viernes, 16 de agosto de 2013

La Virgen de Sesimbra

    La silueta de la virgen se recorta sobre el azul del mar. Cae el sol, a punto de desaparecer tras las colinas. Miles de brillos dorados titilan sobre las crestas del suave oleaje y es cuando ocurre la magia. El aire es limpio y sereno, el único momento de la jornada en el que todo es real. A la virgen la engalanaron anoche, las abuelas, con su capa blanca y pesada de ribetes dorados y su tiara deslumbrante. Antes la enjabonaron, incluso la maquillan la carita divina y le lavan los pies. La rodearon de pequeños cirios y velaron su noche con rezos envueltos en la luz naranja de las piedras de la hermita del puerto. Murmuran sus plegarias las abuelas sin descanso hasta el amanecer,  total, ellas ya nunca duermen, pidiendo por un año de abundante pesca y ofreciendo nuestras humildes vidas. Al amanecer, entre la bruma que desde tiempo inmemorial se cuelga de las escarpaduras que rodean el pueblo, las abuelas han regado el altar de flores amarillas, cubriendo los pies de la talla. Y la dejan sola y a oscuras, cerrada a cal y canto, como si quisieran que pensara mucho en lo que le han pedido, como si le dieran un tiempecito para sentir sus penas y luego, en el fresco de la penumbra, pudiera contárselas a Dios y le pidiera en confianza un poquito de cariño para estos pobrecitos pescadores. Los pescadores hemos pasado la mañana repintando nuestros barquitos. Azul celeste el de Soares, rojo intenso el de Guimaraes, verde y blanco el de Souza, y así todos. El nuestro, el de Pessoa, es amarillo, como las flores que acarician los pies de la virgen. Y hay más, pero ya muy pocos. Los armadores, tan pobres como nosotros, con tantas deudas como nosotros, gastan hoy en pintura como si no hubiera mañana,  y colgamos adornos en cubierta. Nuestro barquito es la Saudade. Mi patrón dice que es descendiente del escritor, y le creemos, porque es un triste redomado y bebe mucho, como todos, pero tiene un beber melancólico y solitario. Escribe todo el día en una libreta que nadie ha leído y dice que cuando muera de cirrosis lo publicarán y será un éxito de ventas y su mujer y sus hijos vivirán a cuerpo de reyes. Llevo treinta y cinco años escuchando la misma historia e imagino que a este paso más que un libro publicará una enciclopedia con un solo tema: la mar. Ahora, mientras embarcamos la virgen en la chalupa blanca, su pedestal en el mar, recuerdo cuando mi padre, siendo yo chiquito, me traía a reparar las redes, a deshacer nudos, a limpiarlas, a ordenar los aparejos. Los primeros días de verano, al terminar el curso, mi padre me traía a limpiar el casco en el dique seco. Y yo ayudaba a aquellos hombres que a mi me parecían gigantes, grandes héroes, con sus barbas cerradas y sus fuertes brazos, escupiendo cada dos por tres y maldiciendo con una sonrisa y haciendo la señal de la cruz. Con el tiempo me convertí en uno de ellos. A mí estudiar nunca me interesó. Nadie en el pueblo le veíamos la utilidad a eso de los libros por aquel entonces. Vivíamos flotando en el mar, encajonados en el acantilado, unidos al mundo por una sinuosa carretera comarcal, peligrosa como una serpiente. Por ella llegaba algún eco de Lisboa y del mundo, pero ya débil, sin fuerza. Lo nuestro era la mar. Y me eché en sus brazos y le entregué mi vida, amante traicionera. Una vez instalada la virgencita en la cubierta, encendemos el viejo caset con música religiosa, a todo trapo, desembarcamos y marchamos a nuestras chalupas. Parte la comitiva del fondo del puerto y a poquito los compañeros acuden con sus embarcaciones a la llamada y se van uniendo. A la salida del puerto, junto al pequeño faro de franjas rojas y blancas que hay al final del malecón,  nos esperan un par de lanchas deportivas que se mezclan con nuestras barquitas. Niñatos imberbes de piel dorada nos fotografían con sus móviles y lo comparten por internet, mientras beben un cubata y besan a una preciosidad. Les miramos quietos, erguidos y en silencio, con las facciones petrificadas, y por dentro nuestra rabia es infinita. Hace años les tiraba cosas, les escupía y maldecía, pero ellos se reían aún más, y me hacían sentir como un mono enjaulado. Ahora guardo mi odio y mi humillación para mí e intento mostrarme digno y sereno. Quizá alguno de esos nos respete. En la playa, miles de personas salen de debajo de sus sombrillas y se acercan a la orilla del mar a contemplar el espectáculo. La mayoría son portugueses de clase media, de Lisboa, que han venido a pasar el feriado con su familia a la playa. Gente humilde que come de bocata sobre la toalla, hace castillos de arena y se baña sin mojarse el pelo. Disfrutan al ver pasar nuestros barquitos, de vivos colores, rodeados de música, llevando a la virgen en volanda sobre las olas. Miles de gaviotas, de estribor, reposan sobre las aguas. Bajo ellas bulle un gran banco de peces. Las espera un gran festín, la única noche del año en la que no se pesca. Pasamos frente a la fortaleza, en el centro de la playa. En invierno, al amanecer, entre la bruma, se puede ver al mar tratando de derribar sus muros. Y trae a mi memoria muchos malos momentos. Allá cuando comenzaron las cuotas, no impuestas desde Lisboa, no, sino desde Bruselas, dónde carajo está Bruselas y quién son esos del norte para venir a decirnos qué se pesca y qué no. Y por la serpiente de la carretera ya sólo empezaron a llegar malas noticias, pero muchas, muchas malas noticias, y yo soñaba que la cortábamos con una gran tijera, como si soltáramos amarras, pero cortándolas, y Sesimbra se convertía en una gran barcaza flotando a la deriva en el mar, limpio y con sus propias reglas, que yo entendía mejor que las de los hombres. El caso es que empezaron a caer los armadores, a pasar largas temporadas las tripulaciones en tierra. Luego vinieron los grandes barcos congeladores, mar adentro, que arrasaban los bancos. Después vino el euro, y más normas, y más cierres y más despidos...Y en ese periplo de sombras y hundimiento, de impotencia y tristeza, de largas noches de alcohol en la cantina del puerto, bebiendo para reírte de algo, para ahogar tu rabia rompiéndole la mandíbula a un amigo, para dejar de sentir y abotargar el corazón, en ese periplo decía, conocí a Rosa. Fue un día libre que pasé en Lisboa, visitando al primer estudiante universitario del pueblo. Ella era compañera de clase y a mi me deslumbró al instante. Me sentía bruto e ignorante frente a aquella flor de la inteligencia. Ella habló y habló y todavía habla y lee en casa, en la galería. Dice que la enamoraron mis manazas, mis barbas, mi cara de buenote y mis ojos tristes. Mis ojos siguen tristes y cada día me duele que lo dejara todo y me siguiera hasta este puertucho de mala muerte, hasta mi casa triste y pobre, desconchada, de jambas podridas y húmedos rincones. Ella dice que ha sido feliz, pero yo sé que miente. Con los años la he hecho sufrir de pobreza, de ignorancia, de soledad, de noches de alcohol y terribles resacas, de descargar mi ira infantil contra ella, pobre Rosa, como representante del mundo culto que nos estrangulaba poco a poco y que ella abandonó por mí. Y pasamos ahora frente al torreón del castillo, en lo alto de la colina, rodeado de bosques de pinos. En su iglesia nos casamos Rosa y yo, y puedo decir que es el único día feliz que he pasado allí. He subido muchas veces estos años, solo, a ver el pueblo desde lo alto, rodeado por las tumbas de grandes familias que circundan la muralla, y he llorado, viendo atardecer sobre el mar, he llorado en la iglesia, rodeado de azulejos blancos y azules. He llorado bajando por el bosque, de vuelta al pueblo. Pensando en Rosa, pensando en Raúl, nuestro querido hijo, en nuestro estrecho presente, en nuestro agonizante futuro, en la vida austera, qué digo, pobre, simple, que les he dado, y todo lo que me han soportado.
    Hemos llegado al otro extremo de la bahía y la pequeña comitiva de barcas de colores que hace de arco iris a la virgencita, da la vuelta. En estos largos años el pueblo se ha tranformado. Guardo viejas fotos en sepia, de nuestro cogollo de casitas rodeando la fortaleza, bastión de supervivientes. Hoy hierve toda la linea de playa de bañistas, apartamentos y hoteles cuelgan de los acantilados y los vagos del pueblo se hacen de oro sirviendo comidas mugrientas a precio de alta cocina en bares sombríos, guisadas en cocinas grasientas y pegajosas. Alcanzamos la plataforma, a la entrada del puerto, y allí nos espera una multitud, que recibe a la virgen y la lleva en volandas, salpicados por las flores amarillas, de regreso al fresco y al reposo del interior de la hermita, allá en el puerto. Les veo marchar, y veo dos o tres caras que se giran y me miran a los ojos, desde lejos, y levantan su mano para decirme adiós. Luego los veré, como siempre, pero por primera vez será de otra manera. Camino por el paseo marítimo hacia mi casa, entre los bañistas, que recogen sus cosas para volver a Lisboa algunos, a sus apartamentos y hoteles otros. Se ducharan, se arreglarán, y saldrán con sus hijos a cenar algo, junto a la orilla del mar. Y recuerdo aquel día en que recé mucho allá arriba, en el castillo. Y recuerdo que bajé a contarle a Rosa que hacía un mes que no trabajaba la mar, que ya no había jornal para mí, que marchaba al amanecer y volvía por la noche del bar, todo el día en el bar, con otros como yo, sin paro, ni ahorros ni nada. Y como ella ya sabía, y sabiendo, nada dijo esta vez, y mucho hizo. Ese día me esperaba su hermano, Cristiano, profesor de la universidad, que me montó en su coche y me llevó a Lisboa y me apuntó a un curso de hostelería, otro de gestión de comercios y otro de inglés. Y Rosa vino conmigo todos los días, y estudiamos juntos en casa, que paciencia tuvo con este bruto, y gastó sus ahorros, su pequeña herencia, y me quiso, me quiso mucho como me ha querido siempre. Y por eso ahora nuestra casa está reformada, y la parte de fuera y la galería, en el primer piso, son un pequeño restaurante. Comida italiana. Pizza, pasta, ensaladas, lambrusco. Pitanza sencilla pero bien hecha, y además con cariño. Cruzo el umbral y me encuentro con un gran buda y un velón. Subo las escaleras. Nuestro pequeño restaurante está decorado con muebles y telas blancas, comprado todo en el Ikea de las afueras de Lisboa. Los ventanales se abren de par en par hacia las arenas doradas, trufadas de sombrillas multicolores, hacia el azul del mar y hacia un sol cegador. Mi hijo atiende la caja, un ordenador con conexión a internet. Mi mujer atiende las mesas, toma nota de los pedidos a los bañistas y les sonríe. Casi todos de Lisboa, aunque también hay españoles, ingleses, franceses y hasta japoneses. Me pongo el delantal, enciendo el horno y me embadurno las manos de harina, para hacer la primera pizza del día, a la vista de los comensales. Dentro, en la cocina, tengo mi virgencita, rodeada también de flores amarillas. Por cierto, todos me llaman Guterres, pero yo me llamo Pedro. Como el pescador que Jesús sacó del mar y sobre el que edificó su iglesia. A mi me ha llevado cincuenta años, pero también me han sacado del mar, y del alcohol. La virgen y mi mujer. Yo tan sólo quiero edificar nuestro propio futuro juntos.

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