jueves, 19 de septiembre de 2013

Lacimurga

    Toño pedalea despacio, sin hacer ningún esfuerzo, por el centro de la calzada. Acaba de amanecer y hace fresco. Es domingo y las calles están vacías,  aunque no del todo. A estas horas se cruzan dos faunas antagónicas en teoría,  aunque en el pueblo no sea del todo cierto. Algunos de sus amigos salen del callejón tras una noche de copas. Sus ojos brillan y hablan a gritos, sudorosos y excitados. Por otro lado, circulan algunas camionetas y tractores de camino a las tierras que hay que trabajar cada día. En estas labores no hay domingo que valga. Algunos de los que conducen esos tractores son los padres de los que salen del callejón. Los jóvenes agricultores suelen descansar el domingo, al menos por la mañana,  para dormir la mona. Y es que en este pueblo los jóvenes no se han marchado, ó han tenido que volver. Casi todos tienen estudios pero el poco trabajo que hay ó la falta del mismo hace que continúen en la casa familiar, trabajando las tierras a tiempo completo ó parcial. Es el caso de Toño también. Realizó sus estudios de arqueología hace tiempo, tratando de hacer realidad un sueño. Y lo consiguió. Trabajó durante un par de años en las excavaciones de Lacimurga, a pocos kilómetros del pueblo. Pero después llegó la crisis y se acabó el dinero y cortaron el grifo.
    Por aquel entonces Toño ganaba poco pero era feliz. Se sintió desorientado un tiempo; mucho tiempo. Pasaba los días deambulando por la casa, desesperado, discutiendo con su familia por nimiedades, atascado, sin saber muy bien qué hacer ni cómo seguir con su vida, con una triste sensación de haber escogido el camino erróneo, sintiéndose un inútil, asaeteado por las invectivas de su padre y su hermano, que le conminaban a levantar el culo, dejar de lloriquear e ir al campo a doblar la espalda y colaborar en el sustento familiar y no ser una carga. Al fin lo hizo, con desgana y para cubrir el expediente,  un ratito cada día,  excepto los domingos.
    Toño es alto y grueso, pero no es fuerte, de hecho el esfuerzo físico le repulsa. Además, tiene la piel muy blanca y es pelirrojo, el duro sol de la Siberia le hace mal. Tiene facciones de británico y la verdad es que nadie se explica de dónde han salido esos genes tan arios. Hay que reconocer que no está hecho para labrar la tierra. Su carácter es afable en extremo, educado, conciliador, sonriente y cariñoso, buen amigo de las mujeres pero aterrado en su presencia, inseguro y sensible. Le gusta pensar en el bien de los demás, en ayudarles. Por eso, y por salir de casa y del campo, se animó a estudiar para las oposiciones a celador en el hospital de Don Benito. Le ilusiona ser un eslabón en la cadena de sanación de un ser humano. Y en ello está,  estudiando, presentándose a las convocatorias y suspendiendo, lo cual ha vuelto a minar su moral endeble y ha desarmado su coartada frente a su familia. Ha tenido que volver a echar media jornada en el campo para acallar a su padre. Alguna noche ha bebido más de la cuenta buscando arrancar todos esos densos pensamientos de su mente de raíz,  por unas horas, ser el agricultor de su cerebro y abonarlo con un güiski que abrase sus fúnebres ideas por una noche, y reírse, hasta que le duela el estómago, abrazado a sus amigos, y salir del callejón con los ojos brillantes y hablando a gritos, sudoroso y excitado. Después viene el infierno de dormir tres horas y despertar con ese sabor pastoso en la boca, reseca y maloliente, destilando alcohol por todos los poros de su cuerpo, con un dolor de cabeza insufrible que ni una ducha, un litro de agua y un ibuprofeno es capaz de mitigar. Y viene un día de resaca que le sumerge en una profunda tristeza, como si los negros pensamientos que consiguió esquivar la noche anterior se hubieran acumulado con los que le tocaba tener hoy y le estuvieran esperando todos juntos para llevarle al borde del suicidio.
    Así que un día tuvo la suficiente entereza para reconocer que ese no es el camino. Y por eso esta luminosa mañana de domingo Toño pedalea por las blancas calles de su pueblo. Algunas ancianas salen de sus casas para acudir a la primera misa antes de hacer sus labores. La mayoría van a la iglesia de Don Gregorio, en la plaza, pero las que tienen algo de fuerza para caminar e ilusión para recordar lo que las hace sonreír, suben las cuestas hasta la antigua iglesia en lo alto del pueblo, a las faldas de la sierra, y van a ver a su virgen, a la que llevan hablando desde que eran unas niñitas, mientras recuerdan cuando subían también al pozo junto a la iglesia para coger el agua del día, hasta hace bien pocos años. Otras abuelas riegan las plantas de sus ventanas ó salen a comprar el pan, mientras Toño pedalea. Hoy se siente bien, con la mente en blanco. Él, a sí mismo, cuando se encuentra así, se llama OToño. Una pequeña broma secreta, por cursi, que guarda para sí. El otoño es para él una estación apacible, equilibrada, serena, bella y algo melancólica, justo como piensa que él es ó quizá cómo le gustaría ser si le dejaran.
    Continúa pedaleando y deja atrás las últimas casas. Reconoce cada finca a su paso y piensa en cada familia que trabaja esas tierras, sus motes, sus cotilleos, su pasado...Otras veces, también en secreto, se dice a sí mismo Ñoño, porque se siente así en ocasiones,  ñoño, le gustaría ser un poco más rudo, menos sensible y soñador, dejar de querer hacer otras cosas y doblar la espina, trabajar sus tierras y envejecer tranquilo junto a su hermano en la casa familiar. En estas ensoñaciones a veces hay alguna mujer, pero después de tantos años de fracasos con el sexo opuesto cada vez aparecen menos. Sospecha que algunas chicas del pueblo también le llaman Ñoño, aunque él no se lo ha propuesto nunca.
    Tras unos pocos kilómetros por la carretera toma un camino de tierra ancho y bien apisonado que recorre varias fincas para dar acceso a las mismas a los tractores. Pedalea ahora con fuerza porque empieza a sentir el calor del sol y quiere llegar pronto a su destino. Al cabo de media hora comienza a vislumbrar el perfil del pantano y tras un repecho, su gran masa de agua dulce azul oscuro, rodeada de verdes veredas, reflejando los rayos del sol con cientos de mágicos brillos que brincan sobre su superficie. Desciende hacia la orilla mientras divisa ya su objetivo, situado en un promontorio sobre las mansas aguas del Guadiana: Lacimurga. Ha sentido su llamada y por fin se ha decidido a venir a escuchar qué tiene que decirle. Desde que se clausuraron las excavaciones por falta de fondos no había regresado aquí, tratando de olvidar el fracaso, de borrar de su mente lo que para él era El Camino, su gran ilusión,  su juguete roto, que guardó en el más oscuro desván de su mente. Siempre le ha llamado y él siempre se ha tapado los oídos con ambas manos, cerrando los ojos y negando con la cabeza, ha mirado para otro lado, ha tratado de olvidar. Pero ahora, más desesperado que nunca, no tiene nada que perder, y quiere escuchar lo que estas viejas ruinas tienen que decirle.
    Deja la bicicleta tirada en la hierba y cruza un pequeño arco para entrar en lo que queda del asentamiento romano. No está vallado y cualquiera puede entrar. Ningún cartel explica la historia de estas piedras. Las malas hierbas invaden el recinto, desdibujando cualquier idea que uno pudiera hacerse del antiguo esplendor de estas calles y plazas. La basura y los despojos se acumulan en las esquinas. Ruina, abandono y suciedad. Justo lo contrario de lo que él necesita. Gira una esquina y se topa con un pescador meando contra las piedras mientras le sostiene la mirada, desafiante, sin mediar palabra; ni un triste buenos días. Toño agacha la cabeza y continúa su camino, humillado, como si le estuvieran meando los pies y se encontrara amordazado y esposado, incapaz de quejarse ó defenderse. Busca una pared al final de la excavación,  que ya conoce, y se sienta apoyando la espalda en sus piedras, los dedos acariciando la hierba, a la sombra, de cara al pantano. La temperatura es suave y puede divisar decenas de kilómetros de esta olvidada Siberia. Brumosas colinas, castillos que señorean desde las alturas, densos bosques, apacibles dehesas, carreteras secundarias y caminos olvidados...puede ver el curso del Guadiana dividiendo el valle, hecho pantano, y dando vida...por un breve instante respira hondo y se siente en paz, y se abandona, afloja sus músculos y deja vagar su mente hasta caer en un profundo sueño...Y...sueña...nada...sí...ahora...ve...un niño, no, un joven imberbe, que camina por Lacimurga, ilusionado, soñador. Sí, ya puede verle, alto y espigado, muy moreno. Se llama Marco Aurelio, como el héroe de Gladiador. Claro, es que esto es un sueño y pasan estas cosas. Las calles están adornadas por cipreses y la luz es dorada, anaranjada, como en las  películas, así son los sueños. Marco Aurelio ha terminado sus clases de interpretación en el pequeño anfiteatro de Lacimurga, y quiere ser actor. Mira los dorados campos de cereal abajo, junto a la orilla del río y su ilusión se ensombrece. Vislumbra a su padre labrando la tierra feliz e imaginándole a él, su querido hijo, con una hazada en la mano, ayudándole, mano a mano, padre e hijo. El sueño continúa abrupto y ya está Marco Aurelio escapando de su casa por la noche y tomando el camino hacia Medellín. Allí le espera lo que para él es una gran ciudad, con un gran anfiteatro donde le acogerán y le enseñarán el oficio de actor, le ayudarán a sacar ese torrente arrasador de emociones que lleva dentro, y después,  cuando queden deslumbrados por su talento, un día brillante, será la estrella en el teatro de Mérida, representará las obras de los grandes, le lloverán las ramas de olivo, los aplausos, los piropos, las invitaciones a banquetes, la compañía de los filósofos y las mujeres...Puede ver todo esto Marco Aurelio, en la oscuridad de la noche, mientras camina acompañado por el sonido que sus sandalias de esparto hacen sobre la tierra, mientras los grillos cantan y el aire es frío y húmedo como el río, y Toño sonríe porque sabe que el muchacho lo conseguirá...
    Una manaza agarra el hombro de Toño y le agita con fuerza. Despierte caballero, dice el guardia civil. Abre los ojos y nota la barbilla llena de babas, que le caen hasta el cuello de la camiseta. Se limpia con disimulo y se pone en pie. El guardia civil le dice que no puede estar allí y que tiene que marcharse ahora mismo. Toño le mira en silencio y piensa que debió ser este joven estirado e inflexible el que hizo el ridículo tratando de echar a Chato y Tinto, sus amigos aparejadores, cuando levantaban el alzado de estas ruinas romanas, y que quien no podía estar allí era el pescador que mea sobre sus antepasados, y la basura y los matojos, y que él sí que debería poder estar allí, descubriendo las raíces y el rico pasado de su pueblo, honrando a sus ancestros y a los de este erecto guardia. Pero no dijo nada, dio la espalda al benemérito,  se montó en su bici y ascendió la cuesta de vuelta a casa, sin echar la vista atrás. Cuando Lacimurga queda solitaria los fantasmas de sus antiguos habitantes pasean por las calles y hacen su vida, como si no hubieran pasado dos mil años. Y un ciervo joven y blanco cruza las ruinas, buscando la sombra y mordisqueando las hierbas, de camino al pantano, donde calmará su sed.
    Mientras, Toño regresa al pueblo y le dice a su padre que le va a acompañar por la tarde a trabajar al campo. Esta tarde y todas las que siguen. Se ducha, se pone una camisa nueva y se acerca a la tasca de la plaza, donde la gente toma el aperitivo. Allí sabe que encontrará a Blanca, funcionaria del ayuntamiento y amiga suya.
- Buenos días Blanca,¿qué tal? Luis, ponme una caña. Oye guapa,¿tú sabes qué tengo que hacer para volver a poner en marcha las excavaciones de Lacimurga? Hace tiempo que no voy por allí,  pero queda mucho por sacar a la luz.

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