viernes, 12 de julio de 2013

El pantano de Siberia

Sabemos que va a venir, pero no sabemos cuándo.

La carretera discurre entre colinas cubiertas por densas sábanas de pino y desciende con suavidad hasta el valle. Han dejado atrás el pueblo, en la falda del monte, y a sus pies, los vivos verdes de los campos de arroz. Un camino asciende suave hasta la cima dejando a la izquierda, tras unas primeras rampas rodeadas de jaras, Las Tres Cruces. Pequeñas islas deshabitadas por la imaginación de los niños emergen de las mansas aguas del pantano. El calor es aún denso y seco al caer la tarde en la Siberia. "I used to be somebody but now I am somebody else".- canta Jeff Bridges desde la radio, desgranando el sufrimiento de un alma country bañada en alcohol y melancolía. Los niños ríen y hacen juegos de palabras con sus abuelos. Raúl puede ver por el espejo retrovisor la cara de su mujer. Seria, ausente, triste. Sus miradas no se cruzan.
Circulan sobre la misma compuerta del pantano para cruzar a la otra orilla. Los niños gritan de alegría al avistar un barquito de vela blanca, mientras meriendan. Aparcan el coche y bajan caminando por la vereda, felices, con sus toallas al hombro. Los eucaliptos rodean la terraza cubierta del pequeño bar. Hay poca gente en las mesas. El dueño se encuentra detrás de la barra, sin camiseta. Sonríe y saluda con la mano al verles llegar. Enrique, el abuelo, escoge siempre la misma mesa, centrada, junto al comienzo de la playa. Una pendiente de cemento desciende suave hasta la orilla. Los niños, alborotados, se ponen sus bañadores y sus manguitos, gritando de alegría, desbordando ilusión por los ojos. Dentro del agua, la plataforma alargada desde la que la gente salta se ha desplazado. Raúl y Enrique se meten en el agua y la enderezan y afianzan frente a la espectante mirada de los niños. Los demás bañistas también les observan, tranquilos, desde sus toallas, o con los pies mojados, en la orilla, charlando y riendo, jugando con el agua. Daniela sube a la plataforma y corretea a todo lo largo, para detenerse abruptamente en el borde y, cerrando fuerte los puños, dejarse caer al agua con una sonrisa en los ojos. Nada como un perrito hasta que su papá la abraza, rodeados por el placentero sonido del agua al ser removida por sus cuerpos. Ella se coloca los puñitos en la cara y le dice que son telas de araña que tapan los ojos, mientras se engancha con sus piernas a la cintura de Raúl. Observan la luna llena, ascendiendo en el cielo del atardecer frente a ellos, sobre las montañas. Daniela le dice que la luna está hecha de queso y agua y Raúl ríe y se siente feliz. Adora la poética imaginación de su pequeña niña. Ella se gira hacia su madre y su abuela, mientras grita que el lago está lleno de coca-cola, el trampolín es una cuchara y la playa es un plato. Elisa, su madre, se acerca a la orilla y se sienta a observarles. Su belleza destaca en la pequeña playa. Aunque de su cara emergen oscuras sombras. Mujer inteligente,  bondadosa y serena, tiene demasiado que perdonar y una terrible herida que curar. Pero sus hijos sí le arrancan una sonrisa. Pedro, el pequeño, le agarra una oreja mientras balbucea unas palabras.

Una nube...

    Juegan junto a la plataforma todo el largo atardecer. Niños de todas las edades saltan y gritan, empujándose al agua o haciendo locas piruetas. Raúl sube a Daniela a hombros y saltan de esa guisa. Otras veces coge las manitas de Pedro y le guía en su saltito al pantano. Elisa les observa y ríe, junto a la orilla. A veces, desvía la mirada, perdida en la lejanía. Los abuelos toman una cerveza en la terraza. Algunos vecinos del pueblo se acercan a saludarles junto al agua, con sus niños. Charlan apacibles, sonriendo, contando anécdotas o preguntando por familia y amigos. Se juntan todos en la mesa metálica de la terraza y comen tortilla de patata y morcilla con pan. Beben cañas y limonadas, en bañador, relajados, atendiendo a los niños mientras comen y riendo sus ocurrencias. Trinidad,  la abuela, habla de una amiga, que perdió la memoria de súbito, una tarde, paseando por Mérida, la Capital de los Recuerdos. No era capaz de reconocer a su familia, que la acompañaba. La diabetes, daba la cara tras lustros de silente presencia.

Otra nube...

    Una amiga que Daniela ha hecho en el agua se sienta con ellos a cenar. Su madre estudia en la mesa contigua, toda la tarde, mientras el abuelo se ocupa de ella. Todos tienen el pelo mojado y los niños dan vueltas alrededor de la mesa, en bañador. De vez en cuando alguien les mete un trozo de tortilla en la boca. Ellos juegan y ríen. Elisa y Raúl se miran poco y se hablan poco. Él ha cambiado tras caer en el abismo, pero la arrastró y la ha arrasado el alma. Lo sabe y sufre por ello. Intenta hablar con una sólida transformación de su vida, porque ya no hay nada que decir. Es mejor no decir nada. Los niños gritan al sol. Gigante naranja vivo, le observan todos hasta que su último perfil desaparece tras el monte.

Una nube más...

    Suben por la trocha, de vuelta al coche. Lo encuentran circundado por guardia civiles y sus vehículos. Algunos de ellos bajan por otro camino, que desciende por la ladera hasta otra pequeña playa. Alguien les cuenta que un muchacho de diecinueve años acaba de perder la vida, ahogado, en las apacibles aguas del pantano. Las mismas aguas mansas que han acariciado sus cuerpos y les han llenado de vida. Jovén, fuerte, viril, despreocupado, simplemente, ya no está. Su familia y amigos le imaginan todavía disfrutando de la tarde de verano. Pero él ya no está.
Recorren la carretera de vuelta al pueblo. La brisa fresca entra por las ventanas y huele a pino. "It is funny like falling feels like flying for a little while". Canta Jeff. Los niños duermen reventados en sus sillitas y Elisa mira por la ventana, lejos, muy lejos. Los abuelos siguen sintiéndose jóvenes y llenos de vida.
A la mañana siguiente, temprano, Raúl y Elisa salen de la casa en silencio. Ella monta  a Perla, blanca yegua extremeña. Él camina a su lado. Suben hacia la parte alta del pueblo, por calles desiertas de paredes encaladas. Pasan delante de la iglesia y toman el camino, entre las jaras. Tras subir dos pequeñas rampas, se echan a la izquierda, a un claro del bosque. Allí están Las Tres Cruces, sobre unas rocas. La enfermedad, la vejez y la muerte. Lo único seguro, dijo Buda. Elisa se apea del caballo y ambos trepan las rocas. Se sientan entre las cruces y miran el pueblo desde lo alto. Más allá está el valle y por detrás, el pantano. En una de esas casas del casco viejo, los abuelos están despiertos, tumbados en la cama, pensando ó escuchando la radio. Y los hijos duermen en sus camitas, ocupados en habitar de sueños las pequeñas islas del pantano.

No hay comentarios:

Publicar un comentario