sábado, 28 de enero de 2017

Un día maravilloso

    Aquel fue un día maravilloso que pasará a los anales de la Historia de la Humanidad. Tuve la fortuna de poder participar de manera activa en jornada tan señalada. Formé parte del comité organizador del I Simposio Mundial de Armonía y Belleza. Todas las naciones del orbe, sin excepción alguna, colaboraron en la consecución de tan magno evento sufragando, sin escatimar lo más mínimo, todos y cada uno de los gastos de las personalidades que acudieron al encuentro. Los políticos, los economistas, los científicos, los deportistas, los ricos y las estrellas de televisión e internet quedaron excluidos. 
    Yo vestía un traje negro hecho a medida y lucía mi habitual pelo engominado. Había amasado una fortuna escandalosa en muy poco tiempo gracias a mis negocios inmobiliarios y a mi imperio de comunicación. Mi fama de implacable y sanguinario me había perseguido durante mucho tiempo pero conseguí hacerla olvidar con montañas de dinero al comenzar mi carrera política, alrededor de los cuarenta. En aquel momento no dudé ni un segundo en ofrecer el estadio de uno de mis equipos de baloncesto para celebrar la ceremonia inaugural. Allí estaba, sonriendo y estrechando la mano de los más grandes hombres y mujeres de nuestra especie, venidos de todos los rincones del planeta. Una explosión de energía positiva y alegría vital flotaba en el ambiente, en las caras y las actitudes de toda aquella gente. Se respiraba una sensación de renacimiento, se sentía la posibilidad de un resurgir intelectual, artístico y estético de nuestra sociedad, de toda nuestra especie. Recuerdo sus caras excitadas y rebosantes de energía. Muchos de ellos emergían del ostracismo y la marginación, cuando no de la profunda repudia o de la persecución y el encarcelamiento. De repente, gracias a este sorprendente e inesperado acto, avalado por todas las naciones, los gobiernos y sus sociedades habían apoyado y reunido a personas a las que siempre se había relegado a las sombras. Allí se arremolinaban los más insignes filósofos y pensadores – por supuesto no había ni un solo tertuliano ni columnista –. Los más brillantes escritores – se descartó a los autores de bestsellers y libros de autoayuda, entre otros. Cineastas y actores de toda índole cultural, aunque no se incluyó a los de Hollywood ni a los de televisión. Escultores, pintores, músicos de todas las culturas, excluyendo a los superventas, claro está. Arquitectos vanguardistas, líderes sociales incómodos y transgresores, periodistas y fotógrafos de renombre. Mujeres conocidas por su belleza y elegancia, quedando fuera todas las presentadoras de televisión, las modelos y las posadoras de redes sociales. Reunimos a los líderes religiosos de todo el planeta, escogiendo especialmente a los que luchaban en favor de los pobres y los oprimidos. Invitamos a todos y cada uno de los historiadores serios, y a los activistas en la lucha contra la pobreza, la corrupción y contra el cambio climático. Incluimos a personas anónimas con un fuerte perfil librepensador e imaginativo. Lo más excelso de las Artes y el Humanismo y por supuesto, sus familias. Padres, parejas e hijos. Se llevaron a cabo todos los esfuerzos necesarios para que no faltara ni uno. Hombres y mujeres, de toda raza y condición. Al principio estábamos seguros de que ni el estadio de fútbol más grande de la Tierra tendría capacidad para reunirlos a todos pero, al confeccionar la lista, nos dimos cuenta de que con un estadio de baloncesto era más que suficiente.
    Recuerdo como si fuera ayer los momentos previos al comienzo del acto. Abracé con sincero aprecio a un amigo del colegio, un filósofo que había planteado algunas teorías sobre la vida armónica de la polis griega y la posibilidad de refundar nuestra hiperdesarrollada y opulenta sociedad en base a sus cánones. Cerré la última puerta del estadio y le miré a los ojos justo en el momento en el que las dos hojas se juntaban. Percibí una enorme ilusión en su mirada viva, acaso emocionada.
    Caminé por el pasillo, sonriendo satisfecho. Había sido un gran éxito y yo recibiría la felicitación de todos los líderes mundiales y mi nombre se recordaría por siempre. Abandoné el estadio, entré en la sala de control y confirmé que todo estaba preparado para comenzar. A mi señal, un operario activó el cierre simultáneo y hermético del recinto mientras toda aquella gente tomaba asiento en las sillas rojas de plástico de las gradas, prestos a escuchar el discurso inaugural. Saqué una pequeña llave de mi bolsillo y la introduje en una ranura. Coloqué mi índice sobre el lector de huellas y acerqué el ojo al identificador de pupilas. La tapa se abrió. Miré mi reloj y alcé la vista hacia el resto de miembros de la sala buscando su aprobación. Todo en orden. Entonces, presioné el botón rojo y comenzó la liberación de gas. Podíamos seguir la evolución de los acontecimientos en un panel de pantallas que recibían las imágenes de cámaras situadas estratégicamente por todo el estadio. Sabíamos que la explotación de los vídeos nos reportaría jugosos beneficios. Tardaron un poco en reaccionar, es normal, no lo esperaban. Cuando el aire comenzó a densificarse algunos se pusieron de pie, extrañados. Luego empezarón a respirar el gas. Picor de ojos, tos, esa fase fue breve. Después, las caras de espanto, transfiguradas. Todos aquellos insignes hombres y mujeres comportándose como alimañas, pisoteándose unos a otros en su inútil huida hacia las puertas selladas. O los que lloraban, o abrazaban a sus hijos sin saber qué hacer. Los ensimismados, los que se pusieron un pañuelo en la boca e intentaban liderar algún grupo en busca de una salida. Duró más bien poco, aunque nos proporcionó miles de horas de grabación, que se convertirían en millones de horas de televisión. Luego, comenzaron a caer, entre estertores y espumarajos. Los ojos se les salían de las órbitas y boqueaban como pez fuera del agua. Sus manos crispadas se aferraban a cualquier cosa, o se entrelazaban. Algunos, muy pocos, decidieron no luchar. Otros, menos aún, rezaban. Medimos muy bien la cantidad de gas venenoso en la mezcla para que la agonía se prolongara y nos proporcionara jugosas imágenes. Cuando todo acabó, extrajimos el aire, abrimos el techo retráctil y permitimos que los cadáveres se descompusieran y los devoraran las alimañas. Todo grabado, claro.
    Lo dicho, fue un día maravilloso. Para qué prolongar innecesariamente el problema si tenía solución. El futuro de la Humanidad se presenta más esperanzador que nunca.

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