A veces uno se pregunta si resulta realmente necesario someterse a
determinadas torturas. Lo es para mí lo anodino. Toda esa inercia
clónica en la que se puede convertir una vida. Y no hablo tanto de
lo material, que también – la misma casa, las mismas cosas, los
mismos lugares –, como de la inercia a la que nos sometemos las
personas. La existencia se puede convertir con suma facilidad en una
obra de teatro en la cual todo el mundo lee su papel con parsimonia
intelectual, aún cuando las señales, el lenguaje corporal – las
sonrisas, los gestos, el tono de voz, incluso las palabras clave –
traten de transmitir cierta euforia, un mar de fondo de alegría por
vivir. Sin embargo, algunos actores son tan buenos que te pueden
hacer dudar. ¿Será posible que sea a mí al único que decepcione
toda esta desidia intelectual y emocional? ¿Puede ser que esta
persona se sienta satisfecha con toda esta mecanicidad, con toda esta
mediocridad del intelecto y la voluntad? ¿Con todos estos lugares
comunes, encadenados uno tras otro, así, al tuntún, para rellenar
el silencio? A mí se me derrumban todas las creencias a poco que me
paro a observarlas un poco. Sin embargo, para muchos, conforman sus
señas de identidad. Y justamente el ser humano es muy dado a no
ejercer en absoluto la autocrítica. Luego si incorporo determinados
credos a mi yo, no les dedicaré ni un segundo. Y por tanto, todo lo
que los ponga en duda es un ataque a mi persona.
A mí, sin embargo, no hay nada que me haga sentir más libre que
criticar mis supuestas creencias. Digo supuestas porque a poco que
uno abra la boca ya se le han adjudicado tres o cuatro etiquetas y se
le ha colocado en un determinado bando, credo o equipo. Si no eres
encasillable no eres de fiar. Al final uno opta por callar, con lo
que a mí me gusta hablar. Y es que además hay que contenerse, por
eso de que andar por ahí sacándole pegas o haciendo preguntas
embarazosas sobre todas las frases hechas con las que mucha gente va
tirando genera enormes suspicacias. Más en estos nuevos tiempos de
extremismos. Te conviertes en un pollavieja.
Me impresionan todos los mecanismos que nuestra sociedad está
desplegando para que recibamos información corta –que no
conocimiento –y muy teñida de emociones. Y toda esa presión que
ejerce para que nos posicionemos rápido ante cualquier asunto y
emitamos una o dos frases que nos sitúen en un bando. Ya te han
cazado. Te tienen donde quieren. Porque parece que desdecirse en
nuestros tiempos es humillante. Vivimos nuevos momentos oscuros para
la Razón. A mí me llegan a insultar por mi inteligencia, de lo más
normal por otro lado. El único problema es que me esfuerzo por
utilizarla. Nada más. El sentido común, la observación, el
análisis, la duda razonable, la escucha activa, la crítica. Todo
esto molesta soberanamente. El común ha abdicado de lo único que
les hace libres y que alguien se lo recuerde con sus propios actos
ofende. Vivimos en la Tiranía de la Emoción y del Culto al Ego
Infantil. Así, con mayúsculas, para llamar un poquito la atención.
Nos hemos convertido en una raza sojuzgada por el neuromarketing.
Disculpen el anglicismo, pero es que viene muy al caso. Todo es
emocional. Y eso nos convierte en seres simples, estúpidos, y hasta
diría que insoportables en las distancias cortas. Es fácil
encontrarse con extremistas exaltados, individuos comidos por las
dudas o zombies de la sonrisa, la paz y el amor. El mundo recuerda a
un barco a la deriva, sin capitán y sin timonel, sometido a las
tormentas, cuyas decisiones las toma la turba en base a sus emociones
más primarias. Y me refiero a las emociones negativas, por supuesto,
pero también a las positivas. Me da pánico pensar en los millones y
millones de personas que creen firmemente que manejando cuatro o
cinco emociones positivas se arregla el mundo. A mí todo esto me
parece cada vez más EmocioAnal, porque nos están dando
constantemente por el culo mientras nosotros mismos nos obligamos a
sonreír cuando nos sodomizan. No vaya a ser que haya una cámara de
fotos por ahí suelta y nos saque serios. Eso afea mucho. Y es que
cada vez más a menudo tengo la sensación, seguramente errónea, de
estar rodeado de personas que han pedido que les reingresen en Matrix
y poder así saborear un buen filete, aún sabiendo que este,
simplemente, no existe.
(Saber
si este texto es de Javier Marías o no lo es no tiene importancia.
Puede que sea una burda manipulación de las emociones. O no. Lo
importante es que reflexiones acerca de por qué te ha incomodado, si
es que lo ha hecho)
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