martes, 27 de junio de 2017

Playa Navagio

    Nina era una mujer admirable, una mujer corriente, una doctora, que merecía sin duda – como todos – el derecho a ser personalmente feliz. Miraba a su marido, tumbada en las arenas de Playa Navagio, mientras éste le daba la espalda y – el agua azul turquesa cubriéndole hasta las rodillas – observaba la quietud del mar y el cielo. Tras ella reposaba un pecio abandonado, más bien su esqueleto oxidado, y Nina no podía dejar de pensar en el recorrido del significado de la palabra ilusión sobre sus vidas. Desde una esperanza cuyo cumplimiento parece especialmente atractivo hasta la consciencia de haber interpretado erróneamente un estímulo externo real. La desidia disfrazada de serenidad. Encerrada en aquella playa hasta el atardecer, cuando el ferry regresara a puerto, fantaseaba con la posibilidad de asesinar a su esposo: empujarle por la borda, envenenarle en el hotel o golpearle con un pesado cenicero. Él se giró un instante y levantó la mano a modo de saludo. Nina le devolvió un gesto con la barbilla y una sonrisa helada, sin quitarse las gafas de sol. Después observó por unos instantes el viejo cascarón varado, de cuyos hierros oxidados emanaban efluvios de muerte y abandono. Tomó una piedra gris perla de suaves formas redondeadas y la lanzó a las aguas cristalinas, muy cerca de su marido. Éste se asustó y se giró. Ambos compartieron absortos la observación del corto viaje que emprendió la piedra a través del agua, mecida en un suave vaivén en caída hasta, por fin, depositarse serena sobre las arenas blancas del fondo.



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