“Naturalmente,
hay maneras menos espectaculares de quitarse la vida que utilizando
un revólver o gas; como la lenta gotera que perfora la voluntad, a
la que se refería el poeta cuando hablaba de morirse de tristeza”.
¿Por
qué corre Sammy?
Budd
Schulberg
Me acerqué con sigilo al dormitorio de mi padre y pude ver, a través
del hueco que dejaba la puerta entornada, cómo vertía decenas de
somníferos en un vaso de agua y lo depositaba en la mesilla de
noche. Después se colocó las mantas, tomó su libro – lo había
dejado abierto contra la colcha – y prosiguió con la lectura.
Pude aún vislumbrar el título y el autor con gran esfuerzo: ¿Por
qué corre Sammy?, escrito por Budd Schulberg, un autor que a mi
padre le gustaba mucho. Me decidí a entrar en la habitación. Para
que no albergara la más ligera sospecha, caminé unos pasos hacia
atrás en silencio y después rehice el camino hasta la puerta con
andar ruidoso, haciendo resonar con fuerza mis pisadas sobre el
entarimado.
-
Papá, ¿se puede?
-
Sí, claro hijo, pasa, pasa. Anda, coge una silla y siéntate.
Le hice caso y tomé una silla de las varias que reposaban junto a la
pared, dispuestas para recibir visitas. La acerqué a los pies de la
cama y tomé asiento.
-
¿Cómo estás papá?
-
Bien hijo, bien. Tranquilo. Disfrutando de la lectura. ¿Por qué
corre Sammy? Ja, ja, ja. Huye hacia delante, despavorido. Adoro a
este tío… Conoce muy bien al ser humano, el amigo Budd. Bueno, más
bien sus miserias. Debemos aprender de ellas hijo, ¿no crees? Aunque
por suerte aún queda gente como tú. ¿Cómo te va?¿Qué tal en el
hospital?
Me removí inquieto en el duro asiento de madera. Papá tenía la
cara hinchada y los ojos cansados, perdidos en el lejano rincón de
sus pensamientos. El pelo alborotado y la piel seca. Su cuerpo yacía
inmóvil bajo la ropa de cama. No era una imagen a la que me tuviera
acostumbrado. Papá era un hombre activo y enérgico; alegre,
jovial, impetuoso. Atento a todo el mundo, cariñoso, leal. Un gran
padre. Siempre dispuesto a ayudar, o a aconsejar y consolar con
palabras amables, a hacerte reír con una broma a tiempo, de esas que
solo conoces tú.
-
Todo bien papá. Ya sabes, mucho trabajo. Pero disfrutando de la
profesión. A tope…- dije sin mucho convencimiento.
-
Vamos hijo. A mí no hace falta que me coloques ese rollo… Anda,
cuéntame.
-
Pues qué quieres que te diga papá. ¿La verdad? Una decepción
permanente. Hago turnos de doce horas; varias guardias al mes. Me
agota vivir con el horario cambiado. Para sacar un sueldo digno me
tengo que matar a trabajar. Atiendo a los pacientes a matacaballo. Me
faltan medios. Lo peor de todo es tener que soportar a gente a la que
estás curando o salvando la vida y te tratan con desprecio, como si
fueras un criado que no tuviera dónde caerse muerto. No entiendo
nada papá…
- Lo
siento cariño. Es culpa mía. Ya sabes que tu padre siempre ha
tenido ideales muy alejados de la realidad. Aún mayores cuando era
joven. Traté de inculcaros educación, valores, voluntad de servicio
a la comunidad… Un gravísimo error.
-
Pero papá, no digas eso. Yo…
- Sí
hijo, sí. Son los nuevos tiempos del Imperio, de la ilusión de la
opulencia. Caldo de cultivo para hidalgos y pícaros. Y nuestro país
abunda en semejantes figuras. Hidalgos estirados, alérgicos al
trabajo e insensibles al bien común. O pícaros barriobajeros,
iletrados orgullosos de su ignorancia e impericia, espoleados por una
sociedad que les encumbra a la categoría de oráculos de la plebe.
La voz acomodada y pedigüeña del pueblo, fruto de un sistema que
abunda en la falta de educación y en la información simple y
sesgada, superficial. Que entroniza lo banal, lo chabacano. Que
construye modelos soeces, egoístas, gritones y verduleros. Vagos y
débiles, muertos de miedo. Una sociedad que ha dado la espalda a los
valores que tu padre te transmitió. No supe prepararos para esta
mierda de vida real, para esta sociedad de comerciantes de almas
perdidas.
-
Bueno papá. Entiendo lo que dices. Pero te aseguro que nos diste
muchas más cosas. Yo siento una enorme alegría de vivir, y sé que
es gracias a ti. Siempre me has hecho reír. Siempre me has guiñado
el ojo y nos hemos olvidado de todo, y lo hemos pasado bien juntos.
Me has escuchado y ayudado en lo que has podido. Te he visto
disfrutar de la vida y eso se me ha pegado. Tú has sido un hombre
independiente del mundo, has sabido ser feliz y hacer felices a los
demás. Comprendo lo que dices pero no hables más así, por favor.
-
Traición hijo, traición. Eso es lo que hunde a un hombre como yo.
El abandono, la desidia, la dejadez, el apoltronamiento. Toda esa
gente que espera a que otros vayamos a solucionarles sus problemas,
frente a los cuales no son capaces de mover un solo músculo. El tipo
de gente que te espetan un Es que yo soy así, y se quedan tan
anchos. Incapaces de hacerse responsables de su propia vida, de
asumir sus errores y la posición a la que les ha llevado, y tirar
hacia delante con ellos. El peso muerto que arrastramos hombres como
tú y yo, querido hijo. Tú aún eres joven y puedes con esa carga,
puede que te incomode pero no te aplasta; yo estoy agotado. Cansado
al extremo, desgastado, vencido quizá por primera vez. Toda una vida
dedicada a proteger y representar a mi país. Con esfuerzo,
dedicación y sincero amor por esta sociedad centenaria. Y mira lo
que tiene uno que escuchar y leer sobre los militares, la policía,
cualquier tipo de autoridad. Esa misma que protege a los que les
insultan sin que ellos sepan las amenazas de las que han sido
librados, sin que valoren esfuerzos que no se vocean, que no se
venden. Pero sí, hijo, siempre lo hemos pasado bien tú y yo. No
imaginas cuánto te quiero.
- Yo
a ti también papá, por eso me duele verte así. Tan abatido.
Pareces derrotado. Aún eres joven papá, te queda mucha vida por
delante.- dije mientras echaba una mirada furtiva al vaso que
descansaba en su mesilla.- Anda, ¿por qué no te levantas, te vistes
y salimos un rato a la calle?Podemos ir a comer algo y después ver
el fútbol…
-
Gracias hijo, pero no me apetece. Gracias de verdad. ¿Ves cómo eres
un buen hombre? Deberías estar pasándolo en grande con tu familia y
no aguantando las quejas de un viejo como yo.- respondió mientras se
incorporaba y tomaba el vaso de agua en su mano.
-
¿Sabes ya lo de Andrés? Le han contratado en un bufete… Por fin.-
dije yo.- Anda, deja eso, que te he traído algo mucho mejor que el
agua. Toma.
-
¿Un refresco? Gracias hijo, me apetece. Me sentará bien. Estoy
aturdido, adormilado. Llevo aquí tumbado varios días y siento como
si el mundo fuera un lugar lejano e irreal. Incluso esta habitación…-
respondió mi padre mientras dejaba el vaso de nuevo en la mesilla y
aceptaba la lata que le ofrecía.- ¿Andrés? Sí, lo sé. ¿Ves lo
que te digo? Pobre chico. Le hablé de todas esas cosas bellas, a mi
parecer. De la Grecia clásica, el Derecho Romano, de nuestra
Constitución, de los Derechos Humanos… y se hizo abogado. ¿Para
qué? Para estar dando tumbos de despacho en despacho, cobrando un
sueldo que no le alcanza para vivir, explotado por estirados que se
aprovechan de sus conocimientos, tratado de picapleitos por
criminales y listillos a los que salva de la cárcel o de multas
millonarias… Cuánto lo siento por él. Y todo es culpa mía.
-
Papá, Andrés es feliz. Le pasa lo mismo que a mí. La alegría la
lleva dentro, y eres tú quien la puso ahí. Juega al fútbol con sus
amigos, sale a divertirse con su chica, viaja lo que puede. Acaba de
estar en Atenas, por cierto, y ha vuelto maravillado. Ha podido ver
todas esas cosas de las que nos hablabas. No las piedras, que
también, sino todo lo que emana de ellas. Ha sabido saborear su
esencia, ha sido capaz de escuchar su mensaje. No ha perdido la
esperanza papá. Y creo que es gracias a ti. A veces pienso que si no
nos hubieras dado toda esa energía sí que estaríamos hundidos.
Pero somos fuertes, como tú.
-
Gracias por el consuelo hijo. Pero no está bien mentir a tu padre.
Mira a tu hermana, sin ir más lejos. Ella no se corta a la hora de
transmitirme sus penas. Trabaja en la organización humanitaria que
ella misma fundó. Su sueño, sí, pero no le da ni para pagarse un
alquiler. Ese bello sentimiento de ayudar a los más necesitados va a
acabar con ella. Se mata por conseguir fondos de gente a la que el
sufrimiento humano no le interesa lo más mínimo. Recibe cuotas que
acallan conciencias, donativos que compran publicidad. Y desprecio
por sus esfuerzos desinteresados, ensuciados por sospechas propagadas
por alimañas que se detestan a sí mismas y no son capaces de asumir
con naturalidad la posición que el destino les ha regalado. Ella
confía los fondos a buscavidas de otros países para que lo
gestionen y ellos se quedan con una buena tajada, justificada por
cualquier papelote inventado que nadie leerá. Y no te imaginas lo
que la hunde esa gente a la que ayuda, desvalidos, sí, pero tan
acostumbrados a poner la mano que ni siquiera la miran a la cara
cuando se la llena de dinero. Tu hermana está al borde de un
profundo abismo. Ya sabes que lee mucho. Cuántas noches no me habré
tumbado a su lado a leerle una bonita historia. Cuántos libros le
habré recomendado, y cómo los ha devorado. Qué pasión le pone a
todo. Qué ilusión por la literatura. Y cómo escribe hijo.
Historias nacidas de una mujer leída, con buen gusto, sensible y
cultivada. Pero al otro lado no hay más que populacho abotargado e
iletrado que, las pocas veces que coge un libro, lo hace para
indigestarse con las hamburguesas baratas del folletín romántico,
la mecánica y manida novela histórica o los penosos engendros de la
ciencia-ficción de pacotilla. Tu hermana pende de un hilo. Camina
sobre la cuerda floja, y es un espíritu sensible en manos de hordas
de salvajes. Caerá y, por favor, cuando yo ya no esté, deberéis
estar ahí para apoyarla.
-
Papá, por favor. Ni ella va a caer de ningún sitio ni tú vas a
faltarnos. Solo tienes sesenta años. Estás en un gran momento,
papote.- respondí riendo.
- Sí
hijo, sí. Un gran momento. Tú lo has dicho.- me respondió mientras
miraba distraído hacia la luz que se filtraba por las cortinas y
dedicaba una mirada vidriosa al vaso de líquido transparente.- Un
gran momento.
-
¿Dónde está mamá?
-¿Tu
madre? Pues con sus cosas. En el gimnasio, quizá. O tomando café
con alguna amiga. O en clase de yoga. No sé.
-
Bueno papá, yo a mi querida hermanita la veo muy bien. Forma parte
de una comunidad budista y medita todas las noches. Me ha contado lo
que siente, lo que está viviendo por dentro, y es alucinante. La
envidio, yo todo eso no lo entiendo. Cuida de sus gatitos y yo la veo
ilusionada, esperanzada, como siempre. Te contará algunos problemas,
sí. ¿Quién no los tiene? Pero a mí me parece que sigue afrontando
con pasión sus proyectos, como tú siempre has hecho. Sois dos
emprendedores natos. La ONG es como su hijo, y yo la veo entregada a
él. Y qué decir de escribir… Pero si a ella le da igual vender un
puñetero libro. Si lo hace bien y si no también. Esa es la
independencia que nos has dado, papá. Ella es feliz escribiendo,
expresándose. No necesita el aplauso de nadie, y menos aún de masas
vulgares y sepultadas por montañas de palabras manidas. A mí me
encantan sus historias. Y a ella también le encantan sus historias.
-
Quizá tengas razón hijo. Estoy muy negativo. Serán tantas horas
aquí tumbado, solo. Demasiada literatura, demasiada realidad.
Debería dejar que la ficción del mundo real me aireara un poco la
cabeza, ¿no?.
-
Sí, papá, sí. Anda, levanta y salgamos a dar un paseo. Hace un día
maravilloso. El sol calienta y el cielo es azul. Ya es primavera, lo
sabes, ¿no? Podemos ir al Palacio de Cristal, o a la Rosaleda, o…
En ese momento se escuchó una voz al otro lado de la puerta que
pedía permiso para entrar. Era el Marqués de la Desidia. Su
Excelencia, el Señor VicClement. Se quitó el sombrero al pasar y lo
sujetó frente a su cuerpo con las dos manos, en un gesto de
humildad. Dejó al descubierto una cabeza asediada por la calvicie.
Su coronilla brillaba despejada y las entradas penetraban en un pelo
pobre y sin vida. Agachó la espalda en un gesto sumiso y miró a mi
padre con ojos miedosos y apagados. Conocíamos todos bien a aquel
hombre; a nosotros hacía tiempo que ya no podía engañarnos, aunque
él proseguía con la triste inercia de la única obra de teatro que
sabía representar. Un amigo de juventud de papá. Se conocieron
haciendo el servicio militar y el Marqués entró en nuestras vidas
para siempre. Un hombre apocopado, derrotado de nacimiento, entregado
al lamento. Que se había descubierto, con los años, como un
mentiroso patológico, quizá abandonado a una suerte de lucha pasiva
contra la vida, batallando para que ésta no le alcanzara jamás. La
perdición de mi padre, que había volcado en él todas sus
esperanzas en una Humanidad mejor, en un Ser Humano capaz de
superarse a sí mismo y convertirse en alguien compasivo y generoso
por medio de sus acciones. Pero eligió como compañero de viaje a un
manipulador de los sentimientos, de la amistad y la camaradería. Un
hombre que había chantajeado a mi padre con los lazos de la juventud
para adherirse a él como un parásito que promete una simbiosis que
nunca llega. El olfato para los negocios de mi padre, y su entrega a
ellos, era el tren al que se había subido este ser pequeño y vil.
Un cobarde, un pusilánime, que esperaba su momento agazapado en la
penumbra de una habitación iluminada por la energía y el vigor de
mi amado padre. Y ese momento había llegado. Utilizaría la palabra
de honor de un militar para acabar con él sin ensuciarse las manos.
-
Hola amigo…- dijo en un tono humilde, en voz muy baja.- ¿Cómo
estás?¿Ha venido ya el médico?
-
Buenos días Marqués… Estoy perfectamente, gracias. ¿Usted qué
tal?
-
Tirando, como siempre.- respondió el Marqués.- Hola muchacho.- me
dijo.- ¿Te importaría esperar un momento fuera? Tengo algo
importante que tratar con tu padre…
- Mi
chico se queda. No hay nada que él no pueda escuchar de nuestros
asuntos. Así aprenderá un poco más de la naturaleza humana. No te
levantes hijo, vuelve a sentarte.
Obedecí y esperé acontecimientos. Me dio la impresión de que mi
padre necesitaba apoyo frente a aquel hombre, frente a aquel agujero
negro que había succionado toda su vitalidad y sus ilusiones. O
quizá fuera verdad que deseaba, una vez más, ayudarme a comprender.
-
Como quieras. Pero sabes que lo que tengo que decir no va a resultar
agradable.- respondió el Marqués, visiblemente incómodo ante la
presencia de un testigo. Su falta de valor era propia de un hurón,
pero luchaba por no flaquear en un momento decisivo para su mortecina
vida.- Amigo, siento mucho tener que recordarte que has faltado a tu
palabra de honor y que mucha gente está sufriendo lo indecible por
ello. Tus propios hijos, tu mujer, tus empleados; yo mismo. Te
conozco desde hace muchos años y no le veo más que una salida a
esta situación.
Mi padre apartó el libro de su regazo y estiró el brazo en busca
del vaso mientras escuchaba al Marqués. Lo sujetó con ambas manos y
se incorporó en la cama, apoyando su espalda contra el cabecero, la
almohada acomodando sus riñones, y lo miró con un rictus de
serenidad y desprecio.
- ¿Y
qué es lo que sugiere, Señor Marqués? Tenga el valor de decirlo al
menos…
-
Creo que no hace falta. Como militar y hombre de honor que eres sabes
lo que hay que hacer…
- Me
sorprende que insinúes con tanta vehemencia el valor del Honor,
cualidad cuyo significado desconoces por completo… amigo.-
respondió mi padre, arrastrando la última palabra como si
profiriera un insulto.
-
Atesoro otras muchas virtudes, querido. La de estar siempre a tu lado
es una de ellas. Te he ahorrado la molestia de buscar los medios.
Aquí tienes.- respondió el Marqués mientras sacaba una pistola de
su bandolera ajada, tembloroso el pulso, y la lanzaba sobre la cama
de mi padre, junto a su mano izquierda.- Siento tener que hacer esto
en presencia de tu primogénito pero no me has dejado elección.
Papá se quedó quieto como una estatua y clavó sus ojos en los del
Marqués durante unos segundos que se hicieron interminables. El
supuesto amigo, el buenazo, bajó la mirada hacia sus pies y se
revolvió nervioso, incapaz de sostener la de mi padre. Una expresión
de ira volcánica creció en sus facciones, contraídas por la rabia.
Sentí cómo prendía de nuevo la antorcha de su vitalidad. Como si
toda la energía que le había abandonado se concentrara en su pecho,
transformado en una bomba atómica a punto de estallar. Pude ver ese
brillo salvaje en sus ojos, el que aparecía siempre frente a un
nuevo reto o una ilusión por vivir. Depositó el vaso de nuevo sobre
la madera envejecida de la mesilla de noche. Luego miró la pistola
con parsimonia, casi con deleite, y ese fulgor se extinguió. La
empuñó con su mano izquierda con la seguridad de un militar maduro,
consciente del terrible poder de aquel objeto. La giró hacia sí
mismo y detuvo su mirada fría frente al cañón, observando su
oscura boca como si cayera en un abismo de pensamientos aterradores.
Temblé y comencé a levantarme de la silla, pero mi padre se
adelantó. Apartó las mantas con su mano derecha y se puso en pie
junto a la cama, el arma apoyada contra su muslo izquierdo, apuntando
al suelo. El Marqués de la Desidia le observaba sereno, como quien
ve cercano el cumplimiento de un sueño íntimo, deseado para sí
mismo, siempre aplazado por falta de valor. El de VicClement era un
suicidio en diferido, un reguero mortecino de angustia de vivir, una
apatía cobarde y resistente que infectaba a quien lo trataba. Mi
padre le miró fijamente y pude percibir en sus ojos el desprecio por
la miseria humana, por la traición cocinada a fuego lento, y quizá
la tristeza producida por la angustia de su propia ingenuidad. Alzó
la pistola y la miró tal y como un gran hombre encara su destino. No
pude evitar levantarme y alzar la mano mientras gritaba ¡papá, no!.
Él me miro sobresaltado y aturdido, despertando de un profundo
sueño. Sentí cómo sus ojos veían a través de mí y viajaban
hacia hermosos tiempos pasados, no tan lejanos, a través de su niñez
y la nuestra, la de sus queridos hijos. Sé que recorrió las
estancias de la felicidad tan inmensa, del profundo amor que siempre
había sentido por nosotros. Todas esas risas y juegos, todas esas
canciones, los bailes, las lecturas, los viajes, los ojos amantes de
una hija, la ilusión del descubrimiento compartido, guiado con amor.
La educación y la lucha, el esfuerzo, las tardes junto al mar, los
días de cielo azul, los atardeceres cálidos en el hogar. Viajó a
través de una vida de entrega y amor incondicional, plena y
satisfecha por el cariño y la virtud, por la pasión vertida sobre
la inteligencia y la imaginación. Leyó en mi gesto desesperado lo
mucho que le queríamos.
Fue entonces cuando volvió a posar sus ojos fieros y seguros sobre
el Marqués. Levantó el arma y la sostuvo con firmeza frente a la
cara de la desidia y el vacío. VicClement dio dos pasos atrás,
vacilante, y levantó las palmas de las manos hacia delante, como el
que hace el gesto inútil de detener un tren sin maquinista. Papá
había regresado a la vida y supe que, pasara lo que pasara,
habitábamos el uno dentro del otro.
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