martes, 17 de enero de 2017

Purita Pasión y el Misterio de las preposiciones de Atenas

    A partir de aquel momento sabía que no había vuelta atrás. Purita Pasión nos  había arrastrado hasta Atenas en busca del próximo misterio, adictos a la necesidad de una nueva aventura. Nos había envuelto en el amable papel de regalo de un puente vacacional dedicado a la ociosa, burguesa y noble ocupación de sumergirnos, desde la protección de la distancia temporal y erudita, en una visita a la noble ciudad de Atenas, aplastada en su realidad mundana y presente por las vicisitudes políticas y económicas del incomprensible y turbulento siglo XXI. Y como en estos tiempos todo se posterga y se procrastina, Atenas, en apariencia, y quizá también en la realidad, proseguía viva, cual corazón de mamífero en hibernación.
    Ante la Acrópolis, el Partenón, las Cariátides, el templo de Atenea Nike,
  Bajo aquel límpido cielo azul de una mañana fresca de diciembre, nuestros corazones se expandieron y creció su esperanza en lo más excelso de la naturaleza humana, pero esto lo escribe un iletrado como yo, Wilfred Johnson, nacido en Soria, influido por cuatro o cinco libros que he podido leer en mis pocos ratos libres al servicio de Purita Pasión, labor por la que me encuentro profundamente agradecido y saciado de la vida.
    Cabe la posibilidad de encontrarse relajado y confiado en su amable y bella compañía – es bellísima –, incluso, y sin dudarlo por un momento, en la del Dr. Babitas y la Sra. Lipstin. Una sensación placentera que poco a poco te rellena, sentado en la terraza de un diminuto café junto a unas ruinas olvidadas, restos ignorados en una capital que sufre y que nos recuerda lo mejor de nuestra civilización. El sol calienta a pesar de la proximidad del invierno y sentimos su calor concentrado en nuestras mejillas mientras comemos mousaka y bebemos un refresco, reunidos en torno a una mesa metálica laqueada de color blanco, depositada junta a tantas otras en un lateral de un pasaje peatonal en pronunciada cuesta, que asciende esforzado hasta las faldas de la omnipresente Acrópolis.
    Con toda aquella placidez acunando nuestros confiados cerebros, Purita Pasión nos expuso, precedido de un ¿sabeis qué?, sus verdaderas motivaciones frente a aquel viaje en apariencia inofensivo. Estábamos allí con la única finalidad de desentrañar un nuevo misterio, con el único objeto de poner nuestra pobre inteligencia colectiva al servicio de un  insondable galimatías sin sentido aparente.
    Contra toda lógica, un mensaje escrito en el envoltorio de un minibabibel había llegado a las manos de Purita, que había leído con entrega pasional mientras mordisqueaba la pequeña bola de queso. En él se le impelía a viajar sin demora a la capital Helena en busca de las preposiciones perdidas del siglo de Pericles. Sin tan siquiera plantearse el significado ni el origen de tan absurdo mensaje, ideó una pequeña escapada turística acompañada de sus seres queridos.
    De tal forma que allí estábamos, disfrutando de un refresco bajo un cálido sol de diciembre y su inseparable cielo azul. El Dr. Babitas observaba sereno las ruinas y nos regalaba sus bromitas, mientras la Sra. Lipstin, impregnada de su natural belleza, comentaba conmigo las maravillas del Ágora y su delicioso museo de cerámicas.
    Desde que llegamos a aquel rincón de Atenas, sentí una presencia. Unos ojos, muchos, nos observaban. Tenía la sensación de que eran conocidos, me asaltaba la intuición de haber sido mirado antes de esa forma.
    En cuanto decidí girarme con brusquedad me encontré frente a aquellos ojos verticales de color amarillo... y aquellos bigotes largos y poco poblados, ese pelaje sin embargo abundante, blanco y marrón claro, como un café con leche sin mezclar.
    Entre los barrotes de la verja que nos separaba de las ruinas pude adivinar orejas puntiagudas y colas inquietas. Incluso pezuñas de garras afiladas y algún que otro maullido impaciente.
    Hacia nuestra mesa, surgiendo tras de cada piedra milenaria, se dirigieron numerosos gatos de las más variopintas formas y colores, atraídos por el brillo de ilusión en los ojos de Purita, aunque quizá tuviera algo que ver el hecho de que les lanzaba trocitos de un pan delicioso. A mis ojos parecía una maga que creaba esponjosas nubes de miga blanca con sus manitas. El Doctor Babitas se levantó de su silla metálica verdosa y correteó junto a mi extravagante jefa, cantando palabritas con su voz tan bonita, mientras la Sra. Lipstin también se unía a la fiesta.
    Hasta ese preciso instante no comprendí las intenciones ocultas de mi amada Purita. Tan solo al verla acariciar a un precioso gato blanco, subírselo al regazo y susurrarle al oído recordé uno más de sus maravillosos dones: la capacidad de hablar con los felinos, hecho incontestable que manteníamos oculto al resto de los mortales para evitarla el engorroso trance de terminar sus días en un manicomio. Hace tiempo que el ser humano tomó la triste decisión de entregarse a la esclavitud de sus vísceras y sus pasiones y al engreimiento de un entendimiento racional implacable, dejando de lado todo lo que se escucha con el corazón; latidos de otros órganos sonrientes, susurros que surcan los vientos, silencios profundos rellenos de aire limpio y de luz. Pero Purita Pasión conocía toda la magia, esa que emana aún de algunos pocos niños. El Dr. Babitas y la Sra. Lipstin, también.
    Para mi sorpresa, otro gato, lanoso y sereno, se acurrucó a su vez entre los brazos de mi querido doctorcito, quien aún dejaba escapar un hilo de babitas mientras reía con toda la cara al escuchar las confidencias maulladas por el felino heleno.
    Por increíble que parezca, Purita había resuelto no pocos casos gracias a su don, adquirido, según una brumosa leyenda familiar, el día de San Antón, patrón de los animales, cuando, siendo aún un bebé, veía pasar un torrente de caballos montados por alegres jinetes en la noche de la Encamisá, en Navalvillar de Pela. Un gato la arañó en el preciso instante en el que las chispas de una hoguera flotaron en el gélido aire de aquella noche de enero y fueron a parar a su frente, dejándole una señal en forma de pequeño lunar entre ceja y ceja, y que quizá abrió su mente y le obsequió con la capacidad de comprender a los felinos.
    Según el Doctor Babitas, ella le enseñó inglés, matemáticas, lengua y dibujo, la capacidad de partirse de risa al escuchar la palabra caca y el don de comprender lo que dicen los gatos.
    Sin ningún género de dudas ambos, sostenidos por la Serena y dulce compañía de la Sra. Lipstin, se hayaban próximos a desentrañar el misterio oculto en aquel envoltorio de bolas de queso, tan apreciado por los gatos, y que habíamos perseguido en vano buceando de manera apasionada en la sociedad ateniense del siglo V a.c., en su cultura, su política, su arte y su arquitectura, sus leyes y sus personalidades. Buscábamos en el lugar equivocado, ya que la respuesta se encontraba en el siglo de Pericles, sí, entre sus ruinas, pero más bien acurrucado al sol, lamiéndose las patas o atusándose el pelo, vagando con pasos lentos y seguros entre aquellas ilustres piedras.
    So pena de parecer un desequilibrado, me dio la impresión de que todos me miraban a mí mientras compartían sus confidencias. Me lanzaban miradas furtivas tras escuchar los maullidos de aquellos gatos y acercaban poco a poco sus sillas a mi persona mientras sus ojos viajaban, incrédulos y suspicaces, desde mi cara a este cuaderno en el que escribo, observando con desconfianza el discurrir del lapicero con el que pintarrajeo estos relatos que tan rápido me apresto a borrar.
    Sobre la mesa, entre vasos y platos, deposité este cuaderno que ahora se escribe solo y lo dejé a su alcance. Purita Pasión leyó en voz alta mis garabatos al Doctor Babitas, quien me guiñaba un ojo divertido, como se hace con un buen colega, mientras escuchaba la traviesa voz de la fundadora del Salvajismo leer estas mismas frases, rodeada de gatos. Intuyendo el misterio, le entregaron el texto a la Sra. Lipstin, que lo leyó pausada y, tras mirar hacia la colina de la Acrópolis y deleitarse con el perfil del Partenón recortado contra el cielo azul, comprendió.
    Tras aquel misterio me encontraba yo, por primera vez, haciendo uso de mi propio don, que se escribía solo en aquella hoja en blanco ante sus ojos y les situaba en un bucle que podía transformarse en eterno, sino fuera porque mi único deseo era jugar junto a ellos y con las palabras mientras cumplía mi sueño de viajar a Atenas y descubrir sus tesoros en su compañía. Escuchar las voces de las raíces de nuestra civilización y las de las víctimas de sus desvíos. Tratar de adquirir el don de hablar con los gatos o sino, al menos, escribir juntos en las páginas de nuestra memoria con un lenguaje secreto y compartido, hecho de esas cosas que se escuchan con el corazón, y en el que no utilizamos ni una sola palabra, y menos aún preposiciones.


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