lunes, 30 de enero de 2017

Vladimir

    Vladimir saluda a su contrincante antes de bajarse del tatami.  Nadie sabe si les vence o se vencen solos. Abandona la sala y se dirige a los vestuarios. Se ducha y se cambia sin prisa. Habla con una de sus dos hijas por teléfono como quien conversa con un subalterno. Nadie sabe nada de ellas. Se dirige a su despacho atravesando un largo pasillo, parapetado tras una expresión marmórea, fruto de una inteligencia afilada en los servicios secretos, de una total ausencia de emociones y de la inexistencia de la más mínima pasión, identificada por él como el punto débil de todos los hombres.
    Toma asiento tras la sólida mesa de madera oscura que preside su despacho. La invasión de la península ha resultado un éxito. Nadie esperaba a todos aquellos soldados sin identificación, ni preveían un movimiento tan rápido. Es plenamente consciente de las carencias de sus adversarios. La falta de energía propia – dependen de su gas para hacer frente al invierno –, su debilidad militar y política y su incapacidad para tomar decisiones, y menos aún desagradables.
    Acaricia el cráneo de su perro mientras piensa en el presidente negro, al otro lado del océano. Un mequetrefe esclavo de un premio al que no se le ocurre otra cosa que tratar de estrangular sus negocios y los de sus amigos. Bien. Está bien. No saben a quién se enfrentan. Vladimir maneja un abanico de planes inconcebibles para sus enemigos. Cuando ellos le disputan su presente él planea la tumba de su futuro. Ha tomado la decisión de invadirles, pero no como ellos esperan, no como se ha llevado a cabo hasta este momento. Será una invasión que inaugurará un nuevo concepto de guerra.
    Recuerda que la noche anterior decidió divorciarse de su mujer en el entreacto de la ópera. Descuelga el teléfono y da la orden de que la echen de su casa y la realojen hasta que decida qué hacer con ella. Mientras, Boris ha entrado en su despacho y se ha sentado frente a él. Vladimir saca un enorme trozo de carne roja de una caja metálica y, con gesto enérgico, lo lanza a la esquina más lejana de la habitación. Su perro ladra poseído y se abalanza sobre su presa. Boris traga saliva cuando mira a los ojos azules de Vladimir y le entrega el dossier.
    Donald, como el pato. A día de hoy, un payaso de la tele. Un iletrado ególatra. Gracias a su tercera esposa, una de esas apuestas de Vladimir de largo recorrido, saben que está arruinado por enésima vez. Posee un imperio levantado sobre el barro de un endeudamiento irracional. Ah, un vídeo. Ya le han contado. Donald es racista y homófobo, como él. La diferencia es que en su país están orgullosos de que lo sea. A su paso por la capital, a donde ha venido a intentar sacar a flote los negocios que Vladimir ha estrangulado, ha cometido un error propio del vaquero paleto que es: Ha contratado a un grupo de prostitutas locales para que se meen, junto a él, en la cama en la que durmió el presidente negro y su esposa negra durante su última estancia en la capital. Las imágenes no tienen desperdicio. Vladimir ríe mientras señala la pantalla y golpea la mesa con la palma de la mano. Se gira hacia Boris, quien también ríe los chistes sobre el pene de Donald y su ridículo cuerpo desnudo.
    Tiene a su mujer, una espía digna de aparecer en una película de Bond. Posee toda la información que acredita su bancarrota. Y una grabación que retrata todo el odio, la ruindad y la incultura que socava a una sociedad vacía, un bodevil de luz y cartón piedra al que cualquiera puede entrar. Vladimir ha concebido una nueva llave para abrir el tesoro: un ejército – el primero de la historia – de hackers a su servicio.
    Vladimir descuelga el teléfono de nuevo y marca el número de Donald. No siente, no piensa en nada. Ya sabe dónde reubicar a su exesposa. – Donald, tú y yo tenemos mucho en común, y quiero mostrártelo antes de que abandones nuestro país. Tan solo nos falta una cosa por compartir: que tú también seas presidente –. Hace una señal con su índice a Boris para que se marche y queda emplazado con Donald para esa misma tarde.
    Se descalza y se levanta con sigilo. Cruza la habitación sin hacer un solo ruido, como le enseñaron en la academia. Se abalanza sobre su perro, abotargado por la gran cantidad de carne ingerida. Sujeta su cuello contra el suelo con fuerza impropia de un hombre de casi sesenta años y coloca su rodilla sobre el cráneo del animal, que patalea incapaz de encontrar un asidero para sus pezuñas en el suelo resbaladizo. Podría aplastar su frágil cabeza con un solo movimiento pero no lo hará: se ha acordado de que su sanguinario animal tiene que dar el último beso que Boris recibirá jamás.Imagen relacionada

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