Nina
era una mujer admirable, una mujer corriente, una doctora, que
merecía sin duda – como todos – el derecho a ser personalmente
feliz. Miraba a su
marido, tumbada en las arenas de Playa Navagio, mientras éste le
daba la espalda y – el agua azul turquesa cubriéndole hasta las
rodillas – observaba la quietud del mar y el cielo. Tras ella
reposaba un pecio abandonado, más
bien su esqueleto oxidado,
y Nina no podía dejar de pensar en el recorrido del
significado de la
palabra ilusión sobre sus vidas. Desde una esperanza cuyo
cumplimiento parece especialmente atractivo hasta la consciencia de
haber interpretado erróneamente un estímulo externo real. La
desidia disfrazada de serenidad. Encerrada en aquella playa hasta el
atardecer, cuando el ferry regresara a puerto, fantaseaba con la
posibilidad de asesinar a su esposo: empujarle por la borda,
envenenarle en el hotel o golpearle con un pesado cenicero. Él
se giró un instante y levantó la mano a modo de saludo. Nina le
devolvió un gesto con la barbilla y una sonrisa helada, sin quitarse
las gafas de sol. Después observó por unos instantes el
viejo cascarón varado, de cuyos hierros oxidados emanaban efluvios
de muerte y abandono. Tomó una piedra gris perla de suaves formas
redondeadas y la lanzó a las aguas cristalinas, muy cerca de su
marido. Éste se asustó y se giró. Ambos compartieron absortos la
observación del corto viaje que emprendió la piedra a través del
agua, mecida en un suave vaivén en caída hasta, por fin,
depositarse serena sobre las arenas blancas del fondo.
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