I
No conseguía sacarme aquella soberana soplapollez de la cabeza, y el
caso es que tampoco entendía el por qué. “Cuando quieres
realmente una cosa todo el Universo conspira a tu favor”. Universo,
así, con mayúscula, como se escribe Dios, o España, o Virtud.
Elevado a categoría de nuevo credo del siglo XXI. Hordas de
consumidores adquirían montañas de libros ensuciados con semejante tipo de ideas.
Sus ojos brillaban de ilusión y, por un tiempo – corto – se
creían poseedores de una verdad iluminadora y consideraban al resto
de la Humanidad – también con mayúscula – unos tristes y unos
ignorantes. El maldito Universo dotado de capacidad, como la de un
ser humano, o más bien la de un dios con características humanas –
el único tipo de dios que existe, el único que nuestra mente es
capaz de concebir –, por medio de la acción de un verbo, conspirar. Sí,
conspirar. En un alarde de imaginación buenista el autor de la frase
despojaba a ese vocablo de su significado y le transfería una
sensación de acogimiento, como si tuvieras de tu lado al Gran
Mafioso Universo, entregado en toda su infinitud a que ocurriera lo
que el puto niñato o niñata mimados y débiles de turno desearan
desde su cálido dormitorio de paredes azul clarito y pósters de
colores. Tampoco conseguía deshacerme del tufo a pasividad. No te
preocupes, no muevas un dedo, sonríe y sé amable, que ya está aquí
el Universo para satisfacer todos tus deseos.
El atardecer caía a plomo sobre la ciudad y la verdad es que mis
pensamientos eran tan oscuros como las alargadas sombras que
proyectaban los edificios viejos y descoloridos del otro lado de la
calle. Llevaba todo el día encerrado en casa, apagado y aplastado
como una colilla que solo se ha fumado hasta la mitad. Sin vida en el cuerpo,
sin claridad en la mente, sin fuerza en el alma. Reposaba sobre las sábanas arrugadas como lo
haría una lata de conserva usada en el fondo de un cubo de basura,
soportando el insufrible rugido del tráfico de esta inmunda ciudad
en su perenne hora punta, mientras las ambulancias aullaban
desgarrando el aire con su alarma, estridente ángel anunciador de la
tenebrosa cercanía de la guadaña . Encendí otro cigarro y lo fumé
como el que desea que sea el último, uno de esos que en vez de
asesinarte lentamente lo hiciera por medio de un golpe de veneno
letal. Lo aplasté contra el borde del cenicero y su cuerpo magullado
se sumó a la montaña de colillas que ocupaban su oquedad como si
fueran un montón de cadáveres apilados. Tomé el marcapáginas y lo
dejé caer entre dos hojas de La ley del silencio. Me puse los
pantalones y arrastré los pies hasta situarme frente al espejo. Una
masa de pelo y barba alborotados enmarcaban un rostro triste,
invadido por enormes ojeras y un rictus de desprecio por la vida
dibujado en los labios.
Pobre muchacha. Algunos recuerdos brumosos de la infancia acudían a
mi cabeza embotada. Podía verla corriendo por toda la casa en las
escasas reuniones familiares. Adultos serios, suspicaces, pequeños,
reunidos en torno a una mesa repleta de comida, preparada de mala
gana, mientras los niños jugábamos despreocupados y felices. Ella
siempre fue atolondrada y soñadora. Sus padres eran una masa de
derrota y resentimiento frente al mundo y ella creció elaborando un
desesperado discurso antagónico frente a esa tristeza de vivir. O
al menos eso creo yo. Se convirtió en una de esas crías que creen
que el Universo conspira a su favor. Todo le hacía ilusión,
cualquier cosa le parecía una aventura. No veía el peligro; no
percibía el engaño, las hábiles sutilezas que impregnan las mentes
del alud de seres egoístas que pueblan este maldito Universo, que,
de hecho, lo conforman. Son el único Universo real que conocerá la
insignificante existencia de otra personita más. Mi prima Luz. No
medía. Vivía a pecho descubierto, y le atraía lo diferente, lo
excitante, porque era tan simple que veía en ello la intensidad de
la vida, otra aventura en la que el Universo conspiraría en su
mierda de favor infantil y ñoño.
Su cuerpo apareció flotando en el río un amanecer que a mí se me
antojó lluvioso y frío, aunque creo que lucía un sol espléndido –
quizá el viento helado y la tormenta se habían instalado en mi
corazón –. Era una masa deforme, hinchada y violácea. No terminé
de reconocerla hasta que tuve en mis manos el collar con el símbolo
del Om y su nombre escrito en el anverso. Luz. Se lo devolví al
inspector, un viejo conocido, y me fui a casa caminando junto a
ese río putrefacto que cruza la ciudad, escondido tras un parque
fluvial que hace las veces de envoltorio de un regalo que apesta a
carne podrida. Lloré con la cabeza baja, apretando los dientes,
sintiéndome mucho menos solo de lo que en realidad estaba. Luz me
había telefoneado la noche anterior. Me despertó de madrugada y yo
no presté atención a una chica enloquecida y llorosa, temerosa por
su vida. Sabía que Luz vivía de noche, bañada en alcohol y
patinando sobre rayas de cocaína, rodeada de música y lujos pagados
por hombres ricos que ella idealizaba a lo Cincuenta sombras de
Grey. Cuánto daño hace la literatura barata. La mandé a tomar
por culo y le dije que se fuera a la cama de una puta vez y que me
dejara dormir en paz, si es que eso existe. Era la primera vez que me
llamaba en años. A la mañana siguiente un veterano telefoneó para
darme la noticia antes de que la tuvieran los medios, por si quería
acercarme a echar un vistazo. Nadie me lo impediría, por los viejos
tiempos.
Observé de nuevo mi cara en el espejo y me sentí como un anciano de
tan solo cuarenta y cinco años. Soportaba sobre mis hombros
encogidos la sensación de que mi vida había transcurrido como la de un
alpinista malogrado. Ascender empujado por la ilusión y la energía
de la juventud, por la pasión de vivir y de hacer algo bello y
bueno. Luchar contra la montaña y las inclemencias del tiempo con
el fin de alcanzar una cima gloriosa, en la que tan solo se puede
permanecer unos minutos, ya que allí arriba no hay casi oxígeno y
debemos reservar fuerzas para el regreso. Pero lo que uno desconoce
de la vida real es que no se desciende, sino que se cae. Golpes,
trompicones, granizo, ventisca. Sin compañía, abandonado por el
equipo al que has ayudado a llegar a lo más alto.
Por mi mente aturdida desfilaron fogonazos de los días de gloria, en los que yo era un joven policía con una carrera universitaria y un par de másters bajo el brazo, ilusionado por ponerme al servicio de la comunidad y protegerla de los rufianes y malhechores con corbata y gemelos que habían hecho de nuestra ciudad su cortijo particular. Sin saberlo, yo era un producto de esta sociedad que fabrica héroes para que den la vida por la causa, que no es otra que mantener al resto bien cómodo en el sofá de sus casas, sedentarios y grises, empecinados en vivir cien años, como hacen las tortugas: arrastrándose muy despacio y ocultándose en su coraza cuando vienen mal dadas. Ascendí rápido, útil marioneta, hasta que el fuego cruzado me despedazó. Masas de policías resignados y pedigüeños, centrados en sus pagas, sus horarios y sus derechos. La mitad corruptos y la otra mitad desentendidos, llevando el uniforme igual que lo haría una señora de la limpieza. Mis superiores componían una masa de tecnócratas y políticos, obsesionados con sus carreras profesionales, con el poder y la influencia, el dinero y las prebendas. Sus coches oficiales, sus fiestas, sus regalos, sus contactos… Y por fin, esa sociedad a la que se me había formado para proteger y servir, denostando de manera sistemática nuestra profesión. En los periódicos, en los bares, en la radio… Podías sentir la distancia que tomaban los amigos, los vecinos, los familiares lejanos, cuando se enteraban de que eras un madero. Había entregado quince años de mi vida a una ilusión, a un vil engaño. Me había matado a trabajar para convertirme en esclavo de una cadena de intereses y de una sociedad que me despreciaba y minusvaloraba. Me vine abajo, pero fue casi sin darme cuenta. No caí de golpe. Me fui apagando, haciendo aguas, hundiéndome muy despacio en las fétidas arenas pantanosas de la vida real, de su desidia, de su resignación, de su apatía y su egoísmo colectivo. A mi manera, yo también había creído en ese Universo que conspira. Y claro, una creencia tan estúpida tan solo puede llevar a una mente por fin despierta a la más desesperante de las decepciones.
Por mi mente aturdida desfilaron fogonazos de los días de gloria, en los que yo era un joven policía con una carrera universitaria y un par de másters bajo el brazo, ilusionado por ponerme al servicio de la comunidad y protegerla de los rufianes y malhechores con corbata y gemelos que habían hecho de nuestra ciudad su cortijo particular. Sin saberlo, yo era un producto de esta sociedad que fabrica héroes para que den la vida por la causa, que no es otra que mantener al resto bien cómodo en el sofá de sus casas, sedentarios y grises, empecinados en vivir cien años, como hacen las tortugas: arrastrándose muy despacio y ocultándose en su coraza cuando vienen mal dadas. Ascendí rápido, útil marioneta, hasta que el fuego cruzado me despedazó. Masas de policías resignados y pedigüeños, centrados en sus pagas, sus horarios y sus derechos. La mitad corruptos y la otra mitad desentendidos, llevando el uniforme igual que lo haría una señora de la limpieza. Mis superiores componían una masa de tecnócratas y políticos, obsesionados con sus carreras profesionales, con el poder y la influencia, el dinero y las prebendas. Sus coches oficiales, sus fiestas, sus regalos, sus contactos… Y por fin, esa sociedad a la que se me había formado para proteger y servir, denostando de manera sistemática nuestra profesión. En los periódicos, en los bares, en la radio… Podías sentir la distancia que tomaban los amigos, los vecinos, los familiares lejanos, cuando se enteraban de que eras un madero. Había entregado quince años de mi vida a una ilusión, a un vil engaño. Me había matado a trabajar para convertirme en esclavo de una cadena de intereses y de una sociedad que me despreciaba y minusvaloraba. Me vine abajo, pero fue casi sin darme cuenta. No caí de golpe. Me fui apagando, haciendo aguas, hundiéndome muy despacio en las fétidas arenas pantanosas de la vida real, de su desidia, de su resignación, de su apatía y su egoísmo colectivo. A mi manera, yo también había creído en ese Universo que conspira. Y claro, una creencia tan estúpida tan solo puede llevar a una mente por fin despierta a la más desesperante de las decepciones.
Me levanté como pude. Al final me espabiló algo tan mundano como la
necesidad de ganarme el pan. Fundé mi propia agencia de detectives
y, por un tiempo, prendió en mí la ilusión de construir algo por mí
mismo, de sacar adelante un proyecto personal. También creía que
podría hacer algo bueno desde fuera, liberado de las cadenas de la
jerarquía y la obediencia al mando, de las quejas y el lastre de la
masa de conformistas de uniforme azul. Mis conocimientos de economía
e informática y mi experiencia y contactos en la policía atrajeron
hacia mí los casos más jugosos de la ciudad, que se había
convertido en una especie de Monopoly salvaje. El motor explosivo de
las constructoras, las promotoras inmobiliarias y los bancos había
puesto en marcha la locomotora desbocada de la codicia colectiva.
Cualquier mierda con un traje ajustado y pose de listillo
iletrado que no tenía donde caerse muerto sostenía dos o tres
hipotecas sobre el brillo que fulguraba en la promesa del dinero
fácil, a la caza de ignorantes a los que endosar las propiedades a
un precio desorbitado, mientras gastaban el dinero que no tenían en
cochazos, alcohol y ropa cara. Un caldo de cultivo para el soborno y
el comisionismo. Para el abuso en contratos e hipotecas. Para la
coacción empresarial y la explotación laboral. Un entorno de orgía
descontrolada, libre de cualquier regla, de toda ley. Un ambiente en el
que un detective privado no daba a basto y prosperaba destapando
todas los actos miserables que un ser humano es capaz de perpetrar sobre otro, o
colaborando en ellos, en tiempos en los que todo valía y los seres
más despreciables se sentían liberados de toda norma o conducta
moral hacia el prójimo.
Pero todo eso termina por ensuciar el alma; ésta se apaga despacio,
se enfría, y su lugar lo termina ocupando un atormentador vacío.
Trabajas sobre un enorme tablero resbaladizo y hediondo en el que
transcurre una partida amañada, triste peón al servicio del poder
corrupto. Te das cuenta de que aquella vorágine no tiene fin. Forma
parte de la naturaleza humana. Puede que una ola rompa, y algún
inocente crea que fue la última, pero nada más darle la espalda al
mar te sepulta con un nuevo tsunami. Agotado, vacío, descreído,
vendí la agencia al parásito de mi ayudante, un tipo mortecino y
viscoso, un amigo de juventud que protegí bajo mi ala y que resultó
ser otro lastre que me impidió volar.
Aún así, conservaba mi licencia en un cajón, vieja y arrugada,
perdida entre montañas de papeles. Rebusqué ansioso y la encontré
al fin. Me aseé un poco, me puse cualquier cosa y salí a la calle,
arrastrándome por la acera como imaginaba que lo haría Gregor Samsa
tras despertar transformado en un insecto gigante. Por mera inercia
profesional, me dispuse a llevar a cabo una pequeña ronda de charlas
informales siguiendo el rastro de las caras que había podido
encontrarme en el entierro de Luz. Ella se relacionaba con toda la
élite económica de la ciudad: banqueros, constructores, promotores,
incluso gente de la música y la televisión. En torno a ellos
merodeaba toda la chusma dispuesta a arrastrarse por las miguitas que
los prebostes iban dejando a su paso a cambio de hacer el trabajo
sucio o divertir sus codiciosas mentes como lo haría un buen y fiel
saltimbanqui. Conocía a la perfección las cloacas de los palacios y
era allí donde debía comenzar a buscar si quería averiguar quién
había asesinado a mi prima.
Así que conduje mi vieja tartana hasta donde sabía que podría
encontrar a Jonny el Cortés. Mientras aparcaba frente a la terraza
del Club de Tenis pude observarle allí sentado, bebiendo un refresco
y mordisqueando un sandwich mixto. Su tentempié de media mañana.
Satisfecho de sí mismo, era uno de esos hombres que van por ahí
obligando a todo el mundo a reírle una sarta continua de gracias
egocéntricas, impregnadas de un untuoso pitorreo hacia quien las
recibía. Pude ver cómo la camarera congelaba su sonrisa a espaldas
de El Cortés, tras haber sostenido éste su coqueteo
autocomplaciente habitual. Él tomó su teléfono y se hizo una foto
disfrutando y después se dedicó a toquetear la pantalla durante unos
segundos, dedicados con toda probabilidad a compartir su imagen de
permanente estado de éxito en las redes sociales.
Eso me recordaba que no hacía tanto tiempo que Juan, su verdadero y simple nombre, se arrastraba por los parques y bares de esta ciudad con los ojos inyectados en sangre a causa del cannabis, borracho como una cuba. Por aquel entonces solía recibir un buen puñetazo a cambio de sus gracias de listillo engreído. Dios sabe cómo engatusó a la hija de un constructor de cierto renombre y, por un tiempo, desapareció de la escena, para regresar transformado en una persona respetable dedicada a la compraventa de inmuebles en el extrarradio. Dejar a la chica, establecerse por su cuenta y dar el salto a la gran urbe fue el último escalón de su ascensión fulgurante. Ahora era Jonny el Cortés, empecinado en cultivar una imagen de ganador, contra la que atentaban viejos amigos como yo, que le habíamos visto no hacía tanto tiempo abrazado a un árbol, borracho y fumado gracias a las monedas que se dedicaba a gorronear entre sus colegas. Si necesitaba algo me llamaba pero evitaba mezclarme con sus nuevos amigos, una especie de lacayos aduladores y envidiosos a partes iguales, a los que mantenía a raya con una poderosa red de favores que devolver. Le acompañaba un sujeto apodado el Kike, a quien Jonny trataba de Socio. Mientras me aproximaba a su mesa pude escuchar parte de la conversación.
Eso me recordaba que no hacía tanto tiempo que Juan, su verdadero y simple nombre, se arrastraba por los parques y bares de esta ciudad con los ojos inyectados en sangre a causa del cannabis, borracho como una cuba. Por aquel entonces solía recibir un buen puñetazo a cambio de sus gracias de listillo engreído. Dios sabe cómo engatusó a la hija de un constructor de cierto renombre y, por un tiempo, desapareció de la escena, para regresar transformado en una persona respetable dedicada a la compraventa de inmuebles en el extrarradio. Dejar a la chica, establecerse por su cuenta y dar el salto a la gran urbe fue el último escalón de su ascensión fulgurante. Ahora era Jonny el Cortés, empecinado en cultivar una imagen de ganador, contra la que atentaban viejos amigos como yo, que le habíamos visto no hacía tanto tiempo abrazado a un árbol, borracho y fumado gracias a las monedas que se dedicaba a gorronear entre sus colegas. Si necesitaba algo me llamaba pero evitaba mezclarme con sus nuevos amigos, una especie de lacayos aduladores y envidiosos a partes iguales, a los que mantenía a raya con una poderosa red de favores que devolver. Le acompañaba un sujeto apodado el Kike, a quien Jonny trataba de Socio. Mientras me aproximaba a su mesa pude escuchar parte de la conversación.
–
¿No puedes venir a la cena? Bueno, no te preocupes Kike. Alguien
ocupará tu lugar…
–
Joder Jonny, ya sabes que el puto Gui está de baja por una mierda de
esguince y no me queda más remedio que hacer su trabajo esta semana.
No hago nada solo; estoy jodido, ponte en mi lugar.
–
No te preocupes Socio. Te perdono. Compra los billetes de avión a
Barcelona como contraprestación.
–
Pero Jonny, ¿no te toca a ti pagarlos?
–
Yo creo que no, la verdad.
–
Bueno, pero no seas tan perro, ¿eh?
–
Ja, ja, ja. Mira quién habla. Anda, tú cómpralos. – dijo
mientras le daba unos cachetitos en la mejilla, algo subidos de
fuerza.
–
Está bien Jonny, está bien...
–
¡Hombre! Mira quién aparece por aquí. Un fantasma.
–
Hola Juan. – respondí mirando hacia el horizonte mientras encendía
un cigarrillo.
–
Jonny, amigo, no lo olvides. Ese tal Juan no existe. Bueno Socio, ya
te marchabas, ¿no?
–
Sí Jonny. Hablamos. Hacía mucho que no te veía, Marco. A ver si
nos tomamos algo un día de estos… – dijo Kike mientras se
levantaba de la mesa.
–
Eso está hecho. Cuando paséis por el barrio dadme un toque. –
respondí evasivo.
–
Bueno, Marco… El muerto ha desplazado el sello de la tumba y
resucita. Dichosos los ojos – dijo Jonny con retintín –. Aunque
la verdad es que no esperaba encontrarte precisamente en este lugar
tan respetable. Ya sabes que no me gusta mezclar las cosas, amigo.
¿Qué te trae por aquí? – dijo Jonny sin tan siquiera invitarme a
tomar asiento.
–
Querido Juan, me llamaste la semana pasada. Tengo una perdida tuya,
de esas de dos tonos… – respondí mientras me sentaba a su lado.
–
Ah, sí – contestó Jonny ignorando mis dardos, que aún así se
clavaban en su cara de fastidio –. Te llamé. Ya sabes, para saber
cómo estabas. Me han contado que andabas un tanto… decaído.
–
¿Y qué más?
–
Ya que lo mencionas, también quería pedirte un favor. Por los
viejos tiempos. Cierto material que necesito para un… trabajito, y
que tú podrías prestarme. Ya sabes que ando sin un duro y…
–
Ya. Sin un duro.
–
Bueno, bueno, no te pongas así. Ya me he buscado la vida por otro
lado. ¿Es que uno no puede llamar para interesarse por un viejo
amigo? – respondió airado.
–
Sí, claro que sí, Jonny. Vamos a dejarnos de rodeos. Ya sabes por
qué estoy aquí. Luz…
–
Cuánto lo siento, Marco. Era tu prima, ¿no? Debes de estar muy
dolido… Aunque tengo entendido que no es que fuerais precisamente
uña y carne, ¿no? No se puede ir por ahí juzgando a la gente con
tu historial, y menos aún cuando son de tu propia sangre. Es un
consejo que te doy desde el respeto y el cariño, Marco. Pero sí, la
verdad es que tu primita anduvo siempre jugando a la ruleta rusa y al
final se encontró con la bala que llevaba su nombre escrito. Pobre
niñita alocada… Entre nosotros, Jonny, era una fiera en la cama.
Si no fuera tu prima...¿eh?
Tiré mi colilla dentro de su mierda de refresco y le metí el
sandwich en la boca mientras le sujetaba de la solapa con una mano y
levantaba el otro puño en alto, dispuesto a reventarle la cara allí
mismo.
–
¡Dime qué sabes, maldito yonqui hijo de la gran puta! O te juro que
te machaco aquí mismo esa sonrisa de gilipollas engreído…
Jonnny levantó las palmas de las manos hacia mí y me hizo señas
para indicarme que me calmara y le permitiera hablar. Volví a
sentarme en mi silla con un ademán nervioso mientras toda la terraza
nos observaba en silencio. Jonny se sacó el sandwich aplastado de la
boca, se limpió la cara con la servilleta y recompuso su ropa
deportiva de marca. Después se giró hacia mí y me dijo:
–
Mira Marco, comprendo tu nerviosismo, por esta vez. Voy a hacer como
que esto no ha ocurrido. Por los viejos tiempos.
–
A ti lo que te interesa de los viejos tiempos es que no te alcancen
jamás, pedazo de mierda embreada…
–
Puede ser, Marco, puede ser. No me importa admitirlo aquí, entre tú
y yo. Mira tío, yo no sé quién ha matado a tu prima. Andaba
mezclada con mucha gente, tú ya me entiendes… Puede que estuviera
en el lugar incorrecto en el momento equivocado. O que se enterara de
algo que no debía saber. O que terciara una esposa celosa, ya sabes
cómo se las gastan las señoronas en este país… Yo qué sé. Algo
le rondaba por la cabeza, eso es seguro… ¿No te han contado nada
tus padres?
–
¿Mis padres?¿Qué tienen ellos que ver con todo esto?
–
Ah, suponía que lo sabías. Me dijeron que habían visto a Luz
entrando en la casa de tus padres. Mi gente del barrio, ya sabes…
Me levanté bruscamente de la silla y me dirigí al coche. A mi
espalda pude escuchar una voz que me decía:
–
¡No te preocupes! ¡Te perdono! Pero me debes una, ¿eh, chaval?
II
Sumergido en la masa de chatarra embotellada de la ciudad, fumé uno
tras otro cigarro mientras ignoraba las sandeces que la plétora de
tertulianos a sueldo escupía por la radio. ¿Qué narices hacía Luz
yendo a visitar a mis padres? Yo no tenía noticia de que jamás lo
hubiera hecho. Desconocía por completo esa relación. ¿Qué tenía
que ver mi maldita familia con todo esto? Cuando me hube
tranquilizado, empecé a comprender que el mierda de Jonny no sabía
nada. Él era un maldito cobarde de relumbrón, un trepa incapaz de
matar a una mosca. Uno de esos amigos que sería mejor no tener,
cierto, pero no un asesino ni alguien tan bien situado como para
saber quién podía haber hecho una cosa así. Erré el tiro pero el
muy canalla me había proporcionado otro lugar a donde ir a disparar.
Mi propia familia.
Aparqué el coche en la puerta de la vivienda unifamiliar, situada en
un barrio de profesionales de segunda categoría, plagado de gente
insulsa, sin aspiraciones ni sueños más allá de adquirir un coche
cada vez un poco más caro o comprar una tele de muchas pulgadas,
mientras rezaban para que sus niños mimados no se enfarloparan
demasiado y fueran a la universidad. Mi barrio. Llamé al timbre y me
retiré dos pasos mientras me secaba el sudor de las palmas de las
manos en un gesto nervioso.
–
¿Cariño? Hola hijo, pasa – me recibió mi madre mientras
arrastraba las palabras y me cubría la cara de sonoros besos –.
¿Cómo estás cariño? – repitió –. Hecho un asco, la verdad.
Pareces un crío recién salido de un reformatorio – apuñaló –.
Cuánto tiempo hace que no venías a vernos, hijo – volvió a
apuñalar –. Estábamos muy preocupados por ti, cariño. No nos
coges el teléfono – reprochó – y no nos atrevemos a ir a tu
casa, por si molestamos – comentó con falsa humildad, ocultando el
hecho de que jamás se desplazaban a ver a nadie por nada –. Qué
preocupada me tienes hijo. No duermo por las noches – ahí venía
la montaña de ego y reproches –. Me tienes muy nerviosa hijo, muy
preocupada – era su estado natural –. Sufro mucho por tu culpa
hijo. No sabes lo que le estás haciendo pasar a tu madre… Pero
pasa cariño, pasa…
–
¿Está papá?
–
Sí hijo, anda por ahí detrás, como siempre. Te habrá oído, seguro.
Ahora saldrá… ¿Por qué no te quedas a comer? Puedes darte una
ducha y dormir aquí si quieres – dijo la araña comenzando a tejer
su tela –. Lo que tú quieras hijo. Pero anda, no me mires así,
¿por qué no te sientas?
–
Hola que hay. – dijo mi padre desde el fondo del pasillo, vestido
aún con el pijama.
–
Hola.
–
¿Cómo vas, Marquete? – preguntó en un tono desenfadado y
distante, tal y como se hace con un vecino adolescente, del cual no
interesa nada, para rellenar la conversación en el ascensor.
–
Bien. Todo bien.
–
Muy bien, hombre. – respondió a modo de despedida, mientras giraba
sobre sus talones y regresaba a aquello que estuviera haciendo.
–
No tengo tiempo de quedarme, mamá. Tan solo he venido a preguntaros
una cosa. Me han dicho que Luz ha estado visitándoos últimamente.
¿Es eso cierto?
–
Sí hijo, sí. Tu prima estaba muy sola. Ninguno de vosotros la
habéis hecho el menor caso – enésima puñalada y proyección de
la personalidad –. Y claro, yo la llamaba de vez en cuando. Ella me
escuchaba el tiempo que hiciera falta – no pude evitar pensar que
quizá esa fuera la razón por la que mi prima bebía –. Luego
comenzó a pasarse por aquí de vez en cuando. Se tomaba un café
conmigo y me hacía compañía; ya sabes que tu padre, ahora que no
nos oye, está siempre a lo suyo. Yo le hablaba de mis cosas, de mi
sufrimiento. Alguna vez le di alguna propinilla para libros. Decía
que las lineas eran como una droga para ella… Y ahora esto. ¿Qué
más me puede pasar en la vida? Luz, asesinada… No te imaginas lo
que estoy sufriendo hijo. Anda, pasa y te lo cuento…
–
No mamá, ya te he dicho que tengo prisa. ¿Te dijo algo… extraño?
¿Mencionó a alguien, algún nombre importante? ¿O quizá había
algo que la preocupaba?
–
No sé hijo. Más bien hablaba yo cuando venía. Necesito tanto
consuelo. Yo…
–
Mamá, por favor, intenta hacer memoria. ¿Te habló de alguien? ¿Te
contó algún secreto?
–
No sé, hijo – respondió mi madre entre sollozos –. No sé.
Últimamente creo que salía a divertirse con esa chica que trabajó
contigo… No… No…
–
¿¿Noelia??
–
Sí, eso es. Noelia. Noelia. Fue tu secretaria hasta que la echaste
el año pasado, ¿no hijo?. No puedes ir haciendo daño así a la
gente, cariño. Seguro que era buena chica…
–
¿Buena chica Noelia? Una hija de la gran puta, eso es lo que era.
–
¡No hables así! Pobre muchacha. La dejarías sin trabajo; eso no se
hace cariño…
–
Sí, claro, sin trabajo. Una empleada que intentó extorsionarme y a
la que tuve que indemnizar con una buena pasta, para colmo. Anda,
deja de hablar de lo que no sabes…
–
¿Por qué me tratas así hijo? Nosotros lo hemos dado todo por ti y…
–
Por favor mamá, no me sueltes el rollo de siempre. ¿Así que dices
que salían juntas, Luz y Noelia?
–
Sí, eso me contó. Que era buena gente, muy divertida, y que no te
guardaba rencor aunque la hubieras destrozado la vida…
–
¿Destro…? Pero si la muy zorra… Anda, por favor, déjalo ya. Me
tengo que marchar, me has ayudado mucho. Pasad por casa cuando
queráis…
–
Sí hijo, sí. Lo haremos. Somos muy mayores ya pero haremos el
esfuerzo de ir a visitarte. Ven, anda, dame un beso.
Acerqué mi cara a la de ella y la ladeé sabiendo lo que iba a
ocurrir. Me sujetó fuerte por el cuello y me dio tres besos
nerviosos y sonoros mientras me decía entre lágrimas:
–
Anda hijo, ve a arreglarte un poco que vas hecho un cerdo. Te
queremos.
Abandoné el jardín en silencio, a grandes zancadas, completamente
vaciado de energía, mientras notaba como si una nube triste y negra
se hubiera instalado, de nuevo, en mi corazón. Estaba seguro de que
así debía sentirse alguien tras haber sido sometido a tortura
psicológica. Nunca conseguía acostumbrarme del todo aunque esta
vez, al menos, había conseguido sacar algo en claro de toda esa
maraña de ego, soledad y ponzoña silente.
Así que mi primita salía de juerga con la zorra de Noelia y se
pagaba las rayas con el dinero que le sacaba a mi madre haciendo como
que la escuchaba… Rumiaba estas ideas en mi cabeza mientras
conducía hacia el centro de la ciudad. Sentía que me estaba
acercando a algo pero no alcanzaba a comprender qué pintaba mi
antigua empleada en todo esto, aunque era consciente de que lo que le
había sucedido a mi prima bien podía tener que ver con esa
serpiente con tacones. Así que me dirigí, a la velocidad que me
permitía el maldito tráfico de esta capital de la codicia, hacia mi
antigua agencia de detectives, en busca del historial de Noelia. Una
gruesa carpeta con todos los documentos que había generado aquella
arpía en su vomitiva batalla por extorsionarnos y sacarnos cuatro
perras. Corría el más que probable riesgo de encontrarme con Bic,
pero albergaba la fútil esperanza de que, por una vez en su vida,
anduviera trabajando, para variar.
Mi agencia de detectives, puedo decir con orgullo y sin temor a
equivocarme, era una de las mejores de la ciudad. Bueno, claro, ya no
era mía. No se parecía en nada a los sucios cuchitriles a los que
nos tienen acostumbrados en las películas americanas. Acero y cristal,
luz natural, obras de arte colgando de las paredes, un bonito
logotipo, profesionales de primer nivel, secretarias laboriosas y
diligentes… Una empresa dirigida a ganarse la confianza de las
personas más ricas y retorcidas de la ciudad. Un espacio que más
bien parecía el piso de un notario, pensado para dotar de una pátina de
higiene, limpieza y respetabilidad a los tejemanejes de las clases
adineradas y siniestras de aquella cloaca de corrupción, sobornos y
extorsión en que se había convertido la capital de un estado
pestilente y malsano.
Confiaba en que todos hubieran salido a comer, tal y como hacían
siempre. Mi antigua llave penetró en la cerradura de la puerta
principal y la hizo girar sin oposición. Bic no se había tomado ni
tan siquiera la molestia de cambiarla. Menudo detective. Nada había
cambiado; todo se encontraba en el lugar de siempre. Me dirigí
directo a mi antiguo despacho, ahora el de Bic. Allí se guardaba
toda la documentación relativa a la dirección de la empresa, el
historial de Noelia entre ella. Abrí la puerta con un cierto ímpetu
urgente y me di de bruces con… Bic.
El maldito Bic. Siempre fuera de lugar. Todo el mundo le llamaba así
porque paseaba por el mundo el mismo boli Bic desde hacía años,
bien resguardado en el bolsillo de su americana, con su capucha azul
con forma de bala asomando por la pechera. Jamás se le había visto
darle uso. Corrían rumores de que había creado costra y ya no era
capaz de sacarlo de allí a no ser que fuera por medio de un
furibundo tirón, de esos que te dejan con el bolsillo en la mano y
cara de gilipollas. El puñetero Bic. Ya nadie recordaba su verdadero
nombre.
–
¡Hombre, Marco, qué alegría! – dijo Bic sin mucho entusiasmo –.
¿Has venido a hacernos una visita? Pasa, hombre, pasa y siéntate.
–
Hola Bic. – respondí en tono seco y desabrido mientras me sentaba en el lado de la
mesa en el que solían aposentar su grueso culo mis clientes.
Bic había sido la gota que había colmado mi vaso. Un amigo de la
infancia al que tuve que dar trabajo cuando no tenía dónde caerse
muerto y que utilizó la vieja estratagema de la amistad para
ablandarme e ir subiendo escalones en la agencia. Hasta que un día,
sin saber bien cómo, me vi aceptando una oferta suya por una pequeña
parte del negocio. Quizá necesitaba dinero, quizá compañía,
alguien que me ayudara a sobrellevar la carga. No sé. El caso es que
el parásito se instaló en el despacho adyacente al mío y jamás se
le volvió a ver dar ni golpe.
Eso sí, era un mago para la mentira. Al principio pensábamos que su fin era evitar cualquier tipo de esfuerzo, pero con el tiempo todos nos dimos cuenta de que estábamos ante un verdadero enfermo, un mentiroso compulsivo que te ametrallaba con sus embustes sin venir a cuento. Su especialidad consistía en decir lo mismo y lo contrario dentro de la misma frase con la mayor naturalidad del mundo. También disfrutaba sosteniendo una opinión delante de un compañero y la contraria, con la misma vehemencia, delante de otro.
Era cualquier cosa menos un detective. Perdimos unos cuantos buenos clientes a causa de su ineptitud y su desidia. Nos costaba tanto esfuerzo tapar sus desaguisados que decidimos, de una forma sutil y progresiva, irle sacando de la actividad diaria. Quizá fuera eso lo que buscaba. Si se sentaba un rato contigo en la misma habitación y te untaba con un buen par de embustes y de frases hechas, de lugares comunes destinados a rellenar el vacío que creaba a su alrededor, sentías un irrefrenable deseo de tirarte por el balcón. Corrían rumores de que en su juventud se había planteado la posibilidad de hacerse cura o suicidarse como dos opciones de vida con igual peso. Por desgracia Dios no lo acogió en su seno de ninguna de las dos formas y decidió arrastrar su mísera, triste y anodina existencia, dejándolo todo perdido de babas a su paso. Daba la impresión de vivir en una especie de suicidio en diferido, como si su espíritu hubiera abandonado aquel cuerpo hacía tiempo y tan solo estuviera dejando pasar la existencia para reunirlos de nuevo en el purgatorio. Porque Bic era de esas personas que jamás conocerían lo que es el cielo ni el infierno. Y pudo conmigo. Sí, el peso de arrastrar su carga se sumó a toda la mierda que yo había acumulado durante años de esfuerzos y tensiones agotadoras. Y como no despegaba su culo de vago de la silla ni con agua caliente, decidí cederle la mía, incluyendo mi querida agencia, mi primer hijo, el proyecto en el que había depositado todas mis ilusiones y mi deseo de vivir, a cambio de una bonita suma que me permitiera tomarme la vida con más calma. Empezar de cero. Escribir un nuevo libro sobre páginas inmaculadas. Airear la habitación y reformar el hogar. Tratar de que regresara el ser humano inocente, bueno y apacible que creía recordar que un día fui. Justo cuando comenzaba a pasar algunos minutos al día sin pensar en crímenes ni golpes bajos, ocurría esta desgracia. Luz, mi prima, apagada violentamente por la misma gentuza de la que deseaba separarme con todas mis fuerzas.
Eso sí, era un mago para la mentira. Al principio pensábamos que su fin era evitar cualquier tipo de esfuerzo, pero con el tiempo todos nos dimos cuenta de que estábamos ante un verdadero enfermo, un mentiroso compulsivo que te ametrallaba con sus embustes sin venir a cuento. Su especialidad consistía en decir lo mismo y lo contrario dentro de la misma frase con la mayor naturalidad del mundo. También disfrutaba sosteniendo una opinión delante de un compañero y la contraria, con la misma vehemencia, delante de otro.
Era cualquier cosa menos un detective. Perdimos unos cuantos buenos clientes a causa de su ineptitud y su desidia. Nos costaba tanto esfuerzo tapar sus desaguisados que decidimos, de una forma sutil y progresiva, irle sacando de la actividad diaria. Quizá fuera eso lo que buscaba. Si se sentaba un rato contigo en la misma habitación y te untaba con un buen par de embustes y de frases hechas, de lugares comunes destinados a rellenar el vacío que creaba a su alrededor, sentías un irrefrenable deseo de tirarte por el balcón. Corrían rumores de que en su juventud se había planteado la posibilidad de hacerse cura o suicidarse como dos opciones de vida con igual peso. Por desgracia Dios no lo acogió en su seno de ninguna de las dos formas y decidió arrastrar su mísera, triste y anodina existencia, dejándolo todo perdido de babas a su paso. Daba la impresión de vivir en una especie de suicidio en diferido, como si su espíritu hubiera abandonado aquel cuerpo hacía tiempo y tan solo estuviera dejando pasar la existencia para reunirlos de nuevo en el purgatorio. Porque Bic era de esas personas que jamás conocerían lo que es el cielo ni el infierno. Y pudo conmigo. Sí, el peso de arrastrar su carga se sumó a toda la mierda que yo había acumulado durante años de esfuerzos y tensiones agotadoras. Y como no despegaba su culo de vago de la silla ni con agua caliente, decidí cederle la mía, incluyendo mi querida agencia, mi primer hijo, el proyecto en el que había depositado todas mis ilusiones y mi deseo de vivir, a cambio de una bonita suma que me permitiera tomarme la vida con más calma. Empezar de cero. Escribir un nuevo libro sobre páginas inmaculadas. Airear la habitación y reformar el hogar. Tratar de que regresara el ser humano inocente, bueno y apacible que creía recordar que un día fui. Justo cuando comenzaba a pasar algunos minutos al día sin pensar en crímenes ni golpes bajos, ocurría esta desgracia. Luz, mi prima, apagada violentamente por la misma gentuza de la que deseaba separarme con todas mis fuerzas.
–
¿Y qué, amigo? ¿Cómo te va?
–
¿Por qué todo el mundo está empeñado en llamarme amigo? Déjate
de rollos Bic. Tú y yo hace mucho tiempo que no somos amigos.
–
Me duele que digas eso Marco – respondió Bic con un gesto lloroso
–. Sinceramente. Yo te considero mi amigo.
–
Ya. He sido una buena fuente de alegrías, ¿no Bic?. Mira, amigo, la
verdad es que no tengo tiempo para tonterías. Ahorrémonos toda esa
monserga de qué tal tu familia y cómo va la agencia y cuánto me
echas de menos. Me importa una mierda. Supongo que ya sabes lo de mi
prima y…
–
¡Qué horror! Vi las fotos en el periódico y lloré por ella Marco.
Sinceramente, lo siento mucho.
–
¿Pero qué coño estás diciendo? Si te vi en el entierro. Estuvimos
hablando de…
–
Eso es imposible. Me confundirías con otro. Bueno, estuve pero me
tuve que marchar a llevar a mi mujer al hospital porque…
–
Pero en qué quedamos…¿estuviste o no?. Lou me dijo que te fuiste
pronto porque tenías una reunión con un cliente importante, un caso
que habías decidido llevar por tu cuenta, fuera de la agencia.
–
Noooo. Sinceramente, llevé a mi mujer al hospital, tenía vómitos,
y diarrea... y estreñimiento. Y dio la casualidad de que me encontré
a aquel cliente en la sala de espera…
–
¡Basta, Bic, basta! Me importa un carajo, qué coño. Pero si yo ya
no trabajo aquí. Haz lo que te salga de los cojones pero calla esa
bocaza ahora mismo. Oye mira, perdona, anda, vamos a dejarlo… Y
qué, ¿ahora comes aquí solo? ¿No bajas con los demás?
–
Sinceramente, hoy he decidido quedarme aquí a repasar unos casos, a
estudiármelos bien…
–
Mira Bic, tú no has hecho eso ni un solo día de los quince años
que llevas en esta empresa… La verdad es que me importa un carajo
qué haces aquí. Eres un maldito chalado. Yo solo he venido a consultar
el historial de Noelia un momentito y me marcho, ¿vale?
–
¿El historial de Noelia? Sin problema. ¿Y a qué se debe tu
repentino interés por esa rata, si puede saberse?
–
He estado investigando un poco por mi cuenta y me he enterado de que
Luz salía con ella últimamente. La noche fabrica amistades que la
luz del día no tolera. Aunque bajo el cielo azul florecen amigos que
asesinarías en sueños. El caso es que me gustaría averiguar dónde
vive y pasarme por allí a hacerle un par de preguntas…
–
Entiendo. No hay ningún problema. Debo tener su expediente por aquí.
Déjame un segundo...¡Aquí está! Su contrato, los papeles del
pleito, su teléfono... ¡Su dirección!
–
Perfecto. Déjame que lo apunte. Bueno Bic, pues muchas gracias por
todo y que te vaya bien…
–
Espera un momento Marco. Me pongo la chaqueta y voy contigo.
–
¿Qué? De ninguna manera. Tú no vas a ninguna parte Bic. Te he
visto destrozar un interrogatorio con tan solo una mirada de cordero
degollado.
–
Pero Marco… Es que ella y yo… una vez… sinceramente, ya sabes.
–
¿Qué sé? Hombre, por favor. Mi prima no se hubiera acercado a ti
ni aunque te hubieras forrado el cuerpo de Bin Ladens. ¿Pero es que
no puedes parar de fabular ni un segundo?
–
Mira Marco, a mí jamás nadie en la vida me ha llamado embustero,
excepto aquellas veces. La dirección te la he dado yo y voy a ir
contigo te guste o no. Lo que hubo entre Luz y yo es asunto nuestro y
de nadie más…
–
Desde luego no es asunto de tu mujer…
–
Una vez soñé que me acostaba con ella y quizá lo hice o quizá no.
Para mi mujer no lo hice y para los muchachos sí. Sinceramente, yo
estoy casi seguro de que sí lo hice aunque fuera en sueños…
–
No te soporto Bic. Te dejo que me acompañes con la condición de que
no vuelvas a dirigirme la palabra en toda tu triste existencia.
–
Eso está hecho Marco. Sinceramente…- respondió Bic mientras se
ponía su chaqueta, me cedía el paso para que abandonara la oficina
y me taladraba la cabeza con su cháchara banal y sus incongruencias
hasta la casa de Noelia.
III
El GPS del móvil nos guió hasta la calle Don Juan Infante de
Castilla, que formaba parte de lo que podríamos denominar como la
zona noble de un barrio popular, formada por un conjunto de bloques de pisos agrupados en torno a un par de calles privadas. Un lugar que encajaba a la
perfección con las ínfulas que se daba la poligonera de Noelia en
su desesperado y permanente intento de dejar atrás lo que uno es,
una práctica tremendamente habitual en esta ciudad de advenedizos y
de nuevos ricos, de vidas sostenidas por un plástico que otorga de
una pasada todo el crédito que a las personas les falta. Un pequeño
inconveniente nos separaba de mi enésima amiga del día: la cabina
de un guardia de seguridad con su correspondiente barrera de franjas
blancas y rojas. Había que pensar en algo.
–
Solo se me ocurre el número de los técnicos de la tele de pago.
Está muy manido pero nunca falla – dije.
–
Me parece bien – respondió Bic.
–
La llamaré primero para avisarla de que vamos, por si el guardia lo
comprueba…
–
Es justo lo que yo estaba pensando…
–
En el maletero llevo todo lo necesario. Las viejas costumbres aún no
las he perdido. Ve a echar un vistazo a ver qué encuentras.
–
Eso ya lo había pensado yo justo antes de que tú lo dijeras.
–
¿Vas a ayudarme o no, Bic? Ya no soy tu jefe, no hace falta que me
andes lamiendo el culo o trates de impresionarme todo el rato. Ve a
mirar mientras yo llamo, coño.
Marqué el número de Noelia y me tapé la boca con la mano para
distorsionar la voz.
–
¿Diga?
–
¿Noelia Dimarco Feito?
–
Sí, soy yo.
–
Buenas tardes. Le llamo de la compañía de teléfono. Estamos
llevando a cabo una campaña de fidelización de nuestros clientes
por la cual le doblamos los gigas y le regalamos todo el cine y el
fútbol de pago durante los seis próximos meses, de forma sencilla
y, por supuesto, completamente gratuita. Llamo para confirmar la cita
que tenemos dentro de quince minutos. Hemos terminado aquí al lado
con otro cliente y nos gustaría poder pasarnos por su domicilio.
Será solo un momento…
–
Ah. Yo no sabía nada de ninguna cita. La habrá concertado Ernesto,
mi marido. Déjeme ver… Las niñas están con sus abuelos y… ¿van
a tardar mucho?
–
En diez minutos lo tiene listo, señora.
–
Eso significa una hora. Está bien. Pásense ahora mismo.
–
Muchas gracias señora. Estaremos por ahí en un momento.
Colgué el teléfono satisfecho. Bic regresó al asiento del copiloto
y se dejó caer con languidez.
–
Está todo Marco. Oye, yo no sé si voy a caber en ese mono de
trabajo. He cogido unos kilos, y eso que me mato en el gimnasio –
dijo.
–
Tú no has corrido ni para coger el autobús…
–
Nadie ha dicho eso. Me ponen un traje con electrodos, está muy de
moda. Pero de momento yo no noto ningún efecto. Hablando de efectos…
Mira lo que he traído.
Bic sacó de su bandolera el expediente de Noelia.
–
Sí, ya lo sé. Pero ahora ya no nos hace ninguna falta.
–
No, hombre. Después de que esa zorra nos amenazara y nos obligara a
despedirla, decidí hacerle un pequeño seguimiento. A ver qué podía
rascar. Y ¡bingo! Mira lo que encontré…
Bic me pasó unas fotos en las que se podía ver a Noelia tonteando
con quien parecía ser su monitor de gimnasio o su entrenador
personal. Las instantáneas iban subiendo de tono hasta que las manos
del joven musculoso se perdían en la entrepierna de Noelia y su
lengua le hacía cosquillas en la campanilla.
–
Hay más, mucho más. Todo. Pero creo que con esto es suficiente. Me
parece que al tal Ernesto lo tiene dando vueltas por el mundo
consiguiendo pasta mientras ella se divierte con muchachitos jóvenes.
Es lo que siempre le ha ido, ¿no?
–
Joder Bic. Me dejas de piedra. A ver si ahora que ya no trabajas para
mí te vas a convertir en un detective de verdad. Esto es una bomba.
–
Gracias Marco. Sinceramente, soy uno de los mejores de la ciudad.
–
Sinceramente… Anda, vamos a cambiarnos de ropa y a terminar con
esto.
IV
–
Buenas tardes jefe. Venimos al 44, 1º A. Domicilio de Noelia
Dimarco. Somos de la compañía telefónica.
–
Un momento…
El guardia de seguridad, por llamar de alguna forma a aquel anciano
arrugado y triste, descolgó el teléfono y llamó a Noelia mientras
Bic y yo fumábamos un cigarrillo, algo apartados. La verdad es que
nuestro aspecto no debía ser mucho mejor que el suyo.
–
Está bien, pueden pasar. Es aquel portal de allí.
–
Muchas gracias jefe.
Presioné el botón del telefonillo y pedí permiso para que nos
abriera con la mano sobre mis labios. Subimos las escaleras a toda
prisa y encontramos a Noelia con la puerta entornada. Me abalancé
sobre ella sin darla tiempo a reaccionar y Bic le puso la mano en la
boca y la apoyó contra la pared del recibidor.
–
Ahora vas a ser una niña buena y vas a estar calladita.
Sinceramente, llevo un revólver en el bolsillo y no quisiera tener
que utilizarlo.
–
Bic, joder, que te conoce – dije yo, resignado, mientras cerraba la
puerta de la vivienda –. No hay pistola, Noelia. Pero tenemos algo
mucho mejor. Échale un vistazo a esto…
Le puse las fotografías delante de la cara y pude disfrutar de ver
cómo casi se le salían los ojos de las órbitas. Dejó de agitarse
poco a poco, según yo iba haciendo circular las instantáneas
subidas de tono con su amiguito. Levantó las palmas de las manos
hacia arriba en un gesto de rendición y sometimiento mientras nos
miraba alternativamente a uno y a otro. Creo que no salía de su
asombro pero, como buena rata manipuladora que era, sabía cuándo
tenía la mano perdida y era hora de descubrir sus cartas y tratar de
negociar con lo que la fuera cayendo en suerte. Le hice una seña a
Bic para que la soltara y se retirara. Noelia recompuso poco a poco
su habitual postura altanera mientras estiraba su blusa blanca y se
alisaba los pantalones vaqueros. No fuera la mona a deslucir sus
sedas.
–
Está bien, Marco, tú ganas esta vez… ¿De dónde coño habéis
sacado eso? Os voy a denunciar de nuevo, cabrones. Lo estoy grabando
todo. – vomitó entre dientes, el dedo índice señalándonos con
furia en un gesto de amenaza y reconvección.
–
Tú no estás grabando una mierda, bonita. No esta vez. Lo que sí se
te va a quedar grabada a fuego es la cara de tu maniquí, ese lerdo
al que tú llamas marido, cuando vea estas fotos. Tengo entendido que
su familia es capaz de hundir la vida de cualquiera en esta ciudad…
– respondí taimado.
–
¿Qué queréis? ¿Las cuatro perras que os saqué? ¿Es eso?. Pues
jodeos, se las quedaron los abogados y los peritos. También
pagasteis una de estas dos tetas de plástico. ¿Queréis llevárosla
y atragantaros con ella? – contestó altiva y barriobajera,
satisfecha de no arredrarse ante nadie.
–
No bonita, te las puedes quedar. Buena falta te van a hacer cuando te
den la patada. Los años no pasan en balde para nadie, rica. Y a
falta de cerebro, buenas son un par de tetas para continuar trepando –
respondí –. No te preocupes Noelia. Tan solo hemos venido a hablar
contigo sobre tu buena amiga Luz…
–
¿Luz? Tu primita, claro. Ya nadie puede hacer nada por ella. Lo
hemos pasado bien juntas un par de noches y ya está. No tengo nada
que ver con lo que le ha ocurrido. Lo siento por ella pero espero que
a ti te haya dolido todo lo que puede dolerle el alma a un
desgraciado.
–
Mira, hija de la gran puta – le dije mientras la cogía del cuello
y la apoyaba contra la pared, aproximando mi cara rebosante de ira a la
suya hasta que nuestras narices se rozaron, tan cerca que podía
entrever un espeso y oscuro bello facial, disimulado infructuosamente
a base de capas de maquillaje –. Nos vas a contar todo lo que
sabes o tu querido suegro y tu maridito de postín van a recibir el
resto de las fotos. Ya hemos visto lo bien que sabes montar a un
potro joven. Estoy seguro de que ellos también disfrutarán sabiendo
cuanto aprovechas tus clases de equitación.
–
Es cosa de Machete, joder. Machete, sí. Es vuestro abogado, ¿no? Él
me pagó para que me pegara a vuestra prima como una lapa. Para que
tratara de averiguar todo lo que pudiera sobre ella y sobre cierta
conversación que podía haber escuchado. Luz estaba paranoica y yo
fui la pértiga en la que se apoyó para saltar aún más al abismo
de la noche. Querían que la tuviera todo el día borracha y fumada.
Pero yo no he hecho nada y no puedo contaros nada más. Y ahora salid
de mi casa. Si esas fotos llegan a manos de mi esposo os juro que no
volveréis a dormir tranquilos en lo poco que os queda de vida. Sí,
gilipollas. Id a hablar con Machete. Es el mejor favor que podéis
hacerme. Vosotros husmead en el vertedero y no faltará mucho para
que los pedazos de vuestros cuerpos sean utilizados como argamasa de
los ladrillos de la próxima promoción salvaje de esta ciudad de
mierda. ¡Salid de mi casa cabrones y que se os lleve el diablo!
Dejamos a Noelia tirada en el suelo, llorando a moco tendido, la
cabeza encajada entre las rodillas. No mostró ni el más mínimo
sentimiento de culpa hacia lo que le había ocurrido a Luz o frente a
su flamante marido. Lloraba de pura rabia, poseída por el demonio del
egoísmo y la manipulación. Gemía como una niña malcriada que no
se ha salido con la suya. Noelia era una de esas personas que te
hacía valorar a un espíritu puro, ese mito que se susurraba en las
escuelas de la ciudad. Las buenas personas.
V
Machete. Aún no podía creérmelo. Mi gran amigo. Ese chico amable,
educado, caballeroso, atento, muy amigo de sus amigos. Ferviente
católico, hombre familiar hasta la médula, un padrazo. Y el caso es
que la forma en la que Noelia le había mencionado parecía una
confesión sincera. No existe mentira que no tumben unas buenas
fotografías. Machete. Mi compañero de la escuela, mi abogado. Me
había sacado de un buen par de líos durante estos años y yo
siempre estaba dispuesto a ayudarle con mis pesquisas cuando algún
caso lo requería. Era socio de un prestigioso y discreto
despacho de abogados junto a sus tres hermanos mayores. Yo sabía que
asesoraban a varios ayuntamientos de la sierra y a algunos políticos
regionales, además de haberle sacado las castañas del fuego a más
de un constructor. De ahí a que mi amigo, este sí de verdad,
estuviera involucrado de forma tan directa en el asesinato de Luz
terciaba un abismo que a mí se me antojaba infranqueable. Me sentía
completamente hundido, perdido en un marasmo de pensamientos
contradictorios mientras fumaba distraído el enésimo cigarrillo del
día, sentado en mi coche, frente al volante.
–
Machete… No puedo creerlo. – dijo Bic, cabizbajo.
–
Ni yo. No puede ser… – respondí, ausente.
–
No, si lo que no puedo creer es que no se me hubiera ocurrido antes
– respondió Bic, mirándome sin pestañear, con los ojos muy
abiertos y un rictus de pánico y perplejidad instalado en su cara.
–
¿Cómo dices? Machete es un hombre intachable y no puedo concebir…
–
¿Intachable? Machete es un arma de doble filo, Marco. ¿Por qué te
crees que le llaman así?
–
Pues porque es un hacha con las mujeres. Joder, ese mote se lo puse
yo.
–
Mira Marco, no sé por qué le pusiste el mote, pero te aseguro que
ha evolucionado él solito. Se nota que andas bastante desconectado.
Todos esos libros te están secando la mollera. Tu amigo es
peligroso. Muy peligroso. Trabaja para toda esa maraña de políticos,
empresarios, constructores y banqueros corruptos. Todo el mundo en el
negocio lo sabe. El que se interponga en el camino de Machete es
hombre muerto. Oh, sí, no notarás nada. Te tratará como si fueras
su hermano del alma. Regalos, entradas en primera fila, invitaciones a lujosas
fiestas… Cuanto más cerca notes su aliento, cuanto más te sonría
y te ponga la mano en el hombro, más cerca estarás de rellenar el
hoyo que el destino nos tiene reservado a todos. Por lo tanto, como
buen cobarde que soy, aquí termina mi viaje. Probablemente la zorra
de nuestra amiguita ya le habrá dado aviso, así que me iré a casa a
rezar para que se olvide de que existo. Yo en tu lugar haría lo
mismo, por muy íntimos que seáis. Déjalo Marco, cómprate otro
libro y disfruta de tu jubilación anticipada. Nadie puede hacer ya
nada por tu prima, así que dejémoslo descansar todo en paz.
–
Bic… No has dicho sinceramente ni una sola vez. – respondí,
mirándole preso del espanto que provoca confrontar la pura y simple
verdad.
VI
–
¡Marco, campeón! Pasa hombre, pasa, no te quedes ahí. Tengo una
reunión dentro de media hora con un cliente y aprovecho para ordenar
papeles. Pero eso puede esperar. ¿Nos tomamos un café?
–
Qué pasa Machete…
–
Ven aquí, anda. Hace mucho que no nos veíamos. Dame un abrazo. Con
eso de que te has prejubilado ya no quieres saber nada de nadie.
¿Cómo va esa vidorra que te estarás pegando?
–
Todo bien. Tranquilo. Eso es lo importante, ¿no?
–
Sí, claro que sí. Y la familia. Tus niños, eso es lo único que
merece la pena, amigo.
–
Paso mucho tiempo con ellos, y con mis libros. Me va bien, no me
quejo.
–
Maravilloso, león. Maravilloso. Ya sabes que yo tengo que soportar a
la retorcida de mi ex, pero por fortuna veo a mis hijos bastante a
menudo. No me ha tocado las narices demasiado con eso. No fuera a ser
que me diera por cortarla el cuello, ¿eh? Ja, ja, ja.
–
Sí, muy gracioso Machete.
–
Bueno, ¿y ese café?
–
Preferiría que habláramos aquí – respondí.
–
¿Trabajo? Pero bueno, si tú ya estás retirado, Marco. ¿O es que
eres otro de esos yonquis de la adrenalina? Ja, ja, ja.
–
Luz.
Machete se me quedó mirando desde detrás de su mesa con la sonrisa
congelada. Agachó los ojos, sobrevoló con la mirada sus papeles y
levantó de nuevo la vista hacia mí, alerta como solo una hiena lo
está cuando ronda a un cervatillo herido.
–
Luz. Ya. Lo sé, amigo. Ha sido duro. Todos lloramos su pérdida. Le
mandé un ramo de flores y dos billetes abiertos para un crucero por
el Mediterráneo a sus padres. Que les de el aire un poco cuando estén listos para
intentar superarlo. Era una buena chica. Alegre, llena de vida y de
ilusiones, algo alocada y revoltosa, sí, pero un ángel, un alma
cándida y vital que disfrutaba de la vida como nadie. Hemos de
quedarnos con eso, ¿no? Disfrutó muchísimo de esta vida tan perra
y complicada. Ella sabía cómo sacarle el jugo a todo.
–
¿Quién ha asesinado a mi prima, Machete?
–
¿Y cómo quieres que yo lo sepa? Suficiente tengo ya con no liquidar
a mi ex y sacar adelante esta mierda de casos de accidentes de
tráfico que me pasan mis hermanos. ¿Por qué me preguntas eso,
Marco, amigo?¿Es que crees que yo pudiera tener algo que ver en…?
–
Machete, por favor, déjate de cuentos. Sabes perfectamente que vengo
de hacerle una visita a Noelia. Imagino lo poco que habrá tardado en
descolgar el teléfono y cubrir el auricular de espumarajos rabiosos
con mi nombre envuelto en ellos.
–
Está bien, Marco. ¿Estás seguro de que deseas continuar con esta
conversación?
–
Muy seguro, amigo.
–
Perfecto. Antes he de pedirte que le entregues a Tordo tu teléfono y
tu chaqueta y que le dejes acariciarte un poco.
–
¿Tordo? ¿Quién…? – pregunté mientras me giraba y me encontraba
de bruces con un gorila trajeado. Me puse en pie y me deje hacer.
Tordo abandonó la habitación con mis pertenencias y tomé asiento
frente a Machete.
–
Bueno, vamos a ver. ¿Qué es lo que sabes exactamente? – dijo
Machete en actitud falsamente meliflua.
–
Sé lo que tú ya sabes que sé. Que le encargaste a Noelia que
sonsacara a Luz algún secreto que ella no debería haber escuchado y
que la tuviera todo el día de juerga. ¿Qué es eso tan peligroso
que sabía mi prima? ¿Quién cojones eres tú? ¿Qué puede haber
tan importante para que mates a un ser humano? ¿A mi prima, joder,
una chica inocente y alocada que no ha tenido mala intención en toda
su puta vida? – dije podrido por la rabia, mientras un mar de
lágrimas bañaba mis mejillas.
–
Mira capullo. Eres mi amigo y te quiero más que a nada en el mundo
pero existen ciertos límites que te aconsejo que no superes. Yo no
he matado a nadie. Cierta gente me pidió que le hiciéramos un
seguimiento a tu prima y les pasáramos información, pero nada más.
Siento tener que decir esto pero quizá tu prima se lo buscó, joder.
No se puede vivir drogada y borracha a todas horas, acostándote con
toda esa gentuza, y pretender que ellos confíen en ti cuando
escuchas conversaciones que les podrían costar la perpetua.
¿Entiendes? Por muy bebida y fumada que estuviera, no se pueden
correr riesgos. Todos esos tíos con trajes de mil euros, cochazos,
yates, mansiones y joyas son unos garrulos. Gente sin corazón, sin
inteligencia ni formación. Solo les interesa la pasta y el poder.
Es su puto juego de niñatos de barrio. Los gallitos se han hecho
mayores y ricos pero siguen siendo la misma mierda que cuando eran
los matones de la esquina. ¿O es que acaso crees que se llega tan
alto siendo inteligente, trabajador o bondadoso? Tú y yo no somos
así, Marco. Tenemos ideales. Toda la vida por delante para
disfrutar. Y familia. Niños maravillosos que aún nos miran como si
fuéramos unos héroes. Pero en este asunto no, Marco, por favor.
Aquí no te hagas el héroe, te lo suplico. Tú ya fuiste un gran
campeón. Ya luchaste por el bien de la Humanidad y todo eso, y mira
cómo te lo ha agradecido el mundo. No me gustaría nada tener que ir
a tu funeral, amigo.
–
¿Me estás amenazando Machete?
–
Tómatelo como quieras Marco. Yo solo te digo que estoy dispuesto,
por una vez en mi vida, a olvidar esta conversación. Y te aconsejo
que tú hagas lo mismo. Vete a tu casa y cuida de tus hijos. No
queremos que les ocurra nada en tu ausencia, no te lo perdonarías.
Relájate, lee un buen libro mientras saboreas una copa de vino y no
pienses más. Ya nos tomaremos ese café otro día.
Me quedé mirando a Machete preso de un sentimiento nuevo para mí.
Creo que era miedo. Pavor. Sí, creo que por primera vez en mi vida
supe lo que era el miedo de verdad. Las caritas de mis hijos flotaban
en mi mente, inocentes y despreocupadas. Sus risas, sus ojos de
ilusión, sus abrazos… Toda esa explosión de vida y todo el amor
que sentía por ellos despertaron en mí algo que el Marco soltero
desconocía por completo. Me di cuenta de que Machete, estuviera
mintiendo o no, tenía razón. Yo ya no deseaba ser ningún héroe.
La vida me había enseñado que las virtudes eran un cuento para
niños en el que algunos idiotas habíamos creído demasiado tiempo.
Como si nadie te avisara, en su debido momento, de que los Reyes Magos
no existen. Así que, sin mediar palabra, despegué el culo del
puñetero cuero negro donde más de un mafioso había arrellanado sus
posaderas y, con las rodillas temblando y la garganta tan seca como
la suela de un zapato viejo, me dirigí hacia la puerta.
–
Marco, espera…– dijo Machete mientras habría el cajón de su
mesa – No me guardes rencor. Tengo aquí dos entradas para…
De repente se detuvo, me miró fijamente, muy serio, y las volvió a
guardar, mientras decía:
–
Mejor olvídalo. Ya nos veremos.
VII
Aquel día decidí despedirme de mi vieja chatarra con ruedas. La
dejé tirada en pleno casco antiguo, acunada por edificios y
callejuelas tan vetustos como el mundo. Pensé que eso la haría
sentir joven por última vez. Sabía que la grúa no tardaría en
llevársela al depósito municipal de vehículos, un lugar que por
desgracia yo conocía demasiado bien. Al menos pasaría sus últimos
días en una mansión de lujo.
Caminé despacio, sin rumbo fijo, por las calles atestadas del centro
de la ciudad. Masas despreocupadas de turistas en pantalones cortos y
de compradores ansiosos cubrían el asfalto de las avenidas, rodeados
de teatros, cines y restaurantes de comida rápida. Deambulé
aturdido, preso de una mezcla de rabia y de parálisis, fruto de la
impotencia. De la consciencia de haberme convertido en un ciudadano
más, un simple padre de familia que debía velar por el bienestar de sus
hijos y agachar la cabeza ante la salvaje injusticia de los
poderosos.
Mis pasos me llevaron hasta la orilla del río. El inconsciente es un
discreto mago que nos sitúa al borde de su caldera, transformados en
el último ingrediente, indispensable para elaborar la pócima de
nuestra autodestrucción. El Palacio Real, símbolo de un poder
centenario y opresivo, trasladado ahora a la burguesía opulenta e
iletrada, señoreaba sobre las mansas y turbias aguas de una
corriente sombría, maquillada por un parque fluvial moderno e impersonal. Me
acodé sobre la barandilla metálica, justo en el lugar en el que
apareció el cuerpo de Luz. El sol se había ocultado tras el perfil
de la urbe pero sus últimos rayos pintaban las nubes y el cielo con
trazos naranjas, violetas y rosados.
Sabía que mi prima había muerto para proteger la faja de grasa que se acumulaba en la cintura de algún cerdo ávido de placeres sensuales. Hombres y mujeres que pasaban por su corta vida a toda prisa, poseídos por un ansia desmedida de acaparar posesiones y experiencias. Existencias aceleradas y voraces, dirigidas por la rapiña, esa actitud primitiva, propia de bárbaros e ilustrados por igual, cada uno a su manera. Nada vale una mísera vida frente al fétido aliento de la hiena que ha probado el sabor de la carroña. La de Luz se apagó bajo la oscuridad líquida que conforma la alcantarilla por la que fluye toda la basura de esta ciudad centenaria, nido de ratas de ojos ávidos y sanguinarios. La mía no la tenía yo en alta estima. Me sentía desgastado, demasiado vivido, impregnado de toda la mugre del género humano, de ese tipo de suciedad que ya no sale. La hubiera entregado si con ello hubiera sido capaz de llevarme por delante a unos cuantos hijos de puta. Pero conocía demasiado bien los entresijos de una sociedad centenaria, de sus inercias y sus códigos no escritos, para saber que un acto justo y desesperado acabaría siendo un desperdicio inútil, otra vida segada que no cambiaría absolutamente nada. Ganas de arrojarme al río no me faltaban. Un hombre poseído por la melancolía, la impotencia y la soledad debe desechar ideas que aparecen en su mente sin que nadie las haya invitado a pasar, pero que ejercen una poderosa atracción. Después pensé en mis hijos y la visión de su arrolladora pasión por vivir, de esa ilusión que a mí se me antojaba una especie de hechizo mágico que deseaba que no les abandonara jamás, disipó los negros nubarrones que empapaban mi mente de pensamientos funestos.
Sabía que mi prima había muerto para proteger la faja de grasa que se acumulaba en la cintura de algún cerdo ávido de placeres sensuales. Hombres y mujeres que pasaban por su corta vida a toda prisa, poseídos por un ansia desmedida de acaparar posesiones y experiencias. Existencias aceleradas y voraces, dirigidas por la rapiña, esa actitud primitiva, propia de bárbaros e ilustrados por igual, cada uno a su manera. Nada vale una mísera vida frente al fétido aliento de la hiena que ha probado el sabor de la carroña. La de Luz se apagó bajo la oscuridad líquida que conforma la alcantarilla por la que fluye toda la basura de esta ciudad centenaria, nido de ratas de ojos ávidos y sanguinarios. La mía no la tenía yo en alta estima. Me sentía desgastado, demasiado vivido, impregnado de toda la mugre del género humano, de ese tipo de suciedad que ya no sale. La hubiera entregado si con ello hubiera sido capaz de llevarme por delante a unos cuantos hijos de puta. Pero conocía demasiado bien los entresijos de una sociedad centenaria, de sus inercias y sus códigos no escritos, para saber que un acto justo y desesperado acabaría siendo un desperdicio inútil, otra vida segada que no cambiaría absolutamente nada. Ganas de arrojarme al río no me faltaban. Un hombre poseído por la melancolía, la impotencia y la soledad debe desechar ideas que aparecen en su mente sin que nadie las haya invitado a pasar, pero que ejercen una poderosa atracción. Después pensé en mis hijos y la visión de su arrolladora pasión por vivir, de esa ilusión que a mí se me antojaba una especie de hechizo mágico que deseaba que no les abandonara jamás, disipó los negros nubarrones que empapaban mi mente de pensamientos funestos.
Nada se podía hacer ya por Luz; quizá tan solo aprender de su
experiencia y de la mía propia y ser capaz de transmitir a mi
descendencia un cierto equilibrio en la vida. Tratar de que su estrella
brillara a la vez que se les enseñaba a defenderse de los que desean
apagarla. Ser capaz, en el momento oportuno y en dosis muy medidas,
de abrirles los ojos ante la pasividad y el egoísmo connaturales a
nuestra especie. Explicarles, qué cojones, que por aquí todo el
mundo va a lo suyo, y que se regalen la belleza de su interior a sí
mismos y dosifiquen la que entregan a los demás. Al repasar los
acontecimientos de esta jornada agria y desalentadora, las caras de
El Cortés, Bic, Noelia o Machete desfilaban ante mí como una
especie de baile de máscaras macabras que succionaban toda mi energía y me
dejaban tirado en el suelo como si fuera una mierda de perro
callejero. ¿Existirá en este mundo gente buena, inteligente,
equilibrada, empática y soñadora? ¿Serán capaces mis hijos de
entrelazar su camino con el de personas de fiar? ¿Hay en el mundo
seres junto a los que construir un lugar mejor, compartiendo no solo
las victorias y la bonanza sino también los esfuerzos y los actos
que nos impulsan hasta alcanzarlas? Quizá mis expectativas hubieran sido
siempre muy altas y llevara toda la vida embutido en mi ridícula
armadura de caballero andante, luchando contra molinos, en busca de
una Dulcinea que solo habita en la mente de un loco que ha leído
demasiados libros de caballería.
Así que este patético, arrugado y envejecido Quijote encendió otro
cigarrillo cuya lumbre brillaba como el último ascua de una vida
casi extinguida, que dirigía sus pasos hacia su humilde morada bajo
la luz cenicienta de las farolas que iluminaban a mordiscos la ribera
del río. Siempre me quedaba la esperanza de que aquel cigarro fuera
el que alberga la dosis que acaba con uno cual veneno rápido y
letal, que escondiera esa bocanada mortífera que nunca llega.
El barrio me acogió con su familiaridad mundana y despreocupada. Aún
seguía abierta la librería del callejón, faro que ilumina las
aceras de un mundo que da la espalda al conocimiento y la
imaginación. Paseé entre los expositores y acaricié las portadas
de los libros con las yemas de los dedos. Sabía muy bien qué estaba
buscando. Me detuve frente a una estantería que me ofrecía el
Universo; ese que no conspira a mi favor, ni en mi contra, sino que
explota en mi mente y me regala eones de vidas, momentos y aventuras.
Mi dedo índice recorrió los lomos hasta detenerse en el que
perseguía. Lo tomé por su borde superior y lo rescaté de entre sus
latientes congéneres hasta sostenerlo frente a mis ojos. ¿Por
qué corre Sammy?. Sí, ¿por
qué cojones corren todos los Sammys?¿De qué abismo absorbente
y podrido escapan? ¿Por qué aplastan la vida de otros seres mientras
se abandonan
en brazos de una atroz y
alocada carrera hacia la
muerte?¿Y por qué otros Sammys no corren nada? ¿Por qué le echan
la soga al cuello a pobres ilusos y caen sobre ellos como peso
muerto? ¿Es que no ven que su desidia es la cuerda que ahorca a
aquellos a los
que les
aman?
Allí mismo pensé: Leeré
al bueno de Budd en mañanas luminosas, tardes cálidas y noches de
insomnio y transitaré bajo su batuta sensible a través de vidas
enteras. Seré otro burgués más que cambie de coche y compre
televisores de plasma, haciendo todo lo posible por mantener vivo
este cuerpo durante cien años. Pero yo ya no estaré en este sucio
mundo, sino que habitaré en los personajes creados por otras mentes
y viviré con pasión dentro de ellos. Quizá sea yo algún día el
que llene de signos algunas hojas en blanco. Esos extraños símbolos
que la Humanidad dibuja sobre cualquier superficie desde hace
milenios, y que encierran un lenguaje secreto, destinado, todavía, a
unos pocos elegidos.
Me llevé
también un libro con ilustraciones,
para los niños.
Salí
a la noche cerrada y fría de esta ciudad que jamás descansa. Pude
sentir cómo las ratas
devoraban
sus cimientos mientras fumaba
otro cigarrillo. Su veneno entró
dentro de mí y después salió,
creando volutas de humo que se mezclaron
con un aire ya viciado. Tiré
la colilla al suelo y la pisé.
Quizá fuera
el último. Comprobé
que su luz se había
extinguido y me dirigí,
con paso tranquilo, hacia mi hogar.
FIN
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