“Él también
seguirá viviendo, como las ratas entre las ruinas. Pero vivirá. Y
mientras se está vivo siempre puede ocurrir algo”.
El viajero bajo el
resplandor de la luna (1937)
Antal Szerb
Los domingos el universo se toma un respiro, hastiado de sí mismo.
Esta poderosa ley que impera sobre la materia, la de transformar su
energía en un periplo infinito, sufre una excepción a la hora de la
siesta. Sin embargo mi mente, hoy, parece no aceptar ese descanso. La
luz cegadora del verano se filtra por las rendijas de la persiana e
imprime un misterioso código de barras horizontal contra la pared.
David duerme a mi lado, en calzoncillos, acurrucado, la almohada
empapada por la saliva densa, junto a su boca. Me levanto de la cama
y abandono el dormitorio. Camino descalza hasta la habitación de
Noah. Empujo con suavidad la puerta y la miro en
silencio. Reposa boca arriba, los brazos sobre la cabeza y los puños
cerrados, las piernas estiradas y los pies inertes, serena la
expresión del rostro, la boca pequeña entreabierta. Huele a bebé
sudado, aún siendo ya una niña bien crecida.
Me preparo un té y me lo llevo a la terraza. Me siento en la silla
de jardín y noto sus barras metálicas bajo el cojín plano y sin relleno. Dejo
la taza sobre la mesita a juego. El reloj de la plaza marca cuarenta y dos
grados. Para mí está siendo una edad abrasadora, sí. Mamá se fue
al asilo de la montaña y no regresó jamás. Soy una huérfana. Sola
en el mundo. La siguiente. Nadie me arropará ya nunca. Nadie fingirá
creer que estoy dormida cuando finja estar dormida. Nadie me
acariciará la cabeza desde arriba. Nadie me hará leche con galletas
para merendar. Nadie me acogerá en silencio, sin preguntas. Nadie me
mirará y comprenderá de veras. Alemania. Tenerlo todo y
despreciarlo por una ensoñación. A mí no se me ha perdido nada en
Alemania. Y a mi hija tampoco. Mi viaje, mi aventura en la vida,
ocurre por dentro. Todo el tiempo. Yo ya tengo mi Alemania. Todos la
tenemos, si queremos verla. Pero si miras el mundo con ojos prestados
te quieres marchar a Alemania. Tumbar de un manotazo nuestro precioso
castillo de naipes. Como si construirlo hubiera sido un pasatiempo.
Lo que pasa es que Noah y yo vivimos dentro de él, y nos gusta
mucho. Cuando la gente se marcha a Alemania, o a un asilo en las
montañas, nunca regresa. Y eso es porque se han ido antes de
emprender el viaje. Y yo me quedo sola. Un pajarito oscuro se posa
sobre la barandilla del balcón y gira su cabeza nerviosa en todas
direcciones. Canta unos segundos y desaparece, en busca de un nuevo
reposo. Recuerdo la primera vez que mi madre vio el mar. Sesenta años
dentro de ella, el mar. Una imagen en la televisión, una descripción
en un libro, un sueño de verano. Aquel agosto me la llevé, una
semana las dos solas. Noah aún no existía. Era también una imagen,
una descripción, un sueño. Mi madre caminó hasta la arena en
silencio, se sentó, lloró y no dijo nada. Después, comimos los
sandwiches que ella había preparado. Una ráfaga de aire caliente
–arde la piel– trae un envoltorio de plástico. Lo recojo del
suelo. Es rojo y brilla y es de un chupachups, y lo sujeto entre mis
dedos, y noto su tacto rugoso, y lo froto y hace frufrú y es una
música la que oigo, al menos para mí lo es, efímera, sencilla y
muy real. Lo dejo sobre la mesa, junto a la taza, pero al poco viene
otra ráfaga –ésta me resulta extrañamente gélida– y se lo
lleva.
Siento frío por dentro y regreso a mi cama. Me tumbo junto a David.
En Alemania hace mucho frío y llueve, la gente habla como enfadada;
estoy segura de que allí no hay pájaros y de que mi madre tampoco
está. La casa se me cae encima, tan en silencio, tan caliente. Yo
respiro y parpadeo, aunque ya no puedo ver el código de barras en
las manchitas de luz. Se han vuelto borrosas. Un camión de la basura
se detiene bajo nuestra ventana. Escucho el ruido del motor y el
trajín de los cubos. Un olor a gato muerto se adueña de la
habitación. Miro a David mientras duerme. Él también seguirá
viviendo, como las ratas entre las ruinas. Pero vivirá. Y mientras
se está vivo siempre puede ocurrir algo.
Propuesta de final previo, Hotel Kafka.
Propuesta de final previo, Hotel Kafka.
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