sábado, 23 de noviembre de 2013

La Maliciosa y el bosque de las Neuronas

    Los viernes por la tarde soy una explosiva mezcla de estrés y agotamiento. Lo he dado todo durante los últimos cinco días, a gran velocidad y de antes de sol a después de sol. Por eso cuando llego a casa aviso de que a la mínima voy a estallar o voy a castigar a algún hijito revoltoso, de forma injusta y excesiva. Mi mente continúa luchando por la pervivencia de la empresa, por darla a conocer, por atraer, por dirigir a un grupo de personas leal y fuerte, por invertir sin que el banco nos esclavice, por luchar por nuestro futuro. El discurso del rey me rescata de todo eso y serena mis pensamientos. Disfruto de un sueño profundo y reparador. Hoy, después de mucho tiempo, mi mujer y yo subimos a caminar a las montañas. Los niños pasarán la mañana en el parque con mis padres. La mañana es gélida y el cielo azul y limpio. En el coche, de camino a la sierra, el estrés y la lucha se cuelan de nuevo en nuestra conversación,  mientras escapamos del cemento y nos adentramos paulatinamente en paisajes de vacas y bosques, con las nevadas cumbres como destino. Captación de clientes, trabajo y lucha, competidores, esfuerzo...Nos vaciamos hasta que nos quedamos en silencio. Mi mujer sabe cuando recibir mi empuje y cuando aportarme paz, tan sólo con su silencio. Albert Rivera se hace dueño de la conversación a través de la radio y escuchamos a un hombre sensato justo hasta el momento en el que apago el motor del coche en el aparcamiento de La Barranca. Equipados con ropa y botas de montaña, nos cubrimos la cabeza con gorros y las manos con guantes. En nuestras mochilas, algo de comida y de agua. Arriba, a nuestra izquierda, el mirador. Recorre esas paredes, a media altura, un camino, entre pinos espolvoreados de nieve, que alcanza la loma previa al ascenso final a la Bola del Mundo, frente a nosotros. A nuestra derecha, la imponente y brutal peña de La Maliciosa. En el centro, nuestro valle, que termina en un fondo de saco entre ambas cumbres. Un pequeño embalse acumula las aguas del deshielo junto al aparcamiento. Sus aguas son transparentes y densas, como una gélida sopa repleta de vida. El bosque nos espera y nos adentramos en él caminando en silencio. Tan sólo se escucha el discurrir de las aguas del río. Un murmullo poderoso y refrescante. Y el sonido que el viento rescata de las copas de los árboles. También escuchamos cantar al pájaro. Y el reseco sonido de nuestras pisadas sobre la tierra y la pinaza. Además de nuestra profunda respiración de ritmo suave. La luz penetra en el bosque ténue, sin calor, y dibuja un improvisado caleidoscopio de luces y sombras caprichosas que dan la placentera sensación de ser lo único real que uno haya visto jamas. El manto de helechos es marrón en invierno y la luz les hace parecer de bronce. Los troncos de los árboles, con su rugosa piel, me recuerdan al axón de una neurona y sus ramas son las dendritas. Sus hojas son los impulsos químicos y eléctricos y el viento las mece para que se toquen y formen un enorme cerebro. El bosque de las neuronas piensa. Y cuando me adentro en él y me conecto a su tupida red mis pensamientos son suyos. Siempre se queda con los peores. Se me van cayendo, se van quedando pegados a la corteza de los árboles, se funden con la tierra y fluyen por los axones y las dendritas hasta ser aniquilados, contrarrestados. El estrés, la ansiedad, las dudas, el miedo, los remordimientos,  las preocupaciones...El viento y el silencio se los llevan y los hacen fluir por los árboles hacia el cielo limpio y azul. Y pienso ya en Vargas Llosa, en García Márquez, en Vicente Ferrer. Pienso en grandes hombres de palabra y obra acompasadas. Y recuerdo El discurso del rey. Pienso en un duque que no quiere ser rey, en un niño dolido escondido en un adulto fuerte y sufridor, pienso en un actor que tartamudea como un rey y cómo simula que lucha contra su defecto, y en lo bien que lo hace. Y pienso que la literatura y el arte son un montón de maravillosas mentiras juntas que tratan de que emerja alguna pequeña verdad desde lo profundo del alma del ser humano, ese alma tan seca y abotargada, tan anodina e insensible, tan despiadada a veces, tan rodeada de grandes verdades inmutables, ese montón de terribles mentiras dispersas.
    El camino está marcado en los troncos de los árboles con los colores de la bandera de Extremadura,  la tierra de mi mujer. Y es ella quien me señala los matorrales de jaras junto a la ribera del riachuelo, mientras lo vadeamos. Nuestra senda se cruza con el camino principal, ancho y apisonado. Nos cruzamos con gente que me parece débil y cabizbaja. Y con jóvenes que también han venido al bosque a gritar y no decir nada. Aparecen los primeros neveros junto a la fuente de La Campanilla. Siempre pienso en Peter Pan y en su pequeña hada revoloteando entre los árboles. Hacemos sonar la campana y bebemos su agua pura que sabe a tierra, a sol y a libertad. A partir de aquí la senda está marcada por la bandera del Vaticano, amarilla y blanca, en su ascenso hacia La Maliciosa. Resulta extraño pensar que el camino marcado por la casa de Dios en la tierra termine en la cima del infierno. Estamos solos en el valle y la nieve cruje hueca bajo nuestras botas, y puedo sentir su crepitar en mis pies. Ascendemos con lentitud entre madroños de frutos rojos que resisten el frío de la noche oscura. Algunos han caído al suelo y han sido aplastados por un caminante del alba. Parecen manchas de sangre que tiñen la nieve. El sendero hacia la infernal cima se asemeja a las puertas del cielo. El níveo manto refulge ante los ahora tibios rayos de sol y dejamos atrás el bosque. Si uno mira la nieve bajo sus pies descubre miles de diminutos brillos e insondables caminos, casi microscópicos, perlados de ramitas y trozos de tierra. La fría manta que cubre la tierra parece agredirla pero en verdad la enriquece con su agua y la proteje del frío de la noche. Hemos dejado atrás el bosque y caminamos a cielo abierto, próximos a las cumbres. La Maliciosa nos amenaza con su presencia. Sus bloques de roca  irradian su fuerza maligna y agresiva. Sentimos la peligrosa caída al vacío de sus escarpaduras. A gran altura nuestros pies se hunden hasta media pierna en la nieve blanda y decidimos dar la vuelta. No llevamos polainas ni bota de suela dura ni crampones. No esperábamos tanta nieve en esta época del año. Descendemos por la misma trocha a paso tranquilo y despreocupado, caminando en un dulce silencio.
    Somos cómplices de las aguas del arroyo y de los sonidos del monte, de la suave luz y del frío aire que nos limpia los pulmones. Nos adentramos de nuevo en el bosque y sentimos su energía pacificadora. Despacio y seguro, me entrego a él. Y me convierto en polvo de estrellas, que es lo único que realmente somos, y me fundo con la corteza de los árboles. Floto en el sonido del viento, que me espolvorea por la tierra, la nieve, la pinaza reseca, me enreda entre las jaras y los madroños,  me sumerge en las aguas límpidas del arroyo. Abandono la senda del Vaticano, no subo a las maliciosas cimas, no desciendo al valle, con los hombres. Mi esencia, sea lo que sea, exista o no, se funde con el bosque. Mi cuerpo y mi mente continúan bajando. Ya me reuniré con ellos el lunes por la mañana.

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