sábado, 1 de julio de 2017

El actor secundario

    Qué compone los días de una miserable vida humana sino las palabras y los hechos –éstos cada vez menos– que provienen de ideas y sentimientos descontrolados y prestados. Porque sí, todos esos seres vivos que pueblan la tierra y que están compuestos de brazos y piernas, de torso y cabeza, rellenos todos ellos de músculos, huesos, arterias y vísceras, de humores y moco y saliva, coordinados, lo justo, por el órgano rector imperfecto que es el cerebro, están hechos en realidad de la sucesión de una palabra tras otra, que provienen a su vez de ideas muy poco tamizadas por el córtex, esa capa externa y gris de neuronas que se supone nos convierte en inteligentes pero que es vaga, trabaja muy poco, casi nada, mientras en el fondo permite que gobiernen los sótanos, donde anidan los sentimientos y los instintos más primitivos y, por tanto, más egoístas y salvajes, aunque sí que es capaz, el córtex, de dotar a esos atavismos de un barniz de civilización y educación cuando le apetece y está de buenas. Por desgracia últimamente tampoco es capaz de eso, y hemos de convivir tan a menudo con masas de células más o menos ordenadas que hacen gala, y hasta muestran orgullo, de un comportamiento muy parecido al de un hipopótamo. Y sus palabras son desprovistas de adornos, hirientes, desdeñosas, exigentes, producto de una especie de tirano infantil que ha tomado las riendas de su existencia y que son ellos mismos, pero ya sin tapujos, sin papel de envolver, y que en las ocasiones en las que no ven cumplidos sus deseos pasan a la acción y arremeten, agreden, pisotean, humillan, vilipendian y después sonríen satisfechos de su trabajo.
    Uno se considera un imbécil que acaba de descubrir todo esto, a edad tan tardía, de ahí lo de imbécil, ya que he pasado mis días siendo amable y conciliador, comprensivo, generoso y humilde. Buen amigo, buen esposo, buen compañero, buen padre, buen ciudadano. Pero es mentira eso de que la vida te devuelve lo que la entregas, no al menos en estos tiempos, en los que todo lo que otro humano recibe lo da por supuesto y merecido, lo considera ya suyo antes de que le venga, lo tiene por su derecho natural y por lo tanto no cree que haya de existir correspondencia, el río siempre fluye en una dirección que es la suya, y uno espera y piensa que la generosidad llama a la generosidad pero que ésta a veces tarda un poco en regresar y da otra oportunidad, y después otra, y otra más. Y puede uno al fin esperar sentado por toda la eternidad que el río seguirá fluyendo siempre en la misma dirección, es ley de la física y uno aún no lo sabía, o mejor dicho no lo quería saber, prefería vivir y dejar pasar mis días en una bella ensoñación, a la espera del retorno de lo más hermoso del ser humano, de sus más excelsas cualidades, hasta que comprende que se exaltan y entronizan y alaban precisamente por escasas, por ser un bien extraño y escurridizo que se obstina en no manifestarse, y que desconocemos en qué parte de nuestro cuerpo reside.
    Ayer, sin ir más lejos, conducía tan tranquilo cuando arremetió contra mí un vehículo marcha atrás que ocupaba los dos carriles, y que me obligó a dar un frenazo, y al que increpé con un toque de claxon, a la espera de una disculpa. Pero no sólo no encontré excusas sino que recibí improperios y gestos airados y miradas de odio y chulería, dos cabezas, la de la conductora y su acompañante, levemente inclinadas hacia delante y provistas de ojos desdeñosos, tal y como se mira a un actor secundario que ha equivocado su papel y que molesta. Pero el actor secundario ya no es amable y no calla y lo que recibe es uno de esos pues lo siento que tanto se estilan ahora, cargados de un tono agresivo y despectivo, propios del hidalgo que despacha al lacayo cuando no le queda más remedio, pero lo hace con desprecio y como despidiendo, y lo que hice en ese preciso instante y sin pensar –al menos no con el córtex– fue empotrar mi coche contra el suyo y después, sin solución de continuidad, bajarme del mismo y aproximarme a la puerta de la conductora y meter mi puño cerrado a través del hueco que dejaba la ventanilla algo bajada y ponerme a propinar puñetazos a ciegas a la señora mayor que ya no era altanera ni hidalga ni noble sino una hipopótama con pareja que gritaba muerta de miedo y que recibió su merecido, un buen par de guantadas inofensivas en su cara fofa y arrugada.
    Y aún después fui a nadar a la piscina donde entreno desde hace más de treinta años y, en el cambio de turno, tuve que soportar, como siempre, a una manada de los mencionados hipopótamos que se cruzaban por mi calle sin ton ni son y me obligaban a detener mi nado alegre y disfrutón a cada momento, hecho que siempre he soportado con estoicismo, de un tipo que produce úlceras, y en ese momento también decidí que no quería soportarlo más y le hice notar a una señorona que a duras penas flotaba que su comportamiento era impropio y maleducado y no recibí, de nuevo, una disculpa, sino más bien primero una buena sarta de improperios y después ya sí, un pues lo siento de esos desdeñosos y tirados a la cara como si fuera un guante de duelo, como diciendo te voy a ofender hasta cuando me disculpo, y no me quedó más remedio que colocar mi mano con la palma abierta sobre la cabeza de la señora, más bien sobre su ridículo gorro de nadar de caucho, tan parecido al mío, y hacer fuerza hacia abajo y sumergir a la hidalga de turno bajo las aguas cloradas y dejarla allí un rato mientras la veía hacer aspavientos con manos y pies y veía también emerger de su boca la correspondiente columna de burbujas que iría sin duda acompañada de gritos e improperios que ni yo ni nadie estábamos escuchando. Después nadé todo lo rápido que pude y me largué del agua dejando tras de mí a la señora maleducada aturdida y desconcertada, sin saber muy bien lo que había ocurrido, pues una vez más su actor secundario, el que hace de servil lacayo o de figurante o de doble en su película personal, se había saltado el guión, y eso desconcierta porque revierte el orden de las cosas y cuando ese orden es revertido la mayor parte de los paquetes de células con envoltorio de piel no saben cómo seguir, se han caído y desparramado por el suelo las hojas que contienen su papel principal, y quedan sin voz y sin pensamientos, por un momento, gracias a dios.
    Y sin más tardar me fui a duchar y me encontré con un niño huesudo y blanquecino, un enclenque, bajo uno de los chorros de agua de la ducha común, acompañado, detrás de la puerta, por una madre que le iba dictando cada paso que compone la simple acción de ducharse, que si te remojes, que si te enjabones, que si detrás de las orejas, que si date prisa, y todo esto lo hacía asomando su cabeza, coronada por un cabello negro y rizado y presidida por ojos determinados y poseedores de la verdad, por un ojo de buey –que no de hipopótamo – sin cristal, recortado a la altura de un ser humano, o de un hipopótamo bajito, sobre la madera de la puerta giratoria, sin tener en cuenta el hecho de que en aquella sala amplia y vacía y azul que es la ducha de la piscina se encontraban también otros seres, de esos a los que les cuelga un pene y dos testículos de entre las piernas, y que resulta que andaban por allí muy ufanos y desnudos, duchándose. Y harto de semejante comportamiento le hago notar a la madre poderosa que se encuentra asomada a una ducha de hombres y que no puede hacer tal cosa, y me encuentro con un leve retraimiento que me sorprende por inesperado, pero que dura muy poco, tan sólo es esta vez una búfala tomando carrerilla para insultarme y decirme que no es para tanto y no sé cuántas cosas más. Y ya digo que antaño me habría contenido pero ahora, mi bañador aún puesto, salgo y sin ningún miramiento la agarro de ese pelo negro y rizado que ahora me recuerda a un estropajo viejo y la llevo a tirones hasta la ducha de las mujeres y la retengo bien pillada mientras meto la cabeza por su correspondiente ojo de buey –que no de hipopótamo– sin cristal y miro bien mirados los cuerpos desnudos de mujeres y niñas y le pregunto si le parece apropiado y también si sabe cuántos minutos o segundos tardarán todas aquellas señoras en avisar al guardia de seguridad de que pulula por la piscina un pervertido, o quizá incluso algo peor, un pederasta, sí, un hombre blanco de mediana edad muy sospechoso, si ya decía yo que tenía algo raro ese tío. Y después la suelto y la dejo allí, mientras me marcho y me giro y la veo sollozar ahora, ahora sí que solloza, y me mira con espanto y algo de odio, no por el susto sino, en el fondo, porque he destruido su papel protagonista y preponderante, su natural disposición de supremacía en su pequeño mundo, yo, ese secundario que bien podía haber sido una figura de cartón piedra que aparece de refilón en un plano general y rápido de su película, esa en la cual una madre abnegada y muy esforzada vela para que su pobre hijo, un inútil que no sabe hacer nada por sí mismo, se duche.
    Y no se detiene ahí la cosa, porque resulta que salgo escopetado del edificio, quizá ya perseguido por monitores y guardias y nadadores en tropel y alegre comandilla que comparte un objetivo noble y común, y me dirijo al colegio de mis hijos a dar cumplimiento gustoso de estas nuevas leyes que nos permiten a los padres ahorrar cientos de euros en libros gracias a la concesión, con permiso del ilustre e ilustrado gremio editorial, de dejarnos intercambiarlos con los de otros niños que los han utilizado en el curso anterior, y lo hago acompañado de mi esposa y mis hijos, a los que he recogido en un fugaz paso por mi casa, y me encuentro con que uno ha de dejar sus libros y rezar por que los demás hagan lo mismo, cosa la cual según la oronda señora que aposenta parte de su trasero en una silla giratoria –el resto del culo rebosa por ambos lados–, no está pasando y no se sabe si va a pasar, probablemente no. Y me dirijo a mi esposa, ya dispuesta a entregar nuestros libros sin reflexión ni miramiento, exhortándola a que nos lo pensemos un poco, cuando me encuentro que no es mi señora la que responde a mis frases, sino otra hipopótama de las palabras, otro saco de huesos y grasa y vísceras envasados en piel lustrosa y brillante, la que da cumplido reproche a mis líneas, en tono vehemente y seguro y plagado de órdenes y decisiones que ya ha tomado por mí, dando cumplimiento quizá al papel protagonista y cargado de razones y moral que ejerce en su cotidiana vida. Y me doy cuenta de que con anterioridad habría entablado una paciente conversación con ella, e incluso habría sido tan imbécil de tener sus opiniones no solicitadas en cuenta, pero también percibo ya ese comportamiento como del pasado, y más bien me apresto a responderla con firmeza y sequedad que no estoy hablando con ella sino con mi señora esposa. La hidalga, la estrella de su meca del cine particular se ofende y aumenta el tono de su voz y sus desdenes, y es entonces cuando no me queda más remedio, muy a mi pesar, que apoyar todo lo largo de mi brazo contra el lateral de una enorme pila de libros de texto, repletos de erudición y de palabras, y de conocimiento y sabiduría destinada a nuestros bellos, inocentes, dulces y amorosos hijos todos, una enorme montaña de libros de texto digo, que reposa sobre su mesa destartalada y vieja, a la vera de la noble señora, y hacer toda la fuerza de la que soy capaz, acompañada de bastante rabia, y lanzarla, desmoronarla, derribarla más bien sobre el cuerpo que contiene a ese hipopótamo de las palabras que tan poco utiliza esa zona del cerebro que llamamos córtex.
    Y quizá no sea esto lo peor que yo haya hecho en el colegio de mis hijos, al fin y al cabo parece que la señora con opinión no solicitada debió quedar impresionada o muda por mi vandálico acto, por mi salida fuera de tono que arruinó su bella obra de teatro en la cual ella era la protagonista, una amable señora repleta de consejos para padres y niños que trabaja haciendo el bien y educando a las futuras generaciones en una institución de prestigio. No es lo peor, no, porque al día siguiente, sin ir más lejos, llegué unos minutos tarde a recoger a mi hijo pequeño al mediodía, quizá fuera el tráfico o quizá un retraso por exceso de trabajo o por una reunión que se alarga, el caso es que llegué tarde cuando nunca lo hago, y cuando además he notado que soy el único padre que acude a por su niño a esas horas, a costa de grandes esfuerzos y no pocos nervios, mientras que los demás son atendidos por cuidadoras de los más diversos orígenes, que trabajan para padres y madres que pasean distraídos y ociosos por el barrio o dedican dos o tres horas a comer tan tranquilos en el trabajo, acompañados de personas que no son sus hijos. Y hete aquí que recibo un llamamiento y una especie de apercibimiento o amonestación por parte de la profesora de mi hijo, en presencia de este, por parte, sí, de una señora que jamás saca a los niños de clase a la hora, sino más bien diez minutos después, decisión que toma unilateralmente y por su cuenta y riesgo y de manera totalmente arbitraria teniendo en cuenta que tan sólo ha de mirar el reloj y poner a los niños en pie y sacarlos en fila a caminar diez metros y descender un corto tramo de escaleras, en cumplimiento del horario de salida estipulado por el centro escolar. Y como, quizá afectado por desaires y ofensas mucho más hirientes, dolorosas y profundas que estas que ahora tanto me enervan, ya no soy ese que se disculpa y comprende a los demás sin ser comprendido, ya no soy ese que concilia y atempera y modula, ya no soy el que da pie con sus dos frases al protagonista, sino que me he convertido en esto que soy ahora, una especie de actor maldito sin guión ni papeles ni narración, sin escenario, sin trama y sin final feliz, éste que ahora responde una frase que el otro no encuentra por más que la busque, y que es que trabajo y cruzo la ciudad en hora punta y atasco, y no tengo cuidadora y hago lo que puedo mientras que mi hijo nunca sale a su hora y no digo nada. Y la hidalga o noble o estrella del cine tiene aún respuesta y es ya airada y además la da sin esperar su correspondiente réplica mientras camina decidida lejos de mí, muy convencida de haber hecho el papel de su vida frente a un padre de estos de ahora, sin público eso sí, una pena, un desperdicio, y me da la espalda mientras supone satisfecha que ese es el colofón de la escena y por tanto su punto álgido y su final apoteósico, pero no lo es para mí, soy imaginativo y espontáneo y muy artista, creativo a más no poder diría yo, y me da por inventarme otro final, que es interponerme en su camino y frenarla en seco y cogerla por los codos, oh sí, acto sin duda violento y desmedido, terriblemente inapropiado y con visos de ser delictivo y, mi cara pegada a la suya, la punta de mi nariz en contacto con la punta de su nariz, reventar en un alarido terrible, la cara roja y las venas de la cara hinchadas, los dientes cuadrados y agresivos, la saliva que salta de mi boca e impacta en su cara, esa que trata de apartarse pero no lo consigue, retenida por mis manos agarrando con fuerza sus codos, y que se retira a un lado muerta de miedo, ofreciéndome su oreja que a su vez contiene su oído, ese que probablemente quedó destrozado y que desde entonces padecerá sordera o acúfenos, y que por tanto vera dificultada su capacidad de escucha, muy mermada ya de por sí, aunque con toda probabilidad lo que más le duela sea el hecho de no poder escucharse a sí misma, sus frases y su voz modulada y el bello papel que ha estado leyendo toda la vida sin que nadie la molestara hasta ahora, o al menos emborronada por pitidos que aparecen de la nada y que van en aumento y permanecen un tiempo, cada vez más, y que aturden y hacen perder el hilo de lo que se estaba diciendo, seguramente palabras nada originales, mil veces dichas y escuchadas, palabras que no se han pensado bien o que provienen de ideas poco elaboradas o simples o de sentimientos básicos y egoístas, o de inercias aprendidas y repetidas sin tino ni discernimiento, sin duda poco o nada tamizadas, cada vez menos desde luego, por ese córtex capaz de producir lo más bello y excelso de la especie humana pero tan vago, tan perezoso, indolente como un sabio desdeñoso, dominado por la desidia, que cada vez interviene menos, quizá derrotado por el mundo, por todos esos hipopótamos de las palabras en los que nos vamos convirtiendo los unos a los otros, esos sacos de piel rellenos de carne y humores que estamos hechos de vocablos que son como un virus que todo lo contagia y todo lo infecta y de todo se adueña, y que crea guiones muy acordes a su existencia y propagación, guiones perfectos que uno nunca ha de saltarse porque entonces puede que lo reviente todo y se quede sin papel.


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