viernes, 17 de febrero de 2017

El monstruo

    Él siempre vence. Impone su poder sobre nosotros desde hace décadas. Y lo triste es que no somos viejos, pero lo parecemos. Desgastados por una lucha extenuante contra el Monstruo; abandonados por la alegría de vivir, aún rodeados de abundancia. Sustituida nuestra personalidad por el miedo, consumidos cual vela derretida, cuyos girones fríos de cera se parecen mucho al desmoronamiento de nuestra alma agotada.
    No hace mucho que el Monstruo nos asestó un golpe casi mortal. Ruge cada momento del día en la calle, bajo el sol o la luna; busca que caigamos en la locura. A veces sentimos el latido de su corazón antiguo tras la pared y sabemos que nos espera ansioso junto al Hombre Mudo. Pero, en esta ocasión, nos ha golpeado brutalmente por medio de su fiel mensajero, el Marqués de la Desidia. Un entregado sirviente que se adhiere a tu piel casi sin que te des cuenta y penetra lentamente en tu alma. La corroe, la agota, lastra tu ser con una pesada carga infame, con un sentimiento manipulado y ponzoñoso. Caímos y, para sacarnos el veneno, bebimos el antídoto equivocado, el que te transforma en el No-Yo; aquella fue otra noche para la vergüenza, otro abismo que se retuerce sobre uno mismo hasta hacerte desaparecer. Después nos sobrevino el infierno en vida. Dolor, tanto dolor. Tormentas de lágrimas que borran la noche y el día; agonía de remordimiento. Miedo al Monstruo, ante el cual ya no existe defensa. 
    Tan solo el Oráculo de los Héroes Caídos fue capaz de salvarnos de las arenas movedizas. Y nos dio fuerzas para reagruparnos y huir. Esta mañana tomamos el camino hacia las montañas mientras el Monstruo proseguía con su rugido eterno. Ya en la senda, nos dejamos cegar por el fulgor de la nieve blanca de las ansiadas cumbres, por su promesa de luz limpia e inmaculada, mientras no podíamos reprimir mirar hacia atrás de cuando en cuando. Su poder es tal que amarga la más pequeña veta de ilusión. Jamás nos confiamos, siempre acecha. Recorrimos el camino casi en silencio, atenazados por el miedo, sin terminar de creer que estábamos siendo capaces de respirar algo más hondo y de viajar tan despacio. Incluso amaneció en nuestro interior una pequeña llama, y ya casi sonreíamos, cuando al tomar una curva cerrada en el camino del bosque apareció su enorme cola, hecha de metales y cristal, cerrándolos el paso. El aire de sus pulmones, gas inhumano que mata despacio, se adhería a sus escamas y su omnipresente rugido se mezcló con unos extraños gritos, capaces de perforar los tímpanos y arrojarte hacia tu propia locura. Abandonamos el paso de montaña poseídos, huyendo como alma ciega hacia lo oscuro del bosque, donde la naturaleza es aún algo densa, con la vana esperanza de que su entretejido de vida y silencio nos protegiera del Monstruo. Pero fue otra ilusión efímera: abandonábamos nuestro transporte cuando una banda de sus secuaces, hijos de iletrados pestilentes, se abalanzó sobre nosotros enarbolando los orgullosos gritos de su comarca. 
    Conseguimos refugiarnos en la arboleda, tras el lago cristalino. En el Bosque de las Neuronas conectamos con las almas más excelsas, y también con el Espíritu de la Paz. Caminamos despacio, escuchando tan solo el sonido de nuestros pasos sobre el manto de pinaza seca. Ayudados por una rama para andar el camino, nos envolvió una fina bruma que se adhería a las cortezas de los pinos centenarios, nos abrazó un frío limpio, liberador; ese viejo conocido. Acariciamos el musgo fluorescente que crece en las cortezas umbrías y en las rocas ocultas del sol. Desbrozamos los líquenes de las ramas partidas y buscamos el fruto de las piñas caídas. Sentimos el calor suave que se filtra a través de las copas, junto a esa luz bella y fantasmal que embruja el ambiente y baña de dorado las brumas que forman los espíritus del bosque. Nos creímos allí a salvo del Monstruo. Pero nos extrañó no encontrar la Catedral de Madera donde siempre, sino unos metros más allá, cobijando las figuras de sus enemigos. Maderos ciclópeos trasladados por extraño encantamiento. Aún así proseguimos camino, ya casi conectados a las Neuronas de la Tierra. Podíamos escuchar la música que emana del fluir del agua cristalina en el cauce del río. Seguimos su melodía y lo cruzamos por un puente de piedras que emergió de entre las aguas, formando una cadena de manos para no caer en la gélida corriente. En la otra orilla nos sentimos próximos a la libertad. Tan solo queríamos acariciarla unos segundos. Pero el Monstruo nos había encontrado una vez más, y aparecieron sus duendes bramadores, que sujetaban perros rabiosos y podridos, y hasta él mismo nos sobrevoló; regresó su rugido e invadió el bosque, destruyéndolo todo, penetrando en nuestros cerebros y convirtiéndonos de nuevo en esclavos de la locura y de la ira. Huímos despavoridos, ciegos entre los árboles muertos, hasta que dimos con un nevero junto al cauce del río. Allí caímos exahustos y cuidamos los unos de los otros, buscando el perdón a las ofensas proferidas bajo la posesión mental del Monstruo. Lavamos nuestras heridas, bebimos la nieve limpia y fría, y levantamos una ofrenda hilarante, una figura estrambótica dedicada a la risa y al amor, un totem efímero que por tanto vivirá siempre en nuestros corazones. Fue entonces cuando, exorcizados, liberados de todo temor, bajamos la montaña y enfrentamos de nuevo su presencia. El Monstruo voló otra vez sobre nuestras cabezas y fue como si una tempestad gris y macilenta cayera sobre todos los bosques del mundo, como si ya no existiera refugio en ninguno. Luego se posó con estrépito junto a la otra orilla del lago, y rodeado de su ejército de enanos, vestidos de los más vivos colores, comenzó la lenta destrucción de la vida, serrando los árboles con sus afilados dientes. El sonido que producía era pavoroso, y nuestras mentes, hundidas por tantos lustros de desgaste, agotadas ante la pérdida de nuestro último refugio, a punto estuvieron de caer en el abismo de la desesperación. 
   Conseguimos escapar del abrazo sudoroso de cientos de secuaces envenenados, conversos de un credo ponzoñoso. Nos detuvimos en la Posada Espinosa y celebramos otro año más vivos, juntos y queridos. Decidimos que la próxima vez huiríamos más lejos, hacia las llanuras de Airos. Mientras tanto regresamos a nuestra guarida, y el Monstruo nos recibió con una marabunta de enanos montando a sus bestias, con una sinfonía de su rugido de guerra; nos regaló la angustiosa espera de su mejor concierto. 
    Ahora escribo desde mi catre. Reposan los demás guerreros leyendo viejas historias de otras batallas, de otros amores, de otros espíritus indomables. Intentamos aprender de sus ecos, exprimir el elixir que emana de la sabiduría del papel viejo, de las frases escritas por los antiguos sabios. Algunos se han reunido con la Comunidad del Iluminado y han encontrado algo de paz. Yo he vencido al Marqués de la Desidia con sus propias armas y lo vivimos como una gran victoria que nos llena el corazón de una esperanza nueva. Puedo escuchar, como si estuviera aquí, junto a mí, el rugido eterno del Monstruo, ahí fuera, acechando en esta fría noche de invierno. Él no quiere consumir nuestra carne. Ansía poseer nuestras almas, de las cuales una vez fue dueño.
    Un brote de vida ha prendido en nuestros cansados corazones. Un pequeño brillo de esperanza atiza el fuego del alma escondida, que se asoma tímida hacia un nuevo calor. Hemos roto las cadenas y, en contra de lo que dictaba nuestro miedo, no nos salvaban de ningún tenebroso abismo. Allí, no tan lejos, podemos ver nuestro rayo de luz, el que siempre nos guía.

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