Premio Santa Apolonia de Narraciones Breves 2017
Amanece en
la decadente Saint Louis, una isla que flota a la deriva sobre las turbias
aguas de la desembocadura del río Senegal. Kalidou y los demás talibés se
desperezan en sus esterillas, extendidas sobre la tierra apisonada de la
escuela coránica. Él casi no ha pegado ojo durante las últimas tres noches.
Tiene ocho años y hace tan sólo uno que se separó de su familia para venir a
estudiar con un afamado maestro
coránico. Por las mañanas coge su lata de
tomate herrumbrosa y sale a mendigar, junto con los demás chicos. Por las
tardes recitan el Corán, reguero de suras escritos con un punzón en tablillas
de madera. Muchas veces suben a la azotea a ver el atardecer mientras recitan
versículos cantados, mecidos por un ritmo atávico, por un trance compartido,
mientras contemplan cómo la inmensa bola de fuego es devorada por un mar de
reflejos anaranjados. Por la noche, justo antes de irse a dormir, le espera su
única alegría: un terrón de azúcar, cubo blanco y arenoso, dulce néctar, que le
hace sentir un escalofrío en la espalda cuando se va deshaciendo con lentitud
en su boca, ávido como está de alguna sensación placentera. Pero ahora le
duelen tanto las muelas que lleva dos días sin probar bocado. Tiene la cara muy
hinchada, tanto que se le empieza a cerrar el párpado. Tan sólo entrar en el
recinto del hospital cuesta mil cefas que él no tiene y que su maestro no le va
a dar. Y al dentista hay que llevarle la aguja y la anestesia, compradas de
antemano en una farmacia.
Pero
Kalidou ha tenido suerte. Hoy no deambularán por las calles tirando de la manga de otros pobres
suplicando limosna. Van todos a la Maison
de Ecoute, la casa de escucha donde, a veces, acude a asearse o a
desahogarse con Pap Demba, o a que le pongan una tirita y le den un abrazo.
Dicen que han venido unos dentistas de España. ¡Los campeones del mundo de
fútbol! Se toca la camiseta del Real Madrid, sucia y hecha jirones; su más
preciado tesoro.
Hacen una
fila delante de una puerta de madera de doble hoja. Sus compañeros entran por
ella y salen mordiendo una gasa, sonrientes, al cabo de un rato. En el barullo
vislumbra pinzas plateadas brillantes y hombres blancos con mascarilla. Por fin,
uno de ellos, una guapa mujer de pelo largo y manos cariñosas, se le acerca y
le acaricia su cabeza rapada. Hola, dice. Supone que será el saludo de los
españoles y cruza el umbral, manso. Kalidou pasa a una sala ocupada por dos
camillas. Un hombre con ropa de médico y una luz en la frente le inspecciona la
boca y le tumba mientras le acaricia la mejilla y le sonríe. Le habla en un
idioma extraño mientras un Diola traduce sus palabras al wolof. Le van a ayudar
con su dolor. Le ponen un instrumento en la cara que hace que se le duerma. Con
una de esas pinzas plateadas arrancan la muela podrida. Duele un poco pero
Kalidou ni siquiera pestañea, se mantiene impasible y silencioso. Muerde una
gasa y se incorpora. El Diola le dice que no coma más terrones de azúcar, que
le pudren los dientes. La bella mujer le hace tragar una pastilla de dos
colores y le da otra para que se la tome a la mañana siguiente.
Por la
tarde, sin haber comido, coge una tablilla y sube a la azotea, con todos sus
compañeros. Recitan en voz alta, en hipnótico ritmo, dirigidos por su maestro.
El sol del atardecer arranca brillos de fuego a las aguas del Senegal y las
aves migratorias sobrevuelan la miseria. Kalidou se siente muy solo y piensa en
los besos de su madre, en sus hermanos persiguiendo una vieja pelota, descalzos
y felices. Cae la noche y al tumbarse en la esterilla recibe su terrón de
azúcar. Lo observa durante unos breves instantes, incapaz de comprender por qué
aquellos hombres blancos, que tanto le han ayudado con su dolor, quieren
privarle de su único placer en la vida. Se recuesta y se lo mete en la boca,
mientras una lágrima cae de su ojo aún hinchado.
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