Nina
era una mujer admirable, una mujer corriente, una doctora, que
merecía sin duda – como todos – el derecho a ser personalmente
feliz. Miraba a su
marido, tumbada en las arenas de Playa Navagio, mientras éste le
daba la espalda y – el agua azul turquesa cubriéndole hasta las
rodillas – observaba la quietud del mar y el cielo. Tras ella
reposaba un pecio abandonado, más
bien su esqueleto oxidado,
y Nina no podía dejar de pensar en el recorrido del
significado de la
palabra ilusión sobre sus vidas. Desde una esperanza cuyo
cumplimiento parece especialmente atractivo hasta la consciencia de
haber interpretado erróneamente un estímulo externo real. La
desidia disfrazada de serenidad. Encerrada en aquella playa hasta el
atardecer, cuando el ferry regresara a puerto, fantaseaba con la
posibilidad de asesinar a su esposo: empujarle por la borda,
envenenarle en el hotel o golpearle con un pesado cenicero. Él
se giró un instante y levantó la mano a modo de saludo. Nina le
devolvió un gesto con la barbilla y una sonrisa helada, sin quitarse
las gafas de sol. Después observó por unos instantes el
viejo cascarón varado, de cuyos hierros oxidados emanaban efluvios
de muerte y abandono. Tomó una piedra gris perla de suaves formas
redondeadas y la lanzó a las aguas cristalinas, muy cerca de su
marido. Éste se asustó y se giró. Ambos compartieron absortos la
observación del corto viaje que emprendió la piedra a través del
agua, mecida en un suave vaivén en caída hasta, por fin,
depositarse serena sobre las arenas blancas del fondo.
martes, 27 de junio de 2017
Playa Navagio
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Relato
Madrid, España
Madrid, España
domingo, 25 de junio de 2017
Alemania
“Él también
seguirá viviendo, como las ratas entre las ruinas. Pero vivirá. Y
mientras se está vivo siempre puede ocurrir algo”.
El viajero bajo el
resplandor de la luna (1937)
Antal Szerb
Los domingos el universo se toma un respiro, hastiado de sí mismo.
Esta poderosa ley que impera sobre la materia, la de transformar su
energía en un periplo infinito, sufre una excepción a la hora de la
siesta. Sin embargo mi mente, hoy, parece no aceptar ese descanso. La
luz cegadora del verano se filtra por las rendijas de la persiana e
imprime un misterioso código de barras horizontal contra la pared.
David duerme a mi lado, en calzoncillos, acurrucado, la almohada
empapada por la saliva densa, junto a su boca. Me levanto de la cama
y abandono el dormitorio. Camino descalza hasta la habitación de
Noah. Empujo con suavidad la puerta y la miro en
silencio. Reposa boca arriba, los brazos sobre la cabeza y los puños
cerrados, las piernas estiradas y los pies inertes, serena la
expresión del rostro, la boca pequeña entreabierta. Huele a bebé
sudado, aún siendo ya una niña bien crecida.
Me preparo un té y me lo llevo a la terraza. Me siento en la silla
de jardín y noto sus barras metálicas bajo el cojín plano y sin relleno. Dejo
la taza sobre la mesita a juego. El reloj de la plaza marca cuarenta y dos
grados. Para mí está siendo una edad abrasadora, sí. Mamá se fue
al asilo de la montaña y no regresó jamás. Soy una huérfana. Sola
en el mundo. La siguiente. Nadie me arropará ya nunca. Nadie fingirá
creer que estoy dormida cuando finja estar dormida. Nadie me
acariciará la cabeza desde arriba. Nadie me hará leche con galletas
para merendar. Nadie me acogerá en silencio, sin preguntas. Nadie me
mirará y comprenderá de veras. Alemania. Tenerlo todo y
despreciarlo por una ensoñación. A mí no se me ha perdido nada en
Alemania. Y a mi hija tampoco. Mi viaje, mi aventura en la vida,
ocurre por dentro. Todo el tiempo. Yo ya tengo mi Alemania. Todos la
tenemos, si queremos verla. Pero si miras el mundo con ojos prestados
te quieres marchar a Alemania. Tumbar de un manotazo nuestro precioso
castillo de naipes. Como si construirlo hubiera sido un pasatiempo.
Lo que pasa es que Noah y yo vivimos dentro de él, y nos gusta
mucho. Cuando la gente se marcha a Alemania, o a un asilo en las
montañas, nunca regresa. Y eso es porque se han ido antes de
emprender el viaje. Y yo me quedo sola. Un pajarito oscuro se posa
sobre la barandilla del balcón y gira su cabeza nerviosa en todas
direcciones. Canta unos segundos y desaparece, en busca de un nuevo
reposo. Recuerdo la primera vez que mi madre vio el mar. Sesenta años
dentro de ella, el mar. Una imagen en la televisión, una descripción
en un libro, un sueño de verano. Aquel agosto me la llevé, una
semana las dos solas. Noah aún no existía. Era también una imagen,
una descripción, un sueño. Mi madre caminó hasta la arena en
silencio, se sentó, lloró y no dijo nada. Después, comimos los
sandwiches que ella había preparado. Una ráfaga de aire caliente
–arde la piel– trae un envoltorio de plástico. Lo recojo del
suelo. Es rojo y brilla y es de un chupachups, y lo sujeto entre mis
dedos, y noto su tacto rugoso, y lo froto y hace frufrú y es una
música la que oigo, al menos para mí lo es, efímera, sencilla y
muy real. Lo dejo sobre la mesa, junto a la taza, pero al poco viene
otra ráfaga –ésta me resulta extrañamente gélida– y se lo
lleva.
Siento frío por dentro y regreso a mi cama. Me tumbo junto a David.
En Alemania hace mucho frío y llueve, la gente habla como enfadada;
estoy segura de que allí no hay pájaros y de que mi madre tampoco
está. La casa se me cae encima, tan en silencio, tan caliente. Yo
respiro y parpadeo, aunque ya no puedo ver el código de barras en
las manchitas de luz. Se han vuelto borrosas. Un camión de la basura
se detiene bajo nuestra ventana. Escucho el ruido del motor y el
trajín de los cubos. Un olor a gato muerto se adueña de la
habitación. Miro a David mientras duerme. Él también seguirá
viviendo, como las ratas entre las ruinas. Pero vivirá. Y mientras
se está vivo siempre puede ocurrir algo.
Propuesta de final previo, Hotel Kafka.
Propuesta de final previo, Hotel Kafka.
martes, 20 de junio de 2017
[LA IRA]
[Exploto y soy llamativa pero no existo por mí misma, soy tan sólo
una consecuencia, las glándulas suprarrenales bombeando adrenalina y
cortisol a mansalva que se incorporan a la sangre y viajan a los
músculos, al cerebro, a todas partes, tomando el control del cuerpo
y los pensamientos que se ciegan, que se anulan y se reducen a uno
solo...
Aparto la vista del libro y puedo ver a mi hijo, recién cumplidos
los seis años, jugando al fútbol contra dos chicos mucho mayores
que él. Le chulean, le torean, se ríen y marcan un gol tras otro,
despreocupados, disfrutando de su ridículo e infantil abuso. El
calor es asfixiante y el sol me da de lleno en la cabeza.
Me levanto y anuncio que me incorporo al partido. Le pido la pelota a
mi chico y chuleo, toreo y río, y cada vez que tengo ocasión chuto
con todas mis fuerzas y marco gol. Puedo ver las caras de los niños
teñidas de rencor, noto cómo se sienten víctimas, se saben
atropellados, y mi corazón late desbocado por el esfuerzo, no paro
hasta darle la vuelta al marcador y machacarlos. Son capaces de
quejarse, de relatar que se sienten abusados, un padre aplastándolos,
pero yo no los veo a ellos sino a su naturaleza, instalada en todos
nosotros desde pequeños. Les recuerdo que hace tan sólo unos
minutos ellos hacían lo mismo contra mi hijo, niño noble y sereno,
y agachan la cabeza y tragan, impotentes y rabiosos, sin
querer comprender.
...que
soy yo, activada por palabras y actos descontrolados y las más de
las veces abusivos, cuyo origen es a su vez el de otros pensamientos,
otros sentimientos, quizá otros complejos o creencias, instalados
entre la masa de neuronas y sus dendritas, ese órgano tan alabado
que es el cerebro...
Justo antes de comenzar la clase decidí que había llegado el día
en el que iba a dejarme vencer por la Señora Díaz, una
anciana poco dotada para el ajedrez pero que se había empeñado en
aprender, a estas alturas de la vida. Tras varios meses de paciente
enseñanza pensé que era el momento de
darle una pequeña alegría. Abandoné mi flanco
izquierdo, me dejé comer dos peones y un alfil y pasé por alto
varias ocasiones de acabar con sus caballos, o de comerle la reina.
Al principio disfruté de la alegría y el desenfado de sus
comentarios, pero poco a poco su tono se fue volviendo algo hiriente,
o más bien en seguida, pasó a lucir una sonrisa ladeada y en exceso
confiada, sus ojos brillantes y decididos, definitivamente
rejuvenecida, lo cual dio paso, al verme acorralado, a poner en duda
mi profesionalidad y a jactarse de estar venciéndome con excesiva
facilidad. Eres un inútil, profirió la vieja, y herví
por dentro, golpeé la mesa con la palma abierta,
apreté los dientes y no la miré más.
La di jaque mate en tres movimientos, cogí su
rey y lo estampé contra la pared. Me levanté
de la mesa sin mediar palabra, mientras escuchaba sus
insultos e improperios e imaginé cómo crujiría
su cuerpo al chocar violentamente contra el muro.
...pero que la mayor parte del tiempo es una máquina sin control que
funciona por acción-reacción y que no mide ni criba ni discierne,
permite que los pensamientos surjan, que las emociones, de origen tan
oscuro y primario, gobiernen, y que se emitan las palabras y los
actos que me activan…
Perdí mis dos piernas de crío, amputadas justo por
debajo de la rodilla. El dolor físico no fue nada comparado con el
calvario mental que hube de atravesar. Lo superé gracias a mis
zancos de titanio y al atletismo, el hombre lisiado más rápido del
mundo. Domé mis complejos y mis miedos y conseguí
dinero, fama y mujeres. Algo impensable que no estaba escrito para
alguien como yo. Hoy es San Valentín y tengo que soportar los gritos
de Sasha, una niñata consentida que juega a ser modelo
y que, ahora lo sé porque me lo ha dicho a gritos, sale conmigo tan
sólo por mi fama. Soy su trampolín, sí, quién lo iba a
imaginar, yo precisamente un trampolín, un puto
lisiado ha dicho, que se mueve en la cama como un saltimbanqui y al
que no se le empina, un engreído que no sabe valerse por sí
mismo, me grita, un mierda, mientras coge mis piernas de titanio y
las lanza al pasillo, desnuda, transformada su cara por el odio
gratuito, torrente de palabras descontroladas que buscan el
punto débil, lo atraviesan y aciertan donde más duele, porque es
allí y sólo allí hacia donde se dirigen. Se encierra
en el baño y sigo escuchando sus palabras tras la puerta, más bien
son insultos a voz en grito, y no aguanto más, no lo soporto, tan
sólo quiero que se calle y así se lo pido, también yo a gritos,
también mi cara enrojecida y mis palabras acompañadas de saliva que
se escapa violenta entre los dientes. Pero Sasha no
calla y entonces yo, el saltimbanqui, el mono de feria, me tiro al
suelo y me arrastro, ayudado de mis poderosos brazos, hasta la cómoda
y de allí saco el revólver que guardo entre la ropa interior,
introduzco las balas, lo lanzo a la cama, me arrastro de nuevo y me
aúpo, me siento a los pies que yo no tengo, amartillo y descargo
contra la puerta todas las balas mientras le grito que
se calle y detenga sus dardos, que se calle de una vez, que se calle
para siempre.
...a
mí, ese guerrero despiadado y ciego, sanguinario ejecutor de espada
de doble filo, esa dama furiosa de ojos inyectados en sangre que sólo
piensa en humillar o herir o aniquilar para que toda palabra se
silencie y todo acto cese].
Propuesta
de conflicto, Hotel Kafka.
lunes, 12 de junio de 2017
Everest
A
Roberto García Plaza y Gonzalo Crooke
“ –
¿Por qué subir montañas?
–
Porque están ahí.”
George
Mallory, 1923.
Raúl abre la cremallera de la tienda principal y entra en ella.
Afuera la ventisca es salvaje. Su cara está cubierta de nieve a
pesar de llevar la capucha puesta y cerrada. Tan sólo ha tenido que
realizar un trayecto de unos diez metros de una tienda a otra. Mira a
su alrededor y siente la derrota en los corazones de sus compañeros.
Rafa está tumbado en el suelo, sobre su saco sin abrir, hecho un
ovillo y con la mirada perdida. Benito limpia sus botas con un
cepillo de dientes, el entrecejo contraído, con cara de estar a
punto de echarse a llorar. Juan se fuma un porro mientras mira fotos
de chicas desnudas en su portátil, sentado a la mesa. Sabe que no
pueden ponerse en marcha hasta las dos de la mañana y que nadie va a
dormir hasta entonces. Sabe que el tiempo seguirá siendo infernal.
Sabe que los italianos están dispuestos a ayudarles. Las cuerdas
fijas y las escaleras en el glaciar puede que aguanten, pero más
arriba… No sabe cómo encontrarán los campos intermedios, ni si
subir servirá de algo. Mira a sus amigos y sólo ve sus debilidades
y el poderoso miedo a la muerte instalado en ellos. Nadie ha
levantado la cabeza cuando él ha entrado.
Raúl camina despacio por la tienda hasta la alacena. Sabe
perfectamente dónde está el whisky. También coge cuatro vasos de
cristal pequeños. Con el hielo no hay problema allí. Lo coloca todo
sobre la mesa mientras dedica una mirada fugaz a la chica que Juan
mira en internet y se deja envolver por el olor dulzón de su porro.
Mete la mano en el bolsillo de su chaqueta y saca una baraja
española.
–
¿Un mus?
Rafa y Benito no se inmutan. Juan le dedica una mirada esquiva, gesto
serio, y regresa a la pantalla.
–
Digo que si echamos un mus.
–
¿Ahora? Se te va la olla –responde Juan a través del humo azulado
que desprende su cigarro.
–
¿Y por qué no? Aquí nadie va a pegar ojo en toda la noche. Lo
sabemos todos. Prefiero echar una partida a pasármela rumiando.
Anda, apaga eso y vamos a jugar. Yo voy con Rafa. ¿Qué dices
Rafa?¿Te apuntas?
Rafa estira las piernas y los brazos y levanta la cabeza para mirar a
Raúl. Le sostiene la mirada, inexpresivo. Por fin, muy despacio, se
incorpora y, sin mediar palabra, toma asiento junto a la mesa, frente
a Raúl.
–
Vamos Benito, deja eso y vente para acá. Vas con Juan.
–
Pero es que Roberto… –responde Benito en tono lloroso.
–
Benito, deja el puto cepillo de dientes ahora mismo si no quieres que
te lo meta por el culo, y vamos a echar una partida de mus.
–
Vale hombre, vale. No hace falta que te pongas así. Si yo ya lo
había pensado antes, sinceramente–responde Benito airado mientras
se levanta y se incorpora a la mesa.
Raúl toma la baraja en sus manos, mezcla las cartas y reparte.
–
Corrido y sin señas. A ver quién es mano. De momento jugamos a una
vaca, gana el que llegue a tres juegos, ¿vale?
Nadie dice nada. Benito coge sus cuatro cartas y las mira nervioso
mientras las cambia de sitio. Juan las levanta de la mesa, les echa
un vistazo y las vuelve a dejar. Rafa ni siquiera las mira. Raúl
deja las cartas sobrantes a un lado. Pone un pedazo de hielo en cada
vaso y los llena de whisky.
–
No me apetece beber –dice Benito.
–
Sí, sí te apetece –responde Raúl.
–
Bueno, sólo una ronda, la verdad es que antes estaba pensando que un
copazo no me vendría mal.
–
Pues eso. Bebe y juega. Hablas tú.
–
Paso a grande.
Rafa
hace un gesto lateral y largo con la cabeza.
–
Y yo –dice Juan.
–
Se fue –cierra Raúl.
–
Y a chica –dice Benito.
Otro
gesto de Rafa.
–
Hala.
–
Se fue.
–
Pares no.
Rafa
niega con la cabeza.
–
No.
–
No.
–
Juego sí.
Rafa
niega de nuevo.
–
No.
–
No.
–
Creo que tengo la una… –dice Benito.
–
¿Cómo que crees? Eso no se cree. ¿La tienes o no? –responde su
compañero, irritado y sudoroso, mientras le da una calada rápida y
profunda al porro, que le hace hablar algo ahogado y nasal.
–
Tengo la una, sinceramente.
–
Vale, pues ya está. Eres mano. Reparto yo de nuevo –dice Raúl.
Raúl recoge todas las cartas y las junta con las del resto de la
baraja. Mientras mezcla, Juan le dice:
–
¿Qué vas a hacer?
–
¿Cómo que qué voy a hacer? Será qué vamos a hacer, ¿no? Pues lo
único que se puede, Juan. Subir. Hablamos de Roberto. Nuestro
Roberto. El mismo que os ha enseñado todo lo que sabéis… Anda,
corta.
Raúl deposita el mazo sobre la mesa y Juan le da un toque con su
dedo índice mientras le dedica una mirada de desdén. Raúl recupera
las cartas y empieza a repartir.
–
Rafa. Estás muy callado. Así es muy difícil ganar al mus –dice
Raúl.
Rafa
se encoge de hombros sin levantar la vista, fija en las cartas que
van cayendo frente a él.
–
Te pongo pares y juego –dice Benito.
–
¿Cómo que me pones? En todo caso te los pondré yo a ti, que soy
postre. Pareces nuevo, joder. Tú dirás, tío –responde Juan.
–
Puede que esté mintiendo… –dice Benito.
–
¿Y a quién le importa? ¿Quieres hablar de una vez? ¿Hay mus o no
hay mus? – responde Juan.
–
Bueno pues nos ponemos. Paso, hasta mi compañero.
Rafa
hace otro gesto lateral con la cabeza.
–
Dos –dice Juan.
–
Y dos más –contesta Raúl.
–
Se ven –cierra Juan con sonrisa taimada, como si calculara
habérselo llevado todo.
–
Paso a chica.
Gesto
de Rafa.
–
Y yo.
–
Se fue.
–
Pares no –dice Benito.
–
¿Cómo que pares no?¿Te cortas tu propia mano sin pares? Menuda
pareja me he echado… –dice Juan mientras niega con la cabeza
agachada.
–
Sinceramente, creía que les ibas a echar todas a grande y a chica…
–responde Benito.
–
Anda, cállate. Cállate y juega –dice Juan.
Rafa
hace rato que ha hecho un gesto de afirmación visiblemente marcado
para todos.
–
Pares sí –dice Juan.
–
Sí –responde Raúl mientras le mira sereno a los ojos.
Juan
le sostiene la mirada mientras echa cálculos. Piensa en cuánto debe
arriesgar y qué gana él con ello.
–
Cuatro –dice.
–
Todas –responde Raúl al momento.
Juan
parpadea fuerte e inclina levemente la cabeza hacia atrás, le da
otra calada a su porro y mira a Benito un segundo. Este lo toma por
una invitación a opinar.
–
Llevará dos seises. O dos sietes. Va de farol. Le ves el órdago,
Juan. O quizá no. A lo mejor va cargado de cerdos, unas medias, o
un duplex. Sinceramente, tú decides por los dos, tío.
–
Puffff –responde Juan mientras agacha la mirada en un gesto de
desprecio, hartazgo o condescendencia.
–
Todas –repite Raúl con firmeza–. Ya sabes que yo siempre voy
preparado y apuesto fuerte, chaval.
–
No siempre tío, no siempre… Mira hoy… –responde Juan con una
sonrisa irónica.
–
El pasado ya no cuenta, Juan. Lo que importa es lo que hacemos aquí
y ahora, en cada momento. O lo que pensamos hacer en el futuro. Lo
que pasa es que a veces no hay cojones para afrontar la realidad.
Todas, he dicho. Todas.
–
Está bien, Raúl. Se ven. Medias de pitos de primera mano. ¿Qué me
dices ahora, eh? –dice Juan con el cigarro colgado de sus labios,
sin vocalizar, sonriente –enseña ya lo que tienes, anda.
Juan pone la mano sobre las cartas de Raúl y las baja hasta la mesa.
–
¡Ja! Dos cincos. ¡Lo sabía! ¡Sabía que ibas de farol!
Raúl le deja que se carcajee unos segundos. Juan inclina su silla
hacia atrás y se lleva las manos a la tripa mientras se ríe y apoya
una bota sobre el borde de la mesa.
–
Medias de reyes – habla por fin Rafa mientras deja sus cartas sobre
la mesa.
–
¿Qué…? –deja de reír Juan, se inclina para ver las cartas, las
separa incrédulo para verlas bien – Pero…
–
Lo sabía… –dice Benito– yo ya lo sabía.
–
Una simple seña, Juan –dice Raúl –. Ese mordisquito lateral que
te has perdido. Demasiados trócalos, demasiado fanfarrón…
–
Eso mismo estaba pensando yo antes de que tú lo dijeras –dice
Benito.
–
¡Cállate! –le responden sus tres amigos, al unísono.
Se quedan todos en silencio por un segundo, mirándose sin pestañear,
y después estallan en carcajadas. Raúl toma su vaso y lo levanta.
–
¡Por Roberto!
–
¡¡¡Por Roberto!!!
–
Anda, id preparando las cosas. Ya queda poco para empezar a subir.
miércoles, 7 de junio de 2017
Nada
Comencé a nadar en la piscina poco después de su inauguración con
motivo de los mundiales de natación de 1986. Yo tenía diez años.
Llevo, por tanto, más de treinta años entrenando aquí, aunque
durante algunos períodos lo haya dejado un poco de lado. En esta
piscina aprendí a nadar y a tirarme de cabeza, después del colegio.
No hice ningún amigo ni recuerdo casi nada de aquellos primeros
años, excepto quizá un sentimiento. La angustia que me producía el
hecho de ir encajado entre otros dos nadadores, uno delante y otro
detrás haciendo espuma con sus patadas y brazadas, a un ritmo
frenético que me impedía respirar, recuperar el resuello. También
recuerdo que salía agotado del agua, me dolían los huesos. Padecí
reuma infantil. Llegaba a casa muerto de hambre y deseoso de meterme
en la cama. No sé cuántos años aguanté. Para mí aquello era una
tortura. Después, ya adulto, en algún momento, volví. No recuerdo
cuándo.
La
rutina siempre es la misma.
Traspaso las puertas automáticas de cristal y penetro en un ambiente
de calor húmedo sea cual sea la estación del año. Dejo atrás mi
vida y el mundo por un rato, pase lo que pase en ellos. Saco mi
carnet y lo paso por la ranura. Empujo el torniquete metálico y bajo
por las escaleras. Algunas veces hay competiciones de natación, de
water polo, de sincronizada o de saltos. En esos momentos detesto
estar allí. No soporto las aglomeraciones de gente, los gritos, los
empujones, el sudor, la tensión latente en cada mirada, en cada
cuerpo… La mayor parte de los días está más o menos tranquilo.
Una vez abajo, camino por un pasillo amplio con espejos y secadores
de pelo. Estos hacen mucho ruido cuando alguien los utiliza y eso me
molesta, me irrita. Siempre me cambio en el mismo vestuario. Sus
paredes están formadas por paneles de tarima blanca que no llegan al
suelo ni al techo. Por las mañanas me cruzo con multitud de
jubilados, algunos malhumorados, los más de ellos dicharacheros o
algo ausentes. Siempre hablan de lo mismo, como todo el mundo.
Política, fútbol. Completamente desnudos. A gritos. Las mismas
conversaciones huecas, o mejor dicho, que rellenan el hueco de la
vida, en la que realmente casi no hay nada que merezca la pena ser
dicho. Palabras repetidas, tópicos, frases hechas, bromas manidas,
lugares comunes… nada con sustancia, ni inteligencia, nada
personal, ni original. Ningún esfuerzo mental por parte de nadie.
Aunque quizá no sea el lugar para hacerlo. Me pregunto cuál lo es.
La
rueda gira, la vida continúa.
Me desnudo y me pongo el bañador, ajustado a cintura y muslos, por
encima de la rodilla, para que no haga resistencia al nadar. Saco de
mi mochila las chanclas y me las calzo, ya se sabe, por los hongos.
Me paso las gafas por la cabeza y las dejo reposar alrededor del
cuello. Llevo el gorro de tela en la mano y una toalla pequeña y
amarilla sobre los hombros. También una funda transparente, la de
las gafas, donde guardo los tapones para los oídos, un bote pequeño
que contiene gel de ducha y el candado de la taquilla con su
correspondiente llave. Guardo mi ropa y mi calzado en la mochila y
abandono el vestuario. El pasillo que da acceso a las piscinas, a los
baños y a las duchas se encuentra forrado por cientos de taquillas,
todas iguales y numeradas. Escojo una libre, guardo mi mochila y le
pongo el candado. Casi siempre me cruzo con un anciano calvo, gordito
y bajo que canta opera a voz en grito, garganta engolada y colocada,
como si estuviera él solo, sin importarle lo más mínimo si eso
puede molestar a los demás, si pensamos que lo mejor es permanecer
callados, si echamos de menos y ansiamos el silencio.
El recinto de las piscinas es enorme. A mi espalda y sobre mí se
encuentran las gradas, con sus asientos de plástico amarillo. A la
izquierda, y tras una pared de cristal, la piscina infantil. A la
derecha, al fondo, la piscina de saltos. Recuerdo cuando salté desde
el trampolín de hormigón, siendo un niño, y tuve miedo. Frente a
mí, la piscina de natación. Cincuenta metros separados por un
murete móvil para aprovechar mejor el espacio y que se puedan
impartir más clases. Las corcheras, rojas en los extremos y
amarillas en el centro, dividen once calles, frente a las ocho
oficiales. La pared que se encuentra frente a mí está compuesta por
cristales de unos tres pisos de altura por los que entra la luz
natural y a través de los cuales se ven las copas de los árboles
del parque y el cielo. Camino por el suelo húmedo y resbaladizo y me
cruzo con los mismos monitores año tras año. Nos miramos sin decir
nada. Siempre las mismas caras inexpresivas. La mayoría están
gordos y no durarían ni diez minutos en el agua pero son capaces de
enseñar a otros a nadar y de dirigir una clase con cierta autoridad,
la cual reside tan sólo en su tono de voz. A veces se juntan y
escucho sin querer sus cuitas laborales y no digo nada. Los ancianos,
en el agua, reciben su clase. Tienen las piernas finas e inflexibles.
Los brazos delgados y la piel flácida y moteada. Su tronco es grueso
y nadan muy despacio.
Deposito mi toalla y mi funda sobre el asiento de una pequeña grada.
Siempre es la misma. Me aproximo al borde de la piscina y me
descalzo. Camino hasta mi calle, una de las de nado libre. Me sitúo
frente a ella y miro el reloj digital de la pared, allí en lo alto,
para tener una referencia de cuánto tiempo voy a estar nadando.
Después, me pongo el gorro de tela con la cara del Joker en la
cabeza y los tapones naranjas de silicona en los oídos. También las
gafas con cristal de espejo. A veces se me salta el gorro al apoyar
su goma en el cogote y tengo que volver a ponérmelo todo. Me
fastidia mucho. Miro el agua, de ese color azul caribeño que no deja
de atraerme. Dejo pasar un nadador y espero hasta que se aleja.
Entonces me lanzo al agua, de cabeza. Siempre lo mismo, desde hace
décadas. Salto lo más lejos que puedo sin hacer esfuerzo. Me
zambullo y buceo con los brazos estirados y las manos de lado, una
sobre la otra. Es la forma en la que se crea menos resistencia frente
al agua. Junto las piernas y doy patadas de sirena. Miro al fondo de
la piscina y siento como si volara. Pienso que es así como deben
sentirse los pájaros cuando planean en el aire. Haciendo un leve
esfuerzo, aprovechando el impulso del viento. Aguanto todo lo que
puedo. Por fin, asomo la cabeza y me pongo a nadar a crawl.
Patada continua y leve. Estiro los brazos como si quisiera alcanzar
algo que está lejos y respiro siempre por el lado derecho. Tengo una
contractura permanente en esa parte del cuello. Los brazos hacen
palanca bajo el agua, la palma de la mano abierta y los dedos tensos
y juntos para no disipar la fuerza.
Veinticinco
metros y vuelta. Veinticinco metros y vuelta. Veinticinco metros y
vuelta.
Apoyo mis pies contra el muro para darme impulso y recorrer toda la
parte roja del corchete, estirado. Respiro diez veces por largo. A
veces voy deprisa. Otras no. No me interesan las marcas, ni mejorar.
Solo nado. Hubo un tiempo en el que nadaba y pensaba. Nadaba y
creaba. Nadaba y planificaba. En otra época nadaba y recordaba, o
nadaba y urdía contra los que me hacían daño. En otro tiempo,
nadaba y meditaba. Las Cuatro Nobles Verdades, la Vacuidad, la
Ayoidad. También he nadado y me he concentrado en la técnica, en la
posición del cuerpo, los gestos, la fuerza, la respiración. Ahora,
nada.
Nada.
Me digo, nada. Y nado. Si alcanzo al de delante, le supero. Si
molesto, me paro en la pared y dejo pasar. Si otro nadador me increpa
por cualquier cuita imaginaria, le ignoro. Llevo tapones y casi no
oigo. Las gafas se empañan pronto y casi no veo. Cuento
respiraciones, brazadas, metros. 10, 12, 25. Y vuelta a empezar. A
veces me equivoco en el conteo pero me da igual. Veo la luz y sólo
la veo. Siento el agua y sólo la siento. Mi cuerpo se cansa y paro.
Mi respiración se agita y me detengo. No pienso ni siento ni percibo
nada.
Nada.
Me digo, nada. Y luego ya no. Es la hora y me tengo que ir. Buceo un
poco bajo cada corchera, invadiendo las otras calles hasta que
alcanzo el borde de la piscina, con cuidado de no molestar a nadie. A
mí no me gusta que se me crucen cuando nado. Subo las escaleras, me
quito las gafas y el gorro y me calzo las chanclas. Miro alrededor.
La misma imagen metódica y aséptica, el mismo lugar, desde hace
treinta años. Nada se fija en mi memoria, nada pienso, nada siento.
Recojo mi toalla y mi funda y camino hacia las duchas mientras me
seco un poco. No mucho, para qué, si me voy a duchar. Es un gesto
inconsciente y mecánico. Entro en la ducha, una sala amplia forrada
de pequeños cuadrados de azulejo con doce grifos. Cuelgo la toalla
en una percha y saco el gel de la funda. Me ducho con el bañador
puesto. Me da pereza quitármelo y volvérmelo a poner.
Algunas
duchas no funcionan y nunca nadie las arregla.
El agua sale fría, templada y caliente, por ese orden. Me mojo y me
quito el cloro, me enjabono y me aclaro. Recojo mi toalla y mi funda,
me seco todo el cuerpo y salgo al pasillo. Abro la taquilla y
recupero la mochila. Entro en el vestuario y busco un hueco libre.
El
banco corrido está suelto y nunca nadie lo arregla.
Me quito el bañador y me seco de nuevo con la toalla. Regresan las
conversaciones sobre política y fútbol. El hombre que canta ópera
ya se ha ido y sólo escucho voces quebradas y sin fuerza. Ahora lo
hago todo despacio. Antes, desde pequeño y hasta hace bien poco,
tenía mucha prisa. Nadaba y corría por dentro. Ahora no. Ya no
siento angustia. No siento nada.
Nada.
Pero ya no estoy nadando. Me visto y saco el peine. Uno de plástico
blanco que me llevé de algún hotel hará un millón de años. Me
calzo, cierro la mochila y salgo al pasillo exterior. Me detengo
frente al espejo y dibujo una raya perfecta en mi cabello, la misma
desde hace tres décadas. Peino mi pelo mojado. Alguien utiliza el
secador. Detesto ese ruido. Recuerdo cuando mi madre me subía a un
altillo y pegaba mi cabeza a su chorro de aire caliente. Presionaba
el botón grande y plateado y frotaba mi pelo para que se secara y no
me constipara al salir. Ahora no me seco y nunca me constipo. También
me baño en la playa después de comer y nunca se me corta la
digestión. Me asomo a las ventanas y no me caigo. Camino por el
pasillo y me siento ligero. Pero cuando subo las escaleras las
piernas me pesan, como si volviera a tener reuma. Ya estoy sudando y
miro la calle a través de las puertas de cristal. Empujo el
torniquete en dirección contraria, camino unos pasos y salgo a la
calle. Hace frío. El cielo es azul. No hay nadie fuera. Todo está
quieto y no pasa nada.
Propuesta
de correlato objetivo, Hotel Kafka.
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