jueves, 25 de julio de 2013

Jidajuhe, levanta la cabeza

    Jidajuhe levanta la cabeza. Entorna los ojos y atisba el horizonte. Le ha parecido sentir algo, una leve reverberación en el aire, pero no ve nada. Sostiene la mirada por un tiempo y desiste. Atrae hacia sí a su pequeña. La abraza con su brazo izquierdo,  tatuado y desnudo, mientras apoya su otra mano en el muslo de su niño, acariciando su piel morena. Frente a él, su mujer, también sentada en el suelo, le sonríe. Una sombra fugaz desluce el brillo en sus ojos rasgados. Su negra melena flota en la suave brisa del atardecer. Llovió por la mañana y ahora la hierba está perfumada y fresca. Le hace cosquillas en las piernas cada vez que se mueve. Han encendido un fuego para preparar la cena. Se levanta y apoya su mano curtida sobre el poderoso cuello del ciervo, todavía caliente. Observa su pupila, fija y vidriosa, y sus astas, el árbol de la vida para su pueblo. Con la otra mano arranca la flecha de la carne del animal. Un tirón seco. Un río rojo brota de la herida y mancha la tierra. El viento le trae un hilo de olor a polvo y a suciedad humana. Historias de sufrimiento contadas por hermanos lejanos asoman en sus pensamientos. Pero también le trae la suave música de las hojas del roble y la voz de su pequeña, que le reclama. Vuelve junto al fuego. Quiere contar a sus hijos un recuerdo de su padre. Quiere hablarles de amor, de respeto, de tradición, de comunión con la naturaleza,  de armonía con los dioses...
En las suaves lomas, miles de mariposas blancas levantan el vuelo en milagroso renacer. Detrás, en el valle, avanza la caravana. Una energía humana capaz de navegar el océano infinito, vencer a los desiertos y cruzar cordilleras heladas. Un hálito ciego de posesión gobierna las almas de los hombres que la forman. Ellos no ven la pradera y sus mariposas, el soplo de vida que transforma la polilla en tan bello ser.


    Loarruve levanta la cabeza. Entorna los ojos y atisba el horizonte. Le ha parecido sentir algo, una leve fluctuación en las aguas, pero no ve nada. Fija la vista en la línea que separa el mar del cielo, pero desiste. Se acuclilla de nuevo junto a su pequeño. Le golpea con su hombro desnudo en un gesto amistoso y el niño sonríe. Se gira y puede ver a su mujer y a su hija, descalzas, en el comienzo de la playa. Levantan su mano y les saludan. Detrás de ellas, las infinitas selvas que alfombran la tierra. Las palmeras se inclinan con la fuerza del viento, en rítmico vaivén. Al caer la noche habrá luna llena y bailarán imitando su elástica danza. Se le heriza el pelo de la piel al ver en el cielo una nube negra, solitaria. El pez agita su aleta con la energía de la vida mientras lo sujeta fuerte por el cuerpo, contra la arena, para que no resbale. Su piel de plata luce en decenas de brillantes escamas. Sujeta con los dedos el anzuelo de madera tallada y lo desprende del paladar del pescado. Un hilo de sangre brota de la boca y tiñe la playa. El viento le trae un denso olor mohoso y de putrefacción humana. Pero también le trae la suave música de las olas rompiendo y la voz de su hija, que le reclama. Coge la mano del niño y se reunen todos. Por el sendero, entre lo umbrío del follaje, quiere contar a sus hijos un recuerdo de sus padres. Quiere hablarles de la alegría, de saber compartir, de la serenidad, de la confianza en los dioses, del amor...
    Entre las olas, un grupo de ballenas blancas migra desde las heladas aguas del norte al calor del trópico, en milagroso renacer. Lejos, tras la línea del horizonte, las carabelas avanzan. Una energía humana capaz de navegar el océano infinito, vencer a los desiertos y cruzar cordilleras heladas. El demonio dorado de la avaricia gobierna las almas de los hombres que las gobiernan. Ellos no ven la danza de la selva y las olas, ni el renacer de la vida en el viaje de la ballena blanca.


    Roberto levanta la cabeza. Entorna los ojos y rompe a llorar. Sentado en el parque, solo. En su mano izquierda sujeta una litrona. El aire apesta concentrado, saturado de humos. Hace semanas que no se ducha y el sol de verano destila un sudor nauseabundo de su propia piel, que es incapaz ya de oler. Perdió su trabajo y se arrugó hasta ser un trapo viejo. Dejó de pagar la hipoteca y le quitaron la casa. Eso fue después de beber y beber, y gritar a sus hijos, y humillar a su mujer. Y de compadecerse y odiar al mundo. Después de que ella pidiera el divorcio y se mudara al chalé de la sierra, con sus hijos. Insultó a sus amigos y hermanos y se quedó solo. Siente un golpecito en lo alto de la cabeza. Se toca el pelo grasiento y nota una sustancia untuosa. Una cagada de paloma. No siente nada en absoluto. Bebe un trago largo de cerveza y saca un periódico de la basura, junto al banco. En la contraportada descubre la sección de Cuentos de Verano. Hoy proponen una antigua leyenda india llena de esperanza: Jidajuhe, levanta la cabeza.

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