miércoles, 7 de junio de 2017

Nada




    Comencé a nadar en la piscina poco después de su inauguración con motivo de los mundiales de natación de 1986. Yo tenía diez años. Llevo, por tanto, más de treinta años entrenando aquí, aunque durante algunos períodos lo haya dejado un poco de lado. En esta piscina aprendí a nadar y a tirarme de cabeza, después del colegio. No hice ningún amigo ni recuerdo casi nada de aquellos primeros años, excepto quizá un sentimiento. La angustia que me producía el hecho de ir encajado entre otros dos nadadores, uno delante y otro detrás haciendo espuma con sus patadas y brazadas, a un ritmo frenético que me impedía respirar, recuperar el resuello. También recuerdo que salía agotado del agua, me dolían los huesos. Padecí reuma infantil. Llegaba a casa muerto de hambre y deseoso de meterme en la cama. No sé cuántos años aguanté. Para mí aquello era una tortura. Después, ya adulto, en algún momento, volví. No recuerdo cuándo.

La rutina siempre es la misma.

    Traspaso las puertas automáticas de cristal y penetro en un ambiente de calor húmedo sea cual sea la estación del año. Dejo atrás mi vida y el mundo por un rato, pase lo que pase en ellos. Saco mi carnet y lo paso por la ranura. Empujo el torniquete metálico y bajo por las escaleras. Algunas veces hay competiciones de natación, de water polo, de sincronizada o de saltos. En esos momentos detesto estar allí. No soporto las aglomeraciones de gente, los gritos, los empujones, el sudor, la tensión latente en cada mirada, en cada cuerpo… La mayor parte de los días está más o menos tranquilo. Una vez abajo, camino por un pasillo amplio con espejos y secadores de pelo. Estos hacen mucho ruido cuando alguien los utiliza y eso me molesta, me irrita. Siempre me cambio en el mismo vestuario. Sus paredes están formadas por paneles de tarima blanca que no llegan al suelo ni al techo. Por las mañanas me cruzo con multitud de jubilados, algunos malhumorados, los más de ellos dicharacheros o algo ausentes. Siempre hablan de lo mismo, como todo el mundo. Política, fútbol. Completamente desnudos. A gritos. Las mismas conversaciones huecas, o mejor dicho, que rellenan el hueco de la vida, en la que realmente casi no hay nada que merezca la pena ser dicho. Palabras repetidas, tópicos, frases hechas, bromas manidas, lugares comunes… nada con sustancia, ni inteligencia, nada personal, ni original. Ningún esfuerzo mental por parte de nadie. Aunque quizá no sea el lugar para hacerlo. Me pregunto cuál lo es.

La rueda gira, la vida continúa.

    Me desnudo y me pongo el bañador, ajustado a cintura y muslos, por encima de la rodilla, para que no haga resistencia al nadar. Saco de mi mochila las chanclas y me las calzo, ya se sabe, por los hongos. Me paso las gafas por la cabeza y las dejo reposar alrededor del cuello. Llevo el gorro de tela en la mano y una toalla pequeña y amarilla sobre los hombros. También una funda transparente, la de las gafas, donde guardo los tapones para los oídos, un bote pequeño que contiene gel de ducha y el candado de la taquilla con su correspondiente llave. Guardo mi ropa y mi calzado en la mochila y abandono el vestuario. El pasillo que da acceso a las piscinas, a los baños y a las duchas se encuentra forrado por cientos de taquillas, todas iguales y numeradas. Escojo una libre, guardo mi mochila y le pongo el candado. Casi siempre me cruzo con un anciano calvo, gordito y bajo que canta opera a voz en grito, garganta engolada y colocada, como si estuviera él solo, sin importarle lo más mínimo si eso puede molestar a los demás, si pensamos que lo mejor es permanecer callados, si echamos de menos y ansiamos el silencio.
    El recinto de las piscinas es enorme. A mi espalda y sobre mí se encuentran las gradas, con sus asientos de plástico amarillo. A la izquierda, y tras una pared de cristal, la piscina infantil. A la derecha, al fondo, la piscina de saltos. Recuerdo cuando salté desde el trampolín de hormigón, siendo un niño, y tuve miedo. Frente a mí, la piscina de natación. Cincuenta metros separados por un murete móvil para aprovechar mejor el espacio y que se puedan impartir más clases. Las corcheras, rojas en los extremos y amarillas en el centro, dividen once calles, frente a las ocho oficiales. La pared que se encuentra frente a mí está compuesta por cristales de unos tres pisos de altura por los que entra la luz natural y a través de los cuales se ven las copas de los árboles del parque y el cielo. Camino por el suelo húmedo y resbaladizo y me cruzo con los mismos monitores año tras año. Nos miramos sin decir nada. Siempre las mismas caras inexpresivas. La mayoría están gordos y no durarían ni diez minutos en el agua pero son capaces de enseñar a otros a nadar y de dirigir una clase con cierta autoridad, la cual reside tan sólo en su tono de voz. A veces se juntan y escucho sin querer sus cuitas laborales y no digo nada. Los ancianos, en el agua, reciben su clase. Tienen las piernas finas e inflexibles. Los brazos delgados y la piel flácida y moteada. Su tronco es grueso y nadan muy despacio.
    Deposito mi toalla y mi funda sobre el asiento de una pequeña grada. Siempre es la misma. Me aproximo al borde de la piscina y me descalzo. Camino hasta mi calle, una de las de nado libre. Me sitúo frente a ella y miro el reloj digital de la pared, allí en lo alto, para tener una referencia de cuánto tiempo voy a estar nadando. Después, me pongo el gorro de tela con la cara del Joker en la cabeza y los tapones naranjas de silicona en los oídos. También las gafas con cristal de espejo. A veces se me salta el gorro al apoyar su goma en el cogote y tengo que volver a ponérmelo todo. Me fastidia mucho. Miro el agua, de ese color azul caribeño que no deja de atraerme. Dejo pasar un nadador y espero hasta que se aleja. Entonces me lanzo al agua, de cabeza. Siempre lo mismo, desde hace décadas. Salto lo más lejos que puedo sin hacer esfuerzo. Me zambullo y buceo con los brazos estirados y las manos de lado, una sobre la otra. Es la forma en la que se crea menos resistencia frente al agua. Junto las piernas y doy patadas de sirena. Miro al fondo de la piscina y siento como si volara. Pienso que es así como deben sentirse los pájaros cuando planean en el aire. Haciendo un leve esfuerzo, aprovechando el impulso del viento. Aguanto todo lo que puedo. Por fin, asomo la cabeza y me pongo a nadar a crawl. Patada continua y leve. Estiro los brazos como si quisiera alcanzar algo que está lejos y respiro siempre por el lado derecho. Tengo una contractura permanente en esa parte del cuello. Los brazos hacen palanca bajo el agua, la palma de la mano abierta y los dedos tensos y juntos para no disipar la fuerza.

Veinticinco metros y vuelta. Veinticinco metros y vuelta. Veinticinco metros y vuelta.

    Apoyo mis pies contra el muro para darme impulso y recorrer toda la parte roja del corchete, estirado. Respiro diez veces por largo. A veces voy deprisa. Otras no. No me interesan las marcas, ni mejorar. Solo nado. Hubo un tiempo en el que nadaba y pensaba. Nadaba y creaba. Nadaba y planificaba. En otra época nadaba y recordaba, o nadaba y urdía contra los que me hacían daño. En otro tiempo, nadaba y meditaba. Las Cuatro Nobles Verdades, la Vacuidad, la Ayoidad. También he nadado y me he concentrado en la técnica, en la posición del cuerpo, los gestos, la fuerza, la respiración. Ahora, nada.

Nada.

    Me digo, nada. Y nado. Si alcanzo al de delante, le supero. Si molesto, me paro en la pared y dejo pasar. Si otro nadador me increpa por cualquier cuita imaginaria, le ignoro. Llevo tapones y casi no oigo. Las gafas se empañan pronto y casi no veo. Cuento respiraciones, brazadas, metros. 10, 12, 25. Y vuelta a empezar. A veces me equivoco en el conteo pero me da igual. Veo la luz y sólo la veo. Siento el agua y sólo la siento. Mi cuerpo se cansa y paro. Mi respiración se agita y me detengo. No pienso ni siento ni percibo nada.

Nada.

    Me digo, nada. Y luego ya no. Es la hora y me tengo que ir. Buceo un poco bajo cada corchera, invadiendo las otras calles hasta que alcanzo el borde de la piscina, con cuidado de no molestar a nadie. A mí no me gusta que se me crucen cuando nado. Subo las escaleras, me quito las gafas y el gorro y me calzo las chanclas. Miro alrededor. La misma imagen metódica y aséptica, el mismo lugar, desde hace treinta años. Nada se fija en mi memoria, nada pienso, nada siento. Recojo mi toalla y mi funda y camino hacia las duchas mientras me seco un poco. No mucho, para qué, si me voy a duchar. Es un gesto inconsciente y mecánico. Entro en la ducha, una sala amplia forrada de pequeños cuadrados de azulejo con doce grifos. Cuelgo la toalla en una percha y saco el gel de la funda. Me ducho con el bañador puesto. Me da pereza quitármelo y volvérmelo a poner.

Algunas duchas no funcionan y nunca nadie las arregla.

    El agua sale fría, templada y caliente, por ese orden. Me mojo y me quito el cloro, me enjabono y me aclaro. Recojo mi toalla y mi funda, me seco todo el cuerpo y salgo al pasillo. Abro la taquilla y recupero la mochila. Entro en el vestuario y busco un hueco libre.

El banco corrido está suelto y nunca nadie lo arregla.

    Me quito el bañador y me seco de nuevo con la toalla. Regresan las conversaciones sobre política y fútbol. El hombre que canta ópera ya se ha ido y sólo escucho voces quebradas y sin fuerza. Ahora lo hago todo despacio. Antes, desde pequeño y hasta hace bien poco, tenía mucha prisa. Nadaba y corría por dentro. Ahora no. Ya no siento angustia. No siento nada.

Nada.

    Pero ya no estoy nadando. Me visto y saco el peine. Uno de plástico blanco que me llevé de algún hotel hará un millón de años. Me calzo, cierro la mochila y salgo al pasillo exterior. Me detengo frente al espejo y dibujo una raya perfecta en mi cabello, la misma desde hace tres décadas. Peino mi pelo mojado. Alguien utiliza el secador. Detesto ese ruido. Recuerdo cuando mi madre me subía a un altillo y pegaba mi cabeza a su chorro de aire caliente. Presionaba el botón grande y plateado y frotaba mi pelo para que se secara y no me constipara al salir. Ahora no me seco y nunca me constipo. También me baño en la playa después de comer y nunca se me corta la digestión. Me asomo a las ventanas y no me caigo. Camino por el pasillo y me siento ligero. Pero cuando subo las escaleras las piernas me pesan, como si volviera a tener reuma. Ya estoy sudando y miro la calle a través de las puertas de cristal. Empujo el torniquete en dirección contraria, camino unos pasos y salgo a la calle. Hace frío. El cielo es azul. No hay nadie fuera. Todo está quieto y no pasa nada.



Propuesta de correlato objetivo, Hotel Kafka.






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