viernes, 24 de febrero de 2017

Mac y su contratiempo, nuevo libro de Enrique Vila-Matas

    Hace tan solo unos pocos días que he decidido escribir mi autobiografía, género que detesto profundamente y por tanto, del que he leído infinidad de libros. El enemigo, cuanto más cerca, mejor. Me he propuesto llevar a cabo todos los esfuerzos necesarios - eso sí, sin esforzarme ya lo más mínimo - para que no se convierta en un diario. Aunque también he reflexionado sobre la posibilidad de aspirar a escribir una novela completamente acabada, a modo de siguiente caja china, reescribiendo el último libro de Vila-Matas, por supuesto sin que él se entere. Copiaré su Mac y su contratiempo y lo reescribiré a mi gusto, del cual carezco por completo. Será una novela escondida entre líneas en mi autobiografía, aunque sopeso la posibilidad de que ambos géneros se solapen por completo. Si por un casual el autor se entera - posibilidad que barajo debido a mi deseo de ocultar mi texto en un grupo de novelas por capítulos en Google+ -, me importará un bledo. De hecho, ansío que me denuncie por plagio, que me lleve ante un juez a causa del acto impío y rastrero de copiar a un repetidor, a un modificador. Escribo ya de hecho lo que escribiría si escribiera, una autobiografía que se reconoce totalmente inventada -o no- que trata, ya digo, de no convertirse en un diario y de confundirse con la copia de una novela. Y esto en gran parte es debido a que padezco una terrible secuela causada por mis intensos años de vida profesional: la completa y absoluta carencia de memoria, un problema que apareció ya en mi más tierna infancia. La gran ventaja de no tener memoria - una forma como otra cualquiera de desaparecer, incluso de haberlo hecho ya - es que puedes construir una autobiografía inventada y, con un poco de ayuda, ser capaz de encontrar algunos rasgos que le den credibilidad. Escuchar los cuentos que otros narran sobre tu persona para ser capaz de escribir justo lo contrario. Realizar una fidedigna copia del negativo de lo escuchado sobre ti, como justa venganza ante el agravio de la omnipresente idea de originalidad e innovación, Santo Grial de la modernidad, vacío, manido y muy poco original.
    Me llamo Bull y, hasta hace bien poco y durante veinte años, he sido un Hombre-orquesta. He vagado por todos los pueblos de la península, conduciendo mi furgoneta blanca, con el confesado deseo de que se me confundiera con un albañil. He acarreado conmigo todos mis instrumentos y con el tiempo me he dado cuenta de que la firme determinación de tocarlos todos a la perfección los ha convertido en algo muy pesado. Mi deseo de hacer sentir algo especial a cada una de las personas que escuchaban mi música ha terminado por convertirse en una pesada losa que me aplastó el dedo gordo del pie izquierdo, a causa de lo cual perdí la uña. Me ha acompañado en mi ansioso periplo un hombrecillo gris, del cual ahora no soy capaz de recordar su nombre. Se sentó a mi lado cuando fui a escuchar la música horrenda que se toca en el Auditorio Nacional y ya nunca más se separó de mí. En aquel momento el hombrecillo andaba decidiendo entre la posibilidad de hacerse cura o suicidarse, debido a que le habían rechazado en cinco ocasiones en la banda municipal de su pueblo. Le adopté y él olvidó la música al momento. Al principio le mandé a que aprendiera de otros Hombres-orquesta pero él hizo todo lo posible para no entender nada, aunque bien se cuidó de que yo no lo supiera. Después regresó a mi lado y ya nunca más se separó de mí. Se adjudicó el papel de ayudante - siempre se calificaba a sí mismo como un buenazo - pero jamás, en veinte años, le vi ayudar absolutamente a nadie, y menos aún a sí mismo. El caso es que con el paso del tiempo terminé viéndole como lo que era, una sanguijuela que bebía mi sangre, escondida tras mi mugriento calcetín derecho. Toqué el tambor, los platillos, el acordeón y la viola; la armónica y la zambomba. Incluso el violín, subido a un monociclo. Luché contra los que robaban del saquito de monedas y me di a conocer a voz en grito con un altavoz. Cociné mientras escribía las partituras y planché mientras elaboraba mis discursos. El hombrecillo siempre estuvo a mi lado, sentado en el asiento del copiloto, esperándome junto al calor del fuego arropado en su saco de dormir, sentado a la mesa como único comensal de mi nuevo guiso. Repitiéndome que él era un buenazo.
    Han pasado ya dos meses desde que decidí desaparecer. Ocurrió un sábado cualquiera, durante mi clase de natación. Sostenido por el agua clorada, sobrevolando el fondo de la piscina gracias al batir de mis alas. Llevaba puesto un gorro con la cara del Joker, ese payaso triste que se rajó las comisuras de la boca para sonreír mientras asesinaba a base de chistes malos. Las gafas empañadas me permitieron verlo todo con meridiana claridad. Me duché, con mis calcetines mugrientos puestos, y me dirigí - no recuerdo muy bien si iba vestido o desnudo - a la Librería Méndez, junto a la Puerta del Sol. La verdad es que nunca he comprendido para qué narices necesita el sol una maldita puerta. El caso es que allí me dejé aconsejar por Enrique, que por una razón que se me escapa me pidió por favor que me descubriera: los gorros de baño con la cara del Joker estaban terminantemente prohibidos en su librería. Le llevé una lista de los libros que Enrique Vila-Matas recomendaba leer para el mes de febrero y él me los buscó solícito, aunque no hizo el más mínimo esfuerzo por vendérmelos. A través de mis gafas empañadas pude ver la figura de un hombre mayor que se nos acercaba, quizá fuera el padre de Enrique. Puso en mis manos El invisible, escrito por Ge Fei y recomendado por Vila-Matas en su contraportada. El hombre borroso me espetó a bocajarro que acababa de leer el nuevo libro de Vila-Matas justo antes de que se publicara, hecho que ocurriría a la semana siguiente. Me habló con entusiasmo del regreso del autor divertido, inteligente y explorador de los abismos que todos adorábamos como lectores empedernidos.
   Me encerré en mi casa con El invisible y justo ahí es cuando decidí dejar de tocar el violín, mi instrumento más vulgar. Y me marché a Pekín a acompañar a ese "ciudadano común, un fabricante de sistemas de sonorización que lleva una existencia feliz pero torpe, y que va entrando en el ambiguo y transgresor mundo de un cliente muy enigmático que poco a poco parece indicarle que se abra a la diversidad y al misterio, pues aún está a tiempo de descubrir que en realidad la vida es extraordinariamente bella". Debo tener más cuidado en impedir que esta autobiografía se convierta en un diario, y también de que la novela perfecta copiada que anida en su interior no salga a la luz camuflada de cita, disfrazada tras la máscara de unas comillas.
   Pasó la semana y por fin me decidí a ducharme y a cambiarme de calcetines. Salí a comer algo y me bebí un cartón de vino peleón, tal y como el médico me había recomendado que no hiciera. Así fue cómo me armé de valor para comprar Mac y su contratiempo sin que Vila-Matas se enterara. lo camuflé entre una Historia de Roma y otra de Egipto, y pedí que me lo envolvieran todo para regalo utilizando para ello mis calcetines de Hombre-orquesta. Ya no los iba a necesitar puesto que, tras leer la contraportada, decidí despedirme a mí mismo de inmediato y dejar que el buenazo se encargara de todo. A partir de ese momento me dedicaría en cuerpo y alma a escribir mi autobiografía, guiado por el enconado empeño de ser leído y asesinar con mis chistes malos al mayor número de lectores, tal y como ha hecho siempre el Joker. Lo de rajarme las comisuras lo he sustituido por dos gruesas líneas de pintalabios rojo, que dan bastante bien el pego.
    Y aquí estoy, mirándome las marcas que han dejado en mi cuerpo las correas de mi enorme tambor, mientras me apetece además convertirme en crítico literario y ser capaz así de sumergirme en otro género que he frecuentado mucho en los últimos tiempos, precisamente porque también me resulta odioso y que, por qué no, encaja a la perfección en la autobiografía de un Hombre-orquesta. He leído el diario de un constructor arruinado que oculta a un abogado fracasado, lector empedernido, algo dado a la bebida y aprendiz de escritor por medio de un dietario que tiene la querencia de convertirse en una novela. Mac se declara con la intención de escribir una novela póstuma incompleta algún día. Mientras tanto, practica el arte de dejar de escribir escribiendo el discurrir de su día a día. Se declara abiertamente un repetidor, un modificador, y en ese acto reconoce lo escrito por otros y navega en busca de nuevos horizontes.- ¿Qué tal lo estaré haciendo? La verdad es que esto, como autobiografía, es una auténtica basura, y no digamos como crítica literaria -. Por tanto, no entiende el miedo a repetirse. En efecto, he vuelto a reírme solo con este libro en mis manos, y eso provocó que me expulsaran de un vagón de metro. No mis carcajadas, sino el ofensivo acto de leer un libro. Mac se disgusta además por la tensión que se genera en su texto entre el diario y la novela. La calle conspira para que así sea. Y es que Mac observa con cierto resquemor la vida literaria de Ander Sánchez, su famoso vecino escritor, hasta que decide reescribir su novela de juventud, Walter y su contratiempo, una vez que le escucha decir que la escribió borracho y que se alegra de que ya nadie la lea. Esto me ha animado a sacar del cajón una novela histórica que escribí hace veinte años y vomitar sobre ella. Después, la he leído y he vuelto a vomitar, pero a continuación me lo he pensado mejor y he lavado con agua cada folio y los he tendido con pinzas al tibio sol del patio interior de mi bloque. Una vez secas, y completamente vacías de contenido, convertidas en folios blancos arrugados como papiro egipcio - esto me pasa por leer la historia del antiguo Egipto -, he decidido incluirla en una historia de un médico recién licenciado que viaja a Marruecos a reunirse con su padre expatriado y repetirse todos los días la misma frase - hola qué hay - mientras escribe en soledad una horrenda novela histórica y viaja por el país en busca de aventuras y cuentos que le construyan como escritor.
   Esto no me hace olvidar que Mac, al principio del libro, se deja guiar por el horóscopo escrito por Peggy en el diario, una amante despechada de juventud de nuestro diarista. Mac se entrega al comentario de los capítulos de Walter y su contratiempo, cuentos que evocan a su vez a autores de cuentos, y que él planea modificar. De momento los sobrevuela y comenta, como buen lector que es, mientras persigue por el barrio a Ander en pos de la sospecha de una infidelidad con su mujer, basada en el hecho de que fueron novios antes de que se conocieran. El hombrecillo buenazo se encuentra ahora mismo bajo la ventana de mi casa tocando la tuba, y es en este preciso momento cuando decido desaparecer del todo y eliminar el doble check azul de mi cuenta de WhatsApp. Llevar a cabo una fuga radical, despidiéndome a la francesa, sin adiós, como la gente realmente bien educada. Y trato de dejarme llevar por la corriente del discreto saber, ya que prosperar demasiado puede resultar una forma de suicidio. Y me viene a la memoria también el personaje de Julio, el falso sobrino odiador de Ander Sánchez, el mejor escritor del mundo, que ansía desaparecer sin haber escrito una sola línea. Y me embarco, al igual que Mac, en ensoñaciones acerca de desaparecer habiendo dejado planificada la realización de un diario inconcluso, o de una autobiografía que contiene una novela perfectamente terminada y con una voz diferenciada. Y es que, al igual que Mac, comprendo a Claramunt, la voz del muerto, comprendo que abandonara el arte de la ventriloquía. Su mejor obra era su horario, y hacía tiempo que se dio cuenta de que fuera de la ventriloquía había vida. Sí, la vida de los cuentos, como ese que me cuento yo a mí mismo cuando también decido abandonar la extenuante vida de Hombre-orquesta y convertirme en un Joker sin calcetines, envarado en esa costa rocosa que es la tensión entre realidad y ficción. ¿O es quizá entre lo sencillo y lo complejo en literatura? No lo sé. Yo sólo sé qué es lo que hay que escribir para ganar un premio literario. La mujer de Mac es amante del sastre y yo huyo de mi vieja despechada, el desastre. No busco la Arabia Feliz ni el origen de los cuentos. Ese maravilloso viaje ya lo he transitado, de la mano de Vila-Matas y su ventrílocuo asesino de una sola voz, liquidador de barbero por mano de afilada sombrilla de Java. En Una casa para siempre y en Mac y su contratiempo, la reescritura de un modificador. "Me voy a Marruecos para nunca volver", como en el cuento musical de M-Clan. Allí pienso utilizar mi novela histórica en blanco para escribir, a su alrededor, la autobiografía de un hombre-sin memoria.

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