Qué bien peinado va
el Doctor. Su raya a la izquierda. La coronilla domada y el flequillo ordenado
y reluciente, gracias a la mascarilla de Purita Pasión. Su frente despejada,
tan bonita, contorneada por un pelo que la invade como lo hacen los pinos en
una playa del Mediterráneo. La curva de la nariz, suave y armónica. Su boca
alegre, serena, con ese toque infantil que le da la ausencia de los incisivos.
Una piel de aceituna, cultivada por las caricias y los besos. Y esa mirada de
paz, de alegría, algo turbada ahora, algo más resistente, algo más madura. Con
ese brillo que siempre prende la chispa del mío.
Levanta sus manitas
sabias el Doctor, y forma un cuenco con ellas, las palmas hacia arriba. Me mira
y se ríe con todo el cuerpo. Mete su cara en ellas y deja caer un susurro sobre
la piel, una voz suave y divertida que cala en las líneas del destino y
alimenta las huellas de las yemas de sus dedos apacibles.
Es un cuento, me dice.
Lo sujeta con
delicadeza, no vaya a ser que se derrame. Me pide que me agache y lo vierte
sobre mi oreja. Fluye por las curvas de luz y sombra de mi cartílago rojo y
transparente, como si un torbellino lento pudiera existir. El Doctor se me
acerca suave y pega su boca a mi oído y me susurra en el idioma de los niños. Es
el empujón que necesita el cuento para terminar de hacer su viaje.
Arrodillado, abrazo
al Doctor Babitas y le beso en la mejilla. Él ríe divertido, es otra de sus
bromas. No sabe ─o sí─ que yo ahora tengo su cuento dentro. Que habita en
mí, crece silencioso y a su ritmo y manera, sin que nos enteremos. Y que,
cuando menos lo espere, sus susurros decidirán transformarse en palabras que
espero ser capaz de comprender. Palabras que depositaré, con mucho cuidado, en
una cama voladora hecha de papel, que a veces viaja a visitar a otros.
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