domingo, 2 de abril de 2017

¿Quién recoge la basura de las niñas mimadas?

    Laura Serra Cantó es una niñata egoísta y desequilibrada nacida en un barrio bien de Madrid. No es la única. Ha estudiado en un famoso instituto y sus padres le han pagado una costosísima carrera en una universidad privada. Allí se ha esforzado lo justo para ir aprobando. Ha salido por las noches, ha bebido alcohol como si no hubiera mañana; ha fumado costo y marihuana y ha coqueteado con la cocaína. Pasa los fines de semana en un pueblo de la sierra, donde las fiestas son salvajes y oscuras. Se ha acostado con muchos amigos - la típica cría que va de liberal -. Tan sólo una noche porque a ellos les da miedo.  También con un profesor casado y con hijos que la atraía mucho. Lo prohibido la excita, sin entrar en más consideraciones.
   Con su título bajo el brazo, marcha a trabajar a una ciudad de provincias, huyendo de sí misma. Claro, eso es imposible. Los vecinos de arriba se doblan a porros y ella siempre se apunta. Se lía con uno de ellos y le culpa de todas sus paranoias. Enloquece por completo – hacia afuera – y su familia se ve obligada a sacarla de allí. 
   Ese verano se apunta a un grupo de voluntarios. Viajan al otro lado del mundo para ayudar con su profesión. Allí cree en el Reiki y en las flores de Bach. Conoce a otro buen chico y le avisa de que está loca. Se teme a sí misma, aunque lo adorna, lo suaviza. Se van a vivir juntos, por poco tiempo. Ella acepta un trabajo en una isla para poder así seccionar su vida, regalarse su espacio oscuro. No sabe que, aunque no lleguen las carreteras, el sí mismo siempre nos acompaña. No sabe que el mar no aisla del mundo, porque el mundo no existe y tan sólo habita en nuestro interior. Trabaja y fuma hierba y bebe y folla con cualquiera. El viento invernal, bombardeo de electrones, azota paranoias en su cabeza. Su amiga, sus compañeras de trabajo, sus vecinos... Todos la odian, según ella. Pobre Laura, nudista a escondidas para los ciegos de Madrid. Siempre luchando el ángel inventado para que nadie conozca al diablillo caprichoso y salvaje. Ansia de experiencias que destruyan la voz interior. Que la ahoguen en ese mar turbio y sucio al que pertenece mientras se baña en playas de aguas cristalinas. El piso es pequeño y ella extiende su locura paseando por los bosques frente al balcón, junto a un mar conquistado por las medusas. Tres días en la cama no bastan para acallar un cerebro carcomido. El buen chico y su familia se ven obligados a sacarla de allí.
  Mientras, aprende de su buen chico los detalles de la profesión compartida, y aprovecha su plataforma. Sus trabajos, su dinero, su energía vital... Grita, se enfada, vuelve a gritar, no le habla. Le aísla. Le empuja con violencia en el otro lado del mundo y se sienta sola en un avión que cruza el Atlántico. Se acuesta con un amigo de su primo en una tienda de campaña. En noches de furia e insomnio, se arranca la piel a tiras de pura rabia y locura. Ojos fuera de las órbitas en busca de conspiradores. Se acuesta con el amigo del buen chico. El odio contra sí misma es insaciable.
  No se puede bajar al bar de la esquina a tomar una cerveza con un colega. La niña del exorcista se lo hará pagar, hablando con distinta voz en la oscuridad de la noche. Roba a los imaginarios conspiradores de la meseta y el buen chico la salva de la cárcel. Se deja follar por el comercial de una inmobiliaria mientras le enseña un piso. Cuántas veces se habrá sentado frente a una pared y habrá tratado de reventarse la cabeza contra los ladrillos. Ritmo hipnótico de rabia y espanto. Se apunta a un curso de fotografía, no quiere ser madre, aunque diga que sí. La Humanidad se lo agradece en silencio y deja hacer a la selección natural. Bebe y fuma costo, y ríe y regresa de madrugada. Se acuesta con otro alumno. Grita la desequilibrada autodestructiva, pura compulsión de odio hacia sí misma. 
    Deja al buen chico pero se queda con su dinero, su coche, su experiencia: su tardía inocencia. Una loca también puede ser una rata. Compra un piso en el barrio bien y alquila una vida hippie e infantil. Conoce a un cura joven y bueno y se enamora de él. Quizá pueda salvarla de sí misma, de su egoísmo, de su maldad. Pero es Dios el que salva al cura y ella se fuma todo el kif de Ketama; que despierta, como siempre, a la bestia que la devora. Se recluye en un psiquiátrico, junto a veinte pobres niños mimados. Sus padres no se explican y llaman al cura bueno, a las amigas, al buen chico. Éste no les habla del Satán que habita en su hija - un padre no desea ver la imagen que el espejo le devuelve -. Pero sí del alcohol y del costo que lo saca fuera, y de las posesiones demoníacas. De la sangre en el dorso de la mano, del cráneo que estalla contra un muro.  Ellos no se sorprenden, ya saben.
   Laura Serra anda suelta. Pasea por tu barrio bien con los ojos muy abiertos, rodeada de conspiraciones, de gente que bulle a sus espaldas. Ella sonríe con las encías por si pudiera con ello borrar su identidad. Fotografía el mundo para intentar detenerlo. Pero el sí mismo no se encuentra fuera, sino en lo más profundo. Ese que ahuyenta a gritos a los cadáveres que fue dejando a su paso y cuyo edor quiere ocultar. Las fábulas por contar huelen a caramelo, no a muerto. Muda su piel la serpiente perturbada que vendió su alma al diablo. ¿Quién recogerá la basura de la niña mimada?


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