“...Qué es esto que llamamos vida sino una ilusión. Qué es esta
estructura, este andamiaje, este velo que hemos construido entre
todos, tanto los vivos como los muertos, que nos lleva a creer que lo
que pensamos y sentimos es cierto, verdadero, relevante y real,
cuando sabemos en el fondo que todo eso es morralla que devora el
tiempo, no los eones, sino el siguiente segundo, el próximo minuto,
la incipiente hora. Qué mecanismo estropeado nos confunde y nos hace
olvidar que somos simios insignificantes perdidos en el tiempo
pegajoso y en el espacio elástico e insondable, que no dejamos
huella alguna, que nada de lo que hacemos vale ni sirve ni
transforma, que nuestra irrelevante existencia no significa nada ni
lo significará. A qué tanta preocupación, tanto cuidar el cuerpo,
y el vestir, tanta obsesión por divertirse, tanta ofuscación por un
tono de voz o un mensaje en el contestador. Para qué tanto opinar y
decidir y contar lo que nos gusta o deja de gustar o lo que hemos
desayunado esta mañana. Para qué tanto Yo – o tanto Yo disfrazado
de No Yo – , cuando todos sabemos que éste es un cajón de sastre
que creemos controlar pero que cualquiera puede abrir y rellenar con
lo que le de la gana y decirnos lo que pensar y decir y hacer y
sentir, y además hacernos creer que ese sentir y hacer y decir y
pensar lo hemos decidido nosotros. Hacernos creer que somos el centro
del Universo y que somos únicos y que necesitamos esto y aquello
para seguir siéndolo o serlo aún más. Para qué tanto desperdicio
de saliva y de energía y de tiempo, para qué tanto irritarse y
enfadarse y ofenderse y tanto odiar y desear y decir amar. Para qué
tanto teatro desesperado, tanta escena efímera, tanto guión mil
veces oído y otras tantas repetido, recitado con inercia, condenado
a deshilacharse en el aire o a envenenar un alma… Para qué tanta
patraña y actuación y apariencia, para qué tantas grandes
palabras, para qué todos esos discursos barrocos e inflados, para
qué tantos aires de originalidad si todos sabemos que es copia sobre
copia y que ya todo ocurrió y que todo vuelve a ser vil y rastrero y
corrupto, se repite la ponzoña, la envidia, el odio, el robo, la
traición y el embuste, el egoísmo en definitiva, por los siglos de
los siglos que en el fondo son un parpadeo, en el cual nos ha dado
tiempo a millones y millones de humanos a comportarnos como basura y
desaparecer, a infligir daño y hacer sufrir y morir, y tanto da todo
el mal o el bien que hayamos causado porque las víctimas y los
beneficiados también se irán y también serán nada y pronto nadie
los recordará ni quedará rastro de su paso por el mundo y por tanto
jamás habrán existido.
Y sin embargo algunos no pueden evitar amar intensamente y sufrir por
el dañado. Algunos pocos aman y sienten como si fueran el otro y les
duele la inocencia derretida por el fuego del egoísmo, la envidia y
el odio descarnado. Algunos no pueden evitar ver la huella que deja
la maldad sobre las almas limpias y sufrir y bregar porque esos
espíritus blancos no sucumban, luchar con denuedo por borrar esa
marca humeante, tomar en sus manos el jabón de la escucha entregada
y la palabra sensata, y la esponja del abrazo y el beso y la mirada a
los ojos que da seguridad y arropa, que prende la llama cálida y
guía hasta el hogar, que no es otro que la paz. Porque saber que se
es y no se es puede ser otra ilusión más, o también puede ser una
respuesta elegante y bella a todos esos para qués. O no.
La mañana es gélida y sales a la calle. Inspiras el aire frío con
cierto placer y expiras por la boca. Sale el aire caliente y gastado
de tus pulmones. Te gusta poder ver, unas pocas veces al año, tu
aliento. Tan sólo dura un segundo, quizá menos. Y después ya no
está. Prosigues tu camino y lo olvidas por completo”.
Estracto
de Las huellas de Laetoli*, diario de campo de Mary Leakey
*
Las huellas de Laetoli, situadas
en el área de Olduvai, Tanzania, son unas líneas de pisadas de
varios individuos bípedos que caminaron sobre el barro hace unos 3,7
millones de años, justo antes de una erupción volcánica, cuyas
cenizas permitieron su conservación hasta su descubrimiento por Mary
Leakey en 1977.
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