sábado, 29 de octubre de 2016

Stoner, de John Williams

    Al leer Stoner uno se siente como si estuviera contemplando un retrato. El de un hombre común, sencillo, neutro. Asistimos a la sencilla narración de la vida de otro occidental burgués. Su infancia, juventud, madurez y muerte. Una simple existencia más, con sus sinsabores y sus pequeñas alegrías; una vida que transcurre en la primera mitad del siglo XX, afectada por dos guerras mundiales, vistas desde la seguridad física de una universidad americana. Acompañamos a Stoner en una niñez dura y fría en una granja. Vivimos su entrada en la mencionada universidad y su súbito enamoramiento por la literatura. Asistimos a su fracaso matrimonial y a su incapacidad como padre. Sus vicisitudes profesionales como profesor con alumnos y compañeros. Su pasión amorosa y su defenestración. Y por fin, su muerte, acompañado de lo que más quería, abrazado a su identidad. Sus dos leves amistades nos llevan de la mano: Finch, cuya compañía se acerca y se aleja de Stoner y de su vida personal y profesional, pero que siempre constituye un fuerte asidero para él. Y Másters, tempranamente fallecido en acto de guerra, quien se convertirá en una especie de referencia moral y lazo de unión entre los dos amigos vivos. Su esposa Edith, una mujer marcada por fuertes complejos sexuales y emocionales, convierte la existencia de Stoner en un tormento de maldad y retorcimiento sibilinos. El profesor Lomax jugará el mismo papel en el ámbito universitario.
    Los problemas de Stoner podrían ser los de cualquiera de nosotros. Sin embargo, él muestra una manera muy personal de afrontarlos. Stoner encarna ese descomunal salto sobre el abismo que ha de dar toda sociedad rural que se transforma súbitamente en urbana e intelectual. Stoner conserva durante toda su vida la emotividad de un duro y frío campesino, de un ser humilde acostumbrado a apretar los dientes y sufrir. Un hombre de gran talla intelectual lastrado por una educación emocional pobre, incapaz de afrontar las vicisitudes de la vida con algo que no sea la pasividad y el silencio, la mirada anodina, el sufrimiento interior del que quizá se encuentra fuera de su lugar natural. Pero Stoner siente, aunque calla y se está quieto. Siente un profundo amor por su hija, y desnudar ese sentimiento le cuesta perderla. Siente amor verdadero por Katherine, que trata de proteger en un dique secreto, pero por cuyas grietas se escapan hilos de agua que se transformarán en una ola que les ahogará. Siente amor por la literatura, por esa universidad que, según Másters, cobija a los discapacitados, y será precisamente el complejo supurante de dos de ellos el que arrase con su intensa relación con las letras. Stoner afrontará los ataques a sus tímidos y tenues sentimientos como lo haría un granjero americano: encerrándose en sí mismo, encorvándose, aguantando el pedrisco, aceptando la agresión y la calumnia como algo con lo que simplemente hay que vivir. Presenciamos una emoción intensa y oculta, que nos aborda en pasillos, despachos y salones, que se ofrece atesorada detrás de cada sencilla línea, que nos asalta en cada capítulo.
 
John Williams maneja el pincel con maestría. Tan sólo acercándonos mucho al cuadro, sintiéndolo, descubrimos los trazos de un retrato maestro, de una intensidad emocional incapaz de labrar otro camino que no sea el que le habían marcado sus ancestros. El estilo de Williams se mantiene neutro, narrativo, algo distante. Con lo cual nos regala la oportunidad de incorporar nuestros sentimientos a la vida de Stoner, nos ofrece la ocasión única de vivir su vida y opinarla a nuestro gusto, de juzgar a Stoner, sí, juzgarle, como alguien digno de elogio y empatía o denostarle sin piedad. John Williams logra que sintamos algo muy intenso, sea lo que sea, por un hombre normal, por una vida normal. Quizá por nosotros mismos. Y eso le convierte en un maestro. Y su novela se alza en una de esas con las que nosotros, o Stoner, quizá, quisieramos morir entre las manos.

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