miércoles, 28 de marzo de 2018

El dentista ambulante



“ ...Usted quizá no recuerde ni quizá sepa que un día me salvó la vida. La postguerra fue terrible en el campo, más aún en nuestra aislada y olvidada Siberia extremeña. Yo fui un niño sin zapatos y labré la tierra desde que tengo memoria. Tuve una infancia de velas derretidas, de calles polvorientas y de ir a por el agua al pozo; de lavar la ropa en El Chorrero, caminata de media hora, lo mismo que tardaba en ir a la escuela. El médico más cercano se encontraba a cuarenta kilómetros y una vez al año aparecía un dentista ambulante. Usted. Mis padres le recordaban como un joven enérgico y luminoso, y me consta que ha seguido siendo así siempre después.
Yo contaba siete años cuando se me pudrió una muela. Desayunaba y cenaba cubos de azúcar de racionamiento y jamás tuve cepillo de dientes. La cara se me hinchó, después el ojo y la garganta. Todo aquello endureció como roca y las fiebres me postraron en cama a la espera de la muerte. Dios quiso que usted apareciera una mañana y me operara. Abrió el bulto como si fuera el estómago de un carnero y brotó el pus. Tomé las medicinas que usted se negó a cobrar a mis padres y reviví.
Fui después un muchacho espabilado y progresé en el negocio agrícola y ganadero. La vida me ha tratado bien y doy gracias a Dios por ello. Sin que usted supiera, he sido devoto y secreto seguidor, deudor agradecido y hombre que admira su trabajo con los necesitados, siempre desinteresado, cálido y generoso. Y por fin ha llegado el momento que por mí era ansiado y temido a partes iguales. Porque sepa, doctor, que el mejor regalo que podría habernos hecho la vida es que yo no encontrara forma alguna de agradecimiento. Que usted disfrutara de una existencia apacible y segura, libre de todo percance o indisposición. Sin embargo, todo hombre nace marcado con el sello del sufrimiento propio, pero, y es el más doloroso, puede verse asediado por el oscuro Caballero de la Muerte, no en carne propia sino en la sangre de su sangre.
Ha llegado a mis oídos que su primogénito sufre una enfermedad terrible, que le mengua poco a poco. Un mal que sólo se cura en América y cuyo tratamiento no puede afrontar. Puede que se sienta usted arrepentido de haber dado tanto y haber pedido tan poco a cambio, y que sufra lo indecible por ello. No pene más, buen doctor, querido sacamuelas que una vez salvó mi vida, porque por suerte o desgracia llegó el momento de devolver dichoso mi impagable deuda. Mi vida ha sido plena y deseo que la de su hijo también lo sea...”
El doctor Gutiérrez plegó de nuevo la carta y sacó del sobre un papel rectangular cruzado en diagonal por dos rayas paralelas. Lo miró incrédulo mientras se llevaba una mano a la boca y rompía a llorar de emoción.




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