domingo, 30 de julio de 2017

La inocencia. Katmandú.




 20 de julio de 2007, viernes, 8:18 a.m.

    Escribo estas primeras líneas sentado en una mesa del Burger king del aeropuerto de Bangkok. Acabo de engullir uno de los desayunos más extraños de mi vida: un menú whooper con patatas y coca-cola. Y es que después de doce horas metido en un avión tiene uno todos los apetitos descolocados. He comido a las cuatro, me han dado un sándwich a las ocho y he desayunado a las doce de la noche. Entre medias, continuo aporte de bebida que, aunque se agradece, te impide conciliar el sueño. Ha sido agradable volver a ver El velo pintado y he devorado las páginas de Brooklyn follies de Paul Auster. Ya ni recuerdo cuando fue la última vez que le dediqué tanto tiempo a la lectura y ha sido un auténtico placer. Y aquí estoy, esperando para coger el avión que me lleve a Katmandú. En tránsito. De hecho, llevo un año y medio así, en tránsito, ahora que lo pienso. Siempre de camino a algún lugar, no sé a cuál, siempre en movimiento, con agitación, casi sin descanso. La mayoría de las veces resulta estimulante y lleno de energía, pero en ocasiones me invade el agotamiento, el desasosiego, la incomprensión de esta agitada existencia que me devora. Creo que la falta de sueño favorece el surgimiento de extraños pensamientos que he de desterrar de inmediato.  No puedo más que mirar al futuro próximo lleno de ilusión. En unas pocas horas me encontraré en el lugar soñado, el Himalaya, en muy buena compañía. Será la primera vez que pise un país en el que se practica el Budismo de forma mayoritaria y estoy ansioso por ver cómo viven estas gentes, penetrar en sus templos, sentir una sociedad que sigue los preceptos del Buda. Siempre pienso que Jesús fue una guía en la adolescencia y Buda lo fue como adulto joven. Ahora, con treinta y un años y sin tiempo para la espiritualidad, ni para nada, los añoro. A ellos, a sus enseñanzas no practicadas, y a todas las personas y vivencias de las que disfruté gracias a ellos.
    Nos esperan además otras grandes maestras: las montañas. No tengo ni la más remota idea de lo que nos van a enseñar esta vez, pero siempre se aprende algo de ellas. En ocasiones la lección es muy dura y nos desagrada, pero con el tiempo le sacas su jugo a las penalidades sufridas en sus paredes. Nos espera lo desconocido. Las montañas más grandes del mundo en pleno monzón, cargados con veinte kilos de mochila. Se mezclan en mi interior la intensa emoción de la aventura y el desasosiego por las posibles penalidades que se adivinan en el horizonte. Pero siempre merece la pena, sino no estaría aquí. De hecho, según pasan los años cada vez merece más la pena sentir latir el corazón ante la vivencia futura, la exploración del mundo y del ser humano, que es al fin y al cabo encuentro desesperado con uno mismo. El individuo, que se libera del trabajo, el dinero, el futuro, las ataduras, y se enfrenta al mundo ya transformado en persona, limpio de todo, centrado en el aquí y el ahora, siendo. Con lo ojos bien abiertos y la mente concentrada en lo cotidiano, en lo inmediato, que es continuamente nuevo y nos deslumbra a cada paso, captando nuestra atención y asombrándonos. Sueño con patear los caminos que rodean el Annapurna, primer ochomil que ascendió con éxito el ser humano. Caminar por los mismos senderos donde, cincuenta años atrás, intrépidos montañeros franceses, hombres valientes a los que nada arredraba, gente noble de espíritu aventurero, aguerridos exploradores guiados por el intenso deseo de ver más lejos, de conocer un poco más, de conquistar lo nunca visto, de dejar su huella más allá de los límites, nos abrieron camino y nos impulsan a seguir sus pasos con tremenda humildad. Deseo con toda mi alma poder ver esas cumbres, sentir su enormidad, su fuerza...
    Vuelvo a la realidad al percatarme de la hora. He de abandonar mis maravillosas ensoñaciones para embarcar en el avión que me llevará al país de mis deseos. ¡Por nada del mundo me lo perdería!



    Son las dos del mediodía en Katmandú. Aún no consigo hacerme a la idea de que estoy aquí. El avión tomó tierra hace una hora en este aeropuerto desvencijado, antiguo, de ladrillo rojo, que recuerda más a un mercado o una estación de trenes que a un aeropuerto internacional. El aterrizaje nos ha ofrecido una panorámica de la ciudad y del valle de Katmandú, enmarcados por multitud de montañas al norte y al sur. Infinidad de nubes bajas se enganchan a las cimas y filtran la luz, regalándonos una visión hiperrealista de los perfiles de esta urbe. Hemos sobrevolado grandes barrios de casas de tres o cuatro alturas apelotonadas unas contra otras. Aviones abandonados de todos los tamaños, colores y antigüedad circundan la pista de aterrizaje. Mi compañero de butaca, un nepalí que pasa temporadas en California, se despide amablemente. Me ha quitado el miedo a la época de lluvias: dice que no está siempre jarreando, que sólo cabe la posibilidad de que ocurra.  La bofetada de calor al salir por la puerta del avión es digna de mención. No me esperaba esta fuerte sensación de humedad, me parece que el monzón anda suelto por aquí. Los trámites del visado quedan solventados en un abrir y cerrar de ojos y me hago con la mochila en menos que canta un gallo.¡Así da gusto! Nuestra relación con la parte jodida de los países - es decir, la maldita burocracia - comienza a las mil maravillas. Unos cinco mil millones de nepalíes me asedian a la salida del aeropuerto para ofrecerme taxi, hotel y la madre que los parió, chillando y arremolinándose en derredor, así que doy media vuelta y me refugio en el aeropuerto, que se convierte en un remanso de paz en el que esperar apaciblemente a mis intrépidas compañeras de viaje. 
    Judit y Mariana aterrizan cerca ya de las cuatro de la tarde. Me produce una enorme ilusión verlas, especialmente a Judit. Vienen con la mochila en la mano, así que directamente cogemos un taxi que nos lleva al hotel por cincuenta rupias nepalíes. Durante el trayecto, Judit me va poniendo al día de toda la gente que conocí en Anantapur. Blanca, Currás, María José, Javi, Elsa, Miriam... La verdad es que pasamos un rato muy divertido cotilleando un poquito.  El hotel se encuentra en la zona comercial de Katmandú y tiene bastante encanto. Se lo han recomendado a Judit una pareja de españoles que pasó una larga temporada en Nepal y que le han dado un montón de información que nos va a facilitar mucho la vida durante este viaje. Al traspasar la puerta penetramos en un jardín con mesas y una pequeña barra alrededor de un árbol. Lo primero que nos pide el cuerpo es darnos una buena ducha. Las habitaciones son muy modestas pero limpias. Mientras “mis chicas” bajan, me tomo un té con un empleado del hotel que tiene una pequeña agencia de viajes y que nos va haciendo algunas recomendaciones, que prosiguen ya con Mariana y Judit acompañándonos. El camarero cae perdidamente enamorado ante la dulce sonrisa de Judit y no puede parar de reírse y de tontear con ella como un crío de diez años.¡Divertidísimo! La “coordineitor” nos presenta un plan de ataque para los próximos días que suena la mar de bien: visita a Katmandú, traslado a Pokara y disfrute de los lagos, trekking de los Annapurnas y vuelta a Katmandú para visitar una ciudad cercana patrimonio de la Humanidad, Baktapur, y un par de ONGs. Estamos encantados con la propuesta y se aprueba por unanimidad. 
    Salimos a la calle a dar un paseo cuando cae la noche. Mariana se siente deslumbrada por las tiendas y todo lo que hay en ellas y al poco Judit también se va entregando al disfrute del “shopping”. Paseamos de tienda en tienda charlando y riendo, esquivando ricksaws de bicicleta y vendedores ambulantes de todo tipo de abalorios, mientras una lluvia cada vez más intensa cae sobre nosotros. Me encandilan las máscaras coloridas y de expresión amenazante que cubren la fachada de una de las tiendas. Mariana compra unos adornos y Judit se hace con unos pendientes. Un muchacho nos guía hasta el New Orleáns, un restaurante decorado con maderas y con un ambiente muy agradable. Allí echamos el resto de la noche; probamos las cervezas locales, Everest y Gorkha. Nos apretamos unos momos vegetales y un pollo al gusto local mientras nos hacemos unas risas muy sanas. Me doy cuenta de que formamos un equipo estupendo y que lo vamos a pasar en grande. A las once el cansancio del viaje puede con nosotros y nos retiramos camino del hotel. Llueve como si se fuera a terminar el mundo pero nosotros no nos enteramos. Seguimos riendo a carcajadas, e incluso el recepcionista del hotel nos pide en reiteradas ocasiones que nos vayamos a chillar a otro lado. Me da mucha pena irme a dormir, pero me alienta pensar en el maravilloso día que nos espera, deseando que sea como mínimo tan feliz como este.


21 de julio de 2007, sábado

    Hemos comenzado el día juntos con un opíparo desayuno en el jardín del hotel. Café, huevos con patatas y salchichas y como dios. Mariana ha pedido un te de masala muy rico. El camarero enamorado ha venido a hacerle la corte a Judit y nos hemos reído un montón. Sobre las diez y media salimos caminando con tranquilidad hacia Durbar Square. Nos detenemos en cada templo y plaza porque todo rezuma belleza. En la plaza nos perdemos cada uno por su lado disfrutando de cada templo, estatua y rincón. Pasado un rato Judit y yo buscamos a Mariana por todas partes, desaparecida en los vericuetos de los mandalas. Cogemos un ricsaw tirado por bicicleta, conducido por un risueño nepalí llamado Ram. El pobre hombre no puede con los tres y en diversas ocasiones nos bajamos y empujamos el ricsaw mientras la lluvia nos empapa; ¡hasta nos turnamos un rato para ir corriendo junto al ricsaw!  
    Bouddha Stupa es un lugar mágico donde los halla, encuadrada en una bella plaza peatonal, rodeada de casas de cuatro alturas y adornada por las vistas de las montañas de tupidos bosques que rodean Katmandú, donde van a engancharse los cogollos de nubes. Hacemos girar la rueda del Darma para tener suerte durante nuestro viaje por el Annapurna. Subimos a la estupa y la rodeamos en sentido horario acompañados de monjes y peregrinos. Corre una brisa fresca y suenan las campanas. Nos sentimos relajados y en armonía. Comemos en una terraza que asoma a la plaza, solos, disfrutando de las vistas, la conversación y la deliciosa comida nepalí. Arroz, verduras, salsas, patatas, pollo, todo regado con buena cerveza Ghorka. Nos acercamos a un supermercado para que Mariana le compre un cartón de leche a una mamá para su bebé. 
    Cogemos un taxi que nos lleva al barrio de Patan y su enorme plaza repleta de bellos templos. Cae la tarde y la conversación con Judit me abstrae de todo lo que nos rodea, pasan las horas hablando y recorriendo las calles como si el mundo no existiera. Nos dejamos guiar por Mariana y su nuevo amigo, un chaval muy espabilado que nos enseña varios templos perdidos por las calles del barrio. De vuelta a la plaza, tomamos otro taxi que nos lleva al hotel a ritmo de los beatles Mariana y Héctor a pleno pulmón. Duchazo y a la calle. Tratamos de comprar una botas de montaña para Mariana, pero el vendedor es un cruzado de narices y no hay manera; pero no pasa nada, shanti shanti. Nos largamos a cenar a una terracita en el tejado de un edificio que se esta rebién. Lasaña para la “coordineitor”, pizza para Mariana y unos macarrones para el nene. Hablamos de la
fundación y de Vicente, de nuestra labor, con pasión y respeto. A las once y media volvemos al hotel y al sobre, mañana a las cinco y cuarto en pie. ¡Aaaaa sobar!


22 de julio de 2007, domingo


    El despertador ha sonado a la hora prevista. A las seis hemos salido camino de la estación de autobuses. Ya ha amanecido hace rato. Nos cruzamos con niños en uniforme que van al cole en domingo. Varios autobuses esperan en línea frente a la estación. Nos suben las mochilas al techo y nos sentamos. Partimos puntualmente a las siete. Dejamos Katmandú atrás y nos sumergimos en un paisaje selvático. La carretera serpentea ladera abajo para depositarnos en un valle boscoso, tupido e impenetrable. Las colinas que nos rodean rebosan verdor. Numerosas cascadas emergen de entre el follaje en saltos imposibles. Varios puentes nos permiten salvar anchos ríos de fuerte caudal que se pierden en la espesura. Dormitamos luchando contra el traqueteo y los baches. Nuestra cabeza bambolea y damos saltos. Hacemos una parada junto a la rivera de un ancho río de fuerte caudal. Las nubes envuelven los bosques y las colinas en un halo de misterio. Engullimos un sándwich y bebemos nuestro thai apresuradamente para que nuestra tartana de bus con macarrilla incluido no nos abandone. Tras varias horas de traqueteo, nueva parada para recuperar fuerzas. A partir de aquí surgen los arrozales junto a la carretera, encharcados de abundante agua, que refleja el verde paisaje. Los agricultores hieren la tierra con sus arados tirados por bueyes. ¡Cuánto disfrutamos de estos bellos paisajes de Asia tan nuevos para nosotros! Judit entabla conversación con su “papá nepalí”, que la introduce en el maravilloso mundo de la meditación, le cuenta su vida como militar meditante retirado, le habla de su familia, del país... Más de siete horas de viaje que pasan en un suspiro de felicidad. 
    Pokhara nos recibe con un fuerte aguacero y una nube de lugareños que pugnan por atraernos a su hostal chillando a nuestro alrededor en inglés y en español. La lluvia nos cala hasta los huesos y empapa nuestros macutos. Por fin cogemos un taxi hacia un hostal recomendado, pero acabamos en otro más céntrico, propiedad del hombre que nos guía. Un lugar muy limpio y agradable, con jardín y habitaciones amplias, por cien rupias la noche (¡¡¡1.20 euros!!!). nos instalamos cómodamente y salimos en busca de un restaurante italiano cercano, protegidos de la lluvia por nuestros chubasqueros, pero metiendo las sandalias en charcos hasta los tobillos. El restaurante es excelente, con un camarero muy agradable y sonriente. Escogemos una mesa en la terraza cubierta, con vistas al lago. Nos damos el lujo de disfrutar de una buena botella de vino australiano que nos alegra la tarde y acompaña pizza, lasaña y gñocci. Judit y yo nos endulzamos la vida con una copa de helado de chocolate con menta. La conversación es una vez más apasionante y divertida. La lluvia deja paso a las nubes bajas que serpentean entre los árboles que alfombran las colinas cercanas. Somos las tres personas más felices del mundo. Elegimos los personajes vivos y muertos que nos gustaría conocer: Jesucristo, Buda, Dalai Lama, Brad Pitt, Andie Mcdowell, Bono...
    Tras apoquinar tres mil rupias muy bien empleadas salimos en busca de una botas para Mariana. Enseguida encontramos una tienda de la que ya no podemos salir. Calcetines, forros polares, gorros... Y, por supuesto, las ansiadas botas. Sesión de compras muy divertida en la que Judit vence al consumismo y consigue salir sin comprar nada. En una tienda cercana nos hacemos con un mapa de la zona de trekking de Ghorepani. Mariana mira su correo y Judit llama a casa mientras yo exploro en el mapa la maravillosa ruta de cuatro días que nos espera, con punto culminante en Poon Hill, a 3210 metros, con vistas al Dhaulagiri y al Annapurna. Deseamos con todas nuestras fuerzas que el tiempo acompañe un poco y nos permita vislumbrar estos dos ochomiles. Volvemos al hotel por caminos encharcados y preparamos los detalles del día siguiente con el dueño: nos guarda lo que queramos dejar en su propia casa. El desayuno, a las seis y media y el coche a Nayapul a las siete por novecientas rupias. No sabemos lo que nos espera ni cuánto influirá en nuestras vidas. Una cosa es cierta: La ilusión nos desborda...¡el Himalaya es nuestro!


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