viernes, 19 de julio de 2013

El ambidiestro

    Soy un hombre zurdo. A los zurdos, desde fuera, se nos ve raros. Parece que somos gente patosa y que nos cuesta hacer las cosas, pero la verdad es que yo siempre me he apañado de maravilla con todo. Somos pocos y cuando alguien se da cuenta, hace algún comentario. Entre zurdos, existe la sensación de pertenecer a una pequeña comunidad secreta. Ah, eres zurdo, yo también...Hay reconocimiento y complicidad entre zurdos, como si perteneciéramos a un club selecto que conoce misterios de la mente vedados al resto de los mortales. Yo sólo sé que agradezco que de un tiempo a esta parte las latas de conserva lleven abrefácil.
    Cuando me enseñaron a escribir en la escuela, trataron de que lo hiciera con la derecha. Mis padres atajaron pronto este amago de anular mi natural tendencia y aprendí a escribir con la mano izquierda. Mis bonitos cuadernos de caligrafía. Una letra tan linda, tan correcta y limpia. Nunca he sido de esos que giran la muñeca por encima de la línea de escritura y la mano adquiere una deformeforma de pato. Siempre he preferido girar la hoja de papel hasta prácticamente tumbarla y escribir desde abajo hacia arriba, casi vertical. Claro, así se me han ido achinando los ojos con los años. También soy la única persona que conozco, y mira que conozco por lo menos a dos ó tres, que firma en sentido contrario, aunque no sé si al contrario del sentido, ó con un sentido contrariado, ó con un contrario muy sentido ó sintrario y consentido...Y, además, mi firma siempre se sale de esos pequeños recuadros a los que debemos ceñirnos en los documentos. Si escribo con estilográfica, emborrono toda la hoja. Cuando era niño, me regalaban con frecuencia plumas. Son objetos que se regalaban los adultos, unos a otros, creando una gran cadena, hasta que el último eslabón era un jovencito como yo. Qué bien sienta coger una y apoyar la punta de bola sobre la hoja de papel. Pero el zurdo se ve privado del bello discurrir de este instrumento. Al utilizar lápiz, la letra y el papel adquieren un sospechoso tono grisáceo. Debido a ello, tus textos resultan también sospechosos y el lateral de tu mano y tu meñique se ennegre-zen. Para librar de toda duda de veracidad a lo que escribía, de chaval, apprrrretaba mucho. Y por ello tengo duro el corazón, digo, una dureza en el dedo corazón. Y también un callo en el dedo.
    Comer conmigo puede ser una desgracia, por norma capitán(por general). Pero si además has de hacerlo junto a mí, nuestros codos se van a hacer muy amigos. Nosotros, no. Ninguno de los dos va a comer a gusto por mucha gracia que nos haga; aga, agá. Ahora todo esto de ser zocatto importa muy pocco: escribimos presionando con las yemas de los dedos el teclado de un ordenador. O de una tableta. O de un teléfono móvil. En este último caso, nos hemos vuelto todos zurdos. Se nos ve raros desde fuera cuando escribimos, y más aún cuando otro lee lo que hemos escrito.
    Yo, además de zurdo, soy géminis. No sé qué significa ser géminis, pero lo soy. La gente dice que tenemos doble personalidad, etiqueta que me irrita mucho por limitante. Dos personalidades son muy pocas; siempre me he esforzado en tratar de desarrollar unas cuantas más. Eso sí, casi todas vacías de contenido, excepto una donde lo meto todo. Tengo una marca de nacimiento como géminis: Dos-dedos-de           los pies geminados, compartiendo una sola raíz. Lo géminis es por tanto para mí un camino de dos direcciones. El desdoblamiento y la raíz. los senderos y el origen. Las opciones y el arraigo. Lo importante es que el punto central sea elástico para que no se rompa.
    Todas estas cosas no han tenido en mi vida la más mínima importancia hasta hace bien poco. Un extraño hecho me ha acá-hecido. Una auxiliar de la clínica afirma a menudo que se fija mucho en las manos de las personas porque dicen mucho de ellas. Yo nunca he oído hablar a mis manos y siempre he intentado decir lo menos posible de mí, eso sí, siempre por la boca. Tampoco sé si decir mucho es algo intrín-seca-mente bueno. Mi compañera tiene las manos muy cuidadas. Las hidrata a menudo, se pinta las uñas y se las arregla, gesticulando con feminidad. Mis manos están secas, mis uñas son cortas y rodeadas de padastros y pieles muertas. Así que, suponiendo que mi compañera no iba a echar piedras contra su propio tejado, deduje que sus lucidas manos decían muchas cosas buenas de ella y las mías todo lo contrario. Y como ando yo últimamente muy dado a pasar por el aro y dejarme llevar con docilidad por algunas opiniones de los demás, sin ninguna resistencia, crítica o criba, decidí acudir a que me hicieran la manicura, a ver si conseguía engañar a la gente que oye hablar a las manos, como hace mi compañera.
    Acudí a perpetrar tamaña fechoría a un centro de estética. Entré y enseguida una trabajadora, una bella mujer de pelo rizado y azabache. recogido en lo alto de la cabeza, me miró a los ojos durante mucho tiempo. De hecho, llevaba mirándome muchos años antes de haberla conocido. Su olor me hizo pensar que ya nunca más sería capaz de separarme de ella. Cogió mis manos y sentí un mareo que me aceleró el corazón. Te voy a sacar el grafito de la mano izquierda, dijo. Te voy a separar los dedos del pie derecho. Sentí mucho miedo, pero algunos mechones de pelo le caían sobre los hombros, tenía una piel tersa con lunares y le brillaban los ojos, así que me distraje y me dejé hacer la manicura. Conseguí escapar del dulce embrujo de los sentidos y salir de allí con dificultad.
    Las manos arregladas siempre me ha parecido algo muy poco masculino. No me sentí nada contento de cómo hablaban de mí mis manos. Cuando llegué a mi casa la mujer me seguía mirando, como siempre. Ya no era yo el mismo. El mareo se me había metido en las manos. Las sumergí en un barreño repleto de polvos de talco y me las lijé hasta el enrojecimiento, tratando con desesperación de recuperar su rudeza. Lo conseguí a duras penas, pero mis manos continuaron mareadas. Sentí cómo el mareo se me subía a la cabeza y algo estable y correcto se desconectaba en mi lóbulo frontal(noté con extrema claridad que fue justo allí) y otro algo conectaba, enraizaba, por primera vez, en algún olvidado rincón de mis infrautilizadas circunvoluciones del cortex, como si alguna de esas múltiples personalidades vacías que yo apreciaba tanto se pusiera a funcionar.
    Me dirigí a mi despacho y rebusqué entre mis recuerdos de infancia; allí estaba: una de mis antiguas estilográficas sin usar. Me senté delante de una hoja en blanco, la saqué de su estuche y comencé a escribir. No cargué cartucho de tinta y la empuñé con la mano derecha, y todo me pareció lo más normal del mundo. Escribí:
    "En el lado derecho de mi chaqueta está el bolsillo de las bellotas, pero últimamente lo llevo repleto de polvos mágicos, finos, dorados y brillantes, que no pienso contaros de dónde he sacado.. Me dedico a poner un puñadito a escondidas en la comida de la gente que quiero. De esta forma ellos sueñan lo mismo que yo, sueñan lo que yo sueño. Tumbado en mi cama, a oscuras y en silencio, repaso mi menú mental de sueños y escojo uno. Hoy soñaremos todos con un gran tren de juguete lleno de muñecos, con infinidad de flores asomando por las ventanas, que recorre con lentitud una verde llanura. El tren tiene cara y sonríe."
    Mi mano derecha se detuvo. Sentí un placer instintivo, adorando lo escrito pero a la vez abominando ciertos trazos de cursilería. Y continuó escribiendo sin control:
    "Extensa llanura ibérica repleta de rudos hombres que beben botellas de güisqui de un litro y todavía fuman en los bares, ávidos de bellas mujeres, tras largas jornadas de trabajo hiriendo la tierra, a merced de los caprichos del sol y la lluvia, en espera de una recompensa que ilumine la obscura senda del futuro de sus genes, aislados y recelosos del arrollador discurrir de los pueblos de este mundo, mientras gozan de la ténue luz y el fresco aire del amanecer que ha acompañado a muchas de sus generaciones."
    Me encuentro desconcertado ante tan extraños hechos- la pluma sin tinta que escribe, el ser yo capaz de escribir con la diestra - y tan enigmáticas palabras. Desconozco de qué remoto lugar de mi cerebro han emergido. Quizá esté muy cansado y confuso. Es tarde. Abro la ventana y asomo la cabeza; ya nadie lo hace en la ciudad. Respiro el aire fresco de la noche de primavera. La luna, muy próxima a nuestro planeta hoy, reina grande sobre los tejados y acaricia con su suave luz mi entendimiento y quizá confunde mi realidad. Me tumbo en la cama, me arropo y sueño, sueño, sueño...
     El sueño del pozo
   Camino sobre tierra mojada. Frente a mí, una gran vasija romana y detrás de ella, un pozo. Sólo levanta dos hileras de ladrillos del suelo, sobre las que apoya una tabla de madera. Chirría una puerta a merced del viento. Me asomo a las aguas del pozo, oscilantes y oscuras y veo mi cara antigua, la de un niño, reflejada. Me aparto y siento frío. Vuelvo a mirar y ahora veo la cara de mi hija y después, la de mi hijo, cuando eran niños. Sonríen y ahora son mis padres, que soy yo. me arrodillo y clavo mis uñas en la tierra. Arranco una profunda raíz y la lanzo al pozo. Siento el calor del sol y el viento ya no está...
    El sueño de las escaleras mecánicas
   Sólo veo los ojos de mi mujer y mis hijos. Se alejan con lentitud y ya veo también sus caras y ya al poco toda su figura. Se alejan de mí, quietos y con tristeza en la mirada, sobre una cinta transportadora, como la de los aeropuertos. Yo tengo los pies anclados en el suelo, son parte del forjado y el cemento los cubre. Me arrancan mi ser y se me desgarran los músculos y la piel. Ya no soy...
    Despierto con el sabor de los sueños en mi cabeza, arrastrando sus nebulosas imágenes, con finos hilos, hacia la realidad. Abro mis ojos y veo la luz de la luna entrar por los pequeños huecos de las persianas. Nunca recuerdo mis sueños pero hoy los retengo con claridad...

                                                                           II

    Una compañera ha dejado hoy su trabajo. Es joven y bella. Muy arreglada, a la moda, llama la atención. El equipo se ha dejado la piel durante siete meses en enseñarla e integrarla en la actividad diaria. Grandes esfuerzos se han hecho. Marcha hablando mal de las compañeras y con mal disimulado disgusto hacia los jefes y pidiendo un despido, un favor para cobrar el paro. Siento muchas cosas negativas hacia este comportamiento, que se resumen en el terrible espanto que me produce relacionarme con jóvenes que sienten apasionadamente su egoísmo y que destruyen su entorno, repleto de gente generosa, centrando todo lo que ocurre en su inseguro yo...seres pusilánimes, huecos, con orgullo cobardes, inertes e insípidos, la nada en su bella carcasa de ropas y objetos, de mirada fría que representa una obra de teatro, la vida, con inercia, leyendo su papel con desgana y metálica voz, tan lejos...
    Cuando camino ó conduzco por la ciudad tras salir del trabajo, me encuentro con seres humanos que visten bien y conducen coches caros. propietarios también de semblantes serios, adustos, sin mirada y sin sonrisa, aislados, preocupados, inseguros, indefensos, mentes esclavas con síndrome de Estocolmo. Y me veo luchando por no ser uno de ellos, decidido a abandonar mi persistente presencia en mi propio futuro, sin prisas pero con determinación, y a desgajar de mi ser partes partes de mi pasado que amenazan con destruirme. Entregarme de nuevo, como hace años, al precioso momento presente, anclar mi conciencia en la luz, el fresco viento y los infinitos detalles, vacua la mente y llena de paz, vagando por los verdes valles y las montañas nevadas...
    Una tarde a la semana, al salir del trabajo, voy a cortarme el pelo. Es esa hora del día en la que todo es más real y nítido, la luz es cálida y la gente está en la calle. Me siento vivo y relajado. La primera vez fui sin motivo buscando, como en tantos otros sitios, un motivo para ir. Entro en la peluquería y la vuelvo a ver. Nunca me canso. Una gran emoción me llena. Ella se mueve ágil y concentrada, fluente. Nuestras miradas se cruzan y sus ojos sonríen. Otra sonrisa escapa por las comisuras de sus labios apretados. Tomo asiento en su puesto. Me rodea y se situa detrás de mí. Me siento muy vivo teniéndola tan cerca. Me da la sensación de que ella también quiere estar junto a mí un segundo más, para siempre. Hacemos por estar un poco más cerca que todo el mundo, lo cual crea minúsculos momentos infinitos. Me coloca un babero desechable posando sus manos de largos dedos sobre mi pecho con movimientos lentos y suaves. Su voz está llena de matices. Dulce, pero con cuerpo, rellena, cálida, alegre y sólida, que a veces te abraza y otras te contiene, como la música de una sinfonía con todos sus movimientos y bellas notas correteando por el pentagrama, que derrite mis oídos y funde mi cerebro...Su piel es morena y joven. Viste una camiseta negra de tirantes que deja a la vista los hombros y el cuello más bellos. Su pelo es muy negro y rizado, con volúmen, recogido en una coleta que da pequeños saltos. Le nace muy cerca de las sienes y eso me encanta, no sé por qué. Algún pequeño mechón se le escapa por delante de la oreja. Su mirada es intensa, incluso poderosa, y otras veces contenida, tratando de detener una explosión de brillos de alegría casi infantil, porque no es el momento ni el lugar. Sus labios, más el inferior, son carnosos y su sonrisa es deslumbrante. Cuando se relaja y se ríe, con todo el cuerpo, se detiene el mundo. Llena el aire con una fragancia propia, presente, olor de su cuerpo con un toque de perfume, que no agrede sino que atrae tu nariz hasta desear recorrer toda su piel. Mantiene el misterio de algo oculto, algo secreto para ti y también una gran emoción contenida y quizá prohibida.
    Hoy he sido su último cliente y he esperado a que cerrara la peluquería. Hemos charlado un rato en la calle, frente a la peluquería, de cosas sin importancia. Tiene que hacer unas compras. La he acompañado en otra ocasión y me gustó demasiado así que decido no hacerlo esta vez. Le ofrezco acercarse a tomar algo al bar de tapas del que soy parroquiano, cuando termine. Es esta sin duda mi perdición. Una puerta abierta. Emociones en espera. La veo marchar resuelta por la acera, fumando. Entro en Los Cosos. Ambiente taurino sin clientes. Siempre han respetado mi gusto por ese momento cotidiano, solitario y abstraído, brindado a un hombre como yo, tan dicharachero, simpático y jovial con los pacientes durante la jornada laboral, y a su vez tan necesitado y apasionado por la soledad y el recogimiento que permite al hombre inquieto encontrarse con sus pensamientos y, algunas pocas veces, con su corazón. La espero ansioso y emocionado como un chiquillo durante horas que se me hacen minutos. Por fin, me doy cuenta de que no va a venir y me marcho a casa con unas cervezas de más.
    Don´t wanna close my eyes, don´t wanna fall asleep ´cos I miss u baby and I don´t wanna miss a thing. ´cos even when I dream of u, the sweetest dream will never do, I still miss u baby and I don´t wanna miss a thing...Suena Aerosmith en mi cabeza mientras paseo de vuelta a casa.

                                                                              III

Arde el aire denso del comienzo del verano, incluso ya en las cálidas luces del atardecer, en la ciudad, esta ciudad arrodillada, como muchas otras veces, viviendo su particular resaca. Sudo y devoro un perrito picante en un viejo bar frente a la clínica mientras pienso, como tantos hombres antes que yo, en lo efímero de nuestra existencia, mientras veo pasar familias de camino a casa con lo justo para llegar a fin de mes, en ese difícil equilibrio entre los placeres propios y los de la gente que quieres, entre la satisfacción presente y la futura, en esa lucha interior del ser humano por vivir el momento actual a la vez que sembramos para disfrutar de los tiempos futuros y que siempre, tomemos la opción que tomemos,  el discurrir del tiempo nos hará perder tarde ó temprano.
    Vuelvo a la consulta para atender a la última paciente del día. Es una primera visita que no quiso dejar nombre ni teléfono, lo cual me fastidia mucho, porque es altamente probable que no aparezca. Saludo a mi auxiliar, la que oye hablar a las manos. Me dice que la paciente ya ha llegado y ha rellenado el formulario. Se encuentra esperándome en el gabinete. Paso a mi despacho, me pongo la bata y me dirijo a atenderla. Cuando entro en la sala, el corazón me da un vuelco: es ella. Sentada en el sillón dental con las piernas cruzadas y mirándome con un brillo pícaro en los ojos, feliz de haberme sorprendido y notarme tan descolocado.
    Ahora nuestros papeles han cambiado y soy yo el que se acerca por detrás de ella. Su bella melena azabache se desparrama por los lados del cabezal mientras presiono el botón para que el sillón se recline. Veo sus morenas manos de largos dedos apoyadas sobre sus muslos. Respira profundo y lento. Huele a sí misma, sin perfumes. Me mareo de nuevo al tocar su cara para que se coloque centrada.
    Me pide que le haga una carilla en un incisivo central que tiene levemente oscurecido. Le respondo que, muy a mi pesar, eso no va a ser posible, ya que soy ortodoncista y no estoy capacitado para realizar dicha intervención con la perfección que ella merece. Se gira un poco y me mira fijamente a los ojos. Prueba a hacerlo con la mano derecha, dice. Al principio no la entiendo bien, pero enseguida caigo. Ella, los mareos, mis extraños escritos con una pluma sin carga y con mi diestra... Me da miedo y me fascina y seduce al mismo tiempo. Sin más tardar, saco la caja de composites estéticos y el instrumental específico y esculpo la obra de arte más bella que se halla realizado en boca humana, utilizando mi mano derecha. No sé cómo lo he hecho. He estado sumido en un intenso trance creativo. Mi auxiliar me mira asombrada.
    La bella mujer se incorpora del sillón y observa su nueva sonrisa en el espejo de mano. Es incapaz de distinguir la carilla de sus blancos dientes y me pide que le diga cómo lo he hecho. Siento un escalofrío al ser consciente de que ella ya lo sabe, pero respondo: "Preferiría no hacerlo". "Ah, eres Baterbly, el escribiente", sonríe su voz. "¿Cómo?". "Sí, Baterbly, de Melville", responde divertida mientras se recoge un tirabuzón de pelo rizado tras la oreja. "¿Conoces esa novela?...Ahora me doy cuenta de que me encantaría conocer tu nombre,¿cómo te llamas?".-pregunto fascinado. "Depende. Tengo un nombre por el día y otro durante la noche...¿cuál prefieres?. Elige". "Preferiría no hacerlo", respondo de nuevo. "No voy a dejarte seguir siendo Baterbly, dentista. Tienes que elegir con el fuego de tu corazón. Por el día me llamo Constance y por la noche soy Milady."
    Miro a esta bella mujer que me embruja la mente y los sentidos. Que me emociona y me apasiona. Que me da miedo y me atrae por igual. A su espalda, cuelga de la pared el sable que perteneció a mi padre y que luce en la recepción de la consulta en su memoria y como muestra de hombría. Me acerco hasta él y sin pensarlo dos veces, desenvaino su acero con mi mano derecha tirando con fuerza de la empuñadura. Brilla el filo y relucen las piedras de la cazoleta mientras sonrío con confianza y la miro. "Elijo a Milady, sin duda". "Puede que te haga sufrir, joven D´Artagnan", responde. "¿Y no es eso sentir, Milady?Salgamos a la noche y sintamos." Nunca más volverán a saber de mí en la clínica dental.

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