miércoles, 28 de marzo de 2018

El aliento del primate

“...Qué es esto que llamamos vida sino una ilusión. Qué es esta estructura, este andamiaje, este velo que hemos construido entre todos, tanto los vivos como los muertos, que nos lleva a creer que lo que pensamos y sentimos es cierto, verdadero, relevante y real, cuando sabemos en el fondo que todo eso es morralla que devora el tiempo, no los eones, sino el siguiente segundo, el próximo minuto, la incipiente hora. Qué mecanismo estropeado nos confunde y nos hace olvidar que somos simios insignificantes perdidos en el tiempo pegajoso y en el espacio elástico e insondable, que no dejamos huella alguna, que nada de lo que hacemos vale ni sirve ni transforma, que nuestra irrelevante existencia no significa nada ni lo significará. A qué tanta preocupación, tanto cuidar el cuerpo, y el vestir, tanta obsesión por divertirse, tanta ofuscación por un tono de voz o un mensaje en el contestador. Para qué tanto opinar y decidir y contar lo que nos gusta o deja de gustar o lo que hemos desayunado esta mañana. Para qué tanto Yo – o tanto Yo disfrazado de No Yo – , cuando todos sabemos que éste es un cajón de sastre que creemos controlar pero que cualquiera puede abrir y rellenar con lo que le de la gana y decirnos lo que pensar y decir y hacer y sentir, y además hacernos creer que ese sentir y hacer y decir y pensar lo hemos decidido nosotros. Hacernos creer que somos el centro del Universo y que somos únicos y que necesitamos esto y aquello para seguir siéndolo o serlo aún más. Para qué tanto desperdicio de saliva y de energía y de tiempo, para qué tanto irritarse y enfadarse y ofenderse y tanto odiar y desear y decir amar. Para qué tanto teatro desesperado, tanta escena efímera, tanto guión mil veces oído y otras tantas repetido, recitado con inercia, condenado a deshilacharse en el aire o a envenenar un alma… Para qué tanta patraña y actuación y apariencia, para qué tantas grandes palabras, para qué todos esos discursos barrocos e inflados, para qué tantos aires de originalidad si todos sabemos que es copia sobre copia y que ya todo ocurrió y que todo vuelve a ser vil y rastrero y corrupto, se repite la ponzoña, la envidia, el odio, el robo, la traición y el embuste, el egoísmo en definitiva, por los siglos de los siglos que en el fondo son un parpadeo, en el cual nos ha dado tiempo a millones y millones de humanos a comportarnos como basura y desaparecer, a infligir daño y hacer sufrir y morir, y tanto da todo el mal o el bien que hayamos causado porque las víctimas y los beneficiados también se irán y también serán nada y pronto nadie los recordará ni quedará rastro de su paso por el mundo y por tanto jamás habrán existido.
Y sin embargo algunos no pueden evitar amar intensamente y sufrir por el dañado. Algunos pocos aman y sienten como si fueran el otro y les duele la inocencia derretida por el fuego del egoísmo, la envidia y el odio descarnado. Algunos no pueden evitar ver la huella que deja la maldad sobre las almas limpias y sufrir y bregar porque esos espíritus blancos no sucumban, luchar con denuedo por borrar esa marca humeante, tomar en sus manos el jabón de la escucha entregada y la palabra sensata, y la esponja del abrazo y el beso y la mirada a los ojos que da seguridad y arropa, que prende la llama cálida y guía hasta el hogar, que no es otro que la paz. Porque saber que se es y no se es puede ser otra ilusión más, o también puede ser una respuesta elegante y bella a todos esos para qués. O no.
La mañana es gélida y sales a la calle. Inspiras el aire frío con cierto placer y expiras por la boca. Sale el aire caliente y gastado de tus pulmones. Te gusta poder ver, unas pocas veces al año, tu aliento. Tan sólo dura un segundo, quizá menos. Y después ya no está. Prosigues tu camino y lo olvidas por completo”.

Estracto de Las huellas de Laetoli*, diario de campo de Mary Leakey

* Las huellas de Laetoli, situadas en el área de Olduvai, Tanzania, son unas líneas de pisadas de varios individuos bípedos que caminaron sobre el barro hace unos 3,7 millones de años, justo antes de una erupción volcánica, cuyas cenizas permitieron su conservación hasta su descubrimiento por Mary Leakey en 1977.


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