sábado, 23 de septiembre de 2017

El olor del ruido

   No es nada común ser consciente de la complejidad de cada hecho que nos acaece ni de las consecuencias de nuestras propias acciones. Por tanto, no es nada corriente encontrar a una persona que sea consciente de lo complejo que resultan nuestros órganos de los sentidos aunque, como casi siempre, los que se dedican a ganar dinero manipulando nuestro comportamiento, sí que lo sean. Y es que tendemos a creer, con cierta ingenuidad y simpleza, que nuestros sentidos se identifican con el órgano de captación – ojo, oído, nariz, boca y piel –, olvidándonos de las vías de transmisión y de su área cerebral correspondiente, a su vez imbricada de manera compleja en una red caleidoscópica de axones y tumultuosas conexiones. Bien lo saben, digo, los que profundizan en los detalles del comportamiento humano, tomando la dirección contraria a la mayoría. Se olvidan del órgano captador y se centran en el estudio y manipulación de sus áreas correspondientes.
    Y es que quiso la fortuna, los dioses o el mero azar que, en un terrible accidente de moto que pudo haber dado fin a mi discreto periplo por el mundo, perdiese yo el sentido del olfato y quedara prácticamente sordo. Me recuperé de múltiples fracturas y superé un año en cama y la depresión que me produjo el hecho de tener que digerir que a partir de aquel momento nada sería de nuevo igual. Sin embargo, con el tiempo y debido a una natural tendencia humana a seguir adelante, me di cuenta de la obviedad de que podía haber sido peor y de que, quizá, se me abrían nuevas puertas. Regresé a mi natural ignorancia de dios, el que sea – tras pasar, postrado en cama y sin nada mejor que hacer, por fases de odio y amor, y amor y odio, otra vivencia religiosa más, tan manida y antigua y simplona que no merece la pena hablar de ella –, y volví a interesarme por el mundo.
    Siempre me he considerado persona observadora para el comportamiento y reflexiva con el origen de sus acciones. Cuando te quedas sordo el lenguaje no verbal se convierte en una especie de supernova de información, y además te das cuenta de que aquella opinión que tenías, sí, aquella que dice que noventa y nueve de cada cien palabras que brotan por la boca de un ser humano común carecen por completo de interés, o directamente son dañinas o anodinas o meros sonidos o tics o repeticiones cansinas o inercias o patadas al lenguaje o simplezas o basura, era cierta. Porque todo lo interesante y valioso, toda la información y la emoción que un ser humano comunica, quiera o no quiera, no está en las palabras. Por eso la literatura es arte y pensamiento puro y diversión. Porque es el único espacio en el que el lenguaje lo abarca todo y lo transmite todo, el único barco que supera el escollo de los órganos de captación y activa, como por arte de magia, las áreas cerebrales de todos los sentidos. Sin embargo, en la calle y para un sordo, las personas terminan componiéndose de gestos, de movimientos corporales, de actitudes. Ya no se necesita discernir lo verdadero de lo falso porque está todo ahí, entregado sin pudor a ti, como un libro abierto, en cada movimiento de su cuerpo. Y sabes quién miente, sí, pero también quién tiene miedo, o es soberbio o tímido o cruel o ladino o pura luz. Quién es noble o mundano o rastrero o pulcro y aseado. Quién ama o quién odia o quién regala su alegría. Quién no movería un músculo por ti, pese al adorno de sus palabras, y quién estará a tu lado cuando vienen mal dadas. El hecho de no poder escucharles se convierte en una liberación, y abre las puertas a un campo de relación con las personas más real, por medio de una sinceridad no pedida y que es dada sin consciencia. Las personas quedan desnudas ante tus ojos y esa experiencia puede ser descorazonadora y decepcionante, pero también puede ser la oportunidad de convertirte en un explorador único en busca de tesoros ocultos – las menos de las veces, para qué engañarnos –. También te vuelves plenamente consciente – ya lo sabías antes, en el fondo lo sabemos todos – de que la gente no escucha, ya están todos sordos, y que lo único que les obliga a escuchar es el propio interés y que, por tanto, las pocas veces que escuchan se están escuchando a sí mismos. Escuchan su odio o sus miedos o su avaricia o su vacío – el eco que reverbera en las paredes de la nada, uno de nuestros mayores secretos – o su deseo, cuando se encuentran contenidos en las palabras de otros. Así que prosigues en igualdad de condiciones o, bajo cierto punto de vista, has mejorado. Has perdido la capacidad de escuchar el ruido, sí, ese que está vacío de contenido o que activa los peores comportamientos o sentimientos o complejos de cada simplona alma humana.
    Pero es que además sufro de anosmia. Cuando me lo escribieron en un papel, me llevé la mano al culo, de forma instintiva. Seguía ahí y ahí continua, parte musculosa y grasienta del cuerpo humano, ideal para ser pateada sin que duela demasiado y casi ni te enteres, perfecta para ser penetrada e incluso desgarrada cuando el agresor desea dar noticia de su voluntad de herir. Pero no era eso, no. Lo que me ocurría es que había perdido la capacidad de oler. He de confesar que no resultó para mí ni mucho menos una gran pérdida por dos razones: mi capacidad olfativa era ya de por sí baja y, además, era extremadamente sensible cuando funcionaba. Determinados olores ostentaban sobre mi persona el poder de expulsarme de una habitación o impedirme el paso a ella. Otros me provocaban la arcada compulsiva, descontrolada, arcaica y defensiva. La mayoría de los perfumes de mujer me generaban un rechazo mayúsculo hacia la persona disfrazada con sus efluvios, ya fuera por su agresividad impositiva, por su vacío o por su manifiesta voluntad de manipulación, apelando a mis más básicos y primitivos instintos. Así que, tras la correspondiente y ya mencionada fase depresiva, comencé a valorar mi capacidad – que no incapacidad – de no oler como una bendición. Y es que en una sociedad desarrollada y preventiva frente a los peligros más básicos el sentido del olfato, como protector de la vida, pierde casi toda su utilidad. Continúa sin embargo siendo una puerta abierta al engaño y la tergiversación, acceso que se acababa de cerrar para otros no en sus propias narices ni en las mías, sino dentro de ellas. Pero hete aquí que quedó afectado mi órgano de captación y sus correspondientes transmisores, pero permaneció funcional su área de discernimiento. Y es posible que nuestro órgano rector sea tan complejo y sabio – el órgano en sí, que no nosotros, complejos en lo visceral pero poseedores de una natural tendencia a la simpleza del intelecto y al orgullo por poseerla – que sea capaz de redireccionar toda la experiencia y la información acumulada en el discreto arte de oler, y ponerlo al servicio, por medio de su espléndido sistema de comunicaciones libres de peaje, del resto de áreas que lo componen. Y uno adquiere o resucita o recupera o activa o potencia ese sentido tan animal y necesario y perdido que es el instinto. Por extraño que parezca, comienzas a oler comportamientos. Inseguridades. Pavores. Secretos inconfesables. Traiciones larvadas, su latir ansioso, su espera hirviente. Envidias. Falsedades. Enconos y odios con disfraz de sonrisa. Ladrones. Asesinos. Manipuladores disfrazados de buenazos. Puedes oler a través de los poros de la piel, hueles por los ojos, tu lengua saborea el olor ajeno. Casi puedes tocar su hedor, están ahí, expuestos, todos los secretos y todas las virtudes y todas las miserias, en ese olor denso que no huele pero que te inunda a través de todos los sentidos menos por el que has perdido.
    Se abren nuevas puertas. Se trazan caminos en la espesura o en la nada. Se corren las cortinas y se hace la luz. La ventana abierta acoge una brisa fresca y renovadora. Se retira la venda de los ojos. Se derriban murallas. Se envían naves sensibles hacia la nada, en busca de los misterios del universo. Se sincera un corazón. Se deja correr el agua de un grifo. Se canta, por fin, una canción. Se llora por primera vez, al estrenar el silencio. Se salta al vacío, la vida suspendida por una simple cuerda y lastrada por el ansia de emoción. Hierve el café recién hecho, y rebosa a borbotones de la cafetera olvidada. Se saluda con franca ilusión a la desconocida que brilla. Se emprende una aventura alocada y condenada al fracaso. Sí, eso, se canta, por fin, una canción. Esa puedo oírla. Vibra y puedo oírla. Es la que me transforma y de la que bebo la vida.
    Hay mucha gente que quiere cosas de ti y no lo sabes. Gente que no sabes que existe y que quieren cosas de ti que no sabes que existen. Puede que seas su carnaza y puede que yo trabaje para ellos. No sabes si soy bueno o malo y yo tampoco lo sé. ¿Qué es eso? Un concepto tan simple como subjetivo y, por lo tanto, inválido, si se permanece en la gama de grises. Pero te veo y te escucho, sí, te escucho, y te toco y te huelo, sí, hueles muy fuerte, y te toco sin usar las manos y te saboreo con mi nariz que sólo capta oxígeno y con el cartílago retorcido de mis orejas. Estamos juntos en esta habitación. Estate alerta si lo que quieres es engañarme. Puede que para hacerlo necesites dejar de engañarte a ti mismo. Y eso es imposible. Porque yo lo oigo y lo huelo todo. Todo menos a mí mismo. Y, en mi experiencia, es una gran ventaja. La ventaja de dejar de oler el ruido.

No hay comentarios:

Publicar un comentario