El doctor sentía transcurrir los días, cada uno igual que el
anterior, como una especie de cadena perpetua. Vivía su periplo por
el mundo bajo la condena de la consciencia, al igual que en su lejana
juventud había disfrutado del transcurrir del tiempo bajo el
paraguas de la inconsciencia. Leía envuelto en un silencio denso,
profundo, y era de esas personas capaces de valorar este
extraordinario hecho con deleite. Disfrutaba arrellanado en su butaca
mientras daba ocasionales caladas a una vieja pipa de ébano de cuyo
interior emergía lento un humo claro, cargado de un olor especiado y
varonil. Apartó el libro y lo depositó sobre la mesilla, abierto
contra la superficie de madera. Dio un par de caladas más a su pipa
mientras miraba hacia un lugar indefinido, con aire pensativo, aunque
en el fondo tan sólo estuviera dejando divagar la mente, como si
ésta fuera una barca a la deriva, perdida en el mar de las cosas
superfluas. Abandonó su pipa en el cenicero, un fuego controlado que
se apaga solo. Se levantó despacio, en un ademán que era mezcla de
pequeños achaques y de un deseo voluntario –más decidido que
natural– de desenvolverse lento, con cierta parsimonia, como
estirando los actos para que ocuparan más el tiempo denso y
abotargado de unas jornadas parecidas a las muñecas rusas, todas
iguales, y cada una la cárcel de la anterior. Se aproximó a la
ventana, toda ella madera carcomida y vidrio fino, una presencia
testimonial por cuyas fallas se colaban el frío y el aullido del
viento, y la abrió de par en par, con el deseo autómata de ventilar
la estancia y dejar salir el humo de su pipa, esencia que arropa y
mata despacio, cuya presencia anhelaba y disfrutaba y con cuya
ausencia se sentía momentáneamente liberado.
El doctor permaneció frente a la ventana, observando el exterior.
Desde su modesta habitación –un privilegio – podía ver el patio
interior cuadrado y de suelo adoquinado, ahora desierto, y los altos
muros de piedra negra que lo conformaban. Las almenas, moles oscuras
separadas por ranuras estrechas, impedían una visión del entorno,
excepto en su cara este, donde los espacios entre ellas eran algo
mayores, con el fin de permitir la vigilancia. Un par de soldados
hacían una ronda inútil y obligada, los usos y costumbres propios
de quien está entrenado para imaginar enemigos en todo momento,
adversarios cuya existencia se había convertido en mito con el
transcurrir de los años. El doctor hizo crujir el suelo de madera
bajo sus botas militares y abrió la puerta con extraña
concentración, plenamente consciente de cada movimiento de su
cuerpo. La mano firme que abraza el pomo dorado y gastado, la
sensación de la garra que se amolda a la perfección a la forma y
tamaño ideal de su presa, el giro leve y medido de la muñeca, el
pestillo que obedece y se introduce en la madera, la puerta que gira
sobre su batiente ligera, sin peso, y cuyo extremo pasa muy cerca de
la punta del pie derecho, colocado a la distancia exacta para que no
golpee, gesto tantas veces realizado, el aire fresco que se siente en
la cara pero también en las muñecas, se cuela por la manga hasta
donde permite la tela, que no es mucho, y por fin, el hombre que sale
al exterior y mira de nuevo hacia un lugar indeterminado con
expresión evocativa, aunque realmente no esté pensando en nada
concreto, el barco del yo aún mecido por el mar del tiempo vacío y
del pasado olvidado, sueltas las amarras, inmerso en una travesía
infinita y anodina sin final atisbado ni conocido, a la espera de
cruzar la brecha antigua de la tierra plana, esa por la cual cae el
mar en infinita cascada al vacío y con él nuestro barco, que puede
que prosiga su viaje, puede que caiga y caiga en el vacío negro y
silente, en la ausencia de aire pero también de los sentidos, puede
que desaparezca ese yo que lo gobierna y el barco siga cayendo sin
que nadie esté allí para presenciarlo y que, en cierto modo, no
exista aquello que este pasando.
Amanece y el doctor, en un gesto instintivo, inspira con fuerza el
aire fresco del alba mientras un escalofrío recorre su espalda y le
hace sentir, a pesar de todo, vivo. Camina hacia las almenas del
este, bordeando el patio desde la altura, con gesto natural. Nada
militar en cualquier caso, tampoco triste, ni decidido, ni altivo ni
humillado, ni enérgico ni dejado, ni libre ni subyugado ni
dubitativo ni indiferente ni débil ni tampoco arrogante. Tan sólo
es un hombre que camina y no nos ofrece ninguna pista al hacerlo, no
nos dice nada acerca de quién es con su porte, aunque puede que eso
lo diga todo. Alcanza por fin el muro del este y se detiene frente al
espacio entre dos almenas. El sol despunta sobre un horizonte yermo y
rectilíneo, no calienta a pesar de ser puro fuego rojo y naranja y
amarillo. Todavía no deslumbra, aún estando enfrente, y el doctor
puede observar con nitidez la infinita llanura que se extiende hasta
donde se pierde la vista. Un desierto sin dunas, ni piedras, ni
plantas ni seres vivos. Un desierto sin color y sin alma, un espacio
tan vacío que ningún hombre es capaz de mirar por mucho tiempo, un
adversario fiero y sin vida que amedrenta al más bravo y le hace
bajar la mirada, preso del pánico que precede a la proximidad de la
locura. El doctor también aparta los ojos, tiembla su alma bajo un
pánico indefinido y latente que crece poco a poco y provoca un nudo
en la garganta y que tiene que ver con el vacío y la soledad, con el
abismo y la ausencia de sentido de la existencia. Es insoportable
saberlo y la mente lo aparta de inmediato y huye despavorida hacia la
protección del bosque de lo banal y lo cotidiano. Así, el doctor se
aproxima al muro bajo, entre las almenas, y asoma la cabeza. La
muralla de piedra negra, pulida y brillante, cae hasta fundirse con
la roca de la que está hecha, construida sobre una montaña de final
abrupto, casi como si el enorme cuchillo de un dios coloso asomado
entre las nubes la hubiera cortado en un único gesto perfecto y se
hubiera llevado la porción ausente a la boca, dejando en su lugar el
vacío escalofriante que se extendía ante sus ojos cansados. El
doctor sintió vértigo, asomado desde tamaña altura, pero por
alguna extraña razón sentía aún más miedo mirando hacia el cielo
en aquella posición y circunstancia, gesto que aún así no pudo
evitar hacer, por unos instantes, poseído por una extraña e
inevitable atracción hacia aquello que más nos desespera. Se retiró
en un acto reflejo hasta su posición erguida, la espalda recta y las
manos detrás de ella, una agarrando con suavidad la muñeca de la
otra. Después no pudo evitar mirar a ambos lados en busca de los
ojos indiscretos que ven lo que no se desea que otros vean, el miedo
irracional o la debilidad furtiva y latente, el instinto de
supervivencia mundano, ese que tácitamente está prohibido en los
ambientes de armas, y la búsqueda de esos ojos también fue huidiza,
delatando el deseo de no cruzarse con ellos si es que existieran, de
mirar de cara a la vergüenza que experimenta el que ha quedado
expuesto al juicio negativo del otro, ese otro que quizá no juzgue
porque comparta pesadillas y vacíos innombrables, ese otro que se
vería retratado en el gesto del doctor y que habría visto pero
hubiera fingido que no habría visto, mientras desviaba la mirada
hacia el horizonte y se obligaba a pensar en riquezas inalcanzables o
en diosas idealizadas que tan sólo existen en la imaginación de los
hombres solitarios y abandonados a su suerte.
El doctor recuperó su habitual mirada ausente y pensó en la
frontera. Una línea imaginaria pero muy real que partía la tierra
durante cientos de kilómetros en dirección norte-sur. Allá lejos,
arriba, conformada por montañas de unos tres mil metros, a ambos
lados. Después, el cauce del río Rar. Por fin, el desierto frente
al que se encontraba. Más al sur, la cordillera que comenzaba
alrededor de su atalaya y que disminuía en altura de forma
progresiva hasta alcanzar el mar. Era tan antigua que nadie sabía
cuando surgió, y tan sólo las leyendas hablaban de ella. Dieciocho
años confinado en la Fortaleza, protegiendo una frontera que se
asomaba al vacío, frente a un enemigo jamás divisado. Todo el
territorio colindante, perteneciente al adversario, se encontraba
despoblado hasta donde alcanzaba la vista. Su generación jamás
había visto un Latacan. La población, tan dada a los rumores y las
fantasías estrambóticas, los imaginaba como monstruos deformes o
como héroes mitológicos. Otros aseguraban que todo era un invento
del gobierno para mantenerlos sojuzgados y bajo un permanente estado
de excepción. Los más risueños y despreocupados decían que no
entendían el nombre de aquel pueblo, los Latacan, porque ni daban la
lata ni atacaban jamás. El doctor había dilapidado su madurez
defendiendo una frontera que los separaba de la nada. Sus años de
familia y colegio, sus días en la Facultad de Medicina, su
especialización en antropología legal y forense, le parecían la
vida de otro, un resumen de momentos clave que alguien te cuenta
acerca de un conocido largamente desaparecido y encontrado por
casualidad en una cafetería o en una fiesta. Su vida comenzaba con
su entrada en el ejército, auspiciado por un padre militar. Nació
el día en el que, tras abandonar la academia, recibió orden de
trasladarse a la Fortaleza. Se veía a sí mismo abandonando la
ciudad y dirigiéndose hacia las montañas del este, sin saber muy
bien dónde se encontraba su destino final. Recordaba la impresión
que le produjo el camino que serpenteaba por los valles secos y que
ascendía poco a poco hacía mesetas en altura y hacia otras cuencas,
rodeado de colinas y después de montañas y por fin de picos
afilados y oscuros, de amenazantes escarpaduras y barrancos
insondables. Recordaba a aquel capitán al que se unió en la parte
final del trayecto como a un fantasma, incapaz de vislumbrar su
rostro o rememorar sus palabras, y comenzaba a valorar seriamente la
posibilidad de que hubiera sido un producto de su imaginación, o
quizá una proyección mental de sí mismo hacia el pasado, ya que se
había encontrado en esa situación –unirse en el camino al
atemorizado deambular de un joven soldado– en las escasas ocasiones
en las que disfrutaba de un permiso de fin de semana para bajar a la
ciudad. Allí, en la urbe, ya no había cabida para un hombre como
él. La sociedad burguesa, superficial y despreocupada despreciaba a
los que la hacían posible, a esos que desgranaban sus días iguales
en permanente estado de alerta y tensión, a esos que por causa de
ello sufrían enfermedades como el estrés, la ansiedad o la
depresión, y cuyos problemas se negaban a escuchar. Tampoco la
situación del doctor era mejor entre sus compañeros de armas, donde
era visto como un intruso civil, debido a su condición de médico
sin nadie a quien curar, un ciudadano acomodado que juega a los
soldaditos sin exponerse y que aún así se permite criticar lo que
desconoce desde el sentido común y la racionalidad. El doctor estaba
solo en el mundo pero, en el fondo, quién no lo está. Aunque ni
siquiera disfrutaba de la ilusión de la compañía con la que los
demás se arropan.
Y el caso es que en la Fortaleza, y en toda la frontera, sabían que
sí existía algún tipo de amenaza. Débil, imprecisa, pero al fin
y al cabo, real. Todos los que defendían las lindes del país habían
visto aparecer algún proyectil desde más allá del horizonte e
impactar sobre la superficie desolada frente a las murallas. Todos
habían observado extrañas luces en el cielo, que parecían
disfrutar de voluntad propia o de la de otros. Aparecían, al
amanecer, objetos plagados de sensores –depositados en la llanura
por seres que imaginaban silenciosos y sombríos, etéreos–,
retirados por algún pelotón que abandonaba la Fortaleza y realizaba
una pequeña incursión en terreno enemigo a tal efecto. No era
extraño –tampoco común– el día en que llovían octavillas del
cielo, precedidas de un sonido ronco, bien conocido, que va in
crescendo y después se difumina hasta desaparecer, acompañado
por el traqueteo de las baterías antiaéreas. Papeluchos plagados de
insultos o conminaciones a la rendición, o propaganda falsaria
contra nuestros dirigentes, o rumores sobre derrotas o hambrunas o
terribles plagas en remotos lugares de nuestra tierra.
Todos estos asuntos rondaban por la cabeza del doctor, día y noche,
como si esas ideas fueran un poderoso imán que todo lo atraen y que
obligan a ese todo a fundirse con él y ser parte del propio imán, y
que se hacían más patentes e insoportables cuando se asomaba al
muro, cada mañana, desde hacía dieciocho años. Decidió que ya
tenía suficiente por esta vez y giró sobre sus pasos, con la idea
de regresar a la habitación y proseguir su lectura. Sin nadie a
quien atender, sin herida que curar, sin soldado al que tratar de
salvar, pasaba los días releyendo sus libros de medicina y
antropología o disfrutando de las pocas novelas que adquiría en sus
infrecuentes visitas a la ciudad. Sin embargo, pudo ver cómo un
soldado se interponía entre su persona y su tan ansiado refugio y
caminaba con paso firme hacia él con un papel en la mano.
–
Doctor, un comunicado urgente para usted. He de asegurarme de que lo
lee y me da instrucciones, en su caso –dijo el soldado en un tono
firme y mecánico mientras le entregaba el documento y adoptaba una
posición de espera imperante.
Hacía tiempo que nadie utilizaba su rango de capitán para dirigirse
a él, en una clara muestra de desprecio que no había hecho el más
mínimo intento de frenar, como si les dijera con ello que,
efectivamente, él tampoco se consideraba enteramente uno de los
suyos y que, de pertenecer a un grupo, se decantaba orgulloso por el
de la ciencia y el conocimiento. Tomó el sobre en sus manos, lacrado
y con el sello de alto secreto estampado en el anverso, lo abrió,
desplegó el documento y lo leyó con avidez. Lo que allí había
escrito le provocó una mezcla de miedo y de ilusión, un cóctel de
sentimientos encontrados, como cuando se sabe que uno va a
encontrarse con una antigua novia con la que no se acabó bien, a la
espera, tras tantos años, de su perdón y su cariño, o de su
animadversión y su rencor enquistado. Levantó, tras unos segundos
eternos de cavilación acelerada, la vista hacia el soldado y le miró
a los ojos, mientras emitía la esperada orden:
–
Preparen el quirófano inmediatamente. Movilicen a las enfermeras.
Nos envían un herido.
–
¿Cómo dice, doc…capitán? ¿Un herido?¿Qué ha ocurrido?
–
Ya lo ha oído. No estoy autorizado a contarle nada más. Obedezca la
orden de inmediato. Puede llegar en cualquier momento.
–
Sí, señor.–respondió el bisoño soldado –una mueca de espanto
infantil dibujada en su rostro– mientras se cuadraba, marcaba el
saludo militar y se dirigía sin más dilación a dar cumplimiento de
las órdenes recibidas.
Acudieron a la mente del doctor los mitos y leyendas sobre terribles
carnicerías y millones de muertos de un pasado remoto. Las guerras
irracionales y sanguinarias entre hermanos; los Zanis, los Niosbos,
los Rocatas, los Durandas, los Rudunbis, los Sulunames; Nekoranos,
Naceriamos, Risios… historias envueltas en bruma que se contaban al
calor del fuego, asediados por las sombras de la vigilia helada. Se
hablaba de tribus y pueblos y naciones legendarias, ejércitos de
iletrados estúpidos manipulados por líderes inhumanos y podridos
por el odio y la ignorancia, lanzados contra sus hermanos, otros
seres humanos, para matar, descuartizar y violar o para ser
descuartizados, muertos o violados, en una espiral de odio que
siempre terminaba en la aniquilación total y absoluta de todas las
partes, todas sus banderas, himnos, tradiciones, idiomas y genes
perdidos en la noche de los tiempos, como así ha sido siempre y
siempre será. Estos cuentos de terror, que circulaban en ambos
bandos, eran los que, por fortuna, mantenían la situación
enquistada, circunscrita a pequeños gestos, que recordaban a los
ridículos movimientos que hacen dos hombres cobardes cuando no se
quieren pegar pero se han visto obligados a hacerlo.
El doctor regresó por fin a su habitación, poseído todo él por su
yo más profesional. Lo primero que hizo, en un gesto casi
inconsciente, y que habría de repetir después en el quirófano, fue
lavarse las manos. No lo hace el médico como Poncio Pilato, acto que
simboliza la cobardía y la pasividad, sino, muy al contrario,
desinfecta sus manos como el primer paso de la acción emprendida, de
la valentía que reside en poner su conocimiento y habilidad al
servicio de la ciencia y la humanidad, concretados en el esfuerzo por
salvar una vida. Después se detuvo frente a sus libros de medicina,
como si deseara que emanara de ellos todo el saber que atesoraban,
casi como si fueran un objeto de culto al que se suplica que no te
abandone, tras tantos años de inactividad, conjurando de este modo
un asomo de inseguridad. Sonrió levemente y por fin abandonó la
estancia, esta vez sí, con paso firme y gesto seguro. Recorrió los
pasillos y las escaleras que llevaban hasta el quirófano y todo el
que se cruzó con él supo que se encontraba ante un médico y un
capitán.
El doctor tenía ante sí a un soldado uniformado reglamentariamente.
Su cara estaba sucia, impregnada de pegotes de arena en algunas
partes, con rasguños y erosiones en otras. Su mirada era firme,
incluso agresiva, retadora. La sostenía a cualquiera que enfrentara,
tras unas gafas de pasta negra de diseño. Lucía, eso sí, un corte
de pelo elaborado, impropio de un militar. Una raya muy marcada,
vaciada, dividía el cráneo en dos partes: una lateral, cortada a
cepillo, y otra en lo alto y hasta el otro lado, cubierta de pelo
algo más largo, teñido de un blanco casi fluorescente, peinado con
escrúpulo y sostenido por algún tipo de sustancia que lo mantenía
fijo, a pesar de los envites que parecía haber sufrido. De su cuerpo
emanaban efluvios de miedo y odio, una mezcla que para un hombre como
el doctor, apestaba a catástrofe. Sus manos permanecían esposadas
por delante del tronco, embadurnadas en una repugnante y conocida
mezcla de mugre y sudor, apretadas una contra la otra y entrelazados
los dedos, creando un circuito cerrado de tensión y agresividad mal
disimulada y contenida por obligación. En contra de la norma, sus
pies no portaban grilletes, y es que en realidad no hacían falta:
una herida terrible asomaba entre los jirones de su pernera teñida
de sangre, lo cual le obligaba a caminar cojo y con un rictus de
profundo dolor cuando lo hacía, impidiéndole cualquier deseo de
huida o rebelión. Venía al quirófano custodiado por dos soldados
de las fuerzas especiales, que formaban parte del grupo que le había
trasladado hasta la Fortaleza. Le empujaron con firmeza, sin
violencia, hasta la camilla, y le ayudaron a tumbarse.
El doctor, ataviado con su pijama verde claro y provisto de gorro,
mascarilla y guantes estériles, se situó frente a la extremidad del
soldado y la observó. Solicitó unas tijeras y recortó la pernera a
la altura de la parte alta del muslo para despejar el campo. La
enfermera, diligente, limpió y desinfectó la pierna entera, antes
de cubrirla con paños estériles y enmarcar la herida. El doctor
aplicó un gel de anestesia en sus bordes y, tras un minuto, procedió
a inyectar el anestésico local. Aún sabiendo la respuesta,
preguntó:
–
¿Quién te ha hecho esto? – preguntó sin mirar al soldado, sus
ojos y su atención puestos en el acto quirúrgico.
–
Una hiena.
La mordedura había arrancado parte de la musculatura de la pierna,
la piel por supuesto, y dejaba a la vista la superficie del hueso, en
el cual se podía observar una marca producida sin duda por un
colmillo, cuando la enfermera aspiraba la sangre. Dio orden de que se
le administrara la vacuna contra la rabia y así se hizo. El paciente
se resistió, al tiempo que profería gritos y amenazas en un idioma
extraño pero claramente inteligible. La enfermera miró al doctor
sin comprender.
–
No se preocupe. Probablemente se haya golpeado la cabeza y le haya
afectado al habla. Prosiga.– la tranquilizó.
El doctor desbridó la herida, la desinfectó y la cosió mientras
los soldados de las fuerzas especiales sujetaban al prisionero, por
medio de unas bandas para tal efecto, a la camilla. El soldado herido
dejó de resistirse y, una vez dada por concluida la intervención,
cayó exhausto y se durmió. El doctor dio las gracias a sus
enfermeras y les concedió permiso para recoger, limpiar y marcharse.
Los dos Especiales se retiraron hasta la única y lejana puerta –el
quirófano era espacioso– , no sin antes colocar grilletes, ahora
sí, en los pies del preso, sin quitarle las bandas que lo fusionaban
con la camilla.
El doctor tomó asiento junto al ventanal, muy cerca del herido.
Desde allí podía ver con claridad, a través del cristal, la nada
entre las almenas, pasado, presente y futuro de su inexplicable
existencia. ¿Su futuro? Quizá su porvenir, y el de todos, estuviera
tumbado tras de sí, sobre aquella camilla. Le observó mientras
dormía. Su piel cetrina, enfermiza, amarillenta, delataba
desnutrición. Las pústulas y escaraciones, ausencia de higiene. Sus
músculos eran flácidos, impropios de un soldado en forma y, al
levantarle el faldón de la camisa, pudo comprobar cómo se marcaban
sus costillas a través de la piel. Entonces, el soldado herido
recuperó la consciencia, muy despacio, los ojos entreabiertos, la
lengua que recorre la boca seca y chasquea, la tez brillante y
sudorosa. El doctor se aproximó a él, hizo desplazarse la silla
sobre sus ruedas con un leve golpe de cadera y apoyó su mano contra
el borde de la camilla para detener el movimiento. Aproximó su cara
a la del soldado y le preguntó:
–
¿Se encuentra usted bien?¿Necesita algo?
–
Agua… – masculló el soldado.
El doctor se acercó a la pila, tomó un vaso metálico, abrió el
grifo y permitió que el líquido lo rellenara hasta el borde.
Después lo aproximó a la boca del preso, quien dio buena cuenta de
él sin disimular su ansia.
–
¿Mejor?
El soldado herido y ya curado respondió con un gesto afirmativo de
la cabeza. Apoyó de nuevo su nuca sobre la camilla y permaneció con
la mirada fija en el doctor. Éste no pudo o no supo o no quiso
contenerse más. Acercó su cara de nuevo al prisionero, al espía
disfrazado, al intruso precario y tan débil que había sido
considerado carroña por las hienas, y le preguntó:
–
¿Cómo están las cosas en vuestro país? ¿Están todos tan
desnutridos y enfermos como tú? Dime, soldado, ¿a qué os dedicáis?
El soldado apretó los dientes, crepitaron las cúspides
fracturándose en su boca, latieron sus maseteros. Sus ojos se
abrieron de forma desmesurada, fijos, inyectados en sangre. Tensó
todo su cuerpo y se desbocó su corazón. Levantó la cabeza hasta
donde le permitían sus ataduras y le espetó:
–
A odiaros.
El doctor le miró espantado y comprendió. Se levantó y, abatido,
se dirigió a su habitación, como un autómata, sin ser consciente
de su rango ni de las personas con las que se cruzaba ni de los
objetos, ni de nada en absoluto. Abrió la puerta, cruzó el umbral y
no cerró. Se sentó en su butaca, prendió la pipa y retomó el
libro que había dejado abierto, boca abajo, contra la madera de la
mesilla. Antes de comenzar a leer, sintió nostalgia por sus
dieciocho años de aburrimiento. Los percibió, por primera vez, como
tiempos felices que habían tocado a su fin. Las historias sobre los
pueblos antiguos se agitaron en su cabeza y se expandieron en escenas
atávicas de odio y destrucción. Después, por fin, continuó
leyendo. Y se esforzó por prestar más atención que nunca.