martes, 12 de noviembre de 2013

El peón

    He llegado puntual a mi cita. Sentado en la sala de espera, solo, aguardo a ser recibido, engullido por un cómodo sofá. Frente a mi, una puerta abierta, y tras ella, una mujer sentada tras una mesa, consultando en susurros sus problemas laborales al teléfono mientras me lanza miradas furtivas. Estoy excitado y muevo la pierna izquierda de forma compulsiva. Alargo el brazo para coger una revista y al hacerlo me tiembla la mano. Desisto y la devuelvo a la mesa. Todo esto me queda grande. Con la otra mano atenazo una carpeta azul de cartón. Me doy cuenta de que el sudor de la palma la ha mojado. Me he puesto mi mejor camisa y mis zapatos brillan. Estoy muy nervioso y doy mil vueltas a la conversación que tanto he preparado. Casi no he dormido esta noche pasada. Respiro hondo e intento pensar en algo agradable pero el caballo está desbocado y no consigo domarlo. Mi mente vuelve al mismo tema una y otra vez. La espera me resulta intolerable.
    Por fin, una amable secretaria aparece con mi nombre en la boca y me pide que la siga. Me tiemblan las rodillas al levantarme y sonrío sin enseñar los dientes. Mientras camino por el pasillo me invade el pánico. Me pregunto qué hago aquí y me imagino dando la vuelta y escapando de aquel lugar. La secretaria me invita a cruzar el umbral de una gran puerta. Entro en su lujoso despacho, enmoquetado y con techos muy altos.
    Él me espera tras una desmesurada mesa de madera brillante. Me da la bienvenida y me invita a sentarme. Su presencia es imponente. Se reclina con seguridad en su mullido sillón y sin mayor preámbulo comienza a amenazarme y amedrentarme con una seguridad altiva, despectiva. Me arrugo en el sillón y me noto empapado en sudor mientras aguanto sus invectivas. Me hace sentir incapaz, pequeño. Recibe una llamada y la contesta sin ni siquiera dignarse a pedir disculpas. Se levanta de la mesa decidido, con el teléfono en la mano y sale por la enorme puerta mientras contesta a su interlocutor. Me quedo solo en su despacho. Mi mirada se dirige a los pocos papeles que hay en su mesa, el portátil, una foto de su familia...y llaman mi atención unas piezas de ajedrez, negras y blancas, de madera. Tienen un papelito pegado con celo. Las giro una por una y descubro sorprendido pequeñas fotos de carnet pegadas. Él es el rey de negras. Mi jefe es el rey de blancas. Descubro caras que conozco:directivos y compañeros, trabajadores suyos, alguna esposa...y mi cara, adherida a un insignificante peón blanco, situado en la esquina de un tablero compuesto por una gran hoja de papel que contiene el esquema de un minucioso y enrevesado plan para conseguir sus objetivos por encima de nosotros. Regresa al despacho y recupera la posición en su trono, dedicándome una mirada displicente, no, despectiva. Levanta su dedo índice, con el codo apoyado en la mesa, dispuesto a continuar su agresivo discurso. Antes de que medie palabra, le lanzo mi sudada carpeta azul, sosteniéndole embravecido la mirada. Abre la palma de su mano hacia arriba, en un gesto de sorpresa, y se pone las gafas mientras abre el documento. Encuentra unos pocos papeles y algunas fotos. También algunas conversaciones grabadas transcritas en un papel. Noto que ya ha leído todo lo que tenía que leer pero es incapaz de levantar la cabeza. Sus hombros se agachan de manera casi imperceptible y su frente comienza a brillar, perlada por pequeñas gotas de sudor. Se derrumba contra el respaldo de su sillón y su mirada rezuma miedo. Sin mediar palabra, me levanto, sujeto mi peón blanco y golpeo al rey negro con un gesto corto y seco. Jaque mate. El peón blanco gira sobre sus talones y abandona el despacho. Yo voy dentro de él.

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