedrusco enorme,
información comprometedora, un cuadro de Da Vinci. También le
habían encargado robar un alma, aunque creo que se referían a
raptar a la esposa de alguien a quien ésta ya se la había quitado.
No recuerdo qué escogió primero, aunque sí sé que lo haría todo.
Probablemente no escogió y lo robó todo a la vez. Había
quedado con su gente en un palacete abandonado de las afueras y me
pidió que le acompañara. Ese tipo de lugares le atraía mucho,
decía que le hacían sentir parte de un flujo vital, que le diluían
en un todo de amplitud temporal y daban sentido, en lo bueno y en lo
malo, a lo que los hombres hacemos que, aún así, está hecho de
sombras y cenizas. No tengo ni puta idea de qué quiere decir eso y
no me interesa. Yo sólo veía un montón de ruinas donde juntarse a
salvo de miradas indiscretas.
Primero apareció aquel
matrimonio, los Silent. Pequeños, en guardia contra el mundo,
muertos de miedo, que disimulaban tras una permanente ofensa contra
todo y contra todos. Su simbiosis era autodestructiva, pero para
siempre. Como un sol que se apaga y se autoconsume en silencio, no
exento de llamaradas violentas y ardientes. Al, el marido, dijo
Holaquehay -creo que jamás había dicho otra cosa en su puta vida-,
sacó su maleta y se puso a hacer como que trabajaba, con cara
avinagrada. Su posición siempre era la misma: todo el mundo es
gilipollas y él lo sabe todo, pero jamás nadie le ha visto mover un
músculo por nadie ni hacer nada realmente útil. Para él los
problemas del mundo provenían de los jefes: todos unos gilipollas,
también. Para mí estaba claro que era un mierda y un cobarde y
jamás comprendí qué coño hacía en la banda de Max. Su mujer,
Ane, es gente peligrosa. Un jodido saco de complejos e inseguridades.
Un manojo de nervios. Traicionera, agresiva, taimada, retorcida al
extremo. Inflexible, impositiva, con una asquerosa intención de
hacer daño cuando habla. Le rezumaba esa maldad que nace del dolor y
la soledad. Si yo soy infeliz, todos lo seréis, parecía decir. No
se podía hablar con ella porque tus palabras eran sólo un darle pie
para que ella comenzara todas las frases con un Yo y te contara lo
que le salía de los cojones. Quejas, muchas quejas, insultos,
dolores. Te podía dejar seco de energía en un minuto. La chupaba
toda pero era insaciable. Siempre quería más. Contarle cualquier
secreto o debilidad era tu tumba. Te escucharía amable y
comprensiva, para, al tiempo - podían ser días, semanas o incluso
años - destruirte con ello. Era capaz de dejar de hablarte durante
meses o abalanzarse sobre ti y cubrirte de besos. Es decir, muy lejos
o muy cerca. Así evitaba tener que verte de verdad y relacionarse
contigo como un adulto. Al se dedicaba a analizar las edificaciones y
sistemas de seguridad que envolvían nuestros codiciados tesoros y
Ane elaboraba toda la información y se la presentaba al grupo.
En mi opinión, unos profesionales mediocres, siempre echando pestes
de su trabajo. Pero allí estaban, junto a Max.
Después llegó Vil. Se
llama Bill pero le gusta escribir así su nombre, como para dar más
miedo. Nunca se ha percatado de que así da miedo a los suyos.
La verdad es que sí, Vil es una palabra que le define bastante bien.
Max, Vil y yo nos conocemos del barrio, de cuando éramos unos
adolescentes. Pequeños aprendices de matón, buscavidas callejeros.
Lo que pasa es que Vil es una de esas personas que te caen encima y
te aplastan. Un peso muerto, un saco de piedras inútiles. Pero no a
Max. A Max no le aplasta. Se lo echa a la espalda y carga con él
toda la puta vida. Vil siempre está de perfil. No siente, no piensa,
no hace, no aporta. Ligeramente triste, con toques de alegría
forzada y formal. Sin imaginación, sin ideas, sin sangre. Sin
capacidad. No sabe hacer nada bien. Flota como el humo del cigarro.
Está pero no está, aunque termina matando al que lo respira. Jamás
he conocido a nadie tan mentiroso. Miente hasta cuando duerme. Lo que
le vuelve a uno loco es que miente sin necesidad. Soy un criminal y
comprendo la mentira a la perfección. Para una persona medianamente
inteligente, posee un fin. Se miente por algo. Para conseguir algo,
manipular a alguien, o librarse de algo. O para que te dejen en paz.
Vil miente porque sí. Le sale natural. Sin sentido, sin razón, sin
utilidad. Sus mentiras son cobardes, de esas que van camufladas en
frases sin significado, en las cuales puede estar diciendo lo mismo y
lo contrario de una sola vez. Creo que lo que busca es vivir muerto.
Que la vida pase ya, pero que no se le ocurra acercarse. Es una
persona que nació deseando morirse y en ello está, aunque le lleve
toda una vida, porque es demasiado cobarde para quitarse de en medio
por mano propia. Pero vete tú a saber con Vil, a lo mejor todo es
mentira. El caso es que se pegó a Max como una lapa. Siempre me ha
recordado más a una tenia, como instalado en el estómago de Max.
Depositado en sus intestinos, carnoso y pesado, quieto y silente.
Consumiéndole por dentro, devorando su energía, despacio y sin fin.
Tampoco sin utilidad. Tan sólo para seguir bien vivo hasta que por
fin llegue la tan ansiada muerte. Aunque a veces tengo la impresión
de que Max morirá primero, gastado, agotado, vacío, sin fuerzas.
Solo. Vil es como un bajista sin talento, desganado, carcomido por la
desidia y la inacción, que toca en una banda de éxito. Max pone su
potente voz pero a veces parece incapaz de cantar en solitario. Quizá
su perdición sea permitir que toda esta gente lo devore. No sabría
decir cuál es la tarea exacta de Vil en la banda. Siempre anda
revoloteando alrededor de lo que hacen los demás. Entra a robar con
Max, pero va detrás, y no hace absolutamente nada. Se viste de negro
y se tiñe la cara con betún. A veces incluso se hace una foto para
que la vea su esposa, esa especie de férrea sucedánea de madre
castigadora dedicada en cuerpo y alma a maltratar a Vil para que
funcione, mendigando su atención, su cariño y su dinero a gritos.
Pobre mujer. No sabe que dentro de esa carcasa llamada Vil no hay
absolutamente nada. Tan sólo anida la muerte, como en todos
nosotros, pero en Vil ocupa todo el espacio.
La última en aparecer
fue Tina, lo mismo que en la vida de Max. Es su chica. Una mujer
guapa, inteligente, alegre, buena gente. Por lo tanto, nadie sabe qué
narices hace metida en este negocio. Le queda grande. O pequeño,
según se mire. No ha tenido un mal minuto en su vida. Ni una
tristeza, ni un esfuerzo; ningún sinsabor. Para ella no existen.
Ante cualquier situación negativa, se da la vuelta y sigue con lo
suyo. Ya lo arreglarán otros, o si no, qué mas da, ya se pudrirá y
olerá mal. Se oculta bajo la alfombra y ya está. Mujer de rutinas.
Metódica, disciplinada, de una alegría, educación y formalidad
suficientes aunque distantes. Sólida y con buen corazón, débil y
sin sangre. Se rige por una moral meliflua, sin definir, aunque con
mucho peso. En base a ella, lo juzga todo. No le ha dedicado ni un
minuto de su vida a indagar en esa moral, a hacerla madurar, a
incorporarle las complejidades y tonalidades de la vida adulta. Su
empatía para con los próximos es nula, formal y correcta para con
los lejanos. Tina posee una buena capacidad de trabajo y todo lo hace
bien. Lo aprende todo, y rápido. Revolotea alrededor de lo que hacen
los demás, al igual que Vil pero, a diferencia de este, siempre
aporta, y las más de las veces termina por hacer las cosas mucho
mejor que la persona a la que estaba ayudando. Es un buen jugador de
equipo en lo profesional, aunque desaparece cuando vienen mal dadas.
Simplemente no lo quiere entender, por más que se lo expliques. No
le interesa. Probablemente se dará la vuelta y se irá a correr, o a
cumplir cualquier otra rutina buena para su equilibrio, y te dejará
ahí, solo. Y juzgado. Ante lo complejo, nunca decide. Necesita un
jefe. Necesita a Max. Alguien que se reviente el pecho frente a la
adversidad en su nombre, alguien a quien culpar si se muestra débil,
humano, o vienen mal dadas. Uno de esos líderes dispuestos a cargar
con el peso y la responsabilidad de todo. Incluso a realizar el
trabajo que a uno le corresponde. Si algo se tuerce, le dejará
tirado y le echará la culpa de todo. Pero sin maldad. Todo lo
contrario. Tina se ve apoyada en sus comportamientos por toda una
masa informe de moral y rectitud que tan sólo habitan en su mente
infantil.
Joder, pues esta es la
puta banda de Max. Una mierda gigantesca, en mi humilde opinión. El
punto débil de Max: las personas. Creer en ellas para, después,
creer en todo lo que dicen o insinúan o prometen. Creer en las
mentiras que la gente se cuenta a sí misma. Acoger y ayudar a
personas que recuerdan mucho a las plantas, a esas que trepan y se
enredan en tu vivienda hasta hacerla desaparecer y cubrirla de
bichos. Muy bonitas desde lejos, imposibles de criticar para el dueño
de una casa devorada, decorada por ellas.
Durante los siguientes
años pude ver a Max una o dos veces al mes. Nos juntábamos a
pasarlo bien. Compartíamos vidrios de cerveza y confidencias. Nos
escuchábamos el uno al otro, nos dábamos ánimos, nos reíamos
juntos y en compañía de otros amigos. Éramos la espita por donde
sale la presión de la olla. Yo aprendía de él, mucho más que él
de mí. Reconozco que soy muy dado a conseguir conocimientos de los
demás y guardarme los míos para mí. Mi deseo de adquirir ventaja,
de escalar en la vida, de ser otro mientras todo el mundo cree que
siempre he sido así, me domina. Max lo sabe y le da igual. Siempre
ha sido generoso conmigo, también. Le vi luchar, matarse a trabajar,
enardecido por la ilusión, desgastado por el lastre. Poco a poco fue
perdiendo fuerza, aunque me di cuenta tarde. Tan sólo al final pude
verle cansado, envejecido -el alma-. Comenzó a aceptar pocos
trabajos y pasaba más tiempo en casa, creo que con sus libros.
Empezó a quejarse, entre risas y muy de vez en vez, de los miembros
de su banda. Como si no pudiera más con el peso, como si ya no
quisiera soportar más la carga de arrastrar a todas esas personas
hacia delante. Creo que, quizá sin ser consciente de ello, fue
comprendiendo una terrible verdad: siempre había estado solo. Solo.
Max y su banda cosecharon innumerables éxitos y siempre salieron
indemnes. Su tajada en cada robo creció, y con ello su fortuna. Max
siempre fue generoso con su gente. Con él se podía vivir bien.
Guardaba mucha pasta para invertir en nuevos instrumentos y en
tecnología, tan necesarios para superar los instrumentos y la
tecnología que los propietarios de objetos valiosos interponen en el
camino de los amigos de lo ajeno. Pero Max se abrasó con los
Holaquehay de Al, las traiciones de Ane. Las mentiras y la desidia de
Vil, la indiferencia de Tina. Siempre habló con todos, Max sabía
cómo hacerlo. Tiró de ellos, trató de remover sus tristes almas.
Pero eran demasiados y le saquearon. Olían su debilidad -como las
alimañas-, que no emanaba de un ser débil - bien al contrario -,
sino de un guerrero asediado, agotado, incapaz de contener todos los
frentes. Un héroe al que su ejército de cobardes advenedizos
acompaña en los desfiles de la gloria y al que abandonan cual
miserables en la dolorosa derrota. Antes de que le cogieran, ya era
un hombre irreconocible. La antítesis de sí mismo. Le habían
dejado seco. Ya no brillaban sus ojos, se movía despacio, con
pesadez. Había engordado y su tono de voz sonaba apagado, sin vida.
La pasión y la ilusión que le definían se la habían bebido otros
para después mearla en cualquier sucia esquina y seguir demandando
más, insaciables.
Max dio con sus huesos en
la cárcel tras una década de éxitos sin parangón en nuestra
profesión. Vil se puso el abrigo de pieles de Denzel Washington y le
encontraron. La policía les esperaba al otro lado de un butrón
escavado bajo la pared de la mansión de un Qatarí, dueño del mayor
diamante del mundo, ese que nadie sabe que existe. Robar algo que no
existe es garantía de que no puede ser contado. Max iba el primero,
como siempre, y le cogieron. Vil se dio la vuelta y consiguió
escapar. Los demás se esfumaron, por decir algo, porque no sé cómo
puede esfumarse el que nunca estuvo allí.
Hoy visito a Max en esta
fortaleza invertida, pensada para impedir salir, preparada para
recibirte. Una cárcel de máxima seguridad. El abogado de Max
consiguió que le extraditaran y que fuera juzgado y condenado aquí.
No sé a ciencia cierta cuánto le ha caído esta vez. Nadie me lo ha
dicho y yo no he preguntado. Sospecho que mucho, mucho tiempo. Le
tengo frente a mí y, aunque retiene aún cierta prestancia, cierto
ánimo, ya no es él. Está reventado, vacío. Ni una gota de energía
fluye por su cuerpo. Ha despertado a la terrible pesadilla de la
traición. No es una traición puntual sino una que siempre estuvo
ahí. Max se ha dado cuenta de que siempre estuvo solo. Solo. Habla y
ríe como antes pero de repente se queda callado y ya no está. No
pestañea y su mirada es de vidrio, perdida en cualquier punto vacío
de la habitación. Está viendo con los ojos de la mente, teñidos
por la tristeza y el desengaño. Puedo imaginar un mar de caras,
voces y silencios, momentos, dolor y abandono, tras el cristal muerto
de esos ojos derrotados. Max ya no está. Le he visto así en otras
ocasiones pero sé que esta es diferente. Cayó en el pasado pero,
tras un breve espacio de tiempo, se levantó y prosiguió su camino
con renovada fuerza. Ahora es distinto. Lee muchos libros y escribe,
tumbado en la cama de su celda. Me lo ha contado con satisfacción.
Unas pocas paredes son incapaces de encerrar a un espíritu libre.
Hace ejercicio en el gimnasio y corre por el patio. Pero me dicen que
casi no habla con nadie. Huye de la compañía de otros reclusos de
los que antaño se habría hecho íntimo. Responde a sus preguntas
con cuatro palabras, lo justo para que le dejen en paz.
Nadie sabe nada de Al.
Siempre fue así y así siempre será. Morirá dentro de poco, en
silencio, vacío, como un animal engreído y egoísta. Muerto de
miedo bajo una lápida de cartón piedra de orgullo y suficiencia.
Nadie irá a su entierro y los pocos que acudan no estarán allí
de verdad. Llevará un bonito traje y nada, absolutamente nada,
quedará de él en nadie. Ane estará con él, podrida y nerviosa,
atormentada y atormentando. Ha llamado a Max en varias ocasiones para
bañarle de insultos y frases hirientes entre expresiones de cariño
y amor eterno. Demanda información personal de Max pero éste parece
que ha aprendido a no proporcionársela. La detiene con un sólido
muro de monosílabos, lo cual está volviendo loca a Ane, sedienta de
la vida y el cariño de otros. Todo lo que siempre le ha faltado a
ella. Vida y cariño. Todo lo que ahuyenta -lo que más desea- con
sus traiciones, su envidia, su miedo y su detestable ego. Vil ha
llamado a Max en un par de ocasiones y ha colgado a los dos
tonos. También le ha enviado algunos mensajes buenistas y
asépticos, cumplidores. Lo suficiente para poder contar que está
muy preocupado por Max. Lo suficiente también para no hablar con él,
o si por mala suerte, le hubiere respondido, para adoptar un papel de
buenazo desde la distancia. Jamás irá a verle. Va diciendo por ahí
que él se encarga de la banda, que se ocupa de todo, que prepara
nuevos golpes... Instalado en sus mentiras y su mundo paralelo.
Tendrá que buscarse la vida en otra banda, o por libre. Dudo mucho
de que a estas alturas encuentre otro idiota como Max. Ya no le
quedan amigos en la profesión a los que chantajear emocionalmente.
Con toda probabilidad acabará en un grupo de segunda fila - aunque
en su boca rebosará prestigio -, que es el lugar que le corresponde.
Tina ha ido a ver a Max a la cárcel muchas veces. Pasó varios meses
culpándole de todo, como siempre. Hiriéndole, maltratándole,
poniéndole zancadillas para que no se levantara del fango. Quería
verle ahí abajo, bien cubierto de mierda. Luego pasó un tiempo sin
aparecer. Otro abandono. Cuando pensó que había hecho suficiente
daño se presentó, pero Max no salió a hablar con ella. Eso sí, la
envió una carta terrible. Max, siempre lúcido, aún sumido en el
dolor, se revolvió y la hizo ver, por fin, su egoísmo, su ausencia,
su frialdad. Ahora Tina llora por las esquinas - se iluminó en tan
sólo un día por medio de las mismas ideas y sentimientos que había
ignorado durante años -, culpable. Repite a quien quiera oír
las líneas de la carta de Max como si fueran suyas, incapaz al
parecer de elaborar opiniones, ideas y sentimientos propios.
Max espera. Lo sé. Esta
vez espera. La primera vez. Tiene todo el tiempo del mundo para
esperar. La cárcel le ha liberado de sus cadenas. Ya no hay batallas
ni asedios. Tampoco ilusiones ni victorias. Tengo miedo por Max. Por
primera vez en la vida no veo ni un atisbo de pasión en él. El puto
loco Max ya no está. Es una montaña de cenizas que guarda en su
seno un último hálito de fuego. Puede que se extinga. Puede esa
mínima llama perdurar, débil, sin calor. O puede que se transforme
en otra energía, con el tiempo. De lo que estoy seguro es de que
jamás volverá a iluminar con su fuego, aquel que ardía en la
calavera plateada de su camiseta cuando regresó a la ciudad.
Ser buena persona me ha
parecido siempre un desperdicio, una puta mierda. Seguiré visitando
a Max y poco más. Nada se puede hacer ya por él. Continúa
enseñándome lo que sabe de la profesión. También he aprendido de
su experiencia a desconfiar de las personas, más aún si cabe.
La vida es muy simple: o manipulas o te manipulan. Yo, viendo a Max,
siempre he tenido muy claro de qué lado quiero estar. Nuestro mundo
ofrece montañas de cosas que a muchos disgustan y ofenden. Dinero,
fama, poder, superioridad... Yo no me resisto, no pienso, no leo, no
amo, no doy. Lo cojo todo y me voy. Cuando Max salga de la cárcel,
volveremos a brindar con cerveza y whisky, o quizá ya no.
No hay comentarios:
Publicar un comentario